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Paso a buscar a Sarah por la guardería un poco más temprano de lo habitual. La miro a través de la ventana durante un momento antes de que ella me vea a mí, y me alegro de verla tan feliz. Está jugando con un trozo de plastilina verde brillante, sola, completamente absorta en empujarlo con la palma de la mano para meterlo en un molde de vivos colores. Es una niña solitaria, que se siente incómoda con la gente —como también solía serlo Rachel—, y aunque estoy muy contenta de que sea prudente, también me preocupa que eso le haga las cosas más difíciles. Después de todo, tendrá que mezclarse con la gente, lo quiera o no.

Es curioso, porque nunca vi la timidez de Rachel como una desventaja para ella. De hecho, era un rasgo de su personalidad que me parecía entrañable. Pero quiero que para mi hija la vida sea perfecta. Quiero que todo el mundo la quiera. Quiero que todo le resulte tan fácil y tan feliz y tan tranquilo como sea posible.

La gente me dice que soy sobreprotectora, que tengo que dejar a Sarah a su aire, darle espacio para que encuentre su propio camino en el mundo, pero no creo que exista la sobreprotección hacia quien amas. Querría coger a esa gente del brazo y enseñarles que hay peligros por todas partes, y que son tontos si no los ven. «¿Creéis que estáis a salvo? ¿Creéis que la gente es de fiar? ¿Que son majos? ¡Abrid los ojos y mirad a vuestro alrededor!» Pero sólo pensarían que estoy loca. Son ingenuos, ignorantes, incapaces de darse cuenta de que el mundo está lleno de personas que te quieren mal, y me sorprende que estén tan ciegos.

Ser madre es difícil, contradictorio, imposible. Quiero que Sarah sea feliz, que tenga amigos, que se ría y que se sienta llena de vida. No que se sienta paralizada por el miedo y la ansiedad. Pero también quiero que tenga mucho cuidado, que se adentre en este mundo peligroso con los ojos bien abiertos.

Cuando abro la puerta y entro en la sala de juegos me quedo quieta detrás de ella y espero a que la sensación de mi presencia haga que se dé la vuelta. Adoro el momento en que me ve, la expresión de puro placer que le llena la cara, la manera en que se olvida inmediatamente de lo que estaba haciendo en ese momento y se lanza a mis brazos. Sólo la dejo en la guardería dos tardes a la semana, miércoles y viernes —tardes dolorosas, largas y aburridas para mí—, y siempre me siento aliviada cuando voy a buscarla las tardes de los viernes, contenta de que se haya acabado la semana, porque podremos estar juntas cuatro días seguidos antes de llevarla de nuevo a la guardería.

Hoy he ido a buscarla temprano porque vamos a hacer nuestro viaje anual. Me la llevo a Jindabyne, a la nieve, y estoy tan entusiasmada como una cría porque sé que Sarah disfrutará mucho cuando la vea. Podremos hacer un muñeco, lanzarnos bolas, y hasta quizá deslizamos en trineo. Podremos tomar chocolate caliente junto a la chimenea y disfrutar del frío, y también de un poco de nuestro tiempo a solas, lejos de mis padres.

—¡Mamá! —grita cuando me ve. Se levanta y echa a correr tirando la banqueta por las prisas. Me echa los brazos al cuello—. ¿Estás lista para marcharnos?

—Sí. ¿Y tú?

—¿Has cogido mis cosas?

—Claro.

—¿Mi osito?

—Por supuesto.

—¿Y qué pasa con la abuela y el abuelo?

Sabe lo pendientes de ella que están mis padres, y me entristece que a su edad ya se preocupe por ellos.

—También se lo pasarán muy bien este fin de semana. Vienen amigos a cenar y harán un montón de cosas.

Se le ilumina la cara.

—¿Están tentos?

—Mucho. Casi tan contentos como nosotras.

Me agacho y la cojo en brazos, recojo su bolsa, firmo su salida de la guardería y nos vamos al coche. Salimos de Sidney con rapidez y sin problemas, aún es muy temprano para los atascos de tráfico del viernes por la noche. Sarah está tranquila en el coche. Mira por la ventanilla, se chupa el dedo, relajada, como en trance. Siempre se pone así cuando va en coche, y cuando era pequeña, conducir era la mejor manera de hacer que se durmiera o que dejara de llorar.

Conduzco por la autopista con cuidado, mantengo el coche lo más alejado posible de los otros, haciendo caso de las enseñanzas de mi padre sobre la conducción preventiva. Mi padre ha intentado convencerme para que no hiciéramos este viaje. «Las carreteras estarán terribles —me dijo—. Con todos esos conductores nefastos, esos idiotas maníacos que salen los fines de semana todos a la vez. Y tú no estás acostumbrada a conducir en esas condiciones —añadió lacónicamente—. No seas tonta». Pero vi lágrimas en sus ojos, y le temblaban las manos.

Entiendo su pánico: en las carreteras muere gente cada día. Una pequeña equivocación, un error de juicio, un lapso en la concentración: cualquiera de esas cosas puede cruzarse en el camino de uno de esos camiones que van a toda velocidad por esta autopista. Dos vidas perdidas en un instante. Una familia destrozada. Mi padre sabe, mejor que nadie, que en cualquier momento puede ocurrir lo impensable, que a veces una pesadilla se convierte en realidad.

Así que es por su bien por lo que mantengo los ojos fijos en la carretera, las manos firmemente agarradas al volante, el cerebro alerta. Es el miedo de mi padre lo que me impide que pise el acelerador hasta el fondo.