Me levanto temprano. Aún está oscuro. Sarah se ha venido a mi cama mientras yo dormía, y aprieta su cuerpecito caliente contra el mío. Ha puesto la cabeza en mi almohada y yo estoy casi al borde de la cama, así que más de la mitad de la cama está vacía.
Me deslizo fuera del colchón suavemente para no despertarla, y cojo mi jersey de lana de la silla donde lo dejé la noche anterior. Hace frío y me dirijo a la sala de estar para encender la estufa de gas. Esta llena de un brillo dorado la habitación, que se calienta enseguida. Me hago una taza de té y me la llevo a la sala. Me siento en una punta del sofá, encojo las piernas a un lado.
Empecé a despertarme muy temprano cuando Sarah era pequeña y desde entonces soy incapaz de dormir hasta tarde. A veces paso este rato limpiando o preparándome para el día mientras Sarah duerme —le hago el desayuno, le preparo la ropa— pero a menudo me limito a sentarme, bebo té, disfruto de un rato sola. No pienso en nada en particular, me he vuelto muy buena en esto de no pensar en nada. Evito hacer planes para un futuro incierto, y aun más evito recordar el pasado. Me sumerjo en un estado meditativo, vacío la mente, centro los pensamientos en el sabor del té o en mi respiración. Y a menudo, cuando Sarah se levanta a eso de las siete y viene, arrugadita y oliendo a sueño, me doy cuenta sorprendida de que ya han pasado dos horas o más.
Pero esta mañana me bebo el té y me quedo sentada menos de una hora. Estoy emocionada por el día que tenemos por delante, tengo muchas ganas de que Sarah vea la nieve, de oír sus grititos de alegría cuando se deslice con el trineo, cuando hagamos el muñeco de nieve. Quiero despertarla y que disfrute de los planes conmigo, así que a las seis me levanto y le preparo su desayuno favorito: tostadas con plátanos cortados a rodajas y jarabe de arce y una gran taza de chocolate caliente. Dejo los platos y las tazas en la mesa y voy a despertarla.
—¿Hoy vamos a la nieve, mami? —me pregunta Sarah en cuanto abre los ojos. Se sienta en la cama, totalmente despejada—. ¿Nos vamos ya?
—Aún no. —Me siento a su lado y la abrazo—. He hecho un montón enorme de tostadas y chocolate caliente. Espero que tengas mucha hambre.
—Ñam, ñam.
Se aparta las mantas, se levanta y corre hacia la sala. Me deja allí, sonriendo, sola en la cama.
La sigo, y la encuentro de rodillas encima de la silla. Come muy a gusto.
—¿Quieres un poco, mami? —pregunta con la boca llena—. Hay bastante para ti también.
—Claro que sí. —Me siento frente a ella, cojo una tostada de la bandeja y la pongo en mi plato—. Me parece que he hecho para seis.
—No creo. —Sarah niega con la cabeza y me mira, seria—. Tengo mucha hambre. Hoy me comeré diez. Las tostadas me gustan mucho.
Y se come una cantidad extraordinaria mientras se bebe el chocolate entre mordisco y mordisco. Y en cuanto acaba, salta de la silla.
—Ahora ya estoy lista —dice—. Creo que hoy vamos a tener un gran día.
Me río de cómo se apropia de mis frases, de cómo trata de parecer mayor.
—Claro que sí. Tendremos un gran día. Pero aún nos queda mucho tiempo. El sol acaba de empezar a salir ahora mismo.
—Quiero estar lista antes —dice—. Quiero estar lista antes de que salga el sol.