33

Cuando llego a casa esa tarde, Mick ya está, me espera. Abre la puerta antes de yo tenga ocasión de llamar —feliz y sonriente— y me abraza en cuanto estoy dentro.

—Nos han llamado. —Se ríe—. Tenemos el piso. Podemos trasladarnos la semana que viene.

Me coge de la mano y me lleva a la cocina, saca un taburete y me tiende un vaso de zumo de naranja recién exprimido. Ha preparado comida. Ha cortado verduras y las ha puesto en un plato —pimientos, champiñones, judías— y la pequeña cocina, que normalmente está hecha un caos, se ve muy limpia.

—He pensado que podíamos celebrarlo con algo sano. Un sofrito.

—Suena genial.

—Puede que sea un desastre, pero al menos lo he intentado. Oye, Philippa me ha dicho que os habéis topado con Alice. —Me mira preocupado—. ¿Estás bien?

—Sí —digo—. Estoy bien.

Me siento pesadamente en el taburete y apoyo los codos en la encimera.

—Philippa me ha contado que Alice te ha dicho cosas terribles. Me ha explicado que estabas enfadada.

—Lo estaba, supongo. Pero en realidad no por lo que haya dicho Alice. En realidad no. Yo sólo… bueno, no me ha dicho nada que no me haya dicho yo misma un montón de veces. Así que supongo que no ha sido Alice la que me ha enfurecido.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, está claro que es una mala persona y todo eso. Y trata de ser cruel deliberadamente, lo sé. Y su maldad da miedo; quiere hacerme mucho daño. Pero lo que dijo ya me rondaba por la cabeza de todos modos. Está ahí siempre. Yo abandoné a Rachel, la dejé allí y la mataron. —Levanto la mano y subo la voz cuando veo que Mick está punto de protestar—. Es verdad. Son hechos irrefutables. Yo la llevé a la fiesta y dejé que se emborrachara. Fui la responsable de eso. Y todos esos pensamientos están siempre ahí. Dentro de mí. Son una parte de mí. No ha sido Alice quien los ha puesto ahí. De hecho, creo que Alice es la única persona que ha sido completamente honesta. La única persona que se ha atrevido a decir las cosas que todo el mundo ha pensado alguna vez.

—Pero tú no podías…

—Por favor, Mick —lo interrumpo—. Sólo escucha. Aún no he acabado.

—Vale —dice—. Continúa.

—Lo siento. Es que hoy me he dado cuenta de algo. De algo bueno, me parece.

Asiente.

—Yo solía pensar que llegaría un momento en que me sentiría mejor. Como por arte de magia. Pensaba que un día me despertaría y ya no estaría triste nunca más. No me sentiría culpable nunca más. Algo así como ¡zas!, y ya lo habría superado. Y esperaba que llegara ese día. Pensaba que en cuanto llegara el día en que me sintiera bien empezaría a vivir la vida, a disfrutar de ella otra vez. —Me río, un poco avergonzada por la emoción de mi voz—. Pero de lo que hoy me he dado cuenta por fin es de que no va a ser así. Es algo que llevaré conmigo. Para siempre. Y está bien. Está bien. Lo acepto.

—Es genial, Katherine, pero ¿no crees que…?

No puedo oír lo que está punto de decirme porque de repente alguien llama a la puerta insistentemente.

—Dios. —Mick me mira y niega con la cabeza—. ¿Quién…?

—¡Katherine! ¡Katherine! ¿Estás ahí? —Un hombre grita desesperadamente al otro lado de la puerta, golpea tan fuerte que tiemblan las paredes—. ¡Katherine! ¡Abre!

—Oh, Dios mío. —Me siento, erguida y tensa, se me encienden las mejillas—. Creo que es mi padre.

—¿Qué? ¿Por qué?

—No lo sé —digo, y me levanto y echo a correr por el pasillo, abro la puerta justo en el instante que mi padre grita mi nombre otra vez.

Mamá y papá están ahí, uno al lado del otro, en la entrada. Parecen sorprendidos de verme, como si en realidad no se lo esperaran. Se miran uno al otro y luego me miran a mí. Parecen extrañamente tensos.

—¡Papá! ¡Mamá! ¿Qué pasa? ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Oh, Katherine. —Mamá se adelanta y me abraza contra su pecho—. ¿Estás bien? ¿Estás bien?

—Sí. —La abrazo con fuerza y luego me aparto—. Estoy muy bien. Todo está genial. Pero ¿qué estáis haciendo aquí? ¿Ocurre algo?

Y entonces mi padre me coge la barbilla, me levanta la cara y me mira a los ojos directamente.

—¿Estás segura de que todo va bien? —insiste—. ¿Estás completamente segura?

Doy un paso atrás y frunzo el ceño.

—¿Qué os pasa? —pregunto, y miro primero a uno y después al otro—. Me estáis asustando. ¿Qué hacéis aquí?

Al momento siguiente Mick se halla detrás de mí, me ha cogido de la mano, ha extendido la otra para saludar a mis padres.

—Hola. Soy Mick. ¿Quieren pasar adentro?

Papá rehuye la mano tendida de Mick y lo mira de arriba abajo con una expresión evidentemente grosera que nunca le he visto antes.

Mamá da un paso hacia delante y sonríe —pero es una sonrisa forzada, artificial, que no se refleja en los ojos— y le estrecha la mano a Mick.

—Mick. Soy Helen. Éste es mi marido, Richard. Y sí, querríamos entrar. Gracias.

Mick y yo nos hacemos a un lado para dejar paso a mis padres. Los seguimos, y Mick me mira con curiosidad a sus espaldas. Pero yo me encojo de hombros. Tengo tanta curiosidad como él por saber qué hacen aquí y por cuál es la causa de su extraño comportamiento.

Vamos a la cocina, que es luminosa y está limpia y llena de cosas preparadas para cenar. Me fijo en que mamá y papá se miran el uno al otro. Parecen tan confundidos como yo.

Mamá se vuelve hacia nosotros.

—Vamos a ser sinceros —dice—. Alice nos llamó.

—Oh —me lamento, y la aprensión que me produce su nombre hace que me sienta cansada instantáneamente—. ¿Por qué? ¿Qué quería?

—Estaba preocupada por ti, cariño —empieza mi madre, pero mi padre la interrumpe con su voz ronca.

—Alice dijo que estabas tomando drogas. Dijo que estabas viviendo con un… —señala a Mick con la cabeza—, bueno, en palabras de Alice, con un motorista drogadicto y asilvestrado. —Y entonces me mira, y parece tan pequeño y tan triste y tan asustado que casi no puedo soportarlo—. También nos ha dicho que estás embarazada.

Podría defenderme fácilmente. Después de todo, no tomo drogas y Mick no es un salvaje. Hay muchas evidencias para demostrar que no es verdad: el piso está limpio, hay comida sana, hay un par de zumos de naranja, por Dios. Pero que sepan que estoy embarazada me ha cerrado la garganta y estoy avergonzada y no puedo decir una palabra.

—Alice es una mentirosa —dice Mick, y yo lo miro, agradecida. Es decente, tiene sentido común y es honesto. Tienen que darse cuenta por fuerza—. Katherine no toma drogas. Eso es ridículo. —Mira a mi padre a los ojos con una expresión completamente abierta, con una mirada sincera y valiente—. Y yo tampoco.

Nadie dice nada durante un momento, pero mamá y papá se miran el uno al otro y es evidente que las expresiones de sus caras son de alivio. Quieren creer lo que les dice Mick, está claro.

—Pero ¿por qué Alice nos ha dicho todas esas cosas? —pregunta mamá, y ya puedo oír la esperanza en su voz.

—Porque tiene problemas —dice Mick—. Problemas mentales serios.

—¿De verdad? —Papá me mira, arquea las cejas. Toda la tensión y hostilidad de hace un momento han desaparecido—. Katherine, ¿de verdad? ¿Me lo prometes? ¿No tomas drogas?

—No, papá —niego con la cabeza, sonrío—. Claro que no. Te lo prometo. No puedo creer que hayas podido pensar que era verdad ni por un minuto.

—No sabíamos nada de ti —dice mamá—. No contestabas al teléfono en casa de Viv y no te encontrábamos en el móvil. Te dejamos unos cuantos mensajes, cariño. Por lo menos diez. Nosotros sólo… Bueno, en realidad ya estábamos empezando a preocuparnos antes de que llamara Alice.

—Oh, Dios. Lo siento, mamá. He apagado el móvil. Lo he hecho porque no quería hablar con Alice. No tenía ni idea de que os había llamado. De que os había dicho semejantes mentiras. Todo esto es una locura. Lo siento mucho. Es culpa mía. Tendría que haberos llamado, tendría que haberos dicho dónde estaba.

—Ahora ya no importa. —Mamá niega con la cabeza, y antes de que pueda parpadear de nuevo veo lágrimas en sus ojos—. Mientras estés bien, ya no importa.

Y entonces, casi simultáneamente, mamá y papá dan un paso adelante y me abrazan. Me besan en la cabeza, en las mejillas, y se ríen. Aliviados y felices. Cuando nos apartamos y nos recomponemos, los tres allí de pie, nos miramos un poco avergonzados, hasta que Mick separa las sillas de la mesa, nos dice que nos sentemos y nos da tres vasos de zumo de naranja.

—Ahora me siento tonta —dice mamá; pone la mano encima de la mía y entonces se dirige a Mick—. Debes de creer que somos horribles, apareciendo de este modo. Con todas esas acusaciones locas.

—No. Sólo enfadados. Como estaría cualquier padre.

Niega con la cabeza, mira a mi madre y muestra una sonrisa maravillosa, y por su respuesta veo que ella está encantada.

—Supongo que sí. —Y después me mira, y se ríe, me aprieta la mano antes de soltármela—. Estoy tan contenta de que estés bien, cariño. Estábamos tan preocupados. Tan asustados. No te lo puedes ni imaginar.

Y durante un buen rato, aunque provocada por las circunstancias, se nota una extraña sensación de felicidad, casi de celebración. Mick insiste en que mis padres se queden a cenar. Nos sentamos juntos a la mesa y cenamos, y papá nos explica la conversación telefónica con Alice. Y aunque me cuesta creer que haya tenido el valor de decir todas esas mentiras, y me asusta un poco que demuestre tanto rencor hacia mí, no puedo dejar de sentir una cierta compasión por ella. Sus acciones sólo han hecho que me acerque más a mis padres, y aunque nunca habría dudado de su amor por mí, me conmueve su evidente preocupación, su pánico. Me siento querida. Amada.

Pero mis padres no me preguntan si estoy embarazada —o asumen que todo lo que les dijo Alice es mentira, o están demasiado asustados para preguntar—, ni Mick ni yo lo mencionamos. Y mientras comemos, y hablamos y reímos, no dejo de pensar en diferentes maneras de decírselo: «Oh, mamá, papá, por cierto, no todo lo que os dijo Alice es mentira. ¡Estoy embarazada de verdad! ¿No estáis emocionados? ¡Vais a ser abuelos!». Pero es algo demasiado importante como para dejarlo caer en la conversación, es algo tan duro y serio y permanente que no digo nada. Cada vez que Mick habla me imagino que va a decírselo, y el corazón se me dispara. Pero no lo hace, y pasamos la cena hablando de Alice. Y de música. Y de cómo nos conocimos Mick y yo.

Cuando acabamos, Mick insiste en fregar los platos. Me mira con complicidad cuando mis padres están de espaldas y me hace una seña con las manos para que me los lleve a la sala de estar. Sé qué es lo que está haciendo. Trata de darme un poco de privacidad para que les hable de mi embarazo.

Pero cuando les pregunto si quieren venir y sentarse un rato conmigo, con la excusa de que quiero enseñarles algunas fotos de las últimas semanas de instituto, mi padre se niega. Quiere echarle una mano a Mick con los platos, me dice. Mamá se encoge de hombros y se me lleva de las manos.

—Deja que lo haga —me susurra—. Seguro que quiere conocer a tu chico.

Y aunque he ensayado muchas manera diferentes de decirlo amablemente, con tacto, al final, cuando estamos solas, lejos de las miradas de papá y de Mick, simplemente se lo suelto.

—Estoy embarazada.

—¿Qué? ¿Perdona? —Mamá se detiene, se vuelve a mirarme. Frunce el ceño—. ¿Qué has dicho?

—Estoy embarazada.

—¿Embarazada? Dios bendito. Bueno, entonces no todo era mentira.

Se da la vuelta, pero no antes de que pueda ver que le afloran las lágrimas a los ojos, que le tiembla la barbilla.

—Por favor, mamá. Por favor. Ya sé que estás decepcionada. Ya sé que esto no es lo que esperabas de mí. Lo sé. Tampoco es lo que yo quería. Pero te prometo, mamá, que estaremos bien. Te lo prometo. No te preocupes, Mick es fantástico. No está a punto de echar a correr ni nada de eso. Lo haremos bien. Lo conseguiremos. Todo saldrá bien. Iré a la universidad. Estudiaré una carrera, te lo prometo. Todo irá bien, mamá. Todo irá bien.

—¿Embarazada? —repite, como si le costara entender la palabra. Se acerca al sofá y se deja caer pesadamente—. Embarazada.

Me siento a su lado. Bajo la cabeza, me miro las manos, me toco las costuras de los vaqueros, nerviosa.

—Te he decepcionado, ¿verdad?

—No —dice—. No.

—Te avergüenzas de mí.

—No —dice—. No me avergüenzo. —Y ahora su voz es firme, indignada—. Katie. No lo comprendes. No estoy decepcionada, no es eso. No, en absoluto. Y, cariño, la palabra «avergonzada» ni siquiera forma parte de mi vocabulario. Claro que es un poco chocante que estés embarazada ahora, y es un poco difícil de asimilar. Pero por Dios, Katherine, hace sólo unas horas estábamos preocupados porque estuvieras tomando drogas. Hemos pensado seriamente que te habíamos perdido. —Suspira, niega con la cabeza—. Se me murió una hija. Estoy más allá de… Nunca pensaría de ese modo.

La miro. Estoy confundida. No tengo ni idea de en qué está pensando, no tengo ni idea de qué va a decir.

—Katie. Corazón. —Sonríe—. Probablemente no tendría que decir esto, o siquiera pensarlo, estoy segura de que viene en el manual de los buenos padres, pero tienes que entender que es muy difícil para mí decir que esto es una catástrofe.

—Oh —digo—. Entonces, ¿qué te parece?

Y se lleva un dedo a los labios, mira al techo por un momento, después me mira y sonríe. Es una sonrisa alegre, picara, con un poco de sentido de culpabilidad.

—Creo que en realidad me siento muy emocionada, si te soy sincera, muy contenta.

Debo de parecer tan sorprendida como en verdad lo estoy porque ella se echa a reír, se acerca más a mí y me pasa el brazo por los hombros.

Habla tranquila, con confianza.

—Puede que me equivoque, o que incluso esté siendo egoísta, pero creo que es algo maravilloso. Estás aumentando nuestra familia, estás creando una nueva persona para que la queramos. Estás creando vida, cariño, estás… estás viviendo la vida. Creo que eso es maravilloso, en realidad, si te soy sincera. Voy a tener un nietecito, una nueva persona a quien amar… ¿y tengo que explicarte por qué no se me ha ocurrido que fuera algo malo? Y creo que tu chico es celestial, de verdad, un caballero absoluto. Y hablar con él es una delicia, y es muy inteligente. —Y entonces se saca un pañuelo del bolsillo y se seca los ojos, se suena—. Recuerdo perfectamente cuando me quedé embarazada de ti. Todas aquellas esperanzas inocentes, toda la emoción.

—Entonces, ¿me aseguras que no estás decepcionada? ¿No estás enfadada?

—No, de verdad.

—¿No crees que estemos locos por tener el bebé cuando casi ni nos conocemos?

—Quizá. No puedo decirlo. Pero creo que tenéis tantas posibilidades como cualquier otro de permanecer juntos. Algunas personas se casan después de conocerse durante años y acaban divorciadas. La vida no te da garantías de nada.

—Pero soy tan joven… —Y no estoy segura de por qué, pero de pronto expreso todas las dudas y miedos que no me he permitido tener. Quiero que mi madre me tranquilice más, me siento tan bien al oírla decir todas esas cosas positivas que no tengo suficiente. Quiero que me diga que todo saldrá bien—. Nadie de mi edad tiene bebés. Nadie.

—No pensaba que te preocupara tanto lo que digan o dejen de decir los demás.

—Y no me preocupa. No voy por ahí. Sólo que…

—Ya sé lo que quieres decir, cariño. Sí, es algo muy gordo, sí, perderás muchas de las libertades que tienen las chicas de tu edad. Y será más duro de lo que te imaginas. Pero se abrirá otro mundo para ti. Habrá un maravilloso cambio de dimensión en tu vida, será mágico. Ser madre es eso. —Me acaricia la mejilla—. Y tu padre y yo estamos aquí para ayudarte. Tanto como podamos. Para nosotros será un privilegio.

—Estoy tan contenta de que no estés enfadada o disgustada.

—¿Disgustada? Por el amor de Dios, no. —Sonríe otra vez—. En realidad me siento ridículamente emocionada. Emocionada por ti y por Mick. Emocionada por tu padre y por mí. Y nerviosa. Y contenta. Y quiero ser yo quien se lo diga a tu padre. ¿Puedo?

—Claro que sí.

No estoy acostumbrada a verla de esa manera, tan abierta y generosa con sus emociones, y esa sorpresa debe de reflejarse en mi cara.

—¿Qué pasa, cariño? —pregunta—. ¿Qué ocurre? Pareces divertida.

—Lo siento. Es que… pareces tan diferente. Realmente feliz. Tú y papá, los dos. Es genial, por supuesto, sólo que yo… supongo que no estaba acostumbrada a eso, nada más.

—Lo sé, cariño. —Y entonces me pone la mano en la nuca, me empuja hasta que mi mejilla descansa en su pecho. Mientras habla puedo notar el murmullo tranquilizador de su voz, el ritmo regular de los latidos de su corazón—. Lo sé. No hemos sido justos, ¿verdad? Y ¿sabes qué? Tu estúpida amiguita en realidad nos ha hecho un gran favor. Papá y yo nos preocupamos mucho cuando nos llamó y nos dijo todas aquellas cosas estúpidas sobre ti. Estábamos asustados, teníamos mucho miedo de perderte. Y entonces, cuando hemos descubierto que estabas bien —respira hondo, suspira—, ha sido como si nos dieran una segunda oportunidad. Y ya lo sé, cariño, ya sé cómo te has sentido por Rachel. Sé que te sientes culpable por lo que pasó aquel día, que te sientes culpable de seguir viva cuando Rachel está muerta. Y espero que me perdones por no haberlo mencionado nunca, por no haberte dejado claro nunca que no hay absolutamente nada de qué sentirse culpable, que es absolutamente necesario que sigas con tu vida. Tiene que haber algún tipo de final, alguna clase de… oh, no lo sé… ¿cuál es esa palabra rara que ahora tanto le gusta decir a la gente?

Me inclino hacia atrás y la miro.

—¿Cierre?

—Sí. Eso es. Cierre. Tiene que haber un cierre. Al menos para ti, cariño. Ella era tu hermana, no tu hija. No está bien que sufras para siempre. No está nada bien que eso te estropee la vida.

—Pero…

Quiero hablarle de mis nuevas conclusiones, explicarle por qué ya no necesito que me diga eso.

—No —me interrumpe. Me coge de la barbilla y me mira con ternura—. He sido injusta. Sabía que estabas sufriendo y estaba demasiado metida en mi propio dolor como para encontrar las fuerzas para hacer algo al respecto. Sabía desde hace mucho tiempo que podía ayudarte a sentirte mejor si me decidía a hablarte. Y no lo hice. Y estoy profundamente avergonzada por no haberlo hecho. Pero ahora puedo hacerlo, cariño mío. —Se aclara la garganta y continúa—. Tu padre y yo no te culpamos por lo que le pasó a Rachel. Nunca lo hemos hecho. Si acaso, nos culpamos a nosotros mismos. Y ni por un segundo te imagines que hayamos deseado alguna vez que te ocurriera a ti en vez de a ella. Os queríamos a las dos por igual. Siempre lo hicimos.

Asiento con la cabeza pero no puedo hablar. Tengo miedo de echarme a llorar. De sollozar como un bebé.

—Y aunque sea algo vergonzoso, tengo que pedirte un par de favores —dice.

—Claro, mamá, lo que sea.

—En primer lugar necesito que me perdones por mi egoísmo. Por no ser una buena madre durante todos estos años, por dejar que creyeras que tu padre y yo te culpábamos de alguna manera. Porque no es así en absoluto. Nunca lo hicimos.

Y entonces me echo a llorar. No puedo evitarlo. Todo lo que con tanta seguridad creía unos momentos antes, de pronto me parece muy lejano y sin importancia. Saber que ella no me culpa me proporciona un alivio inmediato y más alegría de lo que parecía posible. Abrazo a mi madre y lloro con grandes suspiros contra su pecho. Ella me aprieta fuerte pero continúa hablando.

—Y en segundo lugar, lo que necesito es que vivas tu vida. Que vivas la vida de la manera más feliz que puedas. Y nunca, nunca, nunca debes sentirte culpable de ser feliz. Ni te atrevas. Si lo haces por ti, lo estarás haciendo también por nosotros. Por mí y por tu padre. Porque si tú no eres feliz, cariño mío, si no vives tu vida, entonces nosotros lo habremos perdido todo. Os habremos perdido a las dos.

Y no le digo a mi padre que estoy embarazada. Mamá quiere decírselo cuando estén solos los dos, para darle la oportunidad de digerirlo en privado durante un rato. Cree que al principio se sobresaltará y se enfadará.

—Algo completamente normal para un padre —asegura ella—. Para él siempre serás su niñita inocente, después de todo. Pero lo comprenderá, se acostumbrará a la idea, y al final estará tan emocionado como yo.

Y como ya sabía que pasaría, recibimos un buen sermón de mi padre sobre la moto antes de que se vayan. Se siente aliviado cuando le decimos que la hemos puesto a la venta, y me hace prometerle que no me montaré en ella nunca más, y hace prometer a Mick que conducirá con cuidado si es que tiene que cogerla alguna vez más.

Cuando ya se han ido, Mick y yo apagamos las luces y nos vamos a la cama. Mick está especialmente dulce y amable, me dice que me quiere una y otra vez, y nos apretamos el uno contra el otro, apoyo la cabeza en su pecho.

—Sé que hablar de Alice te pone enferma —dice—. Pero ¿estás bien? ¿No estás cabreadísima con ella?

—No —le tranquilizo—. Estoy demasiado feliz para ponerme a pensar en ella. Y aunque todo esto estaba muy lejos de la intención de Alice, me siento muy contenta de lo que ha pasado esta noche con mis padres. Mamá no había estado tan abierta emocionalmente desde hacía años, y ha sido maravilloso que fuera tan efusiva y cálida conmigo, ha sido una delicia inesperada que me tranquilizara tanto, no sólo por lo del bebé, sino también por lo de Rachel. Quiero decir, está claro que Alice está loca de remate —continúo—, y me alegro de que ya no seamos amigas. Pero ella sólo se está haciendo daño a sí misma. Se está engañando. Siento pena por ella.

—Sí —Mick bosteza—. Yo también. Es realmente un caso muy triste. Un caso desesperado.

—Sí. Y de todos modos, ¿qué puede hacernos? Como nos hemos trasladado ni siquiera sabe dónde vivimos. Y me voy a cambiar el número de móvil. No podrá llamarme. ¿Qué puede hacerme ahora?

—Nada —dice él. Se inclina, apaga la lámpara de noche, me besa en los labios en la oscuridad—. Estás completamente a salvo. No puede hacerte ningún daño.