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—Ha sido muy divertido, mami. Muy divertido. —Sarah me mira. Tiene las mejillas y la nariz rojas de frío, pero le brillan los ojos—. ¿Puedo hacerlo otra vez? ¿Yo sola?

—Claro que sí —digo.

Y la miro agarrar el trineo con una mano y echar a caminar trabajosamente de vuelta a la cima de la colina. No es muy empinada, pero sí lo suficientemente larga como para ganar un poco de impulso en el camino hacia abajo e ir bastante rápido. La primera vez, Sarah ha gritado durante toda la bajada y me preocupaba que estuviera asustada, pero resulta que gritaba de emoción.

Había olvidado lo pesada y lenta que me siento cuando llevo la ropa para la nieve. No me gusta mucho el frío, nunca me ha gustado. Prefiero la ingravidez del verano, la sensación de libertad y la alegría y la vitalidad que me inspira. El invierno me hace sentir triste, me recuerda a la muerte. Pero no quiero influenciar a Sarah con lo que a mí me gusta y no me gusta. Quiero que tenga sus propias experiencias, que tome sus propias decisiones, y por medio de su entusiasmo llego a sentir algo de la magia y la maravilla de este mundo de frío y hielo.

Después de que se haya lanzado colina abajo cuatro o cinco veces, justo cuando la piel de la cara empieza a escocerme, justo cuando empiezo a pensar que puede que utilice el cebo del chocolate caliente para convencer a Sarah de que tenemos que hacer un descanso y entrar un rato, lo veo.

Robbie. Está de pie al final de la pista de esquí. Lleva la chaqueta azul brillante que visten todos los instructores y está enseñándoles a unos alumnos un movimiento de frenada. Está igual, siempre tan guapo. Se ríe, echa la cabeza hacia atrás de una manera que me resulta inmediatamente familiar.

Está tan cerca que cuando se ríe veo salir de su boca las nubéculas de aliento al aire helado. Veo la blancura de sus dientes, las venas del dorso de sus manos.

Verlo me impresiona tanto que no puedo hacer nada más que quedarme ahí de pie, quieta, con el corazón desbocado, la mirada baja, y tratar de recuperar un cierto equilibrio. No sé si debo gritar su nombre, o llamar su atención. Por un instante me pregunto si debería alejarme enseguida y fingir que no lo he visto, dejarlo en paz.

Decido continuar con mi día, no hacer ningún esfuerzo especial por acercarme a él. Si me topo otra vez con Robbie, dejaré que sea él quien decida qué hacer. Llamo a Sarah y la convenzo de que bajemos juntas una vez más. Mientras la llevo de la mano y empezamos a subir la pendiente para llegar otra vez a lo alto de la colina, me doy cuenta de que Robbie me ha visto.

Está allí de pie, me mira, tiene el cuerpo rígido, está tan impresionado como yo un momento antes.