La noche después de las disculpas de Alice yo estoy viendo la televisión, acurrucada en el sofá en pijama, cambiando de canales con el mando a distancia, cuando alguien llama a la puerta.
Inmediatamente pienso que puede ser Alice y me pregunto si tendría que quedarme callada, apagar el televisor y meterme debajo de las mantas, fingir que no estoy en casa. No es que aún esté enfadada con ella, sólo estoy cansada, y pensar en su energía inacabable me deja exhausta. Pero no me escondo. Suspiro, apago la tele y voy a la puerta.
No es Alice, es Robbie. Sonríe y trae un bote de helado de chocolate, una lata de chocolate en polvo y un paquete de bizcochos de chocolate.
—Vengo cargado de regalos —dice—. Chocolate, chocolate y más chocolate.
Me río y me aparto para que pueda entrar.
—Quiero hablar contigo. —Robbie duda en medio del pasillo y me mira como si se disculpara—. Espero que no te importe. Ayer no tuvimos tiempo de estar solos ni un momento. Y hay mucho de que hablar. Quiero decir que quiero hablar contigo sobre tu hermana y todo eso. Y sobre Alice, por supuesto. —Habla casi sin pararse para respirar—. Pero sé que seguramente estarás agotada y a punto de meterte en la cama, así que si estás demasiado cansada para hablar puedo limitarme a hacerte un chocolate caliente y arroparte, y dejarte en paz y volver otro día. —Me mira el pijama—. Estabas a punto de meterte en la cama, ¿verdad? Lo siento. Yo…
—Robbie —le interrumpo—. Calla. Entra. No estoy tan cansada. No me he convertido en una mujer tan frágil de repente. Además, yo también quería hablar contigo. —Le quito de las manos el helado, me doy la vuelta y echo a andar por el pasillo—. Y quiero un poco de esto. Ya.
Vamos a la cocina, pongo dos bolas de helado muy generosas en unos cuencos y me las llevo a la sala de estar.
El helado está delicioso: chocolate buenísimo con un jarabe de chocolate aún más rico de relleno. Me unto los labios a propósito y sonrío como una payasa.
—Está riquísimo —digo.
Robbie se ríe.
—Muy divertido.
Pero la sonrisa desaparece demasiado rápido; baja la mirada hacia el cuenco y deja la cuchara a un lado sin haber probado nada.
Me limpio los labios con la lengua y me los seco con el dorso de la mano.
—¿Estás bien?
—Sí —murmura—. Pero no he venido para hablar de mí. —Me mira, frunce el ceño—. ¿Qué tal tú? ¿Estás bien?
—Sí —asiento—. Estoy bien.
—Nunca me habías hablado de tu hermana. Siempre has sido muy valiente al respecto. Y yo no he parado de contarte mis problemas. Debes de… Quiero decir… —Y me mira, de repente herido y enfadado a la vez, y se da una palmada en la rodilla—. ¿Por qué no me lo contaste?
Dejo el cuenco en la mesita de café, me siento frente a él con las piernas cruzadas y le pongo las manos en las rodillas.
—Lo siento mucho. Sé que he herido tus sentimientos al no decírtelo. Sé que te parecerá que no confío en ti lo suficiente o algo así, pero no es eso. Te lo prometo.
Robbie me mira en silencio, espera.
—Cuando murió mi hermana hubo mucha… No, hubo una enorme repercusión en los medios de comunicación. Básicamente, la prensa me acosaba. Y a mi madre y a mi padre también. Y fue horrible. Y dijeron cosas terribles, cosas increíbles de mi familia y de mí, cosas que se inventaron o que simplemente manipularon y retorcieron mucho.
Recordar aquello me hace llorar, me seco los ojos y sorbo por la nariz, trato de detener el diluvio de lágrimas.
Robbie se sienta en el suelo a mi lado y me pasa el brazo por los hombros.
—Está bien. —Suena impresionado y sé que he hecho que se sienta mal, que se va a culpar a sí mismo por hacerme llorar—. No tienes que contármelo. No importa. No me he dado cuenta. Por favor, Katherine, qué idiota que soy. No sé cómo soy capaz de meter tanto la pata.
Es una descripción del carácter de Robbie tan absurda e inexacta que me hace reír. Lo miro y me seco los ojos.
—Tú no me has hecho llorar. Cuando recuerdo aquello siempre lloro. Y lo recuerdo muchas veces. Sólo quiero explicarte por qué no te lo había contado.
—Está bien, de verdad, no tienes por qué contármelo.
Aparto su brazo de mis hombros y me siento frente a él.
—Pero quiero y voy a hacerlo. Así que calla y escucha. Por favor.
Asiente.
—En realidad no me llamo Patterson —digo—. Me llamo Boydell.
Robbie abre los ojos como platos; me reconoce. Oyó hablar de nosotros, por supuesto, se acuerda de las hermanas Boydell.
—¿Ves? Sabes quiénes somos. O al menos sabes lo que los periódicos dijeron de nosotros.
—Recuerdo el nombre. Pero no mucho más, vaya, excepto que tu hermana era una especie de niña prodigio. ¿Verdad?
—Sí.
—Joder, Katherine. No puedo creerlo. Es tan increíblemente difícil de entender.
—Lo sé.
—¿Ésa era tu hermana? No me digas. Lo que le pasó fue una gran putada. Lo que hicieron esos bastardos psicópatas es increíble.
—Sí. Y después la prensa nos hizo famosos. Famosos en el peor sentido. En un sentido destructivo, invasivo; nos hicieron de todo, cosa que aún nos trajo más infelicidad… como si no fuera todo ya suficientemente insoportable —digo—. Y había psicólogos y todo tipo de gente hablando sobre nosotros, sobre nuestra familia. Fue repugnante. Nos sentimos completamente… invadidos, violados.
—¿Como qué? ¿Qué dijeron?
—Un montón de cosas malas. Muchos artículos decían que mis padres eran demasiado dominantes y ambiciosos respecto a Rachel. Y claro que lo eran, hasta cierto punto. Pero Rachel era una niña prodigio, un genio del piano. No hay manera de que nadie llegue a ser un músico de élite si no es ambicioso, sin trabajar duro. Y los periódicos estaban muy contentos de poder entrevistarla y sacar partido de ello cuando estaba viva. Solían escribir un montón de artículos sobre la niña prodigio y todas esas cosas. La adoraban mientras estuvo viva. Pero cuando fue asesinada, todo cambió. Es como si de pronto se hubieran vuelto contra nosotros, como si se hubieran convertido en nuestros enemigos. Pasamos de ser la familia de la que todo Melbourne estaba orgullosa, a ser la familia agresiva, horrible y egoísta que todo el mundo odiaba. No es exactamente que mintieran, pero hicieron que todo pareciera malo, como que Rachel tenía que tocar el piano tres o cuatro horas al día. Y lo hacía, claro que lo hacía. Pero los periódicos lo presentaron como si mis padres la obligaran a ello. Conseguían que sonara tan feo y horrible… Y todo era distinto. Rachel amaba el piano, le encantaba trabajar duro, quería ser la mejor del mundo, lo decía todo el tiempo. Y mis padres eran ambiciosos respecto a Rachel, eso es verdad, pero la querían más que a nada en el mundo. Eran buenos con ella. Eran buenos con las dos. Éramos una familia feliz —digo, y ahora me tiembla la voz. Sollozo y me cojo la cabeza con las manos, trato de no perder el control—. Éramos felices.
—Claro que lo erais.
Respiro hondo y continúo.
—Por eso me cambié el nombre y me convertí en Katherine Patterson en vez de Katie Boydell. Y por eso me trasladé a Sidney. Y por eso mis padres también se fueron. No se lo había contado a nadie, a nadie excepto a Alice, porque ya no quería ser Katie Boydell nunca más. Simplemente no quería ser esa chica. No quería que supieras nada de mí antes de conocerme realmente. Si es que eso tiene algún sentido.
Robbie asiente, me coge la mano y me la aprieta.
—Pero he querido contártelo, Robbie. De verdad. Un montón de veces. Especialmente cuando me hablaste de tu madre y confiaste tanto en mí. Quería que entendieras lo mucho, lo muchísimo que comprendía cómo te sentías.
—Pensé que habías dado en el clavo en todo. Como si ya hubieras pensado mucho en eso antes o algo así. —Sonríe burlón—. Pensé que eras superinteligente, supersensible, Katherine, pero lo cierto es que ya habías pasado por algo así. Te había ocurrido algo mucho peor, algo mucho más duro y horrible.
Nos acabamos el helado, que ya se ha deshecho, y le hablo de la noche en que asesinaron a Rachel. Y, como cuando se lo conté a Alice, lloro y lloro, y golpeo el suelo de pura frustración. Robbie me abraza y me escucha con atención y niega con la cabeza, horrorizado. Me trae más helado y me coge la mano y me hace mil preguntas amables. Llora conmigo, y cada uno le seca las lágrimas al otro, nos reímos de nuestras desdichas compartidas, de nuestras narices goteantes y de nuestros ojos enrojecidos.
A medianoche le digo a Robbie que estoy agotada y que necesito dormir. Pero cuando me dice que se va, le pido por favor que se quede. Que duerma a mi lado. No quiero sexo, sino a un amigo. Porque no quiero estar sola, porque necesito un poco de calor, de intimidad. Y me dice que sí, que le encanta la idea, que se alegra de que se lo haya pedido.
Le doy uno de los cepillos de dientes que tengo de repuesto y nos los cepillamos juntos en el baño, escupimos en el lavabo por turnos. De alguna manera, el hecho de que hayamos llorado juntos y que nos hayamos revelado tanto de nosotros mismos nos ha convertido en más íntimos; estamos mucho más cómodos que antes el uno con el otro. Nos acostamos de espaldas el uno al lado del otro debajo de las mantas. Mi habitación está oscura, y escucho el sonido de la respiración de Robbie y disfruto del suave calor de su cuerpo a mi lado.
—Normalmente nunca dormiría con el novio de otra chica —digo—. Y a pesar de que no estemos haciendo nada, es un poco raro, ¿no? Pero de alguna manera, por alguna razón, todas esas reglas normales no parecen hechas para Alice.
—Eso es porque Alice no sigue ninguna de las reglas que pueda considerar normales. No respeta ninguno de esos límites, así que ¿por qué tenemos que hacerlo con ella? Es el fenómeno Alice. Estás un rato con ella y empiezas a comportarte mal. Quiero decir, vamos, que… —Se ríe—. ¿Qué hay de la otra noche con Ben y Philippa? ¿Y lo que dijo Alice sobre tu hermana? ¿Y cómo coqueteó con Ben? Trata a todo el mundo sin respeto, ¿no? También nosotros tenemos derecho a comportarnos un poco mal, ¿no?
—Sí. No. No lo sé. De todos modos —digo—, no estoy segura de que nos estemos portando mal. Estamos juntos y es de noche, nada más. Si no le hacemos daño a nadie probablemente no importará. —Niego con la cabeza en la oscuridad—. No. No importa. Porque somos amigos y cuidamos el uno del otro y no estamos haciéndole daño a Alice. Incluso si se entera, seguro que no le importa.
—A Alice le importará, seguro. Pero no por las razones normales. No porque me quiera tanto que no pueda soportar la idea de verme cerca de otra persona. Le importará porque ella no forma parte de esto. Le importará porque ella no es la que mueve las marionetas en esta situación.
No respondo porque no me gusta la idea de aceptar que Alice tenga tanto control sobre mí como sobre Robbie. Puedo entender que Robbie sienta que Alice lo controla. Después de todo, él está enamorado y acepta toda la basura que ella le lanza. Está a su disposición siempre que ella quiere. Pero yo sólo soy la amiga de Alice y mi percepción no está tan distorsionada por el deseo, yo no estoy locamente enamorada de ella. Pero no quiero hablar de eso esta noche. No quiero decir nada que añada dolor a la desdicha de Robbie.
—En cualquier caso —continúa él—, has utilizado la palabra «novio». Has dicho que yo era el novio de Alice. —Se ríe; y es un sonido seco, amargo, infeliz—. Pero yo no soy su novio, ¿verdad? Sólo soy alguien a quien usa cuando le apetece. Un cachorro leal para usar y abusar de él cuando y como quiere.
—Si eso es lo que sientes, Robbie…
—Sí —me interrumpe—. Eso es precisamente lo que siento. —Parece enfadado y triste—. Eso es lo que pasa. Y me digo a mí mismo una y otra vez que Alice es mala, que tengo que dejar de verla. Pero entonces oigo su voz o veo su cara y yo… —Se le rompe la voz y se calla durante unos instantes, respira, controla las emociones. Suspira, le tiembla la voz—: ¿Sabes qué? —susurra—. ¿Sabes qué es lo más raro de todo esto?
—¿El qué?
—Mi padre ha estado viéndose con alguien. Una mujer que conoció una noche en una fiesta. Joder —dice de repente—, no lo creerás, pero su nombre es Rachel.
—¿Y qué hay de raro en eso? Es un nombre muy normal. He conocido a un montón de Rachels desde que murió mi hermana.
—No, eso no es lo raro. Eso lo he recordado de repente. Pero mira, mi padre es feliz desde que está con ella. Feliz de verdad. Tan feliz como antes de que mi madre enfermara.
—Pero eso es genial, Robbie. ¿La conoces? ¿Es maja?
—No. No la conozco. No quiero conocerla. No quiero saber nada de ella.
—Oh. —Me quedo callada un minuto—. ¿Sientes que está traicionando a tu madre o algo así?
—No, en absoluto. Mi madre está muerta. Ella querría que mi padre fuera feliz.
—¿Entonces? —digo sin entenderle—. ¿Por qué no te alegras por él? ¿Cuál es el problema?
—Estoy celoso. —El tono es de autodesprecio—. Soy tan patético que estoy celoso. Sé que debería estar contento por él; él lo estaría por mí, seguro. Pero todo en lo que puedo pensar es: ¿cómo es capaz de enamorarse y tener esa relación tan fantástica mientras yo tengo el corazón hecho trizas por Alice? ¿Cómo puede ser tan feliz? Es un hombre viejo. Soy yo el que debe encontrar el gran amor de su vida. No él. Es humillante. No soporto mirarlo y ver esa ridícula expresión de amor que tiene en la cara.
—Oh, Robbie.
Me alegro de que no pueda ver que estoy sonriendo.
—¿Ves? Soy escoria. Una mala persona. Me merezco todo lo que me hace Alice.
Y no puedo evitarlo, me río. Robbie está callado y en silencio, la sensación de que no debería reírme me hace reír aún más. Trato de parar, trato de disimular el sonido de mis carcajadas, pero entonces ya no importa porque de repente Robbie también se ríe. Y nos reímos tan fuerte que la cama se sacude y nos quitamos las mantas de encima y rodamos de un lado a otro. Reímos hasta que nos duele el estómago y nos cuesta respirar, hasta casi ahogarnos. Cuando paramos tengo la cara completamente empapada de lágrimas.
—Vaya —susurro con cuidado, tratando de no echarme a reír otra vez—. Si no eres malo no puedes ser bueno.
—¿Qué? ¿Hay que ser malo para ser bueno? Eso es una tontería. No tiene sentido.
—No. —Me río en voz baja—. No, ¿verdad? Lo que quiero decir es que si ves la maldad dentro de ti, y no te gusta, y tratas de eliminarla, entonces eso es bueno. Nadie es completamente bueno de pies a cabeza. Al menos yo no lo creo. Intentar ser bueno, o al menos intentar no ser malo, es lo más parecido a ser bueno.
—Quizá tengas razón —dice.
—Quizá.
Nos hemos calmado, ahora estamos tranquilos y en silencio. Oigo la respiración de Robbie, se hace más regular. Cierro los ojos.
—Eres un encanto, Katherine.
La voz de Robbie es suave, soñolienta.
—Tú también, Robbie.
—Si te hubiera conocido antes. Antes de haber conocido a Alice —dice. Me coge la mano en la oscuridad y me la aprieta con fuerza—. Podríamos… podríamos… —No acaba la frase.
—Sí —le digo ya casi dormida—. Claro.