Durante los días siguientes, mientras Mick trabaja, paso varias horas cada tarde preparando el traslado. Voy a casa de Vivien y empaqueto mis cosas. Ya no estoy tan cansada y disfruto organizando mis cosas, sueño con una nueva vida con Mick. El hecho de que les guste a mis padres, y que mamá esté tan sorprendentemente contenta con mi embarazo, ha disipado la mayoría de las dudas que tenía. Estamos haciendo lo correcto. Nos queremos. Va a ser maravilloso.
Le mando un e-mail a tía Vivien en el que le explico que me traslado de piso. También le digo que me comprometo a recogerle el correo y a echarle un ojo al apartamento hasta que regrese. Acabo la nota con una disculpa por las prisas. Me contesta:
¡No te disculpes! Sabía que había una razón para que estuvieras tan feliz y creo que es absolutamente maravilloso que hayas conocido a alguien que te hace sentir así. Tengo muchas ganas de verte (¡¡¡y de conocer a Mick!!!) cuando vuelva a casa. Cuídate. Te quiero un montón,
Tía Viv
Tardo tres tardes en acabar de empaquetar mis cosas en casa de Vivien y en limpiar todo rastro de mí en el apartamento. Quiero dejarlo impecable, reluciente, para darle las gracias a Vivien por dejarme vivir allí. Acabo a las diez y media del viernes por la noche, y me pregunto si llegaré a tiempo de ver el final del concierto de Mick. Iba a llamarme cuando acabara, el cantante lo llevaría en su furgoneta a casa de Vivien y él me echaría una mano para acabar de empaquetarlo todo. Pero no me ha llamado, así que supongo que han tenido mucho público y siguen tocando. Decido pasar a buscarlo, darle una sorpresa.
Fuera llueve y la calle está mojada y oscura, así que conduzco despacio y no llego hasta las once. El pub está tranquilo, casi vacío, el escenario desmontado.
Mick no está en la barra, así que voy detrás del escenario. Oigo su voz y me dirijo hacia una puerta de la que sale luz. Me detengo y doy un paso atrás cuando la veo dentro de la habitación. Alice.
Está apoyada en una mesa, las largas piernas cruzadas delante de ella.
—Oh, por Dios —dice, con la voz pastosa y torpe por el alcohol—. ¿Cómo puede herirle? ¿Quién puede decírselo? ¿Cómo se iba a enterar nadie?
Mick le da la espalda. Está enrollando cables eléctricos. Niega con la cabeza.
—Estás loca. No quiero tener esta conversación. Vete.
—Oh. Vamos. —Se ríe, se aparta el pelo hacia atrás provocativamente. Es un gesto inútil: Mick ni siquiera la está mirando—. Sexo libre. Eso es lo que te ofrezco. Mucho sexo sin condiciones. ¿Por qué ibas a negarte? ¿Qué clase de hombre eres?
Mick suelta una carcajada.
—Creo que la verdadera cuestión es, ¿qué clase de persona eres tú? ¿Qué clase de amiga? —Y entonces se vuelve hacia ella, me ve, se calla—. Katherine.
Alice se vuelve hacia mí. Durante un instante parece alarmada, pero se recupera inmediatamente, sonríe, levanta el brazo.
—¡Katherine!
Me quedo allí de pie, en la puerta, y la miro.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Oh, vi un anuncio en el periódico. Y pensé que podía acercarme y oír tocar a un amigo. —Extiende el brazo hacia Mick, sonríe—. En realidad pensé que estarías aquí, Katherine. Esperaba que nos pusiéramos al día. En los últimos tiempos es muy difícil dar contigo.
Por un momento considero enfrentarme a ella, preguntarle por qué está tan decidida a hacerme daño, pero enseguida cambio de parecer. No tiene sentido. No quiero oír su explicación, no hay una excusa racional o aceptable para lo que está haciendo, y no quiero oír sus falsas disculpas. Sólo quiero marcharme de allí.
—¿Estás listo? —Miro a Mick.
—Sí.
Deja de enrollar los cables y los lanza a un montón. Por lo general es meticulosamente ordenado, pero es evidente que tiene tantas ganas de librarse de Alice como yo.
—¡Yupi! —Alice aplaude, se levanta, se tambalea un poco—. ¿Adónde vamos?
—No sé adónde vas tú. —La voz de Mick es puro hielo. Me rodea los hombros con el brazo—. Nosotros nos vamos a casa.
—Pues me voy con vosotros. Puede ser muy divertido. Los tres juntos.
Nos sigue muy de cerca cuando salimos del bar y caminamos por la calle hasta donde está el coche aparcado.
—Tres es mejor que dos. ¿No crees, Katherine? ¿Eh?
Cuando llegamos al coche Mick me abre la puerta del pasajero, pero antes de meterme me vuelvo y me dirijo a Alice.
—Vete a casa. Vete. Y a partir de ahora déjame en paz. Sal de mi vida. Estás enferma. Me das pena. Necesitas ayuda.
Menea la cabeza, se burla, levanta el labio en un gesto de desprecio.
—¿Yo estoy enferma? ¿Yo? Qué extraño. Pensaba que eras tú la que tenías ese problema, Katie. Pensaba que eras tú, que abandonaste a tu hermana…
—¡Katherine! —dice Mick con voz firme. Ya se ha sentado frente al volante y encendido el motor—. Entra. Entra y cierra la puerta.
Y así lo hago. Mick bloquea las puertas, enciende el intermitente, mira por el retrovisor para emprender la marcha entre el tráfico. Alice me mira directamente a los ojos a través del parabrisas, y yo no puedo apartar la mirada, no puedo mirar a otro lado. Y justo cuando Mick arranca y se separa de la acera, Alice sonríe —un gesto de los labios vacío y frío— y da un paso adelante, se cruza en medio.
—¡Mick! —grito—. ¡Para! ¡Espera!
Pero es demasiado tarde y se oye un ruido desagradable, sordo, cuando Alice cae al suelo.
—¡Joder! Dios. ¡Joder!
Mick clava los frenos y sale del coche en un instante.
Yo no puedo moverme, no me atrevo a mirar. El corazón se me desboca, tengo la mirada perdida más allá del parabrisas, en los coches que van y vienen. «Se acabó —pienso—. Ha conseguido lo que quería. Lo ha estropeado todo. Se acabó. Se acabó».
—¡Alice! —oigo que grita Mick, aterrorizado—. ¿Estás bien? ¿Estás herida? ¡Alice!
Y entonces la oigo. Oigo el sonido de su risa histérica.