11

Sarah y yo llegamos a Jindabyne un poco antes de las cinco. Me encanta Jindabyne; el ritmo lento y relajado del lugar, la brisa fresca y el precioso lago artificial. Ahora es mucho más cosmopolita que cuando venía de pequeña, en la calle principal hay cafeterías y restaurantes modernos, pero sigue siendo el pueblecito tranquilo de siempre. Creo que es por las calles amplias, la lentitud del tráfico, la leve sensación de abandono que flota en la ciudad después de las prisas del invierno.

He reservado una cabaña en una zona cerca del lago que tiene por nombre, en un alarde de imaginación, Las cabañas del lago, pero cuando llegamos y observamos las vistas que tiene la nuestra me pongo muy contenta. Ya está caliente, porque el dueño ha tenido la amabilidad de poner en marcha la calefacción unas horas antes de nuestra llegada, y disponemos de una pequeña terraza que da al lago.

—Pero ¿dónde está la nieve?

Sarah corre hacia la ventana y mira fuera.

—Aquí no hay, cariño. Pero mañana nos subiremos a un tren especial que nos llevará a las montañas y allí veremos montones y montones de nieve.

—¿Es un tren mágico?

—Creo que sí —digo.

—¿Es el tren mágico de la nieve?

—Exacto —asiento.

—¿Puedo salir fuera a jugar?

—Pero sólo un ratito —le digo—. Se está haciendo de noche. Ayudo a Sarah a ponerse el abrigo de lana y las botas de agua, y al salir fuera grita exaltada por la novedad del lugar.

—No te acerques al agua sin mamá —le recuerdo.

Saco del maletero del coche las bolsas de comida —leche, té, azúcar, cereales— y las llevo dentro. Puedo ver a Sarah desde la cocina, y mientras vacío las bolsas y empiezo a hacer la cena, la veo cavar en la tierra con un palo y hablar sola con voz cantarína y feliz. He traído albahaca, ajo y piñones, y el resto de los ingredientes para hacer unos espaguetis al pesto para cenar. También he comprado una lechuga y un aguacate para hacer una ensalada, y algo de vinagre balsámico para aliñarla.

Cuando acabo de hacer el pesto, preparo la ensalada y pongo a hervir agua en una olla grande, cojo la chaqueta y salgo afuera. Me siento en el porche y miro a Sarah jugando.

—¿Mami? —dice ella al cabo de un rato, sin levantar los ojos de lo que está haciendo.

—¿Sí?

—Mami, ¿eres feliz?

—Claro que sí. —Me sorprende la seriedad de su voz—. Te tengo a ti, así que soy muy, muy, muy feliz. Soy la mamá con más suerte del mundo. Ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé —asiente muy seria—. Sé que eres feliz por eso. Pero ¿estás triste porque no tienes un papá?

—Pero yo sí tengo un papá. El abuelo es mi papá.

Se calla un momento, piensa. Entonces me mira. Sigue seria, tiene la frente arrugada.

—Quiero decir un papá para mí, eso es lo que quería decir. ¿Estás triste porque no tienes un papá para mí?

—Estoy un poquito triste. —Mi instinto me dice que me acerque a Sarah, que la coja en brazos, que le haga cosquillas y que la cubra de besos. Preferiría evitar estas conversaciones tristes; demasiado fuertes, demasiado dolorosas, creo, para una niña tan pequeña. Pero sé por experiencia que quiere que le conteste y seguirá preguntando y preguntando hasta que le dé una respuesta—. Echo de menos a tu papi y desearía que no hubiera muerto. Pero tú me haces tan, tan feliz, que estoy mucho más feliz que triste.

Sonríe. Pero es una sonrisa de alivio pequeña, provisional.

Y me pregunto si es verdad. La felicidad es una emoción difícil de medir. Hay momentos en los que soy feliz, sin duda, momentos en los que estoy con Sarah y olvido quién soy y qué es lo que ocurrió, momentos en los que puedo olvidar el pasado por completo y disfrutar del presente. Pero arrastro un peso, una profunda tristeza, un desengaño hacia los caprichos de la vida del que es difícil desprenderse, difícil de ignorar. Hay veces que pasan días, semanas, sin que apenas me haya dado cuenta del paso del tiempo, como si hubiera estado ausente o hubiera vivido con una especie de piloto automático conectado. A veces me siento como un robot programado solamente para el bienestar de Sarah, responsable del buen funcionamiento de su vida, sin capacidad para desear nada para mí misma. Mi única esperanza de alcanzar la felicidad ahora es Sarah. Si ella está bien, si puede vivir una vida desprovista de tragedia y dolor, entonces puedo darme por satisfecha. Pero la felicidad de Sarah es lo máximo que ahora estoy dispuesta a esperar para mí misma; amarla es el único acto de entrega que deseo hacer en la vida.