Después de la fiesta de Alice, en la escuela la gente era mucho más amable conmigo. Estudiantes a los que ni siquiera conocía me sonreían y me saludaban con la cabeza por los pasillos, y algunas personas hasta me decían «¡Eh, Katherine!», sorprendiéndome porque sabían mi nombre. Y Alice pasaba a buscarme a la hora de comer, y nos sentábamos una al lado de la otra, y me hacía reír con historias sobre otros estudiantes, y cotilleábamos acerca de cosas que había oído de personas a las que yo casi ni conocía. Era divertido y me sentía feliz con ella, contenta porque ya no estaba sola.
No me pregunto por qué querrá pasar su tiempo conmigo. Después de todo, antes yo también era popular y solía gustarle a la gente. Alice dice que quiere ser mi amiga, parece que le gusta mi compañía y escucha, con atención, todo lo que le digo. Así que estoy agradecida y halagada y satisfecha. Y, por primera vez desde que murió Rachel, siento algo parecido a la felicidad.
El jueves siguiente a la fiesta llamo a Alice y la invito a venir a casa el sábado por la noche. Vivo con mi tía Vivien, la hermana de mi padre. Me gusta vivir con ella, es amable y fácil de tratar y me siento agradecida de no estar en Melbourne, de poder acabar la escuela secundaria en un lugar donde nadie ha oído hablar de Rachel o de las hermanas Boydell. Paso bastante tiempo sola porque Vivien viaja mucho por trabajo y cuando tiene algún fin de semana libre sale con sus amigos. Siempre me anima a que invite a gente al apartamento, y piensa que es extraño que nunca me relacione con la gente, pero me he acostumbrado a estar sola y me gusta poder elegir qué como, qué veo o qué música escucho.
—Yo haré la cena —digo.
—Excelente —aceptó Alice—. Espero que seas una buena cocinera.
—Lo soy. Es uno de mis muchos talentos secretos.
—¿Secretos? —Alice se queda en silencio durante un minuto—. Yo tengo muchos, ¿y tú?
Me río, como si la idea fuera absurda.
Me paso el sábado en el mercado, comprando comida. Antes de que muriera Rachel yo solía cocinar mucho, cuando aún éramos una familia, así que sé lo que hago y lo que necesito. Compro todos los ingredientes —muslos de pollo, cardamomo, yogur, comino, coriandro, arroz basmati— para cocinar uno de mis curries favoritos. Así puedo prepararlo todo con tranquilidad, antes de que venga Alice, y cuando llegue ya estará todo hirviendo a fuego lento, que es la forma de que quede delicioso, y mientras tanto podremos charlar.
Estoy tan acostumbrada a controlarlo todo, a mantener mi vida en privado, a ser reacia a dejar que nadie se me acerque, que me sorprendo al darme cuenta de lo mucho que deseo estar con Alice. No sé cuándo o cómo la amistad íntima se ha convertido en algo tan atractivo, pero de repente la idea de divertirme y de conocer a alguien nuevo me resulta irresistible. Y aunque tengo miedo de revelar demasiadas cosas sobre mí, y de que la amistad pueda ser un riesgo, no soy capaz de resistirme a este sentimiento tan emocionante.
Vuelvo a casa, preparo el curry, luego me ducho y me visto. Aún falta una hora para que llegue Alice, así que llamo a mis padres. Mamá, papá y yo abandonamos Melbourne hace un año más o menos. Allí nos conocía demasiada gente, todos sabían lo que le había pasado a Rachel. Era imposible enfrentarse a las miradas de compasión, a la curiosidad y a los cuchicheos que oíamos por todas partes. Yo me trasladé a casa de Vivien para poder acabar el instituto en Drummond, uno de los más grandes de New South Wales, un sitio tan inmenso que podía pasar inadvertida, ser anónima. Mis padres compraron una casa a un par de horas hacia el norte, en Newcastle, cerca de la playa. Querían que me fuera con ellos, por supuesto, porque creían que era demasiado joven para marcharme de casa. Pero yo ya había empezado a sentirme angustiada por su tristeza, su presencia era asfixiante, así que los convencí de que Drummond era la escuela perfecta, que mi felicidad dependía de ello, y al final lo aceptaron.
—Residencia de los Boydell —contesta al teléfono mi madre.
Me cambié el apellido cuando me trasladé, y ahora uso el de soltera de mi abuela, Patterson. Fue sorprendentemente fácil deshacerme de mi nombre anterior. Es muy sencillo, al menos sobre el papel, convertirse en una persona nueva. Echo de menos mi antiguo apellido. Pero se marchó con la que yo era antes, la chica feliz, descuidada y sociable. El nombre de Katherine se ha adaptado a la versión nueva, mucho más tranquila. Katie Boydell ya no existe. Rachel y Katie Boydell, las tristemente famosas hermanas Boydell, se han ido para siempre, las dos.
—Mami.
—Corazón. Ahora mismo iba a llamarte. Papá y yo hemos hablado de tu coche.
—¿Y eso?
—Sí. Y no discutas conmigo, cariño, por favor. Hemos decidido comprarte uno nuevo. Ahora son mucho más seguros, con airbags y cosas así. Tenemos el dinero y es ridículo que aún vayas por ahí con ese trasto viejo.
—Sólo tiene ocho años, mamá.
Conduzco el viejo Volvo de mi madre, que ya es un coche lo suficientemente nuevo y seguro para alguien de mi edad. Ella continúa como si yo no hubiera dicho nada:
—Y hemos visto un Peugeot muy bonito. Es muy compacto, una cucada de coche, de verdad, pero lo mejor de todo es que es el más puntuado en todas las pruebas de seguridad. Es perfecto para conducir por la ciudad.
No tiene sentido discutir, no quiero que se enfade o montarle una escenita. Desde que murió Rachel mis padres están obsesionados con mi seguridad, y hacen todo lo humanamente posible para mantenerme sana y salva, y no tengo más elección que aceptar sus regalos, sus preocupaciones.
—Suena genial, mami —digo—. Gracias.
—¿Cómo te va la escuela? ¿Sacas buenas notas?
—Sí —miento—. Voy mucho mejor.
—He leído en un folleto algo sobre la carrera de Medicina en la Universidad de Newcastle. No es muy dura, ¿sabes?, y tiene una reputación muy similar a la de Sidney. De hecho, parece que es el mejor sitio donde estudiar Medicina ahora mismo. Y hay un montón de futuros médicos haciendo la carrera allí. Me gustaría que lo pensaras, cariño. Hazlo por mí. Podrías vivir con nosotros, ya sabes lo mucho que le gustaría eso a papá, y así podrías concentrarte en los estudios de verdad, sin preocuparte por el alquiler o por el dinero o por la comida. Nosotros cuidaríamos de ti, te lo pondríamos todo más fácil.
—No sé, mamá, no sé. Ahora me gusta estudiar Inglés e Historia, la lectura… Pero las Ciencias no son… bueno, creo que podría estudiar Arte o algo así. Y, mamá, me gusta mucho vivir en Sidney, de verdad.
—Oh, claro, cariño. La casa de Vivien es perfecta y sé que ella está más que contenta de que vivas allí. Y la carrera de Arte es un comienzo maravilloso para tu educación. Pero eso es sólo un principio, cielo. Tendrás que volver a tu camino de antes. Alguna vez. Cuando estés preparada.
«Volver a tu camino de antes. Cuando estés preparada». Eso es lo más cerca que puede estar mamá de hablar de lo que le pasó a Rachel, de reconocer nuestra pérdida, de nombrar la vida que teníamos antes de que ella muriera. Entonces me faltaban un par de cursos para acabar la secundaria, y esperaba hacerlo lo suficientemente bien en el siguiente como para poder estudiar Medicina en la universidad. Quería especializarme en Obstetricia, lo tenía todo planeado. Pero cuando murió Rachel mis planes se vinieron abajo, las cosas se torcieron. El camino mismo desapareció de debajo de mí, fue arrancado del suelo, destruido.
Y durante todo este espantoso tiempo he descubierto que las ciencias y las matemáticas, todas esas cosas concretas y exactas y que tanto me gustaban, eran completamente inútiles a la hora de comprender el dolor y de enfrentarme al sentimiento de culpa.
Y ahora dudo que nunca pueda volver al dichoso camino. Ahora recorro otro, despacio, gano algo de impulso lentamente y no creo que pueda, o que quiera, salirme de él.
—Lo pensaré.
—Bien. Y yo te enviaré uno de esos folletos. —Luego se ríe, pero puedo notar el nudo en su garganta, la señal de que esta conversación le provoca ganas de llorar—. He cogido unos cuantos para ti.
Toco el auricular del teléfono, como si al hacerlo pudiera proporcionarle un poco de consuelo. Y sin embargo sé que no hay nada que la consuele. La vida de mi madre sólo se mide en grados de dolor.
—Seguro que sí —digo con toda la dulzura que soy capaz de demostrar.
—Oh. —Su voz suena ahora más nítida, como la de una empresaria, con todas las emociones bajo control—. Estoy acaparando toda la conversación. Supongo que quieres hablar con papá, ¿verdad? No está aquí, cariño, pero le diré que te llame más tarde.
—Está bien. Ahora viene una amiga a cenar. Ya le llamaré yo mañana.
—Oh, estoy tan contenta de que te diviertas un poco. —Le noto otra vez el nudo en la garganta, luego tose un poco para controlar la voz—. Pásatelo bien. Le diré a papá que te llame mañana. No llames tú. Nos toca pagar a nosotros.
Cuando cuelgo me siento vacía, toda la excitación por pasar la tarde con Alice se ha disipado. Me arrepiento de haber llamado. Me ha puesto triste, y estoy segura de que sólo he conseguido que mamá se sienta aún más miserable. Ahora con ella siempre es así. Siempre hace planes, siempre está llena de ideas y siempre habla con su sentido práctico de las cosas. Es como si no pudiera soportar estar callada, o permitirse un momento de silencio. Así no deja espacio para el recuerdo, no hay lugar para lo que ha perdido. Así también le impide a la persona con la que está hablando que diga algo que a ella no le guste, que mencione a Rachel.
La manera moderna de llevar el duelo, lo supuestamente correcto, es hablar de ello, llorar y gritar y chillar. La psicóloga me dijo que teníamos que hablar. Y durante aquel largo, larguísimo año después de que asesinaran a Rachel, yo intenté hablar de lo que había pasado, expresar mi tristeza, verbalizar nuestra pérdida, reconocer la desesperación. Pero papá se negó a escuchar y mamá me cortaba, cambiaba de tema, y si yo insistía, ella empezaba a llorar y salía de la habitación.
Me di por vencida. Sentía como si la estuviera torturando y me harté de mí misma, de mi ensimismamiento. En realidad, al hablar de ello buscaba la absolución, la seguridad de que mi madre y mi padre no me culpaban por lo que había pasado. Pero pedía lo imposible, me di cuenta enseguida. Claro que me culpaban: por mi cobardía, por mi huida, por estar viva. Si una de sus dos hijas tenía que morir, debería haber sido yo.
Y ya no creo que exista una manera mejor de enfrentarse a la pérdida. Sólo hay una puñetera manera de cargar con el dolor —ese peso permanente y terrible—, y hablar de ello no lo aleja ni lo hace más llevadero. Rachel murió de la manera más aterradora imaginable. Las palabras son inútiles ante esa verdad tan dura. Rachel está muerta. Se fue para siempre y nunca volveremos a ver su rostro encantador, nunca escucharemos su música. Está muerta.
¿Por qué necesitamos revolearnos en esa realidad, revisarla una y otra vez, examinarla hasta que nos sangren los ojos, hasta aplastarnos el corazón con un horror y una tristeza increíbles? Es algo que se me escapa. Yo no puedo ayudarles. Nada puede ayudarnos. Si mamá necesita ser estoica, fingir que está bien para esconder la angustia detrás del velo transparente de su atareada conversación, me parece bien. Resulta una manera tan buena como cualquier otra de seguir con su vida mermada.
Rozo con el dedo la pequeña cicatriz redonda de mi rodilla. Es la única prueba física que tengo de la noche en que mataron a Rachel, el único daño físico que he sufrido. Aquel día murió en Melbourne la chica equivocada. Y aunque, de hecho, no puedo desear haber muerto en lugar de Rachel —estoy muy lejos de ser tan valiente como para convertirme en una mártir—, soy completamente consciente de que murió la mejor de las dos hermanas.