Grant salió de la carretera en una zona boscosa.
—Bueno —dijo, y se quitó el cinturón de seguridad, se volvió y me sonrió—. Ya hemos llegado. Es hora de divertirse un rato, ¿eh? ¿Estás lista?, ¿Katie? ¿Katie, Katie? ¿Amiguita Katie?
No respondí, sólo lo miré, fría. No había nada que pudiera decirle, y estaba tan asustada, y el odio que sentía hacia Grant era tan enorme, que casi no era capaz de hablar. Estaba temblando, me temblaban los brazos, las manos, las piernas y hasta la cabeza. Me castañeteaban los dientes y tenía que esforzarme por mantener los labios cerrados, por apretar los dientes para que dejaran de hacer aquel ruido espantoso. Y el esfuerzo me dio algo en qué concentrarme, algo hacia lo que desviar la energía en vez de ponerme a gritar, saltar por encima del asiento y atacar a Grant, que era lo que toda la adrenalina de mi cuerpo me pedía que hiciera y que, estaba segura, sólo empeoraría mucho más las cosas.
Y, a pesar de mis continuos golpes y pellizcos desde que habíamos arrancado, Rachel no se movía, ni parpadeaba, ni mostraba ningún otro signo de estar consciente. De alguna manera envidiaba su abandono.
—Vamos. —Grant le dio un codazo al que estaba sentado a su lado, puso los ojos en blanco en señal de exasperación; entonces se inclinó por encima de él y le gritó al chico que estaba al lado de la puerta—. Sal fuera, ¿quieres? ¿Os vais a quedar aquí sentados toda la noche esperando a que os diga lo que tenéis que hacer?
—Está bien.
El chico abrió la puerta del coche y salió, y el segundo chico salió tras él enseguida.
Grant también se bajó y dio un portazo que balanceó el coche. Y después Sean, tan nervioso que podía oír el silbido de su respiración, también cerró la puerta de su lado de un portazo. Rachel y yo estábamos solas en el coche. Atrapadas, rodeadas.
—Rach. —Le puse la mano en la rodilla y la sacudí con todas las fuerzas que tenía—. Despierta. ¡Rachel! Despierta. —Noté la histeria en mi voz—. Por favor, Rach. —Gritaba, no me preocupaba que ellos me oyeran—. Por favor.
La puerta de mi lado se abrió y noté el aire frío de la noche. Y entonces Grant, inclinado frente a mí, me miró con lascivia.
—No puede oírte, amiguita. Pierdes el tiempo. —Se miró la muñeca desnuda como si estuviera mirando un reloj—. Oh. Diría que al menos pasará más de una hora antes de que se despierte del todo.
Entonces me puso la mano en la rodilla y apretó un poco en un falso gesto de cariño que hizo que la piel se me erizara y que sintiera tanta repulsión como si me hubiera rozado una araña venenosa. Quería gritar, darle patadas y golpearlo. Pero me mordí el labio, bajé la mirada y me obligué a no mover las manos.
—¿Qué es lo que quieres, Grant? —pregunté. Mi voz sonó hasta tranquila—. ¿Qué quieres de nosotras?
Él se quedó pensativo. Le dio una calada al cigarrillo y me echó el humo a la cara. Volví la cabeza y tosí en la mano.
—Oh, joder. Lo siento, nena. ¿Tú no fumas?
—No.
—Quizá deberías empezar ahora. Me gustan las chicas que fuman. Es sexy. ¿No crees? Es sofisticado.
Le dio otra calada al cigarrillo y, de nuevo, me echó en la cara el humo asqueroso de sus pulmones.
Cerré los ojos, aguanté la respiración. Pero entonces me puso la boquilla del cigarrillo contra la boca y apretó con fuerza para obligarme a separar los labios. Volví la cabeza. De repente, por sorpresa, tiró de mi cabeza hacia atrás y sentí una punzada de dolor en el cuero cabelludo. Me había agarrado del pelo y tiraba con fuerza; sólo podía mirarlo desde abajo, en una postura forzada.
—Escucha, zorra —dijo; tenía la cara tan pegada a la mía que podía sentir los arañazos de sus mejillas mal afeitadas—. No me vuelvas la puta cara, ¿vale? No me gusta. ¿Vale?
Me soltó y yo asentí. Empecé a llorar.
—Oh —dijo y suspiró—. No, otra vez no. Mira. —Abrió más la puerta del coche y se sentó a mi lado, con una pierna dentro del coche y la otra fuera, con el pie apoyado en el suelo—. Todo será mucho más fácil si colaboras, ¿vale? Si simplemente haces todo lo que te digo y cuando te lo digo. ¿Vale, amiguita?
Tenía esos aires de arrogancia que sólo da la ventaja de la fuerza y del número —el poder de los matones—, y casi me dieron ganas de reírme de él, de escupirle en la cara. Pero mi temor a que me agrediera de nuevo, mi deseo de mantenerme tan viva e indemne como fuera posible era más fuerte que mi deseo de golpearle.
—Vale —dije—. Vale.
—Buena chica. Ahora fuma un poco. No te hará daño. Venga. —Apretó el cigarrillo entre mis labios de nuevo—. Ahora chupa.
Aspiré lo más superficialmente que pude, guardándome el humo en la boca, y empecé de inmediato a toser y a resoplar. Grant se rió, meneó la cabeza como si se divirtiera por las travesuras de un niño y se puso el cigarrillo en los labios. Se levantó.
—Vamos —dijo—. Es hora de salir.
—¿Adónde vamos? —pregunté mirando a Rachel, angustiada—. ¿Y qué pasa con Rachel? No quiero dejarla sola.
Grant miró de nuevo hacia el coche y suspiró; balanceaba el cigarrillo en la comisura de la boca mientras hablaba.
—¿Qué te he dicho, Katie? No me estás escuchando, amiguita. Haz lo que te digo cuando te lo digo y todo saldrá bien.
Y entonces se detuvo, cogió el cigarrillo entre el pulgar y el índice, le dio la vuelta y miró pensativamente la punta incandescente.
Comprendí lo que iba a hacer un instante antes de que lo hiciera. Y entonces ya gritaba, y la piel de mi pierna, justo por encima de la rodilla, se consumía, se quemaba, y el dolor resultó insoportable. Apretó aún más el cigarrillo contra mí y yo grité. Y moví los brazos involuntariamente, lo empujé, lo abofeteé, lo golpeé, lo embestí.
Me agarró los brazos con tanta fuerza que me dolió. Él era mucho más fuerte que yo, y no podía ni resistirme ni empujarlo, apenas podía mover los brazos bajo su control.
—Cállate —ordenó con tanta brutalidad que me salpicó la cara con saliva—. No hagas preguntas. No hagas ni una puta pregunta más. Sólo haz de una puta vez lo que te he dicho que hagas, zorra.
Y el miedo, la ira y el odio que yo sentía —porque entonces lo odiaba, y si hubiera podido matarlo lo habría hecho con mucho gusto— eran tan fuertes que me olvidé del dolor de la pierna, apenas podía sentirlo ya. Quería gritarle, notaba que se me levantaba el labio por la fuerza del odio, por el esfuerzo de no expresarlo: «¿Cómo te atreves? —quería decirle—. Estúpido, necio, grotesco cabrón ignorante. ¿Cómo te atreves? Te vas a arrepentir de esto. Lo vas a pagar. Y si tengo la oportunidad, si me das la espalda, si tengo la ocasión, te mataré. Te abriré la cabeza con una piedra, y te golpearé y golpearé y golpearé hasta hacerte papilla el cerebro. Te machacaré hasta que no quede nada de tu estúpida cara de cobarde, nada de tu mente patética, mezquina y triste».
—¡Vamos! —gritó de repente. Di un respingo y me protegí la cara con las manos—. ¡Sal del puto coche! ¡Ahora!
Me moví a lo largo del asiento y salí.
Sean y los otros chicos estaban de pie no muy lejos del coche. Podía oírlos murmurar y reírse. Se reían falsa, forzadamente. Estaban nerviosos, era evidente, y sus voces demostraban una bravuconería artificial. Los tres movían los cigarrillos con rapidez, trazaban arcos de luz naranja en la oscuridad, o se los llevaban a la boca.
Grant tiró de mi brazo con fuerza y me arrastró más allá de los otros.
Estaba oscuro y tropecé varias veces; y cada vez que yo tropezaba él me tiraba del brazo aún con más fuerza y gruñía de fastidio. A mí me costaba caminar con normalidad, estaba tan aterrorizada que me temblaban las piernas y perdía el equilibrio. Estaba haciendo un gran esfuerzo por no dejarme caer al suelo y empezar a gritar, pero en vez de eso me puse a llorar en silencio; las lágrimas me caían por las mejillas, me resbalaban por el cuello.
Y entonces apareció un edificio delante de nosotros. Una especie de almacén pequeño. Vi las chapas de hierro onduladas de las paredes que reflejaban la luz del cigarrillo de Grant. Él empujó la puerta, que crujió ruidosamente, y me empujó adentro. Y luego oí el crac de un cerrojo. Me había encerrado.
Dentro estaba todo negro. Olía a humedad, a suciedad, un olor que me recordó la bodega de mi abuelo, un lugar que siempre me había dado miedo. Cuando oí que Grant se alejaba, caí de rodillas y empecé a gemir de terror.
—Oh, Dios —susurré en la oscuridad—. Por favor, por favor, no me dejes aquí. Por favor.
Mi instinto me decía que me pusiera a gritar, a chillar y golpear y dar puñetazos contra las paredes, que me quejara tan alto y tan violentamente como pudiera. Pero sabía que eso no serviría de nada, sabía que nadie me oiría. Sólo haría que Grant se enfadara más y me hiciera más daño. O que le hiciera daño a Rachel. Puse todo mi empeño, toda mi energía y autocontrol en ahogar los sollozos, en quedarme lo más callada posible.
Coloqué las manos sobre el suelo y noté el polvo, la humedad, el frío, y me apoyé con fuerza. Me puse a gatas y dejé la cabeza colgando durante un instante. Respire hondo, una y otra vez, y traté de calmarme. Hubiera sido tan fácil ponerme a gritar y a chillar, tan fácil. De alguna manera hasta hubiera sido un alivio sucumbir a la histeria. Pero necesitaba mantener la cabeza fría, necesitaba pensar. Después de todo, todavía estaba viva, Rachel todavía estaba viva y aún no había ocurrido nada irreversible. Y la mejor, y no la única, defensa que tenía era mi cerebro. Grant y sus amigos eran más fuertes, pero yo tenía que creer que era más lista, y si mantenía la calma tendría una posibilidad de ser más lista que ellos y escaparme.
Pasé las manos por el suelo, tratando de encontrar los bordes del almacén, para hacerme una idea de lo grande que era y dónde estaban las paredes. Quería ver si había alguna fuente de luz, un sitio por donde escaparme.
Mantuve una mano contra la pared y me arrastré por el suelo. Me movía despacio en la oscuridad, me daba miedo chocar contra algo agudo o afilado, o golpearme en la cabeza. Pero me sentía mejor si me movía, si hacía algo. Me sentía mejor si tenía un plan, aunque fuera poco probable que lo llevara a cabo con éxito.
El almacén era más grande por dentro de lo que me había parecido por fuera. Cuando llegué al rincón y seguí por la segunda pared toqué algo. Era blando y tenía una textura extraña. Retrocedí con horror y me llevé las manos a la boca para reprimir un gemido.
Mi primer pensamiento fue que era alguna clase de animal, pero no oí ni noté que se moviera, no respiraba. Poco a poco alargué la mano para tocarlo otra vez.
Era blando pero áspero. No era un animal sino algún tipo de tejido. Un saco. Probablemente lleno de semillas o de heno. Toqué alrededor y descubrí que había montones y montones de esos sacos apoyados contra la pared.
Me arrastré a lo largo y ancho del almacén, pero no encontré agujeros o espacios entre las paredes y el suelo, no había una manera obvia de escapar. Me senté y traté de pensar, y mientras miraba a mi alrededor, me di cuenta de que los ojos se me habían acostumbrado a la oscuridad. Aparte de los sacos de semillas, el almacén estaba completamente vacío. La única fuente de luz provenía del marco de la puerta. Pero sabía que estaba bien cerrada; había oído a Grant echar el cerrojo antes de marcharse.
Podía mover los sacos. Sabía que la posibilidad era remota, pero podía haber algún tipo de agujero o vía de escape detrás de ellos. El hierro ondulado puede doblarse; lo único que necesitaba era una pequeña grieta entre el muro y el suelo y sería capaz de arrastrarme por ella y salir de allí.
Los sacos pesaban mucho y era difícil moverlos, pero el miedo y la rabia que sentía me dieron fuerzas que normalmente no habría tenido. No me importaba cuánto me dolieran los brazos o la espalda: la necesidad de escapar, de vivir, me mantenía en movimiento. No tuve que desplazar mucho los sacos, sólo los apilé como ya estaban, pero a un metro de la pared. Por mucho que quisiera quitarlos de en medio enseguida, dejarlos en cualquier lado, no quería que Grant se diera cuenta de que los había movido cuando volviera.
Y tuve mi recompensa. Cuando empecé con la última fila, vi un reflejo plateado que provenía del suelo. Luz. Empecé a moverme mucho más deprisa, de repente estaba más angustiada y asustada que un momento antes. Me dolía el vientre y tuve la repentina urgencia de ir al lavabo. La posibilidad de escapar aumentaba mi miedo, me hacía consciente del peligro que corría, de lo aterrorizada que estaba en realidad. Pero apreté los músculos y me aguanté; no tenía tiempo para pararme.
Cuando moví los sacos lo suficiente como para caber entre ellos y la pared, me puse a gatas y miré por la rendija. La pared estaba ligeramente doblada hacia arriba por el final y dejaba un espacio de unos diez centímetros de alto y casi un metro de ancho. Tenía que ser capaz de doblarlo un poco más, abrir la grieta lo suficiente como para pasar la cabeza y luego el cuerpo.
Me levanté, puse el pie contra el hierro y empujé lo más fuerte que pude. No se dobló. Tenía que apoyar todo el peso de mi cuerpo. Me senté en el suelo con la espalda contra los sacos y empujé con los pies con todas mis fuerzas. El hierro se movió. Un poco.
De nuevo, ante la idea de poder escapar, sentí la histeria en la garganta. Ahogué un sollozo, sacudí la cabeza y me concentré. Empujé otra vez. Empujé con tanta fuerza que me dolió. La pared se dobló aún más.
Ahora la grieta ya parecía lo suficientemente grande como para poder pasar a través de ella. Me tumbé boca abajo y empujé la cabeza primero, de lado, de manera que arrastré la mejilla por el suelo, sentí los bordes afilados de las piedras contra la piel. Pasar los hombros era mucho más difícil, pero me empujé con las manos y con los pies y me obligué a hacerlo. Pasar el resto del cuerpo iba a ser fácil, y me arrastré por el suelo, sin importarme que las aristas de hierro me arañaran la espalda, me rasgaran la ropa, me cortaran la piel, hasta que estuve libre. Me puse de pie.
Y cuando ya estuve fuera, todavía se me hizo más difícil controlar la histeria. Era libre, al menos por ahora, y quería tan desesperadamente que Grant no me encontrara que por un momento me quedé paralizada de puro terror. Pero puse todo mi empeño en respirar, en mover las piernas y caminar hacia la esquina del almacén y mirar.
Las puertas del coche estaban abiertas y del interior salía suficiente luz como para ver que Rachel estaba en el suelo allí al lado. Tumbada de espaldas, tenía la falda remangada alrededor de la cintura. Grant estaba arrodillado entre sus piernas. Se movía adelante y atrás, dentro de ella. Rachel se quejaba suavemente a cada empujón. Los otros chicos estaban apoyados en el coche, mirando.
Aquellos bastardos la estaban violando. A mi hermanita.
Tuve que agacharme y taparme la boca con la mano para ahogar un grito. Quería correr hacia ellos, golpearlos, arañarlos, matarlos y mutilarlos. Pero tuve que esforzarme para quedarme quieta, para pensar. No había manera de que yo pudiera con ellos, no había manera de hacerles daño. Un odio furibundo tan poderoso que noté su sabor fuerte y amargo me subió por la garganta. Me arrastré por el suelo y cogí una piedra, la apreté en la mano con tanta fuerza que se me clavó en la piel. Pero me alegré del dolor que me infringía, de su nitidez.
Desesperada, miré alrededor en busca de algo, de cualquier cosa, y no estaba segura de qué esperaba encontrar, pero entre los árboles y en la distancia vi luz.
Miré a Rachel, y justo cuando lo hice, Sean volvió la cabeza. Parecía que me mirara directamente. No sé si me vio realmente. Nunca lo sabré. Ya estaba todo sumido en la oscuridad, y quizá no me vio, pero no esperé a comprobarlo. Me entró pánico.
Me di la vuelta y eché a correr. Hacia la luz.