39

Robbie sonríe. Al principio sonríe a medias, casi asustado, pero cuando le devuelvo la sonrisa y asiento, se le ilumina la cara, niega con la cabeza, se ríe. Y al instante siguiente está frente a mí, me coge las manos entre las suyas.

—Dios mío. Katherine. Eres tú. No puedo creerlo. Eres tú.

De cerca veo que parece mayor —claro que lo es, han pasado cinco años—, y que eso le favorece. Tiene la cara más masculina, más angulosa, de facciones más duras.

—Mami, mami, ¿quién es este hombre?

Sarah me tira de la pierna, mira a Robbie con curiosidad. Él se agacha para poner la cara a la altura de la de ella.

—Hola. Soy Robbie. Un viejo amigo de tu mami.

Sarah ladea la cabeza, mira a Robbie con simpatía.

—Pero no pareces viejo. No eres como el abuelo y la abuela.

Robbie se ríe y Sarah, incapaz de resistirse a la tentación de la colina, recoge el trineo y empieza a arrastrarlo hacia arriba.

Robbie y yo nos quedamos uno al lado del otro, la observamos.

—Es guapa —dice—. Es muy guapa.

—Sí. Se parece a su padre.

—Y a ti.

Me gustaría contarle montones de cosas —la conversación podría durar horas—, pero justo aquí y ahora no puedo pensar en nada que decirle, ni una palabra. Y nos quedamos así, los dos en silencio, hasta que me pone la mano en el brazo.

—Tengo que volver al trabajo. No puedo escaparme tanto rato. —Se vuelve a mirar el grupo de gente detrás de él—. Me están esperando.

—Claro —digo sin mirarlo a los ojos—. Por supuesto.

—Ha sido genial verte —dice—. Toda una sorpresa.

—Completamente inesperada. —Ahora que sé que se marcha y me siento más segura, lo miro de reojo—. Una hermosa sorpresa, sin embargo. Verte también ha sido genial para mí.

Me aprieta el brazo, asiente, se da la vuelta. Estoy a punto de seguir a Sarah colina arriba, cuando él me llama.

—¿Sí? —Me vuelvo.

—¿Estarás ocupada más tarde? ¿Esta noche? ¿Quieres que vayamos a cenar?

Quedamos que cenaremos en mi cabaña, así no romperemos la rutina de Sarah.

Robbie llega a las seis y media con los ingredientes para la cena. Sarah ya ha comido y ya la he bañado y está en el sofá viendo una película en DVD en pijama.

Robbie se sienta a su lado y habla con ella de los personajes de la película mientras yo abro una botella de vino. Nos sentamos a la pequeña mesa del comedor, uno frente al otro.

Al principio estamos torpes y demasiado amables, y la conversación se nota forzada. Hablamos del tiempo, del trabajo, de cosas que en realidad no nos importan a ninguno de los dos, pero al final Robbie pronuncia el nombre de Alice.

—¿La echaste de menos aquel primer año, cuando estabas en Europa? —le pregunto.

—Así es —asiente Robbie—. La eché de menos, a pesar de todo lo que hizo. La eché mucho de menos. Al principio, antes de que muriera, estuve tentado de volver a casa. Quería estar con ella, no me importaba lo que había hecho. Y después ya no tenía sentido. Ni siquiera volví para su funeral. No lo hubiera soportado.

—Claro. Yo tampoco fui. —Y me miro las manos, entrelazadas con fuerza en mi regazo. Ahora me avergüenzo de mi resentimiento, de mi ira—. Entonces la odiaba tanto que habría sido hipócrita. Me alegré de que muriera. No podía ir al funeral y fingir dolor. No la soportaba.

—Katherine —dice Robbie, y lo miro. Niega con la cabeza, sonríe con ternura—. Claro que no la soportabas. Era algo natural. Mick murió por culpa suya, todo el mundo lo sabe. Tú estabas embarazada y feliz por primera vez en años, y ella lo estropeó todo. Era lógico que la odiaras. Yo también la odié por eso.

—¿Pensaste en volver para ir a su funeral? —le pregunto.

—No. En realidad, no. Mi padre me llamó y me dijo que se había ahogado. Lo vio en los periódicos y acabó llamando a tu madre. Ella se lo contó todo, sobre Mick, sobre el hermano de Alice, Sean, y sobre la conexión con Rachel, y era tan impactante, tan repugnante… No podía enfrentarme a ello. Hizo que me lo cuestionara todo, toda mi relación con Alice, todos aquellos meses durante los que fuimos amigos los tres. ¿No fue más que una especie de juego enfermizo? ¿Hubo algo real? Estaba demasiado enfadado con ella. No pude volver.

—Yo también me pregunté lo mismo. Si algo de todo aquello fue real o no. La amistad, quiero decir; ¿ella me odiaba en secreto desde el principio? ¿Sólo esperaba la ocasión de vengarse? —Me encojo de hombros, sonrío con amargura—. Está claro que me equivoqué de instituto, ¿no? Con todos los que hay en Sidney y tuve que elegir Drummond. Donde estudiaba Alice.

—Pero ¿cómo dio contigo? ¿Cómo supo quién eras?

—Debió de reconocerme. De alguna foto, supongo. Sus padres encontraron todo aquello en su piso después de que muriera. Un archivo entero del caso judicial. Recortes de periódicos, transcripciones del juicio, todo. Había fotos de Rachel y de mí en los periódicos. Debió de verme por Drummond y pensó que todos sus sueños se habían convertido en realidad. Desde el principio sabía quién era yo y lo que había pasado.

—Dios. Es tan espeluznante. Tan horrible.

—Sí.

—Lo siento —dice. De pronto se inclina hacia delante y me mira a los ojos—. Ahora siento no haber vuelto. Hubiese podido hacerlo y ayudarte, ser mejor amigo. Tenía que haber vuelto por ti.

—No. No podías hacer nada. No podías ayudarme. No habría supuesto ningún cambio.

Robbie baja la mirada. Se calla y tengo miedo de haber herido sus sentimientos.

—¿Robbie? —le llamo—. ¿Estás bien?

—Sí. Estaba pensando en todo el tiempo que perdí por su culpa. Todo el tiempo que malgasté cuando la echaba de menos, cuando la quería, cuando nada de todo aquello, absolutamente nada, era real. Habría sido mejor enamorarme de una piedra.

Me río.

—Al menos no esperarías nada de una piedra. No podría decepcionarte.

—Exacto. —Y aunque sonríe, tiene los ojos llenos de lágrimas—. Y mi padre, también. No le hablé durante un año por culpa de ella. Y fue una estupidez, una pérdida total; lo que le pasó con Alice no fue culpa de él, ella lo engañó, como a nosotros. Y yo estaba enfadado con él, incluso cuando me enteré de que Alice había muerto. Ahora ni siquiera sé por qué. Y eso aún me molesta, ya sabes, todo el año que estuvimos sin vernos, sin ser amigos. Por culpa de ella.

—Es curioso, sin embargo —digo, y miro a Sarah, que se ha dormido en el sofá, chupándose el dedo—. Lamento mucho todo lo que ocurrió entonces y deseo, casi cada día, que hubiera resultado de una manera diferente. Pero nunca he podido arrepentirme de haber conocido a Alice. Si no la hubiera conocido a ella, nunca habría conocido a Mick. No habría tenido a Sarah. ¿Cómo puedo lamentar eso? Es imposible no querer a un hijo.

—Sí. No lo sé. Evidentemente lamentas que Mick muriera. Él era inocente, no tenía nada que ver con todo aquello. Pero no puedes arrepentirte de tener a Sarah. Sería raro, ¿no? Aunque todo lo que rodeó a Alice fue extraño —dice con voz amarga—. Lo jodio todo.

—¿Aún estás enfadado? —pregunto—. ¿Aún la odias?

—Un poco —confiesa. Sonríe con pesar—. Pero sólo cuando pienso en ella. Que no es muy a menudo. ¿Y tú? ¿Aún estás enfadada?

Y mientras lo pienso, miro dentro de mí, examino los puntos débiles, busco en lo más hondo, el núcleo ardiente de ira que me quemó durante tanto tiempo, y me doy cuenta de que se ha evaporado.

—Ya no. Imagino que ahora solamente siento mucha pena por ella.

Robbie arquea las cejas.

—¿De verdad?

—Sé que puede sonar muy falso. Muy de chica New Age. Pero ella no sabía cuidar de nadie excepto de sí misma. Nadie la enseñó a amar. Su propia madre no la quería. ¿Te imaginas lo que debe de ser eso? —Miro a Sarah, que amo más que a la vida misma—. Alice estaba vacía por dentro. No tenía corazón. Vivir así tiene que ser lamentable.

Robbie asiente, pero no parece convencido.

—Lo pienso cuando miro a Sarah —continúo—. Ella se fija en mí, me copia. Si soy buena, ella es buena. Si soy cariñosa, entonces también lo es ella. Imagina no tener ninguna influencia como ésa. Imagina que no te hayan enseñado a amar a los demás. Eso te haría un daño horrible.

—Quizá. —Robbie se encoge de hombros—. Quizás eso explique algunas cosas de ella. Pero no la absuelve. No ante mí. Otras personas lo tienen peor y llegan a ser decentes.

Estamos callados un rato, los dos concentrados en nuestros propios pensamientos.

—De todos modos, te he echado de menos —digo por fin—. No me he dado cuenta de cuánto hasta esta noche. Pero te he echado mucho de menos, de verdad. Mucho.

—Y yo a ti —aseguró él—. La única diferencia es que yo sí sabía lo mucho que te echaba de menos. Desde el día en que me fui.

—Pero ¿no trataste de ponerte en contacto conmigo?

—No. —Se encoge de hombros—. Antes de que muriera Alice no quería ponerme en contacto contigo. Sólo pensaba que eso haría que fuera más duro estar lejos. Hablar contigo. Echarte de menos. Echar de menos a Alice. Y la muerte de Alice me impactó mucho. Estaba depre, creo. Un poco. Y entonces, al cabo de un tiempo, no sabía si querrías saber nada de mí. Pero tenía montones de cosas que decirte. Escribí cientos de e-mails larguísimos, que acabé borrando.

—Me habría gustado que me los enviaras —sonrío.

—A mí también.

Y nos sonreímos, mantenemos las manos entrelazadas, nos bebemos el vino.

Robbie hace la cena, y hablamos durante mucho rato, y se hace tan tarde que lo invito a que pase la noche con Sarah y conmigo en la cabaña. Duerme a mi lado en la cama grande. No hay nada sexual, Robbie lleva una camiseta y los pantalones de mi pijama. Y yo llevo un modesto camisón de invierno. Pero nos dormimos cogidos de la mano y es bonito sentir el calor de un cuerpo adulto en la cama, a mi lado, es bueno sentirse un poco cuidada. Y cuando Sarah viene en medio de la noche, se ríe encantada de encontrarlo ahí e insiste en acurrucarse entre nosotros.

Miro a Robbie —tiene los ojos medio cerrados—, que le pone la almohada a Sarah, la tapa con las mantas, le sonríe con ternura.

Robbie hace el desayuno, huevos revueltos y tostadas, y los tres comemos juntos, amigablemente.

—¿Vas a ser mi nuevo papá? —pregunta Sarah de pronto con la boca llena de huevos.

—¡Sarah! —Trato de reírme de su ocurrencia—. No seas tonta.

Pero Robbie no parece sorprendido, ni contradice a Sarah, simplemente sonríe. Y me alegro de que no me mire porque noto que me arden las mejillas.

Camino con él hasta su coche cuando llega el momento de que se vaya. Sarah se le agarra a la pierna, le pide que se quede.

—No puedo —dice él, y se ríe—. Tengo que enseñar a esquiar a un montón de gente. Tengo que ayudarles a mantenerse a salvo en la montaña.

—¿Cuándo volverás? —pregunta—. Si me dices cuándo, dejo que te vayas.

Él me mira, y en sus ojos hay una pregunta, una elección, pero yo ya hice mi elección, la hice el día en que murió Mick, y no dejaré que el mundo me hiera de nuevo.

Me doy la vuelta, me agacho para coger a Sarah en brazos y hundo la cara en su pelo para que no me vea los ojos.

—Robbie es un hombre muy ocupado, cariño —digo—. No tiene tiempo para volver aquí.

—¡Tía Pip, tía Pip!

Sarah empuja la puerta abierta, la cierra de golpe detrás de ella y baja corriendo el camino que la lleva hasta Philippa. Ella se agacha y la levanta, la envuelve en un gran abrazo.

—Mi pastelito —dice—. Te he echado de menos.

Philippa se lleva a Sarah al zoológico durante toda la mañana mientras yo relleno la solicitud universitaria. Sarah empezará la escuela el próximo año y yo tendré tiempo, por fin, de continuar los estudios.

Philippa sube por el camino y nos abrazamos. Vamos dentro y se pone a recoger las cosas de Sarah: su botella de agua, su gorro, su muñeca favorita.

—Te la traigo de vuelta a eso de las tres. Comeremos en un McDonald’s o algo así. Una delicia —dice.

—¿En un McDonald’s? —Sarah salta de entusiasmo—. ¿De verdad? ¿Podemos, mami? ¿Podemos?

—Qué buena idea —digo—. Estás de suerte.

Vamos hasta el coche de Philippa y siento a Sarah en la sillita para bebés que está ahí sólo para ella; le ato el cinturón de seguridad. Cuando ya le he dicho adiós a Sarah y le he cerrado la puerta, llega Philippa; tiene un trozo de papel en la mano, me lo tiende.

—Esto es de Robbie —dice. Es su número de teléfono—. Quiere que lo llames.

—Oh. —No cojo el papel. En cambio, me meto las manos en los bolsillos de la chaqueta—. ¿Lo has visto?

—No. Me llamó. Quiere verte. De verdad que quiere verte, Katherine.

—No —niego con la cabeza—. No. No quiero. No puedo.

—¿Por qué no?

—Yo… Simplemente no quiero.

—¿No quieres? ¿O estás demasiado asustada?

—No lo sé. —Me encojo de hombros—. Estoy asustada, supongo.

—¿Por qué? —contesta Philippa arqueando las cejas—. ¿Porque podría morir?

—No. Claro que no. No. —Vuelvo la cabeza y me froto los ojos. Deseo que se dé prisa, que se meta en el coche y arranque—. Quizá. Vale. Sí. No lo sé.

Y entonces da un paso adelante, me coge la mano, habla tranquila, amablemente.

—¿Alguna vez piensas en el tipo de ejemplo que le estás dando a Sarah?

—¿Qué quieres decir?

—Nunca asumes riesgos. Eres cautelosa y tienes miedo todo el tiempo.

—¿Miedo? ¿De verdad? —Me vuelvo hacia el coche, miro a Sarah. Está concentrada en hablar con su muñeca, le arregla el pelo—. ¿Así es cómo me ve ella?

—Aún no, pero lo hará cuando sea mayor. —Philippa me aprieta la mano, sonríe cariñosa—. Te verá así, si ahora no tratas de ser feliz. Si no vives tu vida con un poco de valentía.

Y ésa es la palabra que lo provoca. «Valentía». Le cojo de la mano el trozo de papel y me lo meto en el bolsillo. Me inclino y le mando a Sarah un beso de despedida a través del cristal de la ventanilla del coche. Valentía.

—¿Hola?

Él responde casi de inmediato. Sin embargo no soy capaz de decir una palabra. De repente estoy aterrorizada. Tapo el teléfono con la mano y uso toda mi energía para aguantar la respiración.

—¿Hola? —dice de nuevo, y después—: ¿Katherine? ¿Eres tú? ¿Katherine?

Tardo un momento en poder hablar, pero cuando lo hago controlo la voz, me sale más firme de lo que esperaba.

—¿Puedes venir, Robbie? —digo—. ¿Hoy?

—Sí —responde—. Estaré ahí enseguida. Estaré ahí tan pronto como pueda.

Y no trata de parecer calmado ni esconde su entusiasmo, y recuerdo lo mucho que me gusta, lo divertido y bueno y generoso que es.

Y sé, sin ninguna duda, que he hecho lo que debía.

FIN