13

Rachel, Carly y yo nos paramos en casa de Carly de camino a la fiesta. Esta se quitó el uniforme y se puso unos vaqueros, una camiseta ajustada de color rosa y sandalias planas, doradas. Nos dijo que si queríamos nos prestaba algo de ropa y yo elegí unos vaqueros y una camiseta a rayas, pero toda la ropa de Carly era demasiado grande para Rachel.

—Tendrás que ir con el uniforme —dije.

—Voy a parecer una cursi —se quejó Rachel mientras se miraba de arriba abajo. Y aunque ya se había quitado la corbata escolar y desabotonado la camisa, cosa que hacía que el uniforme pareciera más informal, con la parte de abajo no había nada que hacer: era una falda escocesa larga, de color verde oscuro, que le llegaba por debajo de las rodillas, y una señal evidente de que iba a una escuela privada—. Voy a cantar como una almeja en la fiesta.

—¿Y a quién le importa? —dije—. De todos modos, tú siempre cantas en todos los sitios. Serás la chica más joven de todas, la única que tenga catorce años en kilómetros a la redonda.

—Pero yo…

—Rach —la interrumpí—. Deja de quejarte. No tendrías que venir, recuérdalo. Son amigos míos, no tuyos.

Rachel y yo nos quitamos las cintas del pelo y nos lo dejamos suelto. El de Rachel era largo, liso y dorado, el mío un poco rizado y tira más a castaño. Carly nos dejó sus potingues y nos pintamos los labios con brillo, la línea de los ojos oscura y las pestañas con rímel. Carly sacó el móvil de la mochila de la escuela y lo apagó. Se tumbó en la cama.

—Si no queréis que os llamen vuestros padres —dijo—, dejadlos aquí también. Os los traeré mañana a la escuela.

Rachel dudó, me miró, esperaba a que yo lo decidiera. Me encogí de hombros, saqué mi móvil de la bolsa, lo apagué y lo tiré encima de la cama de Carly. Rachel hizo lo mismo.

Después nos pusimos un poco de un perfume carísimo de la madre de Carly —tenía el tocador literalmente repleto de frascos— y nos marchamos. No teníamos dinero suficiente para coger un taxi, así que fuimos andando. Después de caminar cinco minutos sin otra cosa que hacer que discutir si nos gustaban las casas que veíamos al pasar, Carly rebuscó en su bolso y sacó una botella de plástico.

—Esperad un minuto —dijo.

Desenroscó el tapón de la botella y le pegó un buen trago. Por la forma en que se le humedecieron los ojos y por cómo tosió al bajar la botella, dejó claro que lo que había bebido no era precisamente agua.

—Vodka. —Me tendió la botella—. Con un poco de limonada. ¿Quieres un poco?

Negué con la cabeza, incrédula y divertida, pero cogí la botella de todos modos. Ya debería haber sabido que Carly no iría a la fiesta sin un poco de alcohol. Fue la primera chica de la escuela que empezó a beber, la que siempre se las arreglaba para que alguien mayor nos comprara la bebida.

Me llevé la botella a la boca y probé un poco. Era fuerte. Había mucho más vodka que limonada.

—Ostras, Carly, esto es letal —dije mientras se la devolvía.

—¿Rach?

Carly le ofreció la botella a Rachel y levantó las cejas como para preguntarle si quería. Rachel me miró para que le diera mi aprobación.

—Tú verás. —Me encogí de hombros—. Pero no te va a gustar, la primera vez que lo pruebas sabe a gasolina. Rachel le dio un sorbito y, como me temía, torció la boca en una mueca de disgusto.

—Qué asco. Es malísimo —dijo.

—Sólo es un medio para alcanzar un fin. —Carly negó con la cabeza cuando Rachel intentó devolverle la botella—. Bebe un poco más. Cuanto más bebes, más fácil es después. Te ayuda a relajarte, a pasártelo bien.

Rachel hizo lo que le había sugerido Carly, se llevó la botella a los labios y le dio otro trago.

—No está tan mal —dijo haciendo otra mueca—. Pero creo que sigue gustándome más la limonada normal.

Carly se rió.

—Pero la limonada normal no te ayudará a disfrutar como esto. Te lo aseguro.

No estoy segura de por qué no me importó que Rachel bebiera. No sé por qué no cuidé mejor de ella, no sé por qué no controlé lo que bebía y por qué no me aseguré de que estuviera medianamente sobria. Supongo que el vodka se me subió a la cabeza enseguida. En realidad, a las tres. Nos fuimos pasando la botella mientras caminábamos, dándole sorbos sin parar, y cuando los sentidos se acostumbraron al alcohol, nos supo mejor y empezamos a dar tragos más largos.

Cuando nos acabamos la botella, Carly se paró.

—Esperad. —Puso el bolso en el suelo y sacó una botella grande de cristal cuya etiqueta decía: «Stolichnaya Vodka»—. No pensaréis que sólo llevaba ese poco, ¿no? —Nos miró y se rió—. Vamos a tener que bebérnoslo a secas. Ya no queda limonada. —Llenó la botellita de plástico y se la dio a Rachel—. Tú primero. Te sabrá a fuego. Pero te acostumbrarás.

Rachel cogió la botella y le dio un trago largo. La expresión de su cara mientras bebía nos hizo reír.

Aún seguimos caminando cuarenta minutos más, y cuando llegamos ya estábamos bastante borrachas. Rachel tenía las mejillas encendidas y una sonrisa de oreja a oreja. Estaba guapa, tan joven e inocente.

—¿Cómo estás? —La cogí de la mano y le sonreí. El vodka había disuelto toda mi irritación de antes, suavizado mis asperezas. Ya no estaba tan enfadada con ella porque se hubiera apuntado a la fiesta, ya no me importaba—. ¿Estás bien?

Aún no habíamos entrado en el cobertizo pero ya podíamos oír la música, el dum dum dum del bajo, el sonido de las voces y las risas, de la gente joven que se lo estaba pasando bien. Jóvenes sin adultos cerca.

Rachel me miró; seguía sonriendo y asintió con la cabeza. Empezó a mover el cuerpo al ritmo de la música. Levantó las cejas e inclinó la cabeza, como si así oyera mejor la melodía.

—Vamos. —Carly nos empujó suavemente—. No nos vamos a quedar aquí fuera toda la tarde. Por mucho que os quiera, no me he pegado toda esta caminata sólo para quedarme aquí fuera tan pasmada como vosotras.

Mientras entrábamos me di cuenta de que no me había parado a pensar en eso ni un segundo. Habíamos planeado estar fuera sólo una hora y llevar a casa a Rachel a eso de las cinco, para que tuviera tiempo de practicar al piano. Pero habíamos estado en casa de Carly unos buenos diez minutos y caminado otros cuarenta. Y cuando vi a Rachel meterse en la fiesta, meneando el cuerpo al ritmo de la música mientras caminaba, supe que volveríamos a casa muy tarde. Si Rachel se hubiera ido a casa, no habría pasado nada. Habría podido llamar a mamá y a papá más tarde y darles alguna excusa para llegar tarde, que estaba haciendo los deberes en casa de Carly, por ejemplo. Se habrían molestado, pero no se habrían enfadado mucho. Pero ahora que Rachel estaba con nosotras, seguro que mis padres se sulfurarían de lo lindo. Si Rachel llegaba tarde a casa se iba a montar una buena: sólo tenía catorce años y se estaba saltando las horas de piano, y eso último era el mayor crimen posible. Y no tenía ni idea de cómo íbamos a disimular el olor a vodka. De algo estaba segura: tendríamos problemas, y gordos.

«De perdidos al río», pensé mientras seguía a Rachel adentro.