10

Vivien trata de ocultarlo, pero me doy cuenta de que se sorprende cuando le digo que me voy de fin de semana con Alice y con Robbie. Me abraza con fuerza antes de irse a trabajar.

—Pásatelo bien, jovencita —dice.

Al final hemos decidido ir hacia el sur, y cogemos mi coche, el Peugeot nuevo, porque es más rápido y cómodo. Salimos de Sidney el viernes por la mañana. Alice y yo tendríamos que estar en la escuela, pero los profesores son bastante indulgentes con los alumnos de último curso y seguro que ni siquiera se dan cuenta de que no estamos. En todo caso me llevo Hamlet para releerlo mientras me tuesto al sol en la playa. Robbie ha pedido vacaciones en el restaurante y es el que conduce el coche porque es mayor que nosotras y puede ir a más de ochenta kilómetros por hora. Los tres estamos excitados y animados y reímos, bromeamos durante las cuatro horas enteras de viaje hasta Merimbula. Cuando llegamos vamos al supermercado local y llenamos el carro de comida para todos los días que pasaremos allí. Alice lo llena de chocolate y caramelos, Robbie y yo de lo más esencial: huevos, leche, pan, papel higiénico… Metemos las provisiones en el maletero del coche y comprobamos el mapa, después cogemos la carretera secundaria que nos lleva hasta la playa.

Hemos alquilado una vieja casa de madera de dos habitaciones. La encontramos buscando por internet, y aunque había un par de fotos del interior —de la cocina y del comedor— no estamos muy seguros de lo que vamos a encontrarnos. Así que cuando llegamos y vemos una encantadora casita de campo blanca, con un porche de madera con vistas a la playa, nos alegramos mucho y nos sentimos aliviados.

Entramos y corremos por el interior, riendo y gritando.

—Es perfecta.

—Dios. Mira el baño, es enorme.

—Y mira qué vistas. Puedes oír el océano desde todas las habitaciones. Vaya. Es preciosa.

—Venid a ver las habitaciones. Las camas son increíbles.

Nos ponemos el bañador y corremos a la playa. Los tres nos metemos en el agua sin comprobar antes la temperatura, y buceamos bajo las olas. El agua está helada, pero estoy demasiado feliz, demasiado viva y a gusto con mis amigos, y consciente de que tengo tres días enteros para divertirme con ellos, como para preocuparme del frío. Alice y Robbie se salpican el uno al otro y se abrazan y ríen. Alice se escapa de él, riéndose, y tropieza. Él la pilla, pero ella lo empuja y se le suelta un tirante del biquini y le deja un pecho al aire. Eso la hace reír aún más, y se da la vuelta y chilla como una niña, y se suelta el otro tirante y enseña los dos pechos. Luego se los coge con las manos, se los levanta y apunta los pezones hacia Robbie.

—Bang, bang, muere —dice ella.

—Oh. Aaaaah.

Robbie se lleva una mano al pecho y cae al agua de espaldas.

Alice se vuelve hacia mí y me apunta con los pezones.

—No, no. —Me río—. Por favor, ten clemencia.

Veo un movimiento con el rabillo del ojo: hay un hombre y una mujer de mediana edad. Caminan por la playa, nos miran con desaprobación, indignados.

Alice sigue mi mirada y los ve. Y le cambia la expresión de alegría a ira. De repente se vuelve y mira a la pareja directamente. Se quita el sostén, lo coge por la punta de uno de los tirantes y lo hace girar delante de ella; después se quita la parte inferior y echa a caminar hacia ellos. Los mira, desnuda y desafiante, y les sonríe, fría. Los está retando. El hombre y la mujer se van ruborizados, murmurando y negando con la cabeza.

Alice los mira marcharse, entonces inclina la cabeza hacia atrás y se echa a reír.

Por la noche nos damos un festín de pescado rebozado con patatas fritas que hemos comprado en una tienda de comida para llevar. Las patatas están crujientes, el pescado es fresco y está muy bueno, y comemos hasta hartarnos. Cuando acabamos nos echamos en el sofá y charlamos.

—Dios, odio a la gente como ésa —dice Alice de repente.

—¿Qué gente?

—A los cortos de miras y conservadores y catetos, como la pareja que hemos visto en la playa.

—¿Cortos de miras? ¿En serio? ¿Estás completamente segura? —Robbie la mira con curiosidad—. Si apenas los has visto durante cinco segundos.

—Sí, tengo razón. Vidas insignificantes, peinados penosos y ropa horrible. Gordos y feos a morir. El tipo de gente que vota a los políticos conservadores y odian a los gays. El tipo de gente que dice cosas como… —Alice pone acento pueblerino—: «Es una chica guapa aunque sea negra. Pero no creo que fuera tan lejos como para invitarla a cenar».

La burla cruel de Alice me hace reír porque doy por sentado que está bromeando. Pero Robbie no se ríe. Mira a Alice y niega con la cabeza con desaprobación.

—Pero qué bestia eres a veces.

—Puede que sí, pero probablemente tengo razón —dice, y luego lo señala con el dedo—. Eres demasiado bueno para tu propio bien.

—No soy bueno. Eres injusta. Eres…

Alice bosteza en voz alta, lo interrumpe y se echa los brazos a la nuca.

—Quizá soy injusta. Pero ¿a quién le importa? El mundo entero es injusto, Robbie. Y créeme, conozco a ese tipo de gente. Sé cómo son. Son exactamente como mis padres. Tristes. Amargados. Feos. Y siempre se meten con lo que hacen los demás porque sus propias vidas patéticas son demasiado aburridas. Lo veo en sus ojos. Huelo la peste que sueltan a cientos de kilómetros de distancia. —Se levanta y se despereza, la camiseta se le levanta y deja entrever el vientre bronceado, el ombligo—. Pero esta conversación me aburre. Hemos hablado de lo mismo muchas veces y o estamos de acuerdo o no lo estamos. Y yo ya estoy muy, muy cansada. —Nos lanza un beso y se va a la habitación.

Robbie y yo nos sonreímos, oímos murmurar a Alice mientras se desnuda y el crujir de la cama cuando se acuesta.

—No hagáis nada malo sin mí —nos grita desde la habitación—. Buenas noches, niños. Sed buenos.

—Buenas noches, Alice.

—¿Quieres que nos sentemos fuera, en el porche? —propone Robbie al cabo de un rato.

—Claro.

Mientras saca las sillas y espera a que me siente puedo ver en su cara que algo le ronda por la cabeza.

—Quiero preguntarte algo —dice.

—Vale.

Suspira.

—Odio hacer esta clase de preguntas. Y lo entenderé si no quieres contestarme. Y si quieres que me largue, dímelo, no te cortes.

—Vale —me río—. Lárgate.

—Al menos déjame hacerte primero la pregunta.

—Lo siento. Pregunta.

Antes de hablar, Robbie mira hacia dentro de la casa.

—¿Te ha hablado de mí alguna vez? Ya sabes, Alice, ¿te ha dicho lo que siente?

—No. En realidad, no.

—¿En realidad, no?

Robbie me mira como si esperara más detalles. Pero lo cierto es que cuando estamos solas, Alice casi nunca habla de él. Claro que si hemos planeado hacer algo juntos, ella habla de él, pero nunca de lo que siente por él. Una vez le pregunté si lo amaba, si lo consideraba su novio, pero ella se limitó a reírse con desdén, negó con la cabeza y dijo que no estaba hecha para ser novia de nadie. Y aunque es obvio que Robbie siente por ella algo muy especial, que está claramente colado por ella, siempre había supuesto que estaban liados de alguna manera.

Pero Robbie no me haría esas preguntas si supiera con exactitud dónde se está metiendo. Es evidente que espera algo más de la relación con Alice de lo que ella está dispuesta a darle. De repente, siento la necesidad de decirle que tenga cuidado, que construya una coraza alrededor de su corazón, que se busque otra novia si es que quiere algo más serio. Pero no lo hago, no puedo. En realidad no sé qué piensa Alice de su relación con Robbie —quizá lo ama pero se niega a reconocerlo, tiene miedo de ser herida—, y no me siento con derecho a darle consejos o a advertirle, cuando yo misma estoy tan mal como él.

—Alice y yo nos conocemos apenas desde hace tres meses, Robbie —digo.

—Pero os habéis hecho íntimas, pasáis mucho tiempo juntas —me contesta—. Debes de tener alguna idea de lo que piensa, aunque no te lo haya dicho directamente.

—Pero no me ha dicho nada. En serio. Así que sé tanto como tú. —Y lo miro; está desconcertado—. De todos modos, pensaba que habías dicho que Alice era mala para ti. La comparaste con una adicción malsana. Pensaba que estabas… —dudo, trato de encontrar la palabra justa—, bueno, no sé, ¿lo tienes claro con ella?

—Mi cabeza sí, mi corazón no, creo. —Sonríe con tristeza—. A veces puedo ser racional y disfrutar de lo que me da ella. A veces puedo ver todo lo malo que hay en nuestra relación y convencerme de que algo más serio con Alice sólo me haría sufrir. O cuando menos puedo fingir que me doy cuenta de todo. Pero en realidad lo que me pasa es que sigo queriendo más. —Suspira—. Lo siento. No quería que pareciera un interrogatorio. Es muy aburrido cuando la gente habla con un tercero de su propia relación, ¿no? Al menos yo lo odio.

—No te preocupes. No me aburres. En absoluto. Sólo que no tengo ninguna respuesta.

—Quizá tendría que ir a ver a una de esas personas que predicen el futuro. ¿Cómo se llaman?

—¿Adivinos?

—Eso, a un adivino.

—¿Y por qué no se lo preguntas a Alice directamente? Habla con ella en serio y pregúntale qué es lo que quiere.

—Ya lo he intentado. Le he preguntado qué siente, qué quiere, muchas veces. Es una verdadera experta en evitar las preguntas, ya lo habrás notado, ¿no? Le digo que la quiero y se ríe y cambia de tema. Si me pongo demasiado serio se molesta y me dice que me calle.

—Puede que tengas que ser más directo. —Sonrío y le pongo la mano en la rodilla y se la froto con cariño—. Pregúntale si quiere casarse contigo y tener niños y que viváis felices para siempre —bromeo.

—Pero es que me casaría con ella, eso es lo más triste. La verdad es que me casaría con ella, la dejaría embarazada y tendríamos seis hijos preciosos y compraríamos una casa y tendría un trabajo aburrido y estaría con ellos para siempre. El lote completo. Y lo haría en un instante. Me encantaría. —Suspira de nuevo—. La amo. No hay nadie como Alice, ¿verdad? Es guapa, divertida, inteligente… y tiene tanta energía vital. Tanto entusiasmo. Hace que la cosa más aburrida del mundo parezca divertida. Convierte un día normal en una fiesta. Todo el mundo a su lado parece en comparación tan… vaya, tan vacío y sin vida…

—Oye, muchas gracias.

—Perdona, no me estaba refiriendo a ti.

—Está bien. Es broma. —Me río—. Sin embargo, hablas como si estuvieras perdidamente enamorado de ella.

—Sí. Patética y ridículamente enamorado de una chica a la que le da miedo el compromiso.

Me pregunto si tiene razón. Siempre he pensado que cuando alguien dice que le tiene miedo al compromiso, en realidad lo dice porque es una manera cómoda de cortar con una relación que no quiere continuar. Una manera amable de darle la patada en el culo a alguien sin destrozarle el ego. «Es por mí, no por ti. Es sólo que no puedo comprometerme» parece mucho mejor que hacerle pasar un mal trago al otro cuando le dices: «Eh, no me gustas lo suficiente como para quedarme contigo para siempre; hasta luego». Pero quizás él tenga razón sobre Alice. Hay algo en ella, algo secreto y oscuro, y a pesar de que parece muy abierta y afectuosa, esa parte de ella sigue permaneciendo oculta, intocable.

—¿Ella te dijo eso? —pregunto.

Robbie mira la playa, absorto en sus propios pensamientos.

—¿Robbie?

—¿Perdón? —dice—. ¿Si dijo qué?

—Si Alice te ha dicho que le tiene miedo al compromiso, o simplemente crees que es así.

—No lo dijo, no. Dios. —Se ríe—. ¿Te imaginas a Alice diciendo algo así? No. No dijo eso, pero es obvio, y explicaría muchas cosas, ¿no crees?

—No lo sé. No sé cómo pueden decirse esas cosas.

—Quiero decir que tiene que ver con su madre —dice—. Su madre real. Todo ese rechazo. Por fuerza debe tener cuidado con el amor.

—¿Su madre real? ¿Qué quieres decir?

—Joder. —Me mira—. ¿No te lo ha contado?

—No. No me ha dicho nada. ¿Qué?, ¿es adoptada o algo así?

—Sí. Joder. Probablemente no debería decirte nada. Debería callarme y que te lo contara ella misma.

—Pues ya casi me lo has dicho todo —digo—. Su verdadera madre la abandonó y ella fue adoptada. Y ya sé que los que la adoptaron no le gustan nada. Vaya, los que ella llama padres.

—Sí. Los odia.

—Ahora empiezo a comprender algunas cosas. Antes no lo entendía. Me preguntaba cómo podía decir esas cosas horribles de sus padres, llamarlos gordos y estúpidos y todo eso, y poco después darse la vuelta y decir algo realmente dulce sobre su madre. Claro, son personas distintas. Tiene dos madres.

—Sí. A su verdadera madre, a su madre biológica, la llama Jo-Jo.

—¿Jo-Jo?

—Sí. La abreviatura hippie de Joanne. Es una vieja yonqui sin remedio. La mujer más egoísta que puedas imaginarte.

—Pero Alice…

—La quiere con locura —me interrumpe—. La adora. Y Joanne es asquerosamente rica. Heredó un montón de dinero de sus padres. Ahora mima a Alice. Le da todo lo que quiere. Y está todo ese rollo esnob. Aunque Jo-Jo sea una yonqui, se comporta como si estuviera muy por encima de las personas que adoptaron a Alice. Y Alice se lo ha tragado por completo.

—Así que por eso lleva esa ropa tan cara, y no tiene que trabajar —digo—. Jo-Jo le da el dinero.

—Sí. Debe de sentirse culpable, supongo. Estaba demasiado mal para cuidar de Alice y de su hermano pequeño cuando eran críos, así que ahora le da montones de dinero para compensarlo.

—¿Un hermano? ¿Alice tiene un hermano?

—Sí.

—Un hermano. —Niego con la cabeza, asombrada—. Vaya. No tenía ni idea. No me ha hablado de él ni una sola vez. ¿Cómo se llama?

Robbie frunce el ceño.

—Pues no lo sé. A Alice no le gusta mucho hablar de él. Se pone de mal humor y esas cosas. Ella lo llama su «hermanito». Sé que tuvo problemas con la ley, algo gordo, pero no sé con exactitud qué. Drogas, probablemente, como su madre.

Me quedo de piedra al enterarme de que Alice tiene un hermano, de que es adoptada, de que tiene secretos casi más terribles que los míos. Alice y yo tenemos más cosas en común de lo que imaginaba, y de repente estoy segura de que todo esto es una coincidencia tan extraordinaria que únicamente puedo explicarla como una especie de señal: una señal de que Alice y yo estábamos destinadas a conocernos, que estaba en nuestro destino ser amigas.

—Menudo lío —digo.

—Sí.

—A veces la vida apesta de verdad —me lamento—. Pobre Alice.

Pero lo que en realidad pienso es «pobres de nosotros». A los tres nos han ocurrido cosas terribles —asesinato, cáncer, abandono— y por primera vez estoy tentada de hablarle a Robbie de Rachel. No busco compasión, sino la credibilidad que surge de haberse enfrentado a algo trágico y vivir con ello. Puedo decirle que lo comprendo, y es verdad, pero a Robbie y a Alice, que no saben nada de mi pasado, mis palabras les deben de sonar vacías. Las palabras de consuelo, vacías, del afortunado.

Y tengo miedo de que mañana por la mañana puedan pesarme como una terrible indiscreción. Y no le cuento nada.

Al día siguiente me levanto temprano y a pesar de que por la noche me acosté tarde me siento fresca y feliz. El sol entra por la ventana de la cabecera de la cama y me quedo tumbada un rato sobre las sábanas, disfruto de la calidez de los rayos de sol en mi piel. Me llega el rumor profundo del océano, y oigo a Robbie y a Alice que hablan en voz baja y se ríen en su habitación.

Me levanto, me pongo una bata y voy a la cocina. Hago té y me llevo una taza al porche. Me apoyo en la barandilla y contemplo la playa. El océano es precioso, azul turquesa, y las olas rompen suavemente en la orilla. Cojo la taza con las dos manos, bajo del porche y echo a andar hacia el agua. Me acabo el té, dejo la taza vacía en la arena, miro hacia la casa y a los lados para asegurarme de que no hay nadie que me vea. Me quito la bata y la dejo en la arena. Corro al agua y cuando me cubre lo suficiente me sumerjo en ella.

El agua está tan en calma que puedo flotar con comodidad de espaldas, nado, me deslizo suavemente por la superficie. Cuando he nadado un buen rato y estoy cansada aunque también mucho más despierta, salgo, me pongo la bata y me dirijo a la casa.

—¿Katherine? —Alice me llama cuando entro—. ¿Qué has estado haciendo?

Voy a su habitación y me quedo en la puerta. Robbie y Alice están sentados en la cama con las piernas entrelazadas. Cuando me ve, Robbie se tapa con la sábana y sonríe con timidez. Yo les sonrió, contenta.

—Hace un día precioso —digo—. Precioso. He ido a nadar y el agua está perfecta. Tenéis que ir. Yo haré el desayuno. Huevos Benedict, si os gustan.

—Harás que engorde con toda esa comida deliciosa. —Alice bosteza y se echa los brazos a la nuca—. Gorda como mis monstruosos padres adoptivos. —Me mira y arquea las cejas—. Hablando de eso…

—Sí —digo. Y por alguna razón siento vergüenza, como si me hubiera pillado por sorpresa. Creo que es la manera en que me mira Alice, como una madre enfadada que espera que su hija admita una travesura que ya sabe que ha hecho—. Robbie me contó anoche que… que eras adoptada. Que tienes un hermano. Espero que no te moleste.

Pero la expresión fría de su cara ya ha desaparecido y no estoy segura de si me lo he imaginado. Se encoge de hombros con indiferencia y bosteza de nuevo.

—No es un gran secreto. Pero aún no había encontrado el momento de contártelo. En realidad no es nada. Y no merece la pena hablar de ello.

Me doy cuenta de que Robbie arruga la frente y aprieta los labios casi imperceptiblemente. Suspira y mira al techo.

—Sí, claro. No es nada. Como todo lo demás, ¿eh, Alice? Nada. Nada, nada, nada. Tu palabra favorita.

—Robbie —dice Alice, y su voz suena dura y fría, y la expresión de su cara es de enfado—, si no te gusta cómo vivo mi vida, si desapruebas cómo hago las cosas, entonces, ¿qué estás haciendo aquí, Robbie? ¿Exactamente qué estás haciendo aquí?

—Yo no desapruebo las cosas que haces. No he dicho eso. He dicho que es una estupidez la manera en que te sacudes de encima todo lo emocional, como si no significara nada. Es una especie de acto de bravuconería. Una especie de táctica de defensa, y creo que es malsana.

—¿Qué? —Lo mira incrédula mientras se levanta de la cama y se queda de pie a su lado. Pone los brazos en jarras. Lleva un camisón blanco, modesto pero bonito, un poco infantil, y se le han encendido las mejillas. Los ojos le brillan de ira. Parece inocente, guapa y peligrosa a la vez, y es difícil dejar de mirarla. Mueve la cabeza y sonríe con amargura—. ¿De qué vas? ¿De qué estás hablando, Robbie?

—Estoy hablando de ti, Alice. De tu familia. De tu madre y de tu hermano. Ni siquiera sé cómo se llama tu hermano. Y Katherine ni siquiera sabía que tenías un hermano. ¿No crees que es un poco raro? Nunca hablas de él. Nunca hablas de tus padres y de tu hermano. Nunca cuentas nada.

—¿Y por qué tendría que hacerlo, Robbie? ¿Porque tú crees que es lo que se tiene que hacer? ¿Qué es lo que quieres saber tan desesperadamente? ¿Qué detallito sórdido te interesa tanto? ¿Eh? Ya sabes que Jo-Jo es adicta a la heroína. Ya sabes que soy adoptada. No hablo de mi hermano porque casi ni lo veo. Porque no es muy fácil ir a verlo, ¿sabes? No hablo de él porque no crecimos juntos, porque él fue adoptado por unos capullos estúpidos y tuvo una vida de mierda y ahora está en la cárcel, ¿vale? No hablo de él porque es imposible que la gente como tú pueda entender lo que le ha pasado.

Estoy de pie, los miro. Es difícil alejarme, es difícil no escuchar. Alice tiene secretos. Como yo. ¿Por qué no deberíamos tenerlos? Quiero decirle a Robbie que la deje en paz, que se olvide del tema, pero no es asunto mío. Me doy la vuelta y empiezo a caminar hacia la cocina, y Alice grita mi nombre.

—No te escapes —dice.

El tono de su voz es frío y exigente, y me molesta. Vuelvo y cuando hablo, yo también lo hago en un tono frío.

—No me escapo —replico—. Voy a hacer el desayuno. Tengo hambre.

—Me gustaría saber qué opinas tú de todo esto —continúa como si no me hubiera oído—. ¿No crees que tengo derecho a decidir de qué quiero hablar o de qué no quiero hablar? ¿O está mal que me guarde cosas para mí misma? —Mira a Robbie, luego se vuelve hacia mí y arquea las cejas—. ¿O es que a los amigos hay que contarles absolutamente todo lo que pasa?

—No —digo tranquila—. Claro que no.

«Claro que puedes tener secretos —pienso—, yo tengo los míos. Vamos a enterrarlos en lo más hondo y a tratar de olvidarlos y de no hablar nunca de ellos. Nunca».

Pero no puedo decir nada más porque Robbie nos interrumpe.

—No metas a Katherine. No tiene nada que ver con esto.

—Sí, bueno, pero se ha quedado ahí escuchando como si tuviera bastante que ver.

—No. —De repente estoy a la defensiva y avergonzada—. Prefiero irme. Pero me has pedido la opinión. —Y me obligo a callarme antes de que empiece a sonar como una niña pedante—. De todos modos —me encojo de hombros—, me muero de hambre. Voy a hacer el desayuno.

Me voy a la cocina. Ella da un portazo a mi espalda. Oigo que Robbie le grita algo y después Alice le contesta enfadada. Me ha picado bastante que Alice haya sido tan cruel, y me siento un poco humillada porque me haya tratado como a una espía. Saco de la nevera los ingredientes —huevos, beicon, limón, cebollinos, mantequilla—, los dejo en la encimera y cierro la puerta, enfadada.

Primero hago la salsa holandesa. Rompo los huevos y separo las yemas de las claras con cuidado. Todavía oigo las voces de Robbie y de Alice en la habitación. Ahora hablan mucho más bajo y parecen más tranquilos, como si se reconciliaran. Y cuando empiezo a batir las yemas, con el cuenco apretado con un brazo contra el vientre y el otro dando vueltas y más vueltas a la mezcla, no puedo aguantarme la risa. Nos hemos peleado, creo. Nos hemos peleado de verdad. Hemos tenido nuestra primera pelea.

Como hacen las amigas.