31

Mick tiene cinco días libres y pasamos la mayor parte del tiempo juntos. Él ensaya su música y yo voy a comprar la comida, pero el resto del tiempo nos quedamos encerrados en casa. Hablamos, Mick me cuenta cosas de su infancia, sus sueños de futuro, el amor por la música. Yo también le hablo de mi infancia, de la vida antes de que Rachel muriera, de la vida después. Cada uno siente curiosidad por las cosas del otro, y aunque casi no nos movemos de la habitación de Mick, no hay un solo momento en los cinco días que me aburra o esté inquieta o desee estar en otro sitio.

El último día libre de Mick llamamos a Philippa y quedamos para desayunar en una cafetería cercana. Ella ya está sentada a una mesa cuando llegamos. Lleva un vestido amarillo y se ha hecho una cola de caballo. Está guapa y radiante, y me imagino en cambio la pinta que debo de tener yo con esta camiseta arrugada y los vaqueros.

Está alegre, y sus ganas de hablar, su energía, hacen que me dé cuenta de que me siento muy mal, y de que estoy así desde hace unos cuantos días. Normalmente me gusta hablar con Philippa, pero hoy, escuchar el torrente de cosas que me explica y responderle con el nivel de interés necesario puede con todas mis energías. Estoy deseando volver a casa de Mick y meterme en la cama.

Cuando llega lo que hemos pedido, tostadas y café, noto un sabor amargo, que ya me resulta familiar, en la boca; la bilis me sube por la garganta.

—Oh, Dios. —Me levanto, me tapo la boca con la mano—. Lo siento, chicos.

Corro al lavabo, me inclino sobre la taza y vomito. Pero aún no he comido y no echo más que un hilillo de bilis.

—Katherine. ¿Estás bien? —me pregunta Philippa justo detrás de mí. Me pone la mano en la espalda—. Pobrecita.

Me pongo de pie, voy al lavabo y me enjuago la boca, me lavo la cara. Me miro al espejo y me sorprendo de lo pálida y demacrada que me veo al lado de Philippa, y por un momento me pregunto si tengo algún tipo de enfermedad terminal. Quizá mi destino sea morir joven, como Rachel.

—El otro día también te encontrabas mal —recuerda Philippa—. ¿Te habrás intoxicado con algo que has comido? ¿Algún tipo de virus?

—No lo sé.

Me encojo de hombros, trago un poco de agua, espero no vomitarla también.

—Deberías ir al médico. Asiento.

—Puede que sean mareos matinales. —Se ríe—. Quizás estás embarazada.

Embarazada. Aunque está bromeando, en cuanto Philippa lo menciona estoy segura de que eso es precisamente lo que me pasa. Explicaría muchas cosas: las náuseas que vienen y van, el cansancio paralizante, el dolor y los pechos hinchados. Y por mucho que lo intento, no recuerdo cuándo tuve la última regla.

—Joder —digo.

—Joder, ¿qué? —Nos miramos en el espejo. Al ver mi expresión, Philippa abre los ojos como platos—. ¿Qué? Oh, Dios mío. ¿Estás embarazada? ¿Lo dices en serio? ¿De verdad? ¿Puede que estés embarazada?

—Joder. Joder. —Niego con la cabeza—. No lo sé, pero…

—¿Cuándo tuviste la última regla?

—Ese es el problema. No me acuerdo. Oh, Dios, Philippa, lo cierto es que ni siquiera recuerdo haber tenido la regla desde que estoy con Mick. Debería recordarlo, ¿no? Quiero decir, debería recordarlo porque él se habría dado cuenta. No habríamos podido… —Trato de pensar. Pero estoy segura de que no he tenido el período en meses. Si lo hubiera tenido habría sido evidente en el momento de meterme en la cama con Mick, habría tenido que explicárselo cuando él intentara hacerme el amor, y yo lo recordaría—. ¿Cómo he podido no darme cuenta? ¿Cómo puedo ser tan desastre?

Philippa tira de mí, me envuelve en un abrazo.

—No te preocupes. Todo saldrá bien. De todos modos, puede que no estés embarazada, quizá sólo es una falsa alarma. El estrés puede cortarte la regla. Lo he leído en algún sitio.

—Pero yo no he estado especialmente estresada.

—¿Y qué hay de lo de Alice? ¿Y de los exámenes finales?

—Oh, Dios, ojalá. Pero no creo. Estaba feliz, Philippa, no estresada —digo. Y de repente me doy cuenta de los extraños cambios que he notado en mi cuerpo últimamente, lo rara que me he sentido—. Por eso los sostenes me quedaban tan pequeños. Hasta los vaqueros me van ajustados.

—Puede que te hayas engordado un poco.

—No —niego con la cabeza—. ¿Qué voy a hacer? Oh, Philippa, pobre Mick, ¿qué va a pensar?

—¿Pobre Mick? No seas tonta. Él no es un niño. Ya sabe que a los bebés no los trae la cigüeña. Pobre tú, tú eres la que tiene los pechos como sandías. —Me mira los pechos y abre los ojos como platos. Se lleva la mano a la boca para ocultar una sonrisa—. Ahora que me fijo, se te han puesto enormes.

Miro hacia abajo, me los cojo con las manos y los sopeso. Están pesados, llenos, duros.

—Madre mía. Son enormes. ¿Por qué no me he dado cuenta antes?

—¿Quizá porque te hallabas demasiado ocupada haciendo el amor?

—Parece evidente que sí.

Me inclino sobre el lavabo. Me miro al espejo. Estoy pálida, pero aparte de eso no me veo diferente. Mi cara no ha cambiado, ni mis ojos. Parece imposible que haya una nueva vida creciendo en mi interior sin que se me vea en la cara, sin que ni siquiera lo supiera. Sin mi consentimiento.

—Un bebé —digo, y muevo la cabeza—. Philippa. Esto es demasiado… cómo puedo… pero si ni siquiera he cumplido los dieciocho.

Ella asiente.

—Aún eres una adolescente.

—¿Qué voy a hacer?

—No lo sé. —Se encoje de hombros, suena solemne—. No lo sé, Katherine.

Me miro el vientre, paso los dedos por encima. Es tan difícil de creer. Una nueva vida. Dentro de mí.

De repente Philippa me agarra del brazo y se pone a hablar casi sin respirar.

—¿Vas a tenerlo? ¿Sí? Sería genial en muchos sentidos, si lo piensas. Sería tan, tan, tan hermoso. Y Mick sería un papá increíble. Y yo me convertiría en tía. Os haría canguros. En serio. Siempre que quisieras, te ayudaría tanto como pudiera. Sería la mejor tía del universo. Y podrías ir a la universidad. Mis padres os ayudarían, adoran a los críos. Y tus padres también ayudarían, ¿verdad?

Pensar en mis padres me hace soltar un gemido. Me llevo las manos a la cara.

—¡Philippa! Para. Por favor. No digas eso. Ni siquiera estoy segura. Y primero tengo que decírselo a Mick. No puedo tomar decisiones como ésas ahora.

—No. Claro que no. Perdona. —Se calla un minuto y entonces dice—: Vamos a comprar un test de embarazo. Hay una farmacia de camino a casa de Mick.

Asiento y me vuelvo hacia el lavabo. Philippa tiene razón, por supuesto, debería comprar un test de embarazo de camino a casa, asegurarme lo antes posible, hablar con Mick. Pero es algo que quiero hacer sola. No en compañía, no con público.

Me miro las manos mientras me las lavo y me pregunto cómo le voy a decir que quiero estar sola sin herir sus sentimientos. Pero cuando suspiro y levanto la mirada es como si me leyera la mente.

—Mira —me dice—. ¿Por qué no vas tirando hacia casa de Mick? Compra un test de camino. Yo me quedo aquí con él un rato más hasta que acabemos el desayuno. Te haces la prueba y cuando llegue él podrás explicárselo. Si es que hay que explicarle algo. —Sonríe—. Yo no vendré. No creo que vayas a necesitarme.

—Vale. —Sonrío agradecida—. Eso es lo que haré. Gracias.

—Pero luego cuéntamelo, ¿de acuerdo? —me pide—. ¿Pronto? ¿Mañana?

Volvemos a la mesa y le digo a Mick que me encuentro mal y que me voy a casa. Él se levanta de un salto, preocupado, y dice que viene conmigo. Pero Philippa y yo lo convencemos de que se quede y se acabe el desayuno.

—Solamente son tres minutos andando —me río—. Tonto. Estaré bien.

Cuando me despido y me dirijo hacia la puerta de la cafetería, Mick parece preocupado. Le sonrío para tranquilizarlo y echo a andar. El aire fresco de fuera me sienta bien; la atmósfera de la cafetería era sofocante, olía demasiado a beicon y a café. Normalmente son olores que me despiertan el hambre, pero hoy me parecen demasiado fuertes, me producen náuseas.

No sé si estoy embarazada o no. Pero todo parece indicarlo: las náuseas, el extraño cansancio que siento, los pechos hinchados. Y ahora estoy segura de que no me ha venido la regla desde la primera vez que me acosté con Mick. Y aunque hemos tenido cuidado, hemos usado condón la mayoría de las veces, una o dos veces lo hemos hecho sin, y pensaba que no pasaría nada si Mick no acababa dentro de mí. Está claro que me equivoqué.

Entro en la farmacia y recorro los pasillos en busca del test.

Nunca había tenido que comprar uno y no estoy muy segura de qué es lo que tengo que buscar o dónde, así que voy a ciegas, hasta que aparece una chica y me pregunta si puede ayudarme.

—Sí. ¿Los test de embarazo?

Una parte de mí espera que se sorprenda, que me suelte un sermón sobre sexo seguro y métodos anticonceptivos, pero ella ni siquiera duda, ni demuestra ninguna reacción visible ante mi pregunta.

—Claro —dice—. Están por ahí.

Mientras me explica las diferencias entre los distintos test, y me acompaña a la caja donde mete el paquete en una bolsa de papel marrón, se muestra educadamente neutral. Pero no puedo evitar preguntarme en qué estará pensando.

Tenemos más o menos la misma edad y me imagino que debe de alegrarse de no ser ella la que esté pasando por esto, de no tener este problema, tan presumida y con esos aires de superioridad vestida con esa bata blanca.

Estoy a punto de salir cuando alguien me toca en el hombro.

—Hola, Katherine. —Oigo una voz fuerte a mis espaldas y noto que me sonrojo mientras ella se coloca delante de mí y me doy cuenta de quién es. Alice—. ¿Qué diablos le va a parecer a Helen? —dice.

Aprieto el paquete contra el pecho, a la defensiva. Me siento extrañamente intimidada, incluso asustada, y tengo que luchar contra la repentina urgencia de echar a correr. No hay calor en su expresión y es duro de creer, es duro estar frente a ella así, cuando habíamos sido tan amigas.

Alice mira el paquete y lo señala con la cabeza.

—Has sido una niña mala, ¿eh?

Estoy a punto de decirle algo, negarlo, explicarme, justificarme, pero me callo. No le debo nada a Alice. Mi vida personal ya no es asunto suyo. Me encojo de hombros y echo a andar, pero de repente me pone la mano en el hombro y se inclina hacia delante, se pone a un palmo de mi cara.

—No creas que te vas a salir con la tuya —murmura, agresiva—. Ya sé que la gente como tú cree que las personas como yo somos prescindibles. Ya lo sé. Pero no te vas a librar de mí tan fácilmente.

—¿Librarme de ti? —Intento reírme, pero me sale un sonido hueco, poco convincente—. ¿Es una especie de amenaza? ¿Es que me estás siguiendo?

Ella sólo sonríe.

—Déjame en paz, Alice —digo, y me obligo a mirarla a los ojos—. Déjame en paz o…

—¿O qué? —Arquea las cejas en una expresión exagerada de sorpresa—. ¿Llamarás a la policía? ¿Eh? ¿Es eso? ¿Eso es lo que harás?

—Bueno, sí, claro. Si vas a portarte como una loca, entonces voy a tratarte como a una loca.

—Oh, sí, desde luego. Pero eso ya lo sabía. Mira, te conozco. Te conozco mejor de lo que crees. Pero en realidad aún no te he hecho nada, ¿verdad? No tienes nada que decirle a la policía, ¿verdad? No tienes a quién echarle la culpa esta vez. —Y sonríe con falsa dulzura, ladea la cabeza, y finge una voz inocente—. Y somos amigas, de todos modos, ¿no? ¿Amigas para siempre?

Niego con la cabeza y paso por su lado.

—Vete, Alice —digo—. Vete ya. No tengo ni idea de qué estás hablando. Necesitas algún tipo de ayuda. Necesitas que te vea alguien. Estás enferma.

—Puede que sí —conviene. Se ríe mientras me voy a toda prisa—. O quizá seas tú la enferma, Katherine. ¿Lo has pensado alguna vez? Puede que seas tú.

Sigo adelante y me obligo a no mirar atrás, no hasta que llegue a la esquina de la calle de Mick. Me detengo y miro detrás de mí. Al principio no la veo y me entra el pánico, tengo miedo de que se esconda, de que me esté siguiendo, pero entonces la veo. Está un poco más allá de la farmacia. Habla con un hombre alto y guapo, coquetea, no hay duda, y parece totalmente concentrada en ello.

Seguro que es una precaución ridícula, pero no quiero que sepa dónde estoy, así que giro en la esquina y corro tan rápido como puedo hacia el piso de Mick. Meto la llave en la cerradura, me tiemblan las manos, y doy un portazo detrás de mí. Una vez dentro me calmo enseguida —todo es familiar y normal, reconfortante y seguro— y no puedo evitar echarme a reír por la histeria que he sentido un momento antes. Me recuerda a cuando era pequeña y me asustaba la oscuridad. Siempre echaba a correr, atemorizada, aterrada, hacia donde estaban mis padres —la luz, la comodidad y seguridad de su compañía— y me tranquilizaba de inmediato. Como aquella oscuridad, Alice no puede hacerme daño de verdad. No si no la dejo. Puede que esté llena de secretos y misterios ocultos, pero no tiene un poder real. No puede.

Voy al baño y me miro al espejo. Respiro deprisa por la carrera, y estoy pálida. Tengo una pinta terrible. Un nudo de angustia me atenaza el estómago y tardo un momento en recordar que tengo que hacer algo más importante que preocuparme de Alice. Algo real. Algo serio. Algo que puede afectarnos a mí y a Mick para el resto de nuestras vidas. Y no tiene nada que ver con Alice.

Abro el paquete y orino en el test como dicen las instrucciones. Lo dejo en la repisa del baño sin mirarlo. Me voy a la sala de estar y me siento en el suelo, me balanceo adelante y atrás, adelante y atrás, hasta que creo que ha pasado el tiempo suficiente. Vuelvo al baño y cojo el test. Hay dos líneas claras y paralelas de color rosa.

Compruebo las instrucciones otra vez. Dos líneas es un resultado positivo. Estoy embarazada.

Lanzo el test lejos de mí, como si quemara, como si fuera peligroso, y lo veo chocar contra el suelo. Aterriza boca arriba. Las dos líneas, ahora de un color rosa bien definido, se burlan de mí. A pesar de que estaba segura de que daría positivo, la realidad de la prueba resulta aterradora, increíble. El corazón me retumba en el pecho, en la boca tengo el sabor de la impresión y del miedo. De repente no puedo moverme, no puedo sostenerme, y me dejo caer al suelo y me quedo en cuclillas con la cabeza apoyada en las rodillas. Me quedo así, quieta, con la mente llena de imágenes de un futuro penoso, hasta que oigo la llave de Mick en la cerradura, oigo sus pasos, me llama por mi nombre. Y enseguida está en el baño, me abraza, me pregunta si estoy bien.

No levanto la mirada, no digo una palabra —habría mucho que decir, y sería muy duro mirar a Mick a los ojos ahora—, pero señalo el test.

—¿Qué? —dice.

Le oigo recogerlo.

Y entonces vuelve y se sienta frente a mí.

—¿Estás embarazada?

Parece sorprendido e impactado, pero no hundido como me imaginaba. Tampoco enfadado. Levanto los ojos. Asiento.

—Uau. —Se frota la cara. Oigo el roce de la barba mal afeitada bajo los dedos—. No sé qué decir.

—¿No?

Guarda silencio un momento, mira la prueba. Me mira a mí.

—Entonces, ¿tan malo es?

—Sí. Claro que es malo. Estoy embarazada, Mick. Tengo diecisiete años. —Y ahora me siento correctamente, cruzo las piernas y lo miro a la cara, nuestras rodillas se tocan—. Tengo diecisiete años, Mick. Diecisiete.

Me pone la mano en la rodilla y habla con cuidado, como si no se atreviera a molestarme.

—Vale. Es sorprendente. Pero no es el fin del mundo. Quiero decir que podemos hacer algo al respecto. Hay cosas que podemos hacer. Si tú quieres.

—Abortar. Lo sé. Ya puedes decir la maldita palabra. No soy estúpida.

—Vale. Abortar. Podemos hacerlo. Si tú quieres.

Asiento, me encojo de hombros, miro impotente por toda la habitación, las baldosas de las paredes, las cortinas de la bañera, todo menos su cara dulce y seria.

—Pero no tienes que hacerlo —dice, y se inclina tanto hacia a mí que tengo que mirarlo—. No tienes que abortar, Katherine. No estoy diciendo que tengas que hacerlo.

—¿Cuál es la alternativa, Mick? ¿Tener un bebé? ¿Con diecisiete años? ¿Hablas en serio?

—No es algo que no haya ocurrido nunca antes. No es totalmente inaudito o imposible, ya sabes.

—Sé que no es imposible, no soy idiota. Estoy embarazada, Mick, no en estado vegetativo.

Suspira.

—No te enfades conmigo. No soy tu enemigo.

—Perdona. —Le cojo la mano—. Sólo que… No puedo creer que me esté ocurriendo esto.

—Yo tampoco.

—Joder. —Le aprieto la mano. Fuerte—. Las chicas como yo no tienen bebés, Mick. Las chicas como yo van a la universidad, estudian una carrera, se labran un futuro. Mis padres se morirán. Se pondrán histéricos.

—Puedes seguir yendo a la universidad. La gente va igual. No es como si fueras una madre soltera. —Ahora es él quien me aprieta la mano, incluso más fuerte que yo, y sonríe—. Mira, ahora olvídate de tus padres un momento. Olvida lo que la gente pueda pensar. No puedes decidir según lo que crean los demás. Eso es una tontería.

Y tiene razón. Gran parte del miedo que le tengo a este embarazo se basa en lo que pensarán los demás. Mis padres, mis amigos del instituto, mis profesores. Me imagino a mí misma con una enorme barriga y luego con un bebé berreando, y a la gente que me mira, cuchichea, siente pena por mí. Es difícil, con todas esas imágenes rondándome por la cabeza, saber realmente qué es lo que pienso, qué es lo que quiero en realidad.

—Voy a hacer un poco de té —dice Mick, y se levanta y tira de mí—. ¿Por qué no te metes un rato en la cama?

Hago lo que me sugiere y de alguna manera, a pesar de lo confusa que estoy, me duermo profundamente. Cuando me despierto, Mick está sentado en la cama a mi lado, hojeando una revista de música.

—Hola.

—Hola.

—¿Estás mejor?

Me pone la mano en la frente y yo me río.

—No tengo fiebre, tonto.

—Ya lo sé. Pero ¿tu madre no te lo hacía siempre que te ponías enferma? ¿Y no te hacía sentir mejor? ¿Como si tuvieras algo grave y pudieras librarte de una semana entera de escuela o algo así?

—Pero no estoy enferma. Estoy embarazada.

—Cierto. Pero estás triste.

Me siento en la cama.

—¿Tú crees?

—No lo sé. ¿Estás triste?

—No lo sé. ¿Y tú?

Se ríe.

—Yo lo estoy si tú lo estás. Y no lo estoy si tú no lo estás.

—No estoy segura. Por alguna razón ya no me parece algo tan malo. —Me encojo de hombros, río tímidamente—. Puede que esté soñando o algo así.

Me pellizca el brazo.

—¿Has notado eso?

—Sí.

—Pues entonces no estás soñando.

—Ahora en serio —digo—, ¿qué piensas? ¿Es tan malo estar embarazada?

—Por Dios, Katherine. No lo sé. Quizá no sea el fin del mundo. —Sonríe, dulce, lentamente, y al mismo tiempo me mira, busca en mi cara—. Pero sin duda es algo gordo.

—Sí, lo es. —Y no sé por qué unas cuantas horas de sueño han cambiado tanto mi perspectiva, pero de repente estar embarazada ha pasado de ser un terrible desastre a algo que en realidad quiero. Me río, una burbuja de entusiasmo y esperanza me llena el vientre, la garganta—. Es algo muy gordo.

—Dios mío. Un bebé.

—Sí —digo—. Un bebé.

—Nuestro bebé.

—Sí.

—No podemos matar algo que hemos hecho juntos. Es nuestro bebé. Nuestro. Un trocito de ti y un trocito de mí —dice.

—No.

—Quiero decir, a menos que quieras hacerlo de verdad. Pero ¿tú quieres? Abortar, digo. ¿Quieres?

—No. No, no quiero. —Me permito sonreír, tener esperanzas—. Creo que quiero tenerlo. Sí, creo que quiero tenerlo.

Pasamos el resto del día en un estado de shock semihistérico. A la mañana siguiente se lo decimos a Philippa y ella se emociona mucho, se entusiasma y nos cuenta tantas ideas y planes de futuro que nos hace reír, tímida, alegremente. No se me han pasado las náuseas, pero ahora sé cuál es la causa, y es más fácil soportarlas. Y ahora que sé que en realidad no estoy enferma, el agotamiento, mi capacidad para dormirme a cualquier hora, me parecen síntomas leves —y de algún extraño modo, agradables— que demuestran que mi cuerpo está concentrado en crear a otro ser humano.

Vamos a la biblioteca y pido prestados un montón de libros sobre el embarazo. Contienen fantásticas imágenes de embriones en varios estados diferentes de desarrollo. Tratamos de calcular con exactitud cuántas semanas tiene nuestro bebé, y buscamos la imagen correspondiente. Es increíble pensar que es probable que tenga brazos y piernas, ojos, una boca, una nariz. Un corazón que late.

Mick piensa que tenemos que buscar un piso para irnos a vivir juntos.

—Llevo soñando con una chica como tú toda mi vida. No necesito más tiempo, no necesito conocerte mejor. Solamente necesito estar contigo. —Y cuando me pregunto en voz alta si eso no es comprometerse demasiado, si no estamos yendo muy rápido, él se ríe y niega con la cabeza—. Vamos a tener un bebé, Katherine. No hay mayor compromiso que ése. Ahora ya es demasiado tarde para hacer las cosas despacio. Es demasiado tarde para hacer las cosas de forma sensata. —Y entonces me abraza, me besa—. No te preocupes. Todo va a salir bien. No te preocupes.

En medio de la noche me susurra:

—Casémonos. Vayamos a la oficina de registro. Mañana.

Me río y le digo:

—Ni hablar, sólo tengo diecisiete años, no seas loco —pero me emocionan sus ideas románticas, que esté tan enamorado como yo, que hasta piense en casarse conmigo.

Pero alquilar un piso juntos no es una idea tan alocada. En realidad tiene mucho sentido. Mick no puede trasladarse al piso de Vivien, y el suyo es demasiado pequeño. Y además no podemos esperar que su compañero de piso nos aguante a los dos y al bebé.

A la mañana siguiente me despierto temprano, antes que Mick. Me levanto y hago té. Vuelvo a la habitación con una taza y el periódico del día anterior. Me meto en la cama, abro el periódico y empiezo a buscar en los anuncios de alquileres.

—Este puede ser guay —digo al cabo de un rato—. Un dormitorio, parqué, cocina nueva. No muy lejos de Bondi Beach. Trescientos cincuenta a la semana.

Mick abre los ojos y sonríe lentamente, a medida que se da cuenta de lo que estoy diciendo.

—Léelo otra vez —me pide—. No te he oído bien.

—Un dormitorio, parqué, cocina nueva —repito, pero casi inmediatamente después pierdo algo de entusiasmo por algo de lo que acabo de darme cuenta. Suspiro—. Voy a tener que llamar a mis padres. Querrán conocerte. No podemos organizar todo esto antes de que les hable de ti. Ellos me pagan el alquiler, el coche, me dan dinero cada mes, me mantienen.

—Por supuesto. —Mick se sienta, me pone la mano en la pierna—. Pero estaremos bien. Incluso si no quieren pagarnos el alquiler cuando vivamos juntos. Ya nos las arreglaremos de alguna manera. Buscaré un trabajo.

—No tienes que hacer eso. Ellos no son así. Nunca me dejarían sin nada. Lo harán todo por mí.

—Es comprensible.

—Pero ¿sabes?, hay algo que no aceptarían. Nunca. Ni en un millón de años.

—¿El qué?

—Tu moto. Se pondrían enfermos sólo de pensar que ya me he montado en ella.

—Ya. —Se encoge de hombros—. Mis padres también la odian. Son cosas peligrosas.

—Entonces, ¿por qué la tienes si piensas que es tan peligrosa?

—Es divertido. —Se ríe—. Me gusta la velocidad. No puedes pasarte la vida asustado por todo.

—Yo no estoy asustada por todo —replico, molesta de repente—. De todos modos, eso no es tener miedo y, además, he hecho cosas estúpidas un montón de veces. Y yo…

—Yo no he dicho que estés asustada por todo —me interrumpe—. Ni siquiera hablaba de ti. Lo he dicho en un sentido amplio, general. —Frunce el ceño, y ahora su voz es cortante, desagradable—. No te preocupes, de todos modos ya había pensado venderla.

—Bien. Deberías. Tenemos mi coche —digo, también bruscamente—. No vale la pena morir por divertirse un poco. ¿Y cuál es el gran problema? Haces que parezca un gran sacrificio deshacerte de ella.

—Es que es un sacrificio. Es mi moto. La amo.

Lo miro, incrédula.

—¿La amas?

—Sí.

—Es un objeto inanimado. No puedes amar una cosa, un montón estúpido de metal.

—Bueno, pues la amo. Venderla me pone triste. Voy a echarla de menos.

Lanzo el periódico a un lado y me levanto, pongo los brazos en jarras.

—¿Vas a echarla de menos? —repito, a punto de echarme a llorar. Sé que estoy siendo irracional, que estoy exagerando, pero no puedo evitarlo—. ¿Te pone triste venderla? —Enfadada, me señalo la barriga aún lisa—. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué pasa con todo el sacrificio que tengo que hacer? ¿Qué hay de todas las cosas que me van a poner triste a mí?

Pero él no muerde el anzuelo, no quiere pelearse. Por el contrario, me tiende la mano.

—Vuelve a la cama.

—No.

—¿Por favor?

—No.

—Odio esa moto —dice—. Es fea, roja y odio el rojo. Tú eres mucho más bonita. Y hueles mejor.

Intento seguir enfadada, mantenerme seria, pero no puedo y me echo a reír.

—Eres un idiota —digo, y vuelvo a meterme en la cama, debajo de las mantas, y me aprieto contra él—. A mí también me gusta la moto. No sé por qué he sido tan antipática. Yo también me pondré triste cuando la vendas.

—Lo sé.

—Pero si mamá y papá se enteran de que…

—Lo sé. No te preocupes. Me gustas más tú que la moto. Pero sólo un poquito más.

—Tendrás que conocerlos —insisto—. Y pronto.

—Sí. Y tú también tendrás que conocer a mis padres. Todo tiene que ser oficial.

—Lo sé —suspiro, y hundo la cara en su pecho—. ¿No te pone un poco nervioso? ¿Que ellos piensen que estamos locos por tener un bebé? ¿Por ponernos a buscar ya un piso de alquiler? ¿Por irnos a vivir juntos?

—Sí, seguro que pensarán que estamos locos. Al principio. Pero les demostraremos que se equivocan. Y cuando mis padres te conozcan te querrán.

—Y los míos a ti —digo.

Pero me gustaría sentirme tan segura como parezco. No creo que mamá y papá vayan a alegrarse de toda esta situación. Puedo imaginarme sus caras cuando se lo digamos: el reproche silencioso de mamá, la conmoción de papá. No hablarán mucho, nunca me gritarían, pero estoy seguro que se lo tomarán como una tragedia, como una especie de desastre, y las miradas de dolor en sus rostros serán un millón de veces más duras que cualquier muestra de ira. Preferiría oírles gritar.

No sólo estoy preocupada por su reacción ante mi embarazo, sino que también tengo un renovado sentimiento de culpa por Rachel. Mi vida se está desarrollando, continúa, toma forma de una manera nueva e inesperada. Y como habría dicho mi psicóloga —aprobando la situación—, sigo adelante. La muerte de Rachel ya no es tan crucial, ya no me define, y es inevitable que cuanto más viva, cuantas más cosas me pasen, más insignificantes se volverán su vida y su muerte. Olvidaré. Ya no la echaré de menos cada minuto del día. Siento que es, de alguna manera, una traición, otro ejemplo de huida, otra manera de abandonarla.

Y es algo que también les hará daño a mis padres. Cada vez que pasa algo importante en mi vida, desde acabar los exámenes finales hasta enamorarme o quedarme embarazada, se convierte en un cruel recuerdo de todo lo que nunca tendrá Rachel, de todo lo que nunca hará.

Cierro los ojos y trato de no pensar ni en Rachel ni en mis padres. Me acurruco junto a Mick, respiro el olor ya familiar de su piel. Y aunque sólo llevo despierta una hora, estoy cansada y me deslizo en un sueño dulce, inconsciente.