20

—Para —le pido—. Espera. Todavía no. No aquí. No quiero que sea así.

—Vale. —Will se echa a un lado y se sienta. Me baja la camiseta con cariño y suspira—. Yo tampoco quiero que sea así, Katie. Lo siento.

Me incorporo, le paso el brazo por el cuello y le beso en la boca.

—No lo sientas. No hay nada que perdonar. —Miro a nuestro alrededor. Estamos fuera, debajo de un árbol. El suelo es duro y rugoso, está lleno de viejas raíces, piedras y tierra. Me siento sucia y cansada, noto las secuelas de haber bebido demasiado alcohol—. Me gustaría mucho más perder la virginidad en una cama. Una cama bonita, limpia, suave. Y también me gustaría estar sobria.

—A mí también. En serio. —Sonríe—. Me vas a volver loco pero yo también prefiero que sea más bonito. Y creo que sería mejor que los dos estuviéramos lo suficientemente sobrios como para poder recordarlo después.

—Joder. ¿Qué hora es? —Le cojo la muñeca a Will y le doy la vuelta para poder verle el reloj. Pero está demasiado oscuro para ver algo—. ¿Esto no tiene luz?

—Sí. —Se acerca la muñeca a los ojos y presiona un botón—. Son las ocho pasadas. Casi las ocho y media.

—Joder. —Me levanto y me sacudo la ropa—. Joder. Joder. Joder. Es muy tarde. Sólo teníamos que quedarnos una hora. Cuando lleguemos a casa estaremos de mierda hasta el cuello. Vamos. —Cojo a Will de la mano y lo ayudo a levantarse—. Tengo que ir a buscar a Rachel. Tenemos que irnos. Ahora.

Pero allí dentro no la encontramos. Buscamos entre la gente que bailaba, pero ella no estaba por ninguna parte. Buscamos entre los grupos de gente apoyada en las paredes. Encontramos a Carly y le preguntamos si la había visto pero negó con la cabeza, se encogió de hombros y miró a su alrededor, inexpresiva. Estaba totalmente bebida y fue a acurrucarse al lado de un chico que no reconocí. Encontrar a Rachel no era una de sus prioridades.

—Vamos afuera. —Will me cogió por el brazo—. Enfrente. Donde los coches, quizá.

—Vale. Yo busco por delante y tú por la parte de atrás. Hay que darse prisa. Nos vemos aquí.

Empezaba a preocuparme. Era tarde y mamá y papá seguro que ya estarían en casa. Se preguntarían dónde estábamos, se preocuparían. Nos íbamos a meter en un buen lío. Y si Rachel estaba borracha, si se daban cuenta de que olía a alcohol, o al menos de que había bebido, se pondrían furiosos. Nos castigarían.

Como muchos de los chicos de la fiesta ya eran mayores de edad y podían conducir, estaba lleno de coches aparcados enfrente del almacén. Habían aparcado en filas, así que la zona entera parecía un aparcamiento de verdad.

Cuando llegué no podía ver ni oír nada, pero después oí voces masculinas. Risas. Vasos que chocaban contra otros vasos. Me dirigí hacia el ruido y encontré a un grupito de gente alrededor de un coche. Tenía todas las puertas abiertas y la luz interior iluminaba un poco el exterior. Dos chicos estaban apoyados contra las puertas del coche. Uno más estaba sentado en el asiento de delante. Otro en el de atrás, con Rachel.

Ella tenía un vaso en la mano que parecía que estuviera a punto de caérsele; lo agarraba casi sin fuerzas, tenía la muñeca doblada hacia abajo. Estaba recostada contra el asiento con los ojos entornados.

—Hola —saludó el chico sentado en el asiento mientras me acercaba—. ¿Qué podemos hacer por ti?

Sonreí.

—He venido a buscar a mi hermana. —Me incliné dentro del coche y le puse la mano en la rodilla—. Rach. Tenemos que irnos. Es muy tarde.

—Katie. —Rachel abrió los ojos y sonrió. El gesto hizo que moviera el vaso, y le cayó cerveza en las piernas. No pareció darse cuenta—. Katie, Katie. Me lo estoy pasando muy bien. Les he estado hablando de mi… mi… mi… ¿cómo se dice? —Se rió, simuló que tocaba el piano con los dedos en las piernas—. ¡Mi… mi… música! ¡Eso es! ¡Mi música! —Su voz era confusa, sus gestos, lentos y exagerados—. Quieren venir a mi concierto. ¿Puedes creerlo?

Miré a los chicos. Todos iban vestidos al estilo que las chicas de la escuela llamaban «bogan»: camisas de franela abiertas encima de camisetas ajustadas. El único que me devolvió la mirada fue el que estaba sentado en el asiento del conductor. Era bastante mayor que los demás, al menos tenía veinte años, uno de esos chicos guapos y corpulentos. Un hombre, no un chico. Ni por un segundo me creí que le interesara la música clásica.

—Genial —dije, y le cogí el vaso a Rachel—. Y por eso tenemos que irnos. Si no nos vamos, no habrá ningún concierto.

Cogí a Rachel de la mano y traté de tirar de ella para sacarla del coche. Pero resultaba difícil; era un peso muerto, incapaz de colaborar, y pensé que si tiraba de ella con más fuerza la haría caer del coche y tendría que arrastrarla.

—¿Cómo vas a llevarla a casa? —preguntó el hombre del asiento del conductor.

Me observaba con curiosidad, con un cigarrillo entre los labios.

—Andando. No está lejos —mentí. El hombre se rió.

—Yo soy Grant. Y sé que tu casa está jodidamente lejos. Todo está lejos de aquí. De noche. En la oscuridad. —Señaló a Rachel con la cabeza—. Cuando estéis ahí afuera…

Me encogí de hombros.

—Rachel —la llamé en voz alta—. Vamos. Tenemos que irnos. Se ha hecho muy tarde.

Ella simplemente se rió y se ladeó un poco, pero sin hacer ningún esfuerzo por moverse. Sonrió atontada y cerró los ojos como si fuera a dormirse.

—Dios mío —exclamé y miré a Grant, acusadora, aunque sabía que si alguien tenía la culpa de aquello, era yo. En primer lugar nunca debería haberla traído. Y nunca debería haberla dejado sola—. ¿Cuántas cervezas se ha bebido?

Grant negó con la cabeza y arqueó las cejas con expresión inocente.

—No lo sé. Yo no le he visto más que un vaso. Seguro que no está acostumbrada. ¿Sean? —Se volvió hacia un chico gordo y con la cara sudada, el que estaba sentado al lado de Rachel—. ¿Sabes cuántas se ha bebido?

—No. —Sean se rió. La risa sonó fea y sibilante e hizo que se le moviera la tripa. Le habló a Grant. Ni siquiera miró en mi dirección—. ¿Cómo coño quieres que lo sepa? Ya estaba borracha cuando se ha metido en el coche.

—Qué pesadilla. —Me eché las manos a la cabeza—. ¿Cómo voy a llevarla a casa?

Hablaba más para mí misma que para ellos, pero Grant respondió de todos modos.

—Eso es lo que te he preguntado, amiguita —dijo—. Podemos llevaros. Pero como tú quieras, no es asunto mío.

—Oh, no —lo rechacé—. Pero gracias de todos modos.

—Como quieras —dijo él—. Pero al menos os costará una hora llegar a cualquier sitio si os vais andando. Y ahora está jodidamente oscuro. Y un taxi os costará por lo menos cien pavos. —Se encogió de hombros—. Yo ya sé lo que haría si fuera tú.

Lo miré mientras pensaba. Caminar hasta casa con Rachel era casi imposible. Tendría que esperar a que se serenara un poco —y podría tardar horas—, y a mamá y a papá les entraría el pánico. Probablemente hasta llamarían a la policía. No podría dejarlos en casa sentados y preocupados, así que tendría que pedir prestado a alguien un teléfono móvil y llamarlos, decirles que estábamos bien. Pero me harían un montón de preguntas, insistirían en venir a buscarnos. Y eso sería mucho peor. Si veían dónde estábamos, si veían a todos estos chicos borrachos, el estado del cobertizo, todo el alcohol y los cigarrillos y las drogas, se quedarían de piedra. Y seguro que harían algo catastrófico, como tratar de parar la fiesta y decirle a toda la gente que se fuera a sus casas. Hasta llamarían a la policía para que vinieran a trincar a unos cuantos.

Era inevitable que descubrieran que habíamos estado bebiendo, pero era mejor regresar a casa y aguantar el chaparrón, era mejor evitar el terrible destino que nos esperaría después de que vinieran hasta aquí y vieran todo esto.

—De acuerdo —acepté finalmente—. Eso sería fantástico. Gracias. Porque no sé qué más hacer. ¿Te importa? Vivimos en Toorak.

—Toorak, ¿eh? —resopló Grant. Lanzó la colilla del cigarrillo por la ventanilla, se puso otro en la boca, lo encendió y le dio una calada larga. Sacó el humo por la nariz mientras hablaba, miró el cigarrillo entre sus dedos—: Toorak. Sí. Bonito lugar, ese. Muy bonito. —Me miró y asintió—. No tengo ningún inconveniente. No me importa pasar por allí. De todos modos estábamos a punto de marcharnos. ¿Verdad, Sean?

—Sí. —Sean se rió otra vez, una carcajada tonta que hizo que le temblara la tripa de nuevo—. Estábamos a punto de mandar a tomar por culo esta puta mierda de fiesta.

—Perfecto —dije—. Vale. ¿Puedo volver un momento y decírselo a mi novio? —De repente tuve una idea—. ¿Por qué no viene él con nosotros? ¿No os importa? Se bajará en nuestra casa también. Se irá a la suya desde allí.

—No. Lo siento. No podemos hacer eso, amiguita. —Grant negó con la cabeza—. No cabe en el coche. Estamos yo, Sean, Jerry y Chris. Y vosotras dos. Somos tres delante y tres detrás. Lleno hasta la bandera.

—A menos que ella se quiera quedar aquí con nosotros. Coge al novio y a la hermana y déjala a ella aquí —sugirió Sean riéndose.

Esta vez se las arregló para no mirarme y para que además sonara como si yo ni siquiera estuviera presente.

—Cállate, Sean. Gordo de mierda —ordenó Grant con un tono tan brusco y despreciativo que esperé algún tipo de reacción por parte de Sean.

Pero éste sonrió como un bobo, le puso la mano en el hombro a Grant y apretó. Fue un gesto extrañamente afectuoso.

—Pásanos el tabaco, colega —dijo.

Grant lanzó al regazo de Sean un paquete de cigarrillos.

—Voy a decirle que nos vamos. No tardaré nada. —Puse la mano en la pierna de Rachel y la sacudí—. ¿Rach? Vuelvo en un minuto. Estos chicos nos van a llevar a casa. ¿Vale? ¿Rach?

—¿Llevarnos a casa? —Abrió los ojos e hizo un puchero con los labios. Tenía la voz cada vez más pastosa y los ojos le daban vueltas mientras hablaba—. ¿Tenemos que irnos ahora? Qué pena. Me lo estaba pasando tan bien.

—¿Vale? —Miré a Grant—. Vuelvo en un segundo.

—Tranquila. —Sonrió y le dio otra calada al cigarrillo—. No nos iremos sin ti.

Corrí adentro de la nave y encontré a Will casi de inmediato. Hablaba con un grupo de gente cerca de la salida trasera.

—No la encuentro por ninguna parte —dijo cuando me vio—. Ahora precisamente les estaba preguntando a estos chicos si la habían visto.

—Está bien —dije—. Ya la he encontrado. Está muy, muy borracha. Tengo que llevármela a casa. Alguien se ha ofrecido a llevarnos.

—¿Ah, sí? ¿Quién?

—Un chico que se llama Grant. Está bien. De verdad. Rachel está sentada en su coche y no puedo sacarla. Está demasiado borracha para moverse. —Sacudí la mano, impaciente, y lo besé en la mejilla—. Tengo que irme. Me preocupa que vomite o que se desmaye o algo así.

—Vengo con vosotras.

—No. No. Está bien. No te molestes. —Le sonreí, le apreté la mano, me puse de puntillas para besarle en los labios—. Quédate aquí con tus amigos. Tómate otra copa a mi salud.

Me volví y corrí hacia el coche.

Los chicos ya estaban dentro cuando llegué; me esperaban. Me metí detrás, al lado de Rachel y cerca de la puerta. Mi hermana tenía la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos cerrados, la boca entreabierta. Se la cerré con la mano, le toqué la mejilla.

—¿Rach? —dije—. Nos vamos a casa.

Me incliné sobre ella y le puse el cinturón de seguridad.

Abrió los ojos durante un instante y trató de sonreír.

—Vale —dijo.

—¿Quieres un poco de cerveza?

Sean me pasó una lata abierta de VB por encima de Rachel. Miraba hacia abajo, evitaba cruzar su mirada con la mía.

—Oh, no, gracias. Ya he tenido suficiente.

—Joder —dijo él acercándomela más—. Al menos aguántala, ¿quieres? La he abierto para ti a propósito.

Cogí la lata y me la acerqué con cuidado a la boca, dejé que el líquido frío me mojara un poco los labios y no me tragué ni una gota. Tenía sed y estaba cansada, y quería un vaso de agua y la comodidad de la cama.

—Gracias.

Traté de sonreír a Sean, pero él ya se había dado la vuelta.

—Muchas gracias por llevarnos —le dije a Grant.

—Está bien. Pero no sé ni cómo te…

—Oh, Dios mío. Lo siento. He sido muy grosera. Soy Katie. Katie Boydell.

—Katie. Vale. Bueno.

No me presentó a los otros chicos y por un momento pensé en presentarme yo misma; darles una palmadita en el hombro y decirles hola, tenderles la mano. Pero el ambiente era demasiado incómodo y ellos no estaban haciendo ningún esfuerzo por ser amables —parecían muy tensos y todos miraban hacia adelante—, así que no me molesté en presentarme.

En cambio, me puse a mirar por la ventanilla; el paisaje pasaba borroso por delante de mí. Me quedé en silencio. Pensé en lo que les diría a mis padres. Tendría que decirles la verdad, ser completamente sincera. Se darían cuenta de inmediato de que Rachel estaba borracha, incluso tendrían que ayudarme a llevarla adentro. Oirían y verían el coche en cuanto llegáramos. Me los imaginé corriendo afuera, la cara de mamá al principio desencajada por la preocupación, cambiando con rapidez al enfado, y el silencio frío, más reprobador que cualquier palabra; y la decepción de papá, negando con la cabeza, asombrado. «Pero Katherine —diría—, ¿cómo has podido? Confiábamos en ti».

Sería terrible, pasaríamos un fin de semana penoso, y seguro que Rachel y yo tendríamos que pagar por nuestro mal comportamiento. Y sin embargo, no me arrepentía. Incluso entonces, cuando lo divertido ya se había acabado y todo lo que teníamos por delante eran recriminaciones y castigos, tenía una pequeña semilla de alegría en mi interior que nada ni nadie podía quitarme. Estaba enamorada de Will. Él me quería. Y era tan especial, tan amable y bueno. Y quería guardarme esa sensación para mí sola, el tesoro de mi amor por él, y eso me mantendría reconfortada y feliz pasara lo que pasase. Cuando estuviera sola en mi habitación, castigada (como ya sabía que ocurriría), pensar en Will, el recuerdo del rato que habíamos pasado juntos esa noche, la promesa de lo que estaba por venir, sería suficiente para hacerlo soportable, e incluso valdría la pena.

Estaba tan ensimismada pensando en Will, recordando el tacto de su piel y pensando una y otra vez en todo lo que me había dicho, que tardé un poco en darme cuenta de que el paisaje al otro lado de la ventanilla era completamente desconocido para mí. Me fijé bien en los árboles y en los edificios que veía, traté de localizarlos, traté de reconocer algo. Pero no pude. No tenía ni idea de dónde estábamos.

—¿Grant? —dije—. Vivimos en Toorak, ¿recuerdas? No sé si por aquí vamos bien.

—Vivimos en Toorak, ¿recuerdas?

Tardé un momento en entender lo que había dicho Grant, en darme cuenta de que estaba imitando mi voz, burlándose de mí. Antes de que tuviera tiempo de preguntarme por qué de repente era tan maleducado, se rió y lo dijo otra vez.

—Vivimos en Toorak, ¿recuerdas? —Puso una voz ridículamente aguda, remarcó las sílabas—. Qué suerte tienen algunos, ¿eh? Nosotros no podemos permitirnos el lujo de vivir en Toorak. —Se rió con maldad—. Algunos tenemos que vivir en un tugurio de mierda, ¿sabes? Algunos vivimos en el culo del mundo, en el vertedero, en las cloacas o en la cárcel. Unos pueden oler las rosas mientras que otros tenemos la cara metida en la mierda, ¿sabes? Es así. ¿No tengo razón, Sean? Así funciona el puto mundo.

Sean se rió, fue una carcajada corta, nerviosa y muy forzada. Me volví a mirarlo, para sonreírle, pero se negó a devolverme la mirada. Miraba hacia delante y bebía de la lata de cerveza. Cuando lo miré me di cuenta de que, en realidad, debajo de aquella grasa tenía una cara atractiva, unos ojos azules llamativos, una piel bonita. Sería guapo si adelgazara. Y entonces pensé que era muy extraño que le temblara tanto la mano, tanto que se le derramaba la cerveza al beber de la lata. Le sudaba la frente, y de pronto pensé que Sean tenía miedo. Y por un momento sentí pena por él y me pregunté por qué estaría asustado.

Fue entonces cuando me di cuenta de que Rachel y yo estábamos en peligro.

Me entró miedo de inmediato. Se me hizo un nudo tan espeso en la garganta que me costaba respirar. Sentí que se me retorcían las entrañas, que las manos empezaban a temblarme y que se me desbocaba el corazón. El aire de hostilidad de todos aquellos chicos en el coche, la manera en que no querían mirarme o reconocer mi presencia, era de repente algo tan obvio que casi resultaba palpable. Me pregunté cómo no me había dado cuenta antes. En mi desesperación por llevarme a casa a Rachel me había descuidado, había sido estúpida. Había pensado que eran simplemente groseros, pero ahora sabía que su frialdad era mucho más siniestra.

Sabían lo que iba a pasar. Y yo no sabía qué habían planeado, o adónde nos llevaban, pero estaba claro que tenían un plan. Y estaban todos de acuerdo. Y podían hacer lo que quisieran.

«Han drogado a Rachel», pensé. Y en cuanto lo pensé supe que era verdad. Y habían intentado drogarme a mí también. Por eso querían que me bebiera la cerveza. Rohypnol. Había oído hablar de ello, habíamos sido advertidos por la policía en la escuela. «Comprad siempre vuestras propias bebidas —nos habían dicho—: Nunca os bebáis nada de lo que no estéis seguros al cien por cien».

Pero Rachel era muy confiada, muy infantil. Nunca se lo habría imaginado.

No querían mirarme o hablar conmigo por temor a sentir compasión por mí. Estaba claro que Grant era el cabecilla. Se le veía relajado y confiado, tarareaba mientras conducía con el brazo apoyado en la ventanilla abierta. Los otros chicos parecían todos nerviosos, tensos, pero Grant no. Quizá porque sabían que lo que iban a hacer estaba mal. Quizá porque les dábamos pena.

—Por favor. ¿Puedes llevarnos a casa? ¿Por favor? —dije tratando de mantener la voz firme.

—Te estoy llevando a tu casa. Por favor, qué criatura más desagradecida. Pero antes daremos un rodeo. Tenemos que ocuparnos de un asunto.

Me miró por encima del hombro, sonrió y me guiñó un ojo; parodiaba cruelmente un gesto que otra persona hubiera hecho para tranquilizarme.

Quizá Grant simplemente disfrutaba asustando a la gente y conducir de un lado a otro era una especie de juego. Quizá después de disfrutar de su maldad un rato nos llevaría a casa o se limitaría a abandonarnos por ahí, sanas y salvas. Eso era lo mejor que podía esperarme, el mejor escenario que podía imaginarme. Pero había muchas imágenes distintas en mi cabeza, escenarios más escalofriantes, alternativas que parecían más probables —violación, tortura— y de repente se quedaron petrificados, porque me eché a llorar ruidosamente, a hipar y a sollozar tanto que el cuerpo se me sacudía descontroladamente y me venían arcadas. Me puse la mano en la boca para tratar de calmarme —no quería que ninguno de ellos se irritara, que tuviera una razón para ir por mí—, pero Grant se dio la vuelta y me miró, negó con la cabeza y chasqueó la lengua como si estuviera decepcionado.

—¿Qué te pasa, princesa? —preguntó—. ¿Las cosas no van como creías? ¿La niñita de papá no va a salirse con la suya?

—Lo siento —murmuré, irracionalmente, mientras me apretaba la boca con más fuerza, y me volví a mirar por la ventanilla el paisaje desconocido—. Lo siento.

Grant se rió por la nariz y dio un golpe en el volante con la mano.

—¿Lo siento? —repitió en voz alta, agresivo—. ¡Pero qué bien educada que es! —Se volvió a mirarme y se burló—: Tu madre estará orgullosa.

Y cuando se volvió a mirar la carretera dio un bandazo con el volante; el coche se había desviado hacia el otro carril, y por un momento las luces de un coche que venía de cara brillaron en el parabrisas, me deslumbraron. Al pasar tocó el claxon durante unos cuantos segundos.

—¡Jódete! —gritó Grant enseñando el dedo medio por la ventanilla, a la oscuridad—. ¡Jódete!

Y por un instante deseé que nos estrelláramos —los que iban delante correrían más peligro— y entonces consideré la posibilidad de tratar de distraer a Grant para que se estrellara. En un choque frontal contra otro coche, o contra un árbol, Rachel y yo teníamos más posibilidades de sobrevivir. Podía ser una alternativa mejor que quedarnos a merced de Grant, que estaba claramente mal de la cabeza.

Pero no, era muy difícil. Demasiado arriesgado. Y si fallaba, cosa que era probable, las cosas empeorarían para mí y para Rachel.

Lo único que podía hacer era esperar. Esperar y ver adónde nos llevaban y lo que habían planeado para nosotras. Tratar de escapar a la primera oportunidad. Y eso no me habría parecido tan difícil, tan terriblemente imposible, si Rachel hubiera estado despierta. Pero estaba completamente dormida, o inconsciente, respiraba lenta y profundamente, y cuando le puse la mano en la rodilla y apreté tanto como pude, pellizcándole la carne, ella ni siquiera se movió.