Y oigo los golpes otra vez. Llaman, amable pero insistentemente. Quienquiera que sea ha estado llamando durante veinte minutos y ya estoy cansada de ignorarlo, cansada de fingir que no estoy aquí.
Voy hasta la puerta pero no la abro.
—Vete —digo—. Son las tantas de la noche. Vete.
—Katherine. Soy yo, Robbie. —Su voz es tan familiar y reconfortante, tan llena de bondad, que casi me echo a llorar otra vez—. Y también está Philippa. Déjanos entrar, por favor.
—¿Está Alice con vosotros?
—No.
Suspiro y abro. Me doy la vuelta y echo a andar por el pasillo sin siquiera saludarlos, dejo que empujen la puerta ellos mismos. Sé que tienen buenas intenciones, que están preocupados por mí, pero lo que ha pasado esta noche me ha dejado agotada, y no he dejado de llorar en todo el rato, y tengo ganas de estar sola. No para dormir —no puedo dormir—, sino para sentirme triste en la intimidad.
Voy al salón y me siento en el sofá, donde he estado acurrucada durante la última hora.
Philippa y Robbie me siguen y se sientan en el sofá de enfrente.
—Alice nos lo ha dicho —dice Robbie con amabilidad—. Lo de tu hermana.
Asiento. Si hablo empezaré a llorar otra vez, así que me quedo callada.
—¿Quieres que nos vayamos? —Philippa mira a Robbie y después a mí—. Quería asegurarme de que estás bien. Quería asegurarme de que Robbie te encontrara. Pero no quiero molestar.
Miro a Philippa y me encojo de hombros; ella parece muy afectada. Tiene la piel pálida y unas ojeras oscuras en la cara, como si lo que ha pasado esta noche la hubiera traumatizado.
—Me quedaré si a ti no te importa —suspira—. Estoy demasiado cansada para irme a ningún sitio ahora.
No me importa si se queda o no, pero de pronto estoy muy contenta de que Vivien se haya ido de fin de semana, de que no esté aquí para ser testigo de todo esto.
—¿Hago un poco de té? —pregunta Philippa, complacida de haber encontrado algo útil que hacer.
—Yo me tomaría un poco. —Robbie sonríe a Philippa, agradecido—. ¿Katherine?
—Claro —digo—. Pero…
—Ella lo quiere a la inglesa —le explica Robbie a Philippa—. Tienes que poner las hojas de té en un colador encima de la taza y verter el agua hirviendo encima. —Se vuelve hacia mí—: ¿Estás bien?
Cuando Philippa sale de la habitación, Robbie pone la mano encima de mi rodilla.
Asiento y trato de sonreír.
—Vaya noche de mierda. Tendría que haberte hecho caso. Tendría que haberme ido a casa temprano, como decías. —Me inclino hacia delante y le susurro—: Philippa piensa que Alice es una zorra total y absoluta. Cree que tiene problemas mentales. ¿Te lo ha dicho a ti también?
—No me extraña —Robbie se encoge de hombros—. Esta noche Alice se ha comportado como una zorra de mucho cuidado. Y puede que no esté muy bien de la cabeza. ¿Quién sabe? Pero ¿qué diferencia habría, de todos modos? Ese tipo de cosas ya no se pueden saber. Puede que Alice simplemente sea una mala persona.
Se inclina hacia atrás y suspira, se mira las rodillas y se arranca un hilo suelto de los vaqueros. Parece cansado, derrotado y muy, muy triste.
—¿Y qué pasa contigo, Robbie? ¿Estás bien? —le pregunto—. No tienes muy buena pinta.
—No. No estoy bien. —Tiene los ojos enrojecidos, brillantes, y de repente las lágrimas le caen por las mejillas y sacude irritado la cabeza, como para librarse de ellas—. Ha sido una noche de mierda, nada más, ¿no? —Se ríe con amargura.
—Sí.
Y no hay nada más que decir. Philippa vuelve y nos tomamos el té, tranquilamente, sin hablar, cada uno metido en los propios pensamientos, en las propias desdichas y miserias.
Cuando terminamos el té son las cuatro de la mañana, y les pregunto a Robbie y a Philippa si quieren quedarse a dormir. Le doy a Robbie una manta y una almohada para que se acueste en el sofá, y le pregunto a Philippa si quiere compartir mi cama. Ha sido una noche emocionalmente agotadora y Philippa y yo estamos tan cansadas que podemos tumbarnos una al lado de la otra, bajo la misma manta, sin ninguna incomodidad. De hecho, me siento cómoda en su compañía. Y antes de cerrar los ojos y dormirse, Philippa me sonríe, me coge la mano y me la aprieta.
—Que duermas bien —me dice.
—Gracias —le contesto, y cierro los ojos—. Creo que no me costará mucho.
Cuando me despierto, el sol resplandece en mi habitación y Philippa ya no está a mi lado. Pero puedo oír un murmullo de voces, la suya y la de Robbie, que llega desde la otra habitación, y me alegro de que aún estén aquí, de que no tenga que enfrentarme al día sola. Cierro los ojos otra vez.
Cuando vuelvo a despertarme el sol se ha ido de la ventana y por la intensidad de la luz me doy cuenta de que ya debe de ser por la tarde. Ya no oigo a Robbie ni a Philippa, pero puedo oír las risas enlatadas y la música de la televisión. Me levanto y voy al salón. Philippa está sentada en el sofá, mirando una vieja película en blanco y negro, y levanta la mirada cuando me acerco.
—¡Buenos días! O tardes, ya. He esperado a que te despertaras. Estaba mirando esta película antigua, Eva al desnudo. ¡Es brillante! Creo que te gustaría, tienes que pillarla en DVD alguna vez. Robbie y yo no sabíamos si querrías estar sola o no. Y él tenía que irse a trabajar. Pero me ha dicho que volvería más tarde. —Se calla un instante para respirar y me sonríe, amable—. ¿Cómo estás?
—Bien. —Me siento en el sofá, a su lado—. Gracias por quedarte.
—Oh, da igual. —Coge el mando a distancia y le quita el sonido al televisor—. ¿Tienes hambre?
—Sí—asiento—. Mucha.
—Perfecto. He comprado cosas para poder hacer una ensalada. Vamos a preparar una de esas ensaladas muy completas y muy sanas, tomates, jamón, espárragos, huevos duros y cosas así, y también he traído pan fresco. Todo está delicioso. Se trata de mi ensalada preferida. ¿Quieres un poco? ¿Quieres que me ponga a hacerla?
—Oh. Vaya. Sí, por favor. Pero sólo si quieres. No tienes por qué hacer todo esto. Estoy bien de verdad. En serio. Pero, sí, si quieres, sería increíble.
—Perfecto. —Se levanta de un salto—. Porque me muero de hambre.
Me ofrezco a ayudarla a preparar la comida, pero Philippa se niega, me dice que no puede soportar cocinar con más gente. Así que me siento en un taburete en la cocina y la miro, y cuando ha acabado nos lo llevamos todo a la terraza. Y comemos con rapidez: las dos estábamos hambrientas. No hablamos de Alice, gracias a Dios, ni de Rachel, ni de lo que pasó la noche anterior, pero Philippa es tan habladora que apenas tenemos un momento de silencio. Tiene veintitrés años y está haciendo un master de Psicología en la universidad. Me habla de los cursos, de lo fascinante que es aprender cómo piensa la gente y de lo mucho que aún no sabemos de la mente humana.
—No puedo creer que sólo tengas diecisiete años —dice—. Pareces mucho mayor, mucho más seria que la mayoría de las chicas de diecisiete.
—Todos dicen lo mismo —sonrío—. Nunca sé si es un piropo o un insulto.
Me habla de su hermano pequeño, Mick, de que es batería en un grupo que ha empezado a ganarse un cierto respeto en la escena musical de Sidney.
—Tocarán en el Basement el viernes por la noche. Son buenísimos. Tienen mucho talento. ¿Quieres venir a verlos? ¿Conmigo? Me encantaría. Adoro enseñárselos a la gente. Son la bomba.
Pero antes de que pueda responder, antes incluso de que piense si querré salir a ver un concierto a finales de la semana, alguien llama a la puerta.
—Robbie. —Philippa deja el tenedor y mira adentro—. Ha dicho que vendría después del trabajo.
Voy a la puerta. Justo cuando estoy a punto de abrirla, justo cuando levanto la mano hacia el cerrojo, vuelven a llamar, más fuerte y con más insistencia. Y de repente me doy cuenta de que no es Robbie. Él nunca sería tan impaciente.
Pero es demasiado tarde para echarme atrás, para fingir que no hay nadie en casa; ya he quitado el cerrojo y están empujando la puerta abierta. Es Alice.
Trae un enorme ramo de rosas rojas. Viste una camiseta blanca y unos vaqueros. No lleva maquillaje y el pelo le cae sobre la cara. Tiene los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando, pero aparte de eso sigue pareciendo tan joven y fresca e inocente que es difícil aceptar que sea la misma Alice con la que estuve la noche anterior. Al verla ahora, así, es casi imposible creer que haya podido ser tan perversa, que haya podido ser la causante de tanta desdicha.
—Lo siento, Katherine. —Le tiemblan los labios y tiene los ojos llenos de lágrimas—. Lo siento mucho. Sencillamente, no sé lo que me pasó.
Me tiende las rosas y yo las cojo, pero no digo una sola palabra.
—Yo… A veces yo… No lo sé. —Y ahora llora, se tapa la cara con las manos, los hombros le tiemblan, la voz se le rompe—. A veces algo se apodera de mí y pierdo el control… Entonces me siento tan… tan enfadada. Como si todo el mundo… No lo sé… Como si me juzgara o algo así. Pero sé que es una locura porque pienso que me juzgan por lo que voy a hacer, por lo que sé que voy a hacer, antes incluso de que lo haga… y entonces siento que tengo que hacerlo, que tengo que ponerlos a prueba, para ver si realmente les importo y se preocupan por mí. Y sé que es injusto, sé que no puedo hacer que la gente, ya sabes, aguante eso, pero no puedo… Quiero decir, sé que voy a hacer algo, sé que voy a decir algo realmente horrible, pero no puedo, no puedo pararme, y entonces lo hago. Es como si tuviera la necesidad autodestructiva de emprendería con la gente… con la gente que me quiere.
Noto que el nudo de mi corazón empieza a disolverse.
—Ven.
La cojo del brazo y la empujo hacia dentro con amabilidad.
Le pongo un plato a Alice y ella se sienta con Philippa y conmigo en la terraza. Comemos juntas. Al principio Philippa se muestra cauta y fría, y mira a Alice con desconfianza. Pero Alice está ahora como siempre, abierta, amable y encantadora, y pide disculpas muchas veces por la noche anterior. Se ríe de sí misma y se burla de su propio comportamiento con tanta sinceridad y con tan buen humor —está arrepentida y avergonzada, después de todo— que es imposible no perdonarla. Y al cabo de un rato veo que Philippa ya está menos reticente, que a pesar de la desconfianza está sucumbiendo al encanto de Alice. Las tres nos quedamos en la terraza, charlando y riendo, hasta que acabamos de comer. Entramos cuando se pone el sol y la tarde se vuelve demasiado fría como para estar cómodas afuera.
—Chicas, vayamos por unas películas. Pidamos una pizza —propone Alice.
—Oh. No sé —digo—. Mañana es lunes. Instituto. Necesito dormir un poco.
—No nos quedaremos hasta tarde —asegura Alice—. Y no quiero que este día se acabe ya. Nos estamos divirtiendo mucho. No quiero irme a casa y estar sola esta noche. —Se acerca a Philippa y la coge del brazo con las dos manos—. Por favor, Philippa. Déjame demostrarte que no soy la desfasada que conociste anoche. Yo iré por las películas. Y por algo de comer. Y vosotras no tendréis que hacer nada. Ni gastaros un solo dólar. Invito yo. Por favor. —Nos mira, nos implora—. ¿Lo haríais por mí? Por favor.
Philippa me mira.
—Que decida Katherine. Es su casa. Y seguro que ya está harta de nosotras.
—Por mí, bien. —Me encojo de hombros—. Ahora vuelvo a tener hambre, aunque parezca increíble. Y vegetar viendo una peli suena bien.
Miramos la carta de una pizzería del barrio y elegimos. Philippa y yo nos ofrecemos para ir con Alice, para ayudarla a traerlo todo y para poner algo de dinero, pero ella se niega, insiste en que quiere hacerlo todo ella y se pone en marcha.
Cuando ya se ha ido, Philippa y yo nos metemos en la cocina a lavar los platos de la comida.
—No está tan loca como creías, ¿no? —digo.
Philippa tiene las manos metidas en el fregadero y mira el agua mientras habla.
—Puede ser muy maja. Muy agradable.
—Sí —digo—. Pero no estás respondiendo a mi pregunta. He dicho la palabra «loca».
Hablar de Alice con alguien a quien acabo de conocer hace que me sienta un poco desleal hacia quien considero una amiga íntima. Pero Philippa es tan abierta y tan honesta que no puedo evitar preguntarme qué es lo que piensa. Me gusta. Resulta evidente que es muy inteligente, pero también es agradable, amable, interesante y peculiar, y espero que seamos buenas amigas. Ya confío en su juicio, y valoro su opinión.
Philippa suspira, saca las manos del agua y se las seca en los pantalones. Me mira y se encoge de hombros.
—Sigo pensando que puede que esté un poco loca. Ya sabes, una de esas personas con altibajos exagerados. El tipo de persona que mi padre llama de «alta tensión».
—Pero ésa es la perspectiva de un padre. —Me río un poco para suavizar el impacto de lo que voy a decir—. Y es un poco fría, ¿no? Un poco… Bueno, es humana. Y no se comporta así todo el tiempo. Yo nunca la había visto así antes. Y es mi amiga. Y en muchos aspectos es una amiga excelente. En serio, tú no sabes lo generosa y amable que es. Entonces, ¿crees que debería pasar de ella? ¿Olvidarme de ella porque es un rollo tener una amiga así? Creo que es un poco… bueno, es un poco duro tratar a alguien así.
—Oh. —Philippa me mira y sonríe. Parece sorprendida y triste a la vez—. Seguramente tienes razón. Pero eso es una manera muy benevolente de verlo. Y yo no lo veo así, porque yo pasaría de ella. Pasaría de ella y me largaría en dirección opuesta tan rápido como pudiera.
La mirada penetrante de Philippa me incomoda un poco, y me pongo a sacar platos y copas del fregadero, la evito.
—Es que yo sé lo que es sentirse… sentir que la gente no quiere estar contigo porque es demasiado difícil. Después de que mataran a Rachel me he sentido así muchas veces. También lo he sentido con mis amigos íntimos. Todos estaban muy interesados por mí, eran muy amables, pero se les hacía muy difícil estar conmigo… y además aquella época era muy divertida para todos. Era final de curso y había bailes y fiestas y todo eso. El resto de los chicos intentaba pasarlo bien. Nadie quería sentarse a llorar conmigo encerrados en mi habitación. Nadie quería que fuera a sus fiestas, porque tendrían que preocuparse por mí, ya sabes, cuidarme y tratar de hacer que me sintiera feliz. Yo era una carga para ellos. Y no los culpo. Yo sabía que era una aguafiestas. Sé que a nadie le gusta pensar en la muerte, en asesinatos y tragedias… pero yo tenía que hacerlo. Era mi vida. —Me encojo de hombros, sorprendida de mis propias palabras. No había pensado en todo ello antes, las ideas me han salido a medida que hablaba. Pero son reales. Son ciertas—. Sólo creo que si eres una amiga de verdad tienes que aceptar al otro tal como es. A las duras y a las maduras. Para lo bueno y para lo malo.
—Ya sé qué quieres decir. Te entiendo perfectamente. —Philippa quita el tapón y empieza a limpiar el fregadero—. Pero sigo creyendo que no deberías tener por amiga a alguien que puede meter tanta mierda en tu vida. Yo no lo haría. Para nada. Pero eso no quiere decir que tú tengas que hacer lo que haría yo, ¿no? No sé, todos somos diferentes, ¿verdad? Cada uno tiene que encontrar su camino en este mundo de locos.
Y me doy cuenta de que intenta mantener un tono de voz amable, no de confrontación. Quiere que seamos amigas, más de lo que lo quiero yo.
Por fin, Alice vuelve. Nos sentamos en la cocina y disfrutarnos de la cena. Robbie llega a eso de las ocho, lavamos los platos, recogemos, las tres estamos alegres, nos reímos. Al principio él está un poco frío y distante con Alice, y un poco molesto con Philippa y conmigo. Pero le damos lo que ha quedado de las pizzas y seguimos hablando y él empieza a relajarse, se deja arrastrar a la conversación, hasta sonríe. Y Alice está tan amable y solícita, tan adorable y considerada hacia él que me doy cuenta de que es imposible que siga enfadado.
Acabamos en la sala de estar, con la luz apagada, los cuatro tranquilos y relajados, con el estómago lleno y algo cansados. Alice elige un DVD y lo mete en el reproductor. Antes de apretar el play se vuelve hacia nosotros.
—Antes quiero deciros algo. Antes de que nos quedemos dormidos. —Sonríe tímidamente—. En primer lugar quiero que sepáis que… —mira primero a Philippa y luego a Robbie—… que anoche no pasó nada entre Ben y yo. Se fue poco después de que lo hicierais vosotros. Y es la pura verdad.
Robbie mira al suelo y trata de reprimir una sonrisa, pero está clarísimo que las palabras de Alice lo hacen muy feliz.
Alice continúa.
—Pero lo más importante es que anoche estuve fatal y quiero pediros perdón de forma oficial. A los tres. Philippa, Robbie, pero en especial a ti, Katherine. —Me mira, tiene los ojos muy abiertos, suplica—. No tenía que haber dicho nada de lo que dije. Nada en absoluto. Y ni por un segundo creo que sea cierto. El hecho de que yo hubiera podido tener esos pensamientos tan terribles y cínicos de haber estado en tu lugar no quiere decir que tú también los tuvieras. Lo que hice fue, ¿cómo lo llaman, una «transferencia»? Sí. Me transferí en ti. Es algo injusto y ridículo y estoy increíblemente arrepentida y no sabéis, nunca sabréis, lo mucho que me odio por haberos hecho daño. Siempre habéis sido muy buenos conmigo y sé que no me merezco vuestro perdón, pero si estáis dispuestos a perdonarme me sentiré muy agradecida y feliz.
—Oh, por favor —digo, esperando que la poca luz disimule que me he sonrojado—. Siéntate y estate calladita.
—Ahora mismo —dice ella mirándose los pies. Noto un temblor en su voz y me pregunto si estará llorando—. Pero primero quiero deciros lo mucho que valoro vuestra amistad. No tenéis ni idea de lo importante que sois para mí. Lo especiales que sois. No tenéis ni idea.