19

—Son geniales, ¿verdad?

Philippa mira el grupo de su hermano. Está radiante de orgullo, sigue el ritmo de la música con el pie.

—Son fantásticos —asiento, y sonrío con todo el entusiasmo del que soy capaz.

Y lo son. Son músicos expertos y llevan el repertorio muy bien ensayado; todo va como la seda. Tocan esa música fácil de escuchar, ese rock que te hace disfrutar de una banda en directo, pero yo tengo un dolor de cabeza horrible y en realidad quiero irme a casa y meterme en la cama. Philippa se ha presentado en mi casa a media tarde para sacarme de allí. Estaba tan emocionada por salir esta noche que no he sido capaz de decepcionarla. Esperaba que se me pasara el dolor de cabeza, pero ha ido a peor. Y Philippa se ha asegurado de que tuviéramos una mesa en primera fila, frente al escenario, así que la música está altísima, me retumba en las sienes, me duele.

El hermano de Philippa, Mick, toca la batería. Es muy guapo, parece reservado, muy cool, no lo he visto sonreír ni una sola vez en toda la noche. Tiene la piel pálida, como Philippa, y el pelo moreno y largo le cae sobre los ojos. Y de vez en cuando lo pillo mirando hacia nuestra mesa con curiosidad; seguro que se pregunta quién es esa chica extraña que está con Philippa.

Y aunque la música está bien, me alegro cuando dejan de tocar para hacer un descanso. El silencio repentino hace que note la cabeza un poco mejor. Mick habla con el resto de los miembros de la banda durante un rato, después viene y se queda de pie al lado de nuestra mesa.

—Hola, Pip —dice, y toca a Philippa en el hombro.

Me mira con una expresión casi hostil. Yo le sonrío pero él aparta la mirada. Habla con Philippa otra vez.

—Hola. —Philippa le coge la mano—. Te presento a Katherine. Te hablé de ella, ¿recuerdas?

—Sí. —Mick asiente, sigue sin sonreír, y me mira durante una décima de segundo—. Hola.

No estoy de humor para aguantar semejante hostilidad, y no tengo ningunas ganas de ser amable con él.

—Hola —digo, fría, y me doy la vuelta y miro hacia la barra.

—A Katherine le duele la cabeza —le explica Philippa.

Me vuelvo hacia ella y frunzo el ceño, sorprendida. Yo no le he dicho que me duele y no estoy muy segura de cómo lo sabe, y además me molesta un poco que crea que tiene que justificar mi estado de ánimo. Es su hermano el que ha sido maleducado. Y yo le he respondido de la misma manera. Philippa se inclina hacia delante y me pone su mano encima de la mía.

—Mick puede quitártelo.

—¿Quitarme el qué?

—Tu dolor de cabeza —asegura Mick. Ahora me mira—. Eso si quieres.

—¿Qué? —Niego con la cabeza; de repente estoy segura de que quiere ofrecerme drogas—. Oh, no, gracias. —Levanto mi vaso de limonada—. Mañana tengo que estudiar. Tengo los exámenes finales.

—No va a darte drogas, tonta, si eso es lo que has pensado. —Philippa se ríe; me ha leído la mente—. Puede quitártelo con un masaje. Funciona, de verdad. Mick es total. Confía en mí. Dale una oportunidad.

Me imagino a ese hombre tan extrañamente hostil masajeándome los hombros, tocándome la piel, y casi me echo a reír de lo absurdo que me parece. Niego con la cabeza.

—No. Ya se me pasará. Gracias, de todos modos.

Pero antes de que me dé cuenta de lo que está pasando o de que tenga tiempo para reaccionar, Mick se ha sentado en la silla de enfrente y me ha cogido la mano derecha entre las suyas. Me la sostiene con una de sus manos y con los dedos de la otra presiona la zona blanda y carnosa que hay entre el índice y el pulgar; los mueve en pequeños círculos. Luego sube el pulgar hasta mi muñeca, y después lo baja hasta la palma de mi mano a la altura del dedo medio.

Estoy a punto de echarme a reír y apartar la mano, de resistirme a esos métodos, pero Mick me aprieta la mano más fuerte que antes y me dice:

—Todavía no. Dame una oportunidad. —Y entonces sonríe.

Nunca he visto a nadie que al sonreír se transforme tanto. Se le anima toda la cara; lo que antes era hosco, oscuro y cerrado ahora es cálido, abierto, amable. Tiene una sonrisa amplia, los dientes rectos y blancos, y los ojos de un marrón intenso, enmarcados por unas pestañas larguísimas. Es guapo. Extraordinariamente guapo. De repente me doy cuenta de que es el hombre más guapo que he visto en mi vida.

De forma sorprendente, la tensión que me oprimía las sienes está desapareciendo. Es como si cada pequeño círculo que dibuja presionando la piel de mi mano disolviera el dolor de cabeza, lo borrara. Lo miro a la cara mientras él está concentrado en lo que hace. Ya no me mira, ya no sonríe, sino que me mira la mano, ceñudo.

Y entonces me pellizca la piel entre el índice y el pulgar con tanta fuerza que me duele.

—¡Ay! —Aparto la mano—. Eso duele. —Él me mira con curiosidad, espera—. Se me ha pasado. —Me llevo la mano a la sien y niego con la cabeza con incredulidad—. Se me ha pasado por completo.

—Fantástico, ¿verdad? Te lo dije, ¿no? ¿Has visto qué hermanito más listo tengo?

Philippa mira a Mick con orgullo, pero Mick me mira a mí. Sigue sin sonreír, pero ahora me doy cuenta de que tiene la mirada cálida, y un poco divertida. Me mira durante tanto rato que empieza a incomodarme un poco, noto que el corazón me late deprisa, que se me sonrojan las mejillas.

—Sí. Se me ha pasado. Gracias. —Aparto la mirada y me vuelvo hacia Philippa—. Voy por otra bebida —digo, y levanto el vaso y me bebo de un trago lo que queda. Me pongo en pie—. ¿Otra más, Philippa? ¿Tú quieres algo, Mick?

—No, gracias —dice Philippa.

—Yo quiero una cerveza —pide Mick.

—Claro —digo, y me dirijo hacia la barra.

—Espera —dice. Me vuelvo. Me sonríe y me alegro de no estar tan cerca de él como antes, de que no pueda oír los latidos de mi corazón, de que no vea el ligero temblor de mis manos—. Di que es para los que tocan. Es gratis.

—Vale —digo.

—Espera —me llama otra vez, y ahora se ríe—. Quiero una VB, ¿vale?

—Muy bien —le contesto.

Y después me voy a la barra. Camino rápido. Ansiosa por escapar a su control.

Cuando ya he pedido las bebidas, vuelvo la cabeza y lo miro por encima del hombro. Él y Philippa están muy cerca el uno del otro, hablan. Él asiente y gesticula hacia el escenario, mueve mucho los brazos, como si estuviera tocando la batería. Me siento aliviada: está claro que hablan de música y que no se preguntan por qué me comporto de una manera tan extraña.

No es la primera vez que tengo esa sensación en el pecho. Sé lo que es sentir mariposas en el estómago, sé qué significa que me ponga nerviosa cuando Mick me mira. Hacía mucho tiempo que no sentía nada parecido. Al menos desde Will, desde la noche en que murió Rachel, la noche en que dejé de pensar en los chicos. Y no puedo evitar sorprenderme por la respuesta física de mi cuerpo hacia esa atracción; el corazón desbocado, las manos temblorosas, el ardor en las mejillas que delata mis sentimientos antes incluso de que sea consciente de ellos. Es como si mi cuerpo me conociera mejor que yo.

En cuanto me sirven la limonada me bebo medio vaso de un trago. Está helada y me duele la garganta, pero tengo sed. Respiro hondo, me obligo a calmarme, para no temblar o ruborizarme o tartamudear. Y después, con tanta tranquilidad como puedo, me dirijo de nuevo a la mesa.

—Hablamos de música. —Philippa me mira como si se disculpara mientras les sirvo las bebidas—. Perdona.

—Está bien. —Le quito importancia. Me siento—. Me encanta hablar de música. Mi familia… Quiero decir, siempre solíamos hablar de música.

Y me callo. De pronto me quedo sin palabras. La muerte de Rachel, mi historia, ya no es un secreto, pero para mí es casi imposible hablar de su muerte tan tranquilamente, decir cosas como: «Oh, sí. Mi familia solía hablar mucho de música. Antes de que mataran a mi hermana, claro. Su muerte nos destrozó la vida, y desde entonces ya casi no hablamos de música. Pero estoy familiarizada con el lenguaje, y comparto vuestro gusto por la música. Venga. Hablemos».

Philippa se da cuenta de mi repentina incomodidad y cambia de tema con amabilidad.

—Oh, Dios mío —exclama en voz muy alta, mientras pone la mano sobre el brazo de Mick—. ¡Nunca dirías a quién vi el otro día!

Mick la mira, arquea las cejas.

—A Caroline —continúa ella—. Caroline Handel. Y, en serio, Mick, no te imaginas cómo ha cambiado. Si la vieras, alucinarías. Parece una persona diferente, bien vestida, elegante. Tiene la pinta de haberse convertido en un pez gordo de alguna gran empresa. El cambio es increíble.

—¿Sí? —Se encoge de hombros, indiferente.

Y aunque Philippa se esfuerza —y supongo que lo hace por mí— para que Mick hable de otra cosa, a él parece no interesarle el encuentro de Philippa y la chica llamada Caroline, y en cuanto ella acaba su historia, él se vuelve hacia mí.

—Así que tu familia solía hablar de música… ¿Y cómo es que ahora ya no? ¿Qué ha cambiado?

—¡Mick! —El tono de Philippa es cortante—. No seas tan grosero. No puedes preguntarle esas cosas.

—¿El qué? —Mick la mira, desconcertado—. ¿Qué cosas? —Me mira y levanta la botella de cerveza—. ¿Ha sido una pregunta grosera? Espero que no. Pero lo siento si lo ha sido. No estoy borracho ni nada parecido, sólo le he dado un sorbo a esto.

—No —respondo—. Philippa, no te preocupes. Está bien.

Y justo en ese momento tomo una decisión. Voy a hablarles de Rachel; puede que no sea el lugar más apropiado, o el momento, o las circunstancias, aunque no existe un lugar idóneo para hablar de la muerte. Pero es parte de mi historia, una parte permanente de mi vida que lo define casi todo. Si no hablo de ello, y al hacerlo lo relego de algún modo a su legítimo lugar en el pasado, estará ahí para siempre, en la sombra, esperando para darme caza.

—Mi hermana fue asesinada —digo. Philippa asiente. Continúo—: Puede que te parezca extraño que te cuente esto ahora —continúo rápidamente. Levanto y vuelvo a dejar el vaso, dibujo círculos en el agua que hay en la mesa—. Pero de repente me parece realmente importante decirlo, explicárselo a la gente. Verás, he tratado de escondérselo a todo el mundo desde hace mucho tiempo. Desde que dejé Melbourne. Y ahora que lo he sacado fuera, bueno, ahora que lo sabes, siento que tengo que explicarlo… —Miro a Philippa y sonrío—. Explicárselo a mis amigos, eso es. Siento que tengo que explicarles a mis amigos lo que ocurrió. Porque no es sencillamente algo que pasó y ya está. Es algo, y no sé si va a sonar muy raro, algo muy definitivo. Algo que me cambió. Completamente. —Miro a Mick—. Y si no quieres oírlo lo entenderé. Pero quiero contárselo a Philippa. Y si tú también quieres oírlo, eres bienvenido. —Él asiente, no dice nada—. Fuimos a una fiesta.

Dejo el vaso en la mesa, me pongo las manos en el regazo, respiro hondo y empiezo.

Y esta vez ni lloro ni sollozo. Unas pocas lágrimas me humedecen los ojos pero me las seco con impaciencia. Philippa y Mick escuchan, tranquilos, ninguno de los dos dice una palabra. Y cuando termino, Philippa se levanta, rodea la mesa y me abraza con fuerza.

—Gracias por contárnoslo —dice.

Miro a Mick. En los ojos le brillan lágrimas contenidas. Me mira y sonríe, media sonrisa, una sonrisa de compasión y tristeza, una sonrisa que muestra que está confuso y que no tiene ni idea de qué decir. Es la respuesta perfecta, y yo le devuelvo la sonrisa, agradecida.