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Rachel salió al escenario y la multitud guardó silencio de inmediato. Era hermosa, alta y llamativa; su vestido de terciopelo rojo —sabía que papá y mamá habían pagado una pequeña fortuna por él— acentuaba su altura y sus formas. Sólo tenía catorce años pero en el escenario habría pasado por una mujer de veinte.

Mamá me apretó la mano, excitada, y yo me volví para sonreírle. Ajena, ella miraba a Rachel en el escenario, los labios fruncidos en aquella expresión divertida que siempre mostraba cuando intentaba por todos los medios no abrir la boca en una enorme sonrisa, los ojos húmedos de felicidad, con lágrimas de devoción por su hija. A su lado, papá se había vuelto para captar la atención de mamá, su mirada, pero en vez de eso se encontró con la mía; nos sonreímos —divertidos por la expresión de mamá—, los dos llenos de orgullo familiar.

Rachel se sentó al piano, la falda del vestido le cubría las piernas con elegancia, y se puso a tocar. Empezó el recital con una sonata de Mozart, una pieza hermosa, delicada, con una melodía tan familiar para mí que podía anticiparme a cada nota, a cada fortissimo y a cada crescendo. Y yo la miraba, hipnotizada, como siempre, por la música que ella creaba, pero también por la transformación que ella sufría cuando tocaba. En el escenario, toda la timidez y torpeza de Rachel desaparecían. En los recitales era majestuosa y dominante, tan concentrada en la ejecución y en la música que se olvidaba de sí misma. Cuando tocaba era imposible imaginar que era tímida e insegura, que todavía era una niña. Durante todo el recital, que duró más de una hora, mamá no le quitó los ojos de encima a Rachel ni un segundo. Cada vez que mamá la escuchaba tocar parecía perder el mundo de vista, ignoraba el tiempo y el espacio y a quienquiera que estuviera con ella, y casi entraba en estado de trance.

Yo también tocaba el piano. Técnicamente era bastante buena, había pasado el examen de séptimo curso el año anterior y solía ganar concursos escolares y festivales locales. Pero Rachel era la que tenía talento de verdad: le habían ofrecido tres becas internacionales distintas. Durante semanas, en casa no se habló de otra cosa excepto de si debía aceptar la plaza de Berlín, la de Londres o la de Boston para estudiar, para perseguir el sueño de convertirse en una concertista de piano. Para mí, el piano sólo era un pasatiempo agradable, no tenía la necesidad de tocar todos los días, a todas horas. Pero para Rachel era su gran amor, su pasión, y trabajaba en él sin descanso.

Rachel era dieciocho meses más joven que yo, y a pesar de que la gente diga que el hijo mayor es el que triunfa, en mi familia era todo lo contrario. Rachel era impulsiva y ambiciosa. Yo estaba mucho más interesada en los chicos y en las fiestas y en salir con las amigas que en conseguir destacar en los estudios o en la música.

Mamá y papá hablaban sin parar del futuro de Rachel como concertista de piano; se volcaban en su carrera. Sé que a veces la gente se sorprendía del claro favoritismo de mamá y papá por ella, de la cariñosa idolatría hacia Rachel y el aparente menor interés por mí. Estoy segura de que la gente a veces sentía compasión por mí, porque creían equivocadamente que yo debía de sentirme abandonada. Pero yo no me sentía así, no tenía por qué, Rachel y yo siempre habíamos deseado cosas distintas. Estaba más que contenta de que Rachel fuera la hermana brillante. Yo sabía lo mucho que se esforzaba por ser un prodigio, y no reclamaba nada para mí. Disfrutaba demasiado de mis amigas y de mi vida social. Rachel era un genio, pero yo me divertía mucho más, y a pesar de lo que pueda parecerle a un extraño, siempre he sentido que a mí me había tocado la mejor parte.

Rachel era diferente. No parecía necesitar amigos como las demás personas. Eso no quiere decir que fuera fría o que no le gustara la gente, porque no era fría y le gustaba la gente. Ella amaba profunda y generosamente, y era leal a quienes le importaban. Pero era tímida; los actos sociales hacían que se sintiera torpe e incómoda y era terrible para mantener una conversación trivial. Era tan calmada y autónoma, que a quienes no la conocían bien podía incluso resultarles distante o indiferente. Pero cuando conseguías meterla en la conversación, te sorprendías de lo mucho que se fijaba en lo que estaba pasando. Tenía una sabiduría amable y compasiva que no era propia de su edad, y casi todos los que hacían el esfuerzo de conocerla acababan por admirarla. Era la única persona que he conocido que no tenía ni una sola pizca de envidia, codicia o malicia; la única persona que podría comparar con un ángel.

Y así, a pesar de lo que apareció en la prensa cuando la mataron —todas aquellas especulaciones y conjeturas dolorosas sobre nuestra relación—, nunca perdí de vista lo que sentía realmente. Adoraba a Rachel, tanto cuando estaba viva como después de su muerte. Fui, y siempre seré, su fan número uno.