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Corres y corres y corres. Corres más deprisa, mucho más, como nunca. Tropiezas y chocas, te caes y te hieres las manos y las rodillas, te levantas inmediatamente, sigues corriendo.

—Por favor, por favor—sollozas—. Ayudadme. Por favor. Que alguien me ayude.

Estás aterrorizada por la posibilidad de tenerlos detrás, de que te persigan, de que se acerquen más a cada paso. La respiración irregular te retumba en los oídos, es ensordecedora, pero te imaginas que los oyes detrás de ti y corres aún más rápido. No te vuelves para comprobarlo, estás tan aterrada que no puedes hacer otra cosa que correr. A pesar del dolor en los costados, del cansancio, del dolor en las piernas, te obligas a correr, te esfuerzas por no frenar, por no volverte, por no sucumbir a la histeria y dejarte caer al suelo.

Y a medida que te acercas a la luz se hace evidente que proviene de una casa, como esperabas. Y cuando estás más cerca, ves que la ventana está abierta a la brisa de la noche, la luz del porche encendida, un coche aparcado en el camino. Hay alguien en casa.

Corres por el camino, te caes en el porche de la entrada, te levantas y corres hacia la puerta. Golpeas y golpeas con los puños. Das patadas. Tratas de gritar.

Después de un momento la puerta se abre. Una mujer está allí de pie; parece enfadada por la brusca intrusión. Pero se fija en tu aspecto, en tu miedo evidente, en la urgencia de la situación, cambia la expresión del rostro a una de alarma y preocupación. Se queda con la boca abierta, se pone una mano en el pecho, alarga la otra y te coge por el brazo.

—¿Qué pasa? —dice—. ¿Qué ha pasado?

En el tiempo en que tarda en llegar la policía y organizar el rastreo, los chicos se han ido. La han dejado allí, de espaldas sobre el suelo, como a un animal. Uno de los policías te asegura que ella parece estar en paz, que la expresión de su rostro frío es de serenidad y calma. Dice que es como si en realidad no supiera lo que estaba ocurriendo.

Ella no sabía que la dejaste allí. Sola con ellos.