Cuando acaba la primera canción empieza otra con un ritmo más rápido y Robbie se levanta de un salto, me tiende la mano, tira de mí y yo me levanto. Y entonces bailamos, los tres, sueltos y muy tranquilos, en un círculo estrecho. Bailamos juntos, nuestros cuerpos se tocan, las caderas y los muslos se rozan, los brazos se entrelazan. Robbie abraza a Alice, la besa, y yo los miro, se aprietan el uno contra el otro. Los dos son tan guapos, diría que son la pareja perfecta. Alice se da cuenta de que los miro y me sonríe, entonces le susurra al oído a Robbie. Éste se aparta de Alice y me rodea con los brazos, me abraza fuerte, me pone las manos en las mejillas y aprieta los labios contra mi boca. Es un beso casto, casi fraternal, pero no deja de ser muy emocionante. Alice sonríe, me da un codazo, se ríe. Y entonces nos abrazamos los tres, nos reímos y yo estoy delirantemente feliz. Me siento querida. Me siento atractiva. Me siento joven otra vez.
Y cuando la vocecita empieza a sonar en mi cabeza —la voz que me dice que no merezco la felicidad, que no debo tener lo que Rachel no puede tener—, me niego a escucharla. Decido, al menos por esa noche, ignorar la parte de mí misma que desaprueba todo lo que quiero. Estoy algo mareada, y despreocupada de todo. Soy Katie. Sólo por una noche. Joven y feliz e impetuosa. Katie. Divertida y aventurera. Katie. Sólo por esta noche, Katherine se ha ido y yo puedo ser yo.
Reímos, bailamos y nos abrazamos una canción tras otra hasta que se nos empapa la cara de sudor y nos entra sed y tenemos que ir a la cocina por agua. Cuando acabamos de bailar quitamos los cojines del sofá e improvisamos una cama en el suelo. No paramos de hablar hasta que nos dan las tres de la mañana, y nos dormimos exhaustos, un sueño pesado y profundo y, sin embargo, seguimos abrazados, con las piernas entrelazadas, boca abajo.
Cuando me despierto, Alice está acurrucada junto a mí. En posición fetal, con las manos apretadas en dos puños a la altura de la cara. Parece un ángel dormido preparado para luchar, tiene la extraña apariencia de un boxeador inocente. Respira de forma rápida y superficial y puedo oír el leve silbido del aire que entra y sale de su nariz. Le tiemblan las pestañas y se le mueven los ojos por debajo de los párpados. Está en fase REM. Sueña.
Me levanto de la forma más lenta y silenciosa que puedo. Aún llevo puestas la camisa y la camiseta. Me voy directa al baño, me desnudo y me meto en la ducha.
Cuando acabo, me visto y voy a la cocina.
Robbie está en el fregadero, lavando los platos, y ya casi ha acabado con la pila que dejamos la noche anterior: la que Alice había prometido lavar.
—Eh —digo—, gracias. Pero no tenías que hacerlo.
—Buenos días. —Levanta la mirada y me sonríe, y a pesar del pelo revuelto y de los ojos inyectados en sangre sigue estando increíble—. No te preocupes. No me importa fregar platos. En realidad, hasta me gusta. Recuerdo cuando era un crío y miraba a mi madre hacerlo. Siempre pensé que era divertido. Todas estas burbujas. El agua. —Se pone una pompa de jabón en la palma de la mano, la sopla y ésta vuelve a caer en el fregadero—. ¿Cómo te encuentras? ¿Cansada? Sólo hemos dormido unas cuatro horas.
—Sí, lo sé. Estoy hecha polvo. ¿Y tú, qué tal?
—Perfecto. Preparado para un día de entrenamiento de fútbol y una noche sirviendo a todos esos capullos en el restaurante.
—Pobrecito. Deberías volver a la cama y descansar un poco más.
—Es igual. —Se encoge de hombros—. Estoy acostumbrado. ¿Quieres un té? He puesto agua a hervir.
—Me encantaría. Aunque lo haré yo. Soy muy quisquillosa con el té.
—¿Ah, sí?
—Sólo me lo tomo como es debido, ya sabes, la hoja entera, la tetera y todo eso. La gente cree que estoy loca. Mis manías incomodan a todo el mundo. Así que siempre es más fácil que me lo haga yo misma.
—Eso es genial. A mí también me gusta bien hecho. El sabor es mucho mejor. Mi madre odiaba las bolsitas de té. También solía beberse el té a la antigua.
—¿De verdad?
—Antes de que muriera. —Se mira las manos, metidas en el agua—. Hace sólo un año.
—Oh, Robbie, lo siento. No lo sabía.
—Claro, no te preocupes —dice—, no podías saberlo.
Podría dejarlo ahí, cambiar de tema y hablar de algo más alegre, algo menos fuerte, pero recuerdo lo que solía hacer la gente cuando murió Rachel. Recuerdo lo extraño y ofensivo que era cuando salía el tema de su muerte y se lo sacudían de encima como si no tuviera más importancia que hablar del tiempo. Así que no cambio de tema.
—¿La echas de menos?
—Sí. —Levanta la mirada y los ojos se le llenan de lágrimas. Sonríe con tristeza—. Sí, mucho.
—¿Y tu padre? ¿Cómo lo lleva?
—Bien, creo. Pero es difícil saberlo, ¿no? No quiero preguntárselo.
—¿Por qué no?
—Porque ¿qué pasa si no está bien? ¿Qué pasará entonces? ¿Qué podré hacer yo de todos modos?
Sé que no debo caer en el error de decirle lo que siempre se dice en estos casos, mentiras que intentan aliviar el dolor. Porque sé que no lo hacen, sé que no pueden. Las palabras sólo son palabras, series de sonidos que no tienen poder alguno contra la fuerza del dolor real, del sufrimiento verdadero.
—Nada —digo—. En realidad, no puedes hacer nada.
—Exacto. Y si le dices a alguien la verdad, lo triste que estás, entonces aún te sientes peor, porque te preocupas por el desconsuelo del otro pobre diablo, pero no dejas de sufrir por tu propia miseria.
—Sí —digo, y me encojo de hombros—. Probablemente es mejor que te enfrentes a tu propia desdicha a tu manera. Y al final, supongo, se hace menos dura. Dejas de pensar en ella a todas horas.
Robbie asiente. Y luego nos quedamos callados un minuto. Espero, le doy a Robbie la oportunidad de continuar la conversación o de cambiar de tema. Lo que dice después le sale de un tirón, casi sin pararse a respirar.
—Yo estaba a punto de irme de casa cuando ella se puso muy enferma, pero me quedé porque quería ayudarla, estar con ella, ya sabes, pasar con ella todo el tiempo posible antes de que muriera… porque ya sabíamos que se iba a morir, sólo faltaba saber cuándo. Pero eso fue hace dos años. Y todavía estoy allí. Tengo veinte años y sigo viviendo en casa porque soy incapaz de dejar a mi padre solo. Pero lo más triste de todo esto es que no sé si mi padre quiere que me quede con él. Probablemente desearía que me largara al infierno para poder quedarse solo, para poder revolcarse en paz en su tristeza. Debe de creer que necesito su compañía. Es que… bueno… que todo está mal, básicamente.
—Entonces, ¿tu padre sigue estando muy triste?
—Por lo general está bien. O al menos actúa como si lo estuviera. Es fuerte y parece que tiene muchas ganas de seguir adelante, y se asegura de que la casa esté alegre, limpia, llena de comida, todas esas cosas. Ya sabes, siempre tenemos amigos en casa, montamos cenas de pizzas y cervezas, como si todo fuera alegría, como si la vida fuera fantástica sin una mujer en la casa. Pero entonces, una noche, hace una semana más o menos, me asomé a su habitación para decirle algo. Pero me detuve antes de entrar. Me quedé en la puerta durante un minuto, no sé por qué… quizá… puede que… no lo sé… pero me quedé allí y lo oí llorar. Llorar de verdad, ya sabes, de esa manera que te rompe el corazón, ruidosamente; sollozaba, gemía y hacía ese tipo cosas. Fue terrible. Quiero decir, sé que quería a mamá de verdad, sé que la echa de menos, pero estaba tan… tan desvalido. Como un niño. Como si hubiera perdido el control de sí mismo. Como si toda la felicidad que siempre demostraba fuera puro teatro. Una fachada para mí. Y yo no sabía qué hacer, así que me quedé allí esperando a que acabara, deseando que se callara de una vez. Fue muy raro. Lo peor es que no sentí compasión, y lo odié por dejar que yo lo oyera, por no seguir fingiendo que estaba bien.
—Sé lo que quieres decir. Ver a tus padres como lo que son te hace crecer, y te das cuenta de que el mundo es un sitio peligroso que ellos no controlan. Y si ellos sufren tanto, si no controlan las cosas, ¿qué esperanzas hay para ti?
Las palabras me salen sin pensar, sin darme cuenta de que me estoy mostrando tal como soy.
—Exacto. —Robbie me mira alarmado—. Joder. ¿Tu madre también se murió o algo así? ¿Está muerta?
—Oh, no. —Sacudo la cabeza y me río como si la idea de que se haya muerto alguien de mi familia sea absurda—. Mi madre está bien. Pero he pensado un poco en ese tipo de cosas. Y he leído algún libro de mi padre sobre el duelo y cosas así… Morbosa que soy. Loca.
—Bueno, pues has dado en el clavo con los sentimientos. La mayoría de la gente se asusta cuando les digo que mi madre está muerta. La mayoría se molesta, o le da vergüenza hablar de eso y cambia de tema. Y mi psicóloga es inútil. Siempre me pregunta qué es lo que siento, y cómo me siento por sentir lo que siento. Y luego me dice que mis sentimientos son perfectamente válidos, pero parece que ella esté pensando todo el rato que yo debería intentar sentir algo completamente diferente. A veces pienso que conseguiría lo mismo si en vez de hablar con ella hablara con un rollo de papel higiénico.
Estoy a punto de contestarle cuando Alice nos llama desde la otra habitación.
—¿Buenos días? —dice con una voz ronca y profunda, secuela de la noche anterior—. ¿Gente? ¿Dónde estáis? Me siento muy sola aquí.
Robbie y yo nos sonreímos y nos encogemos de hombros; dejamos ahí la conversación. Cogemos la tetera y la leche, el azúcar y las tazas y nos vamos a la sala de estar, junto a Alice.