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Alice insiste en que nos preparemos juntas para la fiesta. Me recoge el mismo día con su coche, un viejo Volkswagen destartalado, poco después de comer, y me lleva a su casa. Mientras pasa de un carril a otro a una velocidad muy por encima de lo que le permite su carné de conducir recién sacado, me dice que vive sola en un piso de una habitación en el centro. Eso me sorprende, o más bien me asombra. Creía que alguien como Alice viviría en una cómoda casa en las afueras, con sus padres. Me imaginaba que sería una chica mimada, protegida, a la que se lo permitirían todo (en realidad, como a mí hace tiempo), y el hecho de que viva sola hace que de repente sea más interesante, más complicada de lo que creía. Está claro que Alice y yo tenemos más en común de lo que me imaginaba.

Quiero hacerle un montón de preguntas: ¿Dónde están sus padres? ¿Cómo se paga el piso? ¿Alguna vez tiene miedo? ¿Está sola? Pero me callo. Tengo mis propios secretos, y he aprendido que si hago preguntas me arriesgo a que también me las hagan a mí. Es más seguro no sentir curiosidad por las historias de los demás, es más seguro no preguntar.

Su piso está en una plaza, en un edificio de ladrillo normal y corriente. La escalera está muy mal iluminada y da un poco de miedo, pero cuando llegamos al apartamento, sin aliento después de subir corriendo los cuatro tramos de escalera, abre la puerta y entramos en una sala cálida, llena de color.

Las paredes están pintadas de naranja intenso y decoradas con algunos grandes y brillantes cuadros abstractos. Hay dos sofás enormes y con pinta de ser muy cómodos cubiertos con telas de color rojo burdeos y llenos de cojines con estampados étnicos. Velas apagadas llenan todas las superficies horizontales.

—¡Voila! Mi humilde morada. —Alice me arrastra dentro y mira mi rostro expectante mientras contemplo la habitación—. ¿Qué te parece? Lo he hecho todo yo, ya sabes. Tenías que haber visto este sitio cuando me trasladé, era tan aburrido y tan soso… Es increíble lo que puedes conseguir en una habitación con un poco de color. Lo único que necesitas es algo de creatividad y algunos cuadros alegres.

—Es muy guay —digo.

Y no puedo evitar sentir un poco de envidia. El piso de Alice es mucho más divertido, mucho más juvenil que el moderno apartamento minimalista donde vivo yo.

—¿De verdad? ¿Te gusta de verdad?

—Sí. —Me río—. Me gusta mucho.

—¡Qué bien! Quiero que te guste tanto como a mí, porque tengo pensado estar aquí mucho tiempo contigo. Pasaremos el rato aquí, en esta habitación, hablando y hablando y hablando, y compartiremos nuestros secretitos por la noche.

He oído decir que hay personas encantadoras que tienen la capacidad de hacerte sentir como la única persona que existe en el mundo, y ahora sé exactamente qué quiere decir eso. No estoy muy segura de qué hace, o cómo lo consigue: otra persona parecería demasiado ansiosa, o incluso servil, pero cuando Alice me presta atención de esa manera, me siento como si fuera de oro, a gusto y con la seguridad de que me entiende totalmente.

Por un breve instante, un momento muy inquietante, me imagino contándole mi secreto. Me lo imagino con claridad. Alice y yo en esta habitación; las dos un poco borrachas, divertidas y felices y con esa poca conciencia de una misma que se siente cuando has hecho una nueva amiga, una amiga especial; le pongo la mano en la rodilla para que se esté quieta y callada, así sabe que voy a decirle algo importante, y entonces se lo explico. Se lo cuento rápidamente, sin pausas, sin mirarla a los ojos. Y cuando acabo, ella es comprensiva y cariñosa, lo entiende y lo perdona todo, como yo esperaba. Me abraza. Todo está bien y yo me siento más aliviada porque por fin lo he soltado. Soy libre.

Pero sólo es un sueño. Una fantasía loca. No le digo nada.

Voy vestida como siempre, vaqueros, botas y una camisa, y me he traído algo de maquillaje para ponerme antes de ir a la fiesta, pero Alice insiste en que nos pongamos vestidos. Tiene un armario lleno, de todos los colores y estilos, largos y cortos. Debe de haber más de cien, y algunos aún tienen la etiqueta. Me pregunto de dónde saca el dinero, cómo puede permitirse tanta ropa, y se lo pregunto otra vez.

—Siempre me ha gustado tener ropa —sonríe.

—¿De verdad? —bromeo—. Nunca lo hubiera dicho.

Alice rebusca dentro del armario y empieza a sacar vestidos. Los deja encima de la cama.

—Venga, elige uno. Estos ni siquiera me los he puesto todavía. —Aparta uno de color azul—. ¿Te gusta?

El vestido es muy bonito, pero yo ya he visto el que me gustaría ponerme. Es rojo y con un estampado tipo Paisley, hasta las rodillas, abierto de arriba abajo y sujeto por un cinturón de tela, hecho con algún tipo de material elástico. Se parece a los que llevaba mi madre en los años setenta, y me quedaría muy bien con las botas que llevo.

Alice me mira. Se ríe y coge el vestido rojo.

—¿Éste?

Le digo que sí.

—Es precioso, ¿verdad? —Se lo pone contra el pecho y se mira al espejo—. Y también caro. Es un Pakbelle and Kanon. Tienes buen gusto.

—Es bonito. ¿Por qué no te lo pones? Todavía lleva la etiqueta, nunca te lo has puesto. Seguro que lo reservabas para un momento especial.

—No. Me voy a poner otra cosa. Algo único. —Alice mantiene el vestido frente a mí—. Pruébatelo.

El vestido me queda perfecto y, como sospechaba, también con las botas. El rojo resalta mi piel oscura y mi pelo, y le sonrío a Alice, feliz, en el reflejo del espejo. Estoy emocionada, contenta de haber aceptado venir.

Alice va a la cocina y saca una botella de la nevera. Es champán. Rosado.

—Ñam… —dice, y besa la botella—. Mi verdadero amor. Y desde ayer ya soy legal, ya puedo beber.

Abre la botella, el corcho golpea contra el techo y, sin preguntarme si quiero, llena dos copas. Se lleva la suya al baño, va a ducharse y a vestirse, y cuando se marcha levanto mi copa y le doy un sorbo. No he bebido alcohol desde la noche en que mi familia quedó destrozada. Ni una gota. No he salido con amigos desde entonces, así que me llevo la copa a la boca otra vez y disfruto de la sensación de las burbujas en mis labios, en mi lengua. Dejo que otro traguito resbale por mi garganta e imagino que me hace efecto enseguida, el alcohol corre por mis venas, los labios me hormiguean, la cabeza se me ilumina. El champán es dulce y entra bien, como un refresco, y tengo que obligarme a no bebérmelo demasiado deprisa.

Saboreo cada trago, disfruto al comprobar que a medida que bebo mi cuerpo se relaja cada vez más. Cuando la copa está vacía me siento más feliz, más ligera, más despreocupada —una chica normal de diecisiete años— y me dejo caer en el sofá de colores de Alice y me río sin motivo. Y todavía estoy allí sentada, sonriente, disfrutando de la agradable pesadez de mi cuerpo, cuando Alice vuelve a la habitación.

—Uau. Alice. Estás… —Me encojo de hombros, incapaz de encontrar una palabra adecuada—. ¡Estás genial!

Ella levanta los brazos y da una vuelta sobre las puntas de los pies.

—Muchas gracias, señorita Katherine —dice.

Alice es muy guapa; sorprendentemente guapa. Es alta, tiene unos pechos grandes y las piernas largas y bien torneadas, y su cara es la viva imagen de la perfección: tiene los ojos de un azul muy vivo y la piel dorada y luminosa.

Yo no soy fea del todo, pero al lado de Alice paso completamente desapercibida.

Mientras esperamos a que llegue el taxi, Alice se lleva las copas vacías a la cocina y las rellena de nuevo. Cuando me levanto para coger la mía, la cabeza me da vueltas, pero sólo un poco. No es una sensación desagradable; de hecho, me siento tranquila y suelta y relajada. Y ese sentimiento, ese mareo feliz, esa sensación de que el mundo es un lugar bueno y amigable, de repente me resulta muy familiar, y me doy cuenta de lo mucho que me asusta eso. Es el problema del alcohol, juega con tu mente, te convence de que bajes la guardia, de que te confíes porque el mundo cuida de ti, pero sé que esa sensación de seguridad sólo es una ilusión peligrosa. El alcohol te anima a correr riesgos que no asumirías normalmente, el alcohol te hace tomar decisiones estúpidas. Y más que nadie, yo sé lo catastróficas que pueden ser las consecuencias de una sola mala decisión. Vivo con ellas cada día.

Acepto la copa pero no bebo de verdad, sólo finjo darle un sorbo, lo suficiente como para que el líquido me moje los labios, y cuando llega el taxi tiro el resto por el fregadero.

Alice ha alquilado la sala de baile que hay encima del hotel Lion. Es enorme y espléndida, con grandes ventanales y magníficas vistas de la ciudad. Hay globos blancos, manteles blancos, un grupo de música. Hay camareros que limpian las copas de champán, y platos repletos de canapés caros. Y como es una fiesta privada nadie le pide el carné de identidad cuando Alice coge dos copas de champán para nosotras.

—Esto es fantástico. —Miro a Alice con curiosidad—. ¿Lo han montado tus padres para ti?

—No —niega Alice con desdén—. Ellos ni siquiera saben organizar una barbacoa, y mucho menos algo así.

—¿Viven en Sidney? —pregunto.

—¿Quién? —Frunce el ceño.

—Tus padres.

—No, no, gracias a Dios. Viven en el norte.

Me pregunto cómo puede permitirse el lujo de vivir en Sidney, cómo se paga el alquiler. Había dado por hecho que la mantenían sus padres, pero ahora eso me parece poco probable.

—Bueno —digo—, es un bonito detalle que montes una fiesta como ésta para tus amigos. No creo que yo pudiera ser tan generosa nunca. Prefiero gastarme el dinero en mis cosas. Una vuelta al mundo o algo así.

—¿Generosa? ¿Te parece? —dice Alice, y se encoje de hombros—. No creas. Lo que pasa es que me encantan las fiestas. Sobre todo cuando son para mí. No hay nada mejor. Y, de todos modos, no me interesa salir al extranjero.

—¿No?

—Fuera no conozco a nadie y nadie me conoce. Así que, ¿dónde está la gracia?

—Oh. —Me río. Y me pregunto si está bromeando—. Pues yo creo que se pueden hacer cosas muy interesantes en el extranjero. Nadar en el Mediterráneo, ver la Torre Eiffel, la Gran Muralla de China, la Estatua de la Libertad… y sin conocer a nadie. Imagina lo liberador que debe de ser. —Me doy cuenta de que Alice me mira con escepticismo—. ¿De verdad no te interesa?

—No. Me gusta estar aquí. Me gustan mis amigos. Adoro mi vida. ¿Por qué querría marcharme?

—Porque…

Estoy a punto de hablarle de mi gran curiosidad por el resto del mundo, de la fascinación que me producen los idiomas y las diferentes maneras de vivir, la historia de la raza humana, pero nos interrumpe la llegada de los primeros invitados.

—¡Alice, Alice! —gritan, y de repente ya está rodeada de gente, a algunos los reconozco de la escuela, pero también hay personas mayores que no he visto nunca. Algunas visten de manera muy formal, con vestidos largos y traje y corbata, otros con un estilo más casual, con vaqueros y camisetas, pero todas tienen algo en común: quieren un trocito de Alice, un momento de su tiempo; quieren ser el centro de su atención, hacerla reír. Todos, sin excepción, quieren gustar a Alice.

Y Alice se deja, y hace que sus invitados se sientan bienvenidos y cómodos, pero por alguna razón me elige precisamente a mí para pasar conmigo casi toda la noche. Me lleva del brazo, me arrastra de grupo en grupo y me integra en todas las conversaciones. Bailamos juntas y cotilleamos sobre cómo va vestida la gente, quién intenta ligar con quién, quién está colado por quién. Me lo paso maravillosamente. Me divierto más que en años. Y mientras estoy allí no pienso en mi hermana ni una sola vez, ni tampoco en mis pobres padres. Bailo y me río y coqueteo. Olvido, por un rato, la noche en que me di cuenta de la terrible verdad sobre mí misma. Olvido todo acerca de aquella noche en la que supe, con vergüenza, que en el fondo de mi alma era cobarde y sucia.