37

Oyes pasos detrás de ti —el agudo clic clic clic de unos tacones en el cemento—, pero no piensas en ellos. Cuando los pasos se oyen más altos, más cerca, tú y él os hacéis a un lado, le abrís paso a la mujer para pueda pasar. Pero ella se para, pone los brazos en jarras, se enfrenta a ti. Está oscuro, así que tardas un momento en darte cuenta de que es… Alice. Ella ladea la cabeza, sonríe.

—Katherine —dice. Y tú te das cuenta de que habla despacio, con torpeza, está borracha. Se inclina hacia delante—. Sabía que te encontraría aquí. Sabía que si esperaba el tiempo suficiente me toparía contigo y con tu queridito Micky.

Él tira de ti, se te lleva cogida de la mano con fuerza. Tú sigues caminando.

—Es una noche tan bonita y salvaje para dar un paseo, ¿verdad? —Ella os sigue de cerca, habla con un falso tono amigable—. Me alegro de haberte encontrado. Bueno, a los dos, en realidad. Tenemos mucho de que hablar.

Caminas más deprisa, no te vuelves. No respondes.

—Oh, vamos, ¿no queréis charlar un poco?

Él te aprieta la mano. Tú sigues caminando.

—Vale, pues. Quizá no queréis hablar. Lo entiendo. Pero yo sí. De hecho, lo necesito. Hay muchas cosas que no se han dicho, Katherine, muchas cosas de aquella noche que todavía no sabes. —Se ríe con malicia—. Y ya sabes de qué noche te hablo. Aquella noche.

Te detienes. Ella se ríe detrás de ti.

—Oh, eso ha captado tu atención, ¿verdad? ¿Sí? No puedes huir para siempre, ¿verdad, Katie? Tienes que enfrentarte a la verdad alguna vez.

Te vuelves y la miras.

—¿De qué hablas? ¿Qué estás tramando ahora?

Pone los brazos en jarras, te mira de arriba abajo.

—¿Qué se siente al tener la vida perfecta, Katherine? ¿La familia perfecta? Debe de ser bonito que te mimen tanto que te olvides del sufrimiento de los demás.

—¿La familia perfecta? ¿Olvidar el sufrimiento? —preguntas, incrédula—. ¿Bromeas, Alice? Mi hermanita fue asesinada. Mi familia se encuentra muy lejos de ser feliz, muy lejos de ser perfecta.

—Sin embargo tus padres te quieren, ¿no? —Se burla—. Sé que te quieren mucho. Los he visto. Tú eres su princesita. Veneran el aire que respiras. Por eso eres tan presumida. Por eso no te importa.

—¿Qué es lo que no me importa? Estás loca, Alice. ¿Es una especie de adivinanza?

—No te importan las personas como nosotros.

—¿Las personas como nosotros? —Miras alrededor deliberadamente—. ¿Quién es «nosotros», Alice? ¿De quién hablas?

—De mí y de mi hermano. De eso es de lo que estoy hablando. De mí y de mi hermanito.

Niegas con la cabeza, confundida.

—Pero ¿qué…?

—Todo es muy fácil para las personas como tú, Katherine. Tus padres te quieren. El mundo te quiere. Nunca le has tenido que demostrar nada a nadie. Y como tu hermana fue asesinada, claro, todo el mundo se pone de tu parte, todo el mundo acepta que eres inocente, que no fue culpa tuya.

—Pero es que no fue culpa mía. —Y a pesar de que estás a punto de ponerte histérica, del sentimiento de furia que te hace querer gritar y arremeter contra ella, hablas con voz calmada, casi normal—. No sé cómo te atreves siquiera a decir eso. Pero estás equivocada de todos modos. La gente se comportó de una forma horrible cuando asesinaron a Rachel. Fue horrible. Te lo conté.

—¿«Horrible»? Qué palabrita tan patética. No creo que fuera tan horrible como dices. Tú no acabaste metida en la cárcel, ¿no? Tú no fuiste acusada de asesinato, ¿verdad?

Mick te tira del brazo y te dice que la dejes estar, que os vayáis, pero tú estás demasiado enfadada, demasiado implicada para marcharte. Le apartas la mano y te quedas de pie donde estás.

—¡Claro que no! —Y a pesar de todas las dudas que todavía te embargan, de todos los errores que cometiste la noche en que mataron a Rachel, de repente te invade una furia ardiente: contra Alice, contra la prensa, contra los asesinos, y la rabia estalla en tu voz—. ¡Yo no hice nada!

—Oh. Sí que lo hiciste, en realidad, ¿verdad? —Y ahora se ríe, habla con un tono de falsa intimidad—. Supongo que a primera vista podría parecer que eres inocente. Para alguien que no lo supiera tan bien como nosotras. Pero tú y yo lo sabemos, ¿verdad?

—No, Alice. No. —Y estás segura de que en el fondo esta conversación es aberrante, pero te sientes obligada a defenderte, a luchar—. Te equivocas. Lo que dices es repugnante. Es injusto. Falso. Yo solamente me asusté. Vi luz y corrí por ayuda. Estaba aterrorizada. No tenía elección.

—Si que tenías elección, Katherine. Tuviste un montón de oportunidades aquella noche. Y te equivocaste en todas. En todas y cada una de ellas.

—No —niegas con la cabeza, tratas de no llorar—. No. Te equivocas.

Se acerca más. Habla en voz baja.

—No tenías que haber huido, Katherine.

—Lo hice —dices—. No tenía elección.

—No. —Se endereza, cruza los brazos sobre el pecho, habla con autoridad—. Tú fuiste la que los dejó sin elección cuando huiste. Los obligaste a hacer algo que no querían hacer.

—¿Por qué dices eso? —Y ahora estás gritando. La agarras del brazo con fuerza—. ¿Por qué? ¿Por qué dices que tuve todas las oportunidades? Se nos llevaron en contra de nuestra voluntad. Ellos eran los que podían elegir. No yo. No mi hermana. Nosotras fuimos las víctimas. ¿Por qué quieres defender a semejantes animales?

—¿Animales? —Menea la cabeza, niega—. ¿Ves cómo te refieres a ellos, Katherine? ¿Te parece bonito? ¿Te parece justo?

—Eran animales. —Casi escupes la palabra—. Mataron a mi hermana. Espero que se pudran en el infierno.

—Mi hermano no es un animal. —Y el rostro se le contrae en una expresión de infinita amargura que, por un momento, es fea—. Él no es un animal.

—¿Tu hermano? —Niegas con la cabeza—. ¿De qué estás hablando?

Su rostro cambia de nuevo y de pronto se echa a llorar, tiembla y habla en un tono muy agudo.

—Nadie lo quiso nunca. Nadie. Ni nuestra madre real. Ni las zorras que nos separaron. Nadie. ¿No crees que eso le dolía? ¿No crees que el hecho de que tu propia madre no te quiera puede joderte mucho? ¿No crees que podría haber sido perdonado por haberla fastidiado, por estar confundido?

—Alice. —Sigues agarrándola del brazo. Quieres que te mire, que se calme, que pare de decir semejantes tonterías. Su comportamiento es aterrador, irracional, loco. Te preguntas si deberías llevarla a un médico—. No sé de qué estás hablando. No tiene ningún sentido.

Ella se aparta y te mira. Está llena de odio.

—Tú hiciste que mi hermanito se convirtiera en un asesino —dice—. Tú lo metiste en la cárcel.

—Oh, por Dios.

—Tú lo metiste en la cárcel —repite; pronuncia cada palabra despacio y con precisión. Entonces sonríe; una sonrisa fría y venenosa que hiela el corazón—. ¿Cómo puedo dejártelo más claro? Sean. Mi hermanito. Tú lo metiste en la cárcel.

—No conozco a tu hermanito. Cómo puedo…

—Sean —me interrumpe—. Sean Enright.

—Pero él es… El es…

—Sí. Es él.

Y de repente lo entiendes. Lo entiendes todo. Su amistad hacia ti. Su maldad. Nada ha sido casual. Su hermano. Tú hermana. Todo.

Sean. El chico que se sentaba en el asiento de atrás en el coche. El chico con sobrepeso con una cara bonita. El que estaba tan nervioso; el que parecía tan asustado…

Pero aun así, él le hizo daño a tu hermana. Deliberadamente y sin compasión. Él lo eligió.

Estás ahí, inmóvil y muda como un poste, y la miras. Y sientes la contradictoria urgencia tanto de golpearla como de pedirle perdón.

Te devuelve la mirada, sonríe triunfal, feliz, y estás a punto de agarrarla del brazo otra vez y abofetearla, pero Mick tira de ti, te mete prisa para que os vayáis.

—Katherine. Venga. Vámonos.

Te pasa el brazo por los hombros y te obliga a caminar, te das la vuelta para continuar, para ir a casa. Ha empezado a llover y el agua te salpica la cara, el pelo. Estarás empapada antes de llegar.

Ella sigue detrás de ti.

—Buena idea, Mick. Llueve mucho. Podríamos ir todos a tu casa. Hablar de esto un poco más.

Él se detiene. Notas su furia por el modo en que te agarra los hombros, por el tono de su voz.

—Vete, Alice. Vete al infierno, aléjate de nosotros. Déjanos en paz o llamaré a la policía. Te lo digo en serio. Vete. Ya.

—¿A la policía? ¿Y qué pueden hacer ahora? Nunca hicieron nada por el bien de mi hermanito. —Ladea la cabeza, hace un puchero—. Oh, pero a ellos les gusta la gente como vosotros, ¿verdad? Los capullos privilegiados de clase media como vosotros. Siempre se ponen de vuestro lado, ¿no?

Y sigue despotricando contra la policía mientras te das la vuelta y continúas caminando, hasta que de pronto cambia el tono de voz.

—Bueno, no nos peleemos. Eh, ya sé qué haremos, ¿por qué no nos desnudamos y nos damos un baño? Así nos conoceremos un poco más íntimamente.

Y entonces echa a correr, enfrente de vosotros, por la ladera de hierba hacia la playa. Se agacha, se quita los zapatos y los lanza a la arena. Deja caer la chaqueta, se saca el vestido por la cabeza con un movimiento rápido.

—¡Vamos, Katherine! —grita. El pelo le cae salvajemente sobre la cara—. No seas una gallina toda tu vida. Ahora es tu oportunidad de demostrar algo de valor. ¡Vamos!

Corre hacia el agua; corre a través de las olas que rompen en la orilla, corre hasta que el agua le cubre las rodillas, y se sumerge, desaparece.

Mick te mira. Está asustado.

—Joder —dice.

Y entonces echa a correr por la colina hacia la playa. Tú le sigues.

Llegáis a la playa y gritáis su nombre.

—¡Alice! ¡Alice!

—¡Alice! ¿Dónde estás? ¡Alice!

Corréis por el agua de la orilla, sin siquiera quitaros los zapatos, con las manos haciendo bocina gritáis tanto como podéis.

—Se va a ahogar. ¡Alice! —grita él.

Y entonces la oímos.

—¡Socorro!

El grito es muy débil, viene de muy lejos. Aquí, al lado del agua, hace mucho viento, mucho frío, las olas golpean implacables. Pero la oís de nuevo.

—¡Socorro!

—Por aquí. ¡Alice! ¡Alice! Creo que la veo.

Sabes lo que tienes que hacer. Sabes, por experiencia, lo que es correcto. Esta vez no serás una cobarde. No huirás, no cometerás el mismo error una vez más. Esta vez demostrarás valentía. Te quitas los zapatos, los dejas a un lado, empiezas a adentrarte en el agua, hacia la voz.

—¡Katherine! —Él te agarra por detrás, te grita—. ¿Qué coño estás haciendo?

—Se va ahogar —le dices—. Se va a ahogar.

Él te arrastra fuera del agua, te empuja hacia abajo, te obliga a sentarte en la arena.

—¡Espera aquí! —grita—. ¡No te muevas!

Y entonces se quita la camiseta, los zapatos, los calcetines, tropieza mientras corre hacia el agua.

—No —dices—. No. Espera.

Pero es demasiado tarde, corre y antes incluso de que tengas la oportunidad de decirle que se quite los vaqueros, ya se ha ido.

Te levantas y lo sigues, pero está demasiado oscuro y el ruido del agua es ensordecedor, y lo pierdes de vista inmediatamente. Te metes en el agua, caminas despacio, gritas su nombre una y otra vez, porque no sabes dónde está, ni cómo encontrarlo. Caminas hasta que el agua te cubre los muslos, la corriente es muy fuerte y notas que tira de ti, que no puedes resistirte. Dejas que te arrastre hacia abajo, te dejas caer en la oscuridad de las profundidades. Y ahora está en tu cara, en tu nariz, en tu boca, y dentro de tu cabeza te oyes gritar su nombre una y otra vez, pero no sirve de nada, no puedes encontrarlo, no puede ser encontrado.

Y entonces alguien tira de ti, te hace daño, te tira del pelo. Hay luces y se oyen voces. Gritos.

Hay aire.

Pasas la noche en el hospital. Te duele el pecho, los ojos te arden, tienes la garganta en carne viva.

—Te pondrás bien —te dicen—. Enseguida. Al cien por cien. Pero cuando preguntas por él, se apartan.

—Has sido muy valiente —es su respuesta.

No te pondrás bien. Nada estará bien.

Le tocas la mejilla con la mano y la retiras inmediatamente.

La piel de la muerte ya no parece piel. No parece nada humano. Está demasiado fría y dura y sin vida. Se ha ido, está rígido, es una cosa inmóvil y gris en una cama, como un contenedor vacío, como una concha, y no quieres besar esos labios amoratados, o acariciarle las mejillas. No hay nada para ti en esa habitación sombría de hospital, sólo un frío vacío que no tiene respuestas, que no puede darte paz, que no puede reconfortar a los vivos.