21

Mick toca durante otra hora más y aprovecho la oportunidad, mientras él está en el escenario, para mirarlo. Observo como se le mueven los hombros, rítmicamente, mientras toca, la fuerza de sus manos y muñecas mientras mueve las baquetas. De vez en cuando me pilla mirándolo, y sonríe, pero está actuando y es perfectamente normal que yo lo mire, y me siento lo bastante segura como para sonreírle abiertamente. En cuanto terminan, viene y se queda de pie al lado de nuestra mesa.

—¿Qué hacéis después, chicas? —pregunta.

—Marchamos a casa —responde Philippa—. A la cama. Mañana Katherine tiene que ir al instituto.

Es tarde y Philippa tiene razón, tendría que irme a casa y meterme en la cama, pero no quiero irme.

—Oh. —Niego con la cabeza—. No os preocupéis por mí. Estoy bien. Me encuentro mucho mejor y ahora tengo más energía, y de todos modos…

—Podríamos ir a algún sitio —me interrumpe Mick; me mira a los ojos y me doy cuenta de que quiere que la noche siga tanto como yo—. Vamos a comer algo. Conozco un par de buenos sitios donde podemos cenar.

—Vale —acepto—. Suena genial. Me muero de hambre.

Philippa se mira el reloj y después se vuelve hacia mí. Frunce el ceño.

—Es casi medianoche. Pensaba que querías irte temprano.

—No —niego con la cabeza—. En realidad, no.

—Lo siento, pero yo estoy hecha polvo. —Philippa se echa el bolso al hombro—. Dejémoslo para la próxima vez. Tengo que irme a casa y meterme en la cama. Estoy a punto de convertirme en una calabaza. Y eso os asustaría, creedme.

Se levanta, besa a su hermano en la mejilla y le desea buenas noches. Y espera a que yo también me levante y me vaya con ella, y hay un momento extraño en el que yo no sé qué hacer ni qué decir, no sé cómo dejarle claro que no quiero irme. Pero Mick me salva.

—Podríamos ir tú y yo. —Me habla a mí, está serio otra vez, no sonríe—. Si quieres. Luego te llevo a casa sana y salva.

—Vale, sí, buena idea —le digo de carrerilla, nerviosa de repente, y torpe, temerosa de lo que pueda pensar Philippa. Me levanto y cojo el bolso—. Me encantaría.

Philippa frunce el ceño, nos mira con curiosidad y exasperación a la vez.

—¿Qué estáis…? —dice, y entonces abre mucho los ojos y una sonrisa de complicidad se abre paso lentamente en su cara. Mira a Mick y luego me mira a mí, y noto como se me encienden las mejillas. De repente ella se echa a reír, inclina la cabeza hacia atrás—. Ya sabía que os gustaríais —dice—. Lo sabía.

Contengo la respiración y espero que Mick lo niegue, que se ría de la idea de que le gusto, pero me mira y sonríe tímidamente y yo le devuelvo la sonrisa y sé que es verdad y sé que con nuestras sonrisas estamos diciendo un millón de cosas inexpresables. Durante un instante, los tres nos quedamos allí de pie, callados y sonriendo, torpes y felices a la vez.

—Entonces, bueno —acepta Philippa—. Mejor me marcho. —Se vuelve hacia Mick—. Llévala a casa sana y salva. O te mato.

—Oh, calla ya, Pip —replica él.

—¿Ya sabes que conduce una moto? —me pregunta con las cejas arqueadas.

No lo sabía, pero no me sorprende.

—Mola —digo, alegre, relegando al fondo de mi mente la idea de que mis padres se horrorizarían de pensar en mí yendo de paquete en una moto—. Me gustan las motos —miento.

Philippa abraza a Mick y luego a mí, y me da un apretón de más antes de soltarme. Me lo tomo como una señal de que aprueba todo esto, y siento un torrente de ternura por ella. Es tan generosa, tan cálida y tan abierta. Tan buena amiga.

—Sólo tengo que ayudar a recoger un poco —dice Mick cuando ella ya se ha ido—. No tardaré. ¿Quieres esperarme aquí?

Me ofrezco a ayudarle. Me lleva al escenario y me presenta a los otros miembros de la banda y paso los diez minutos siguientes ayudándoles a recoger, enrollando cables eléctricos y devolviendo vasos vacíos a la barra.

Cuando acabamos y el escenario está despejado y los instrumentos metidos en la furgoneta del cantante, Mick desaparece un momento tras el escenario y vuelve con dos cascos y una chaqueta de cuero.

Cuando llega me coge de la mano con fuerza; tiene la mano grande y caliente y la aprieta contra la mía. Entonces se dibuja una sonrisa en su cara, amplia, feliz y sincera, y yo me río.

—Vamos —dice.

Caminamos sin hablar. No sé adónde me lleva ni tampoco me importa. Es extraño lo cómoda que me siento a solas con él, con este hombre al que acabo de conocer, pero me parece natural cogerlo de la mano. Correcto. Nuestras manos encajan perfectamente. Hay algo natural entre nosotros, algo casi mágico, y cuando lo miro a los ojos tengo una sensación familiar, una sensación de seguridad. Como de estar en casa.

—Aquí está —dice cuando llegamos a la moto. Deja los cascos en el asiento y me da la chaqueta—. Puedes ponerte esto.

La chaqueta me va un poco grande, pero es suave y huele bien, y ponérmela hace que me sienta como una chica totalmente diferente, alguien salvaje e impetuoso, valiente.

Y cuando nos ponemos los cascos y me siento detrás de Mick —mis brazos alrededor de su cintura, mi pecho apretado a su espalda con fuerza— y él se adentra en la noche, y se desliza rápidamente a través de las calles, creo de verdad que soy esa chica.