Steve se puso los pantalones de pana azul y el jersey azul celeste de Harvey, cogió el Datsun de éste y se dirigió a Roland Park. Había oscurecido cuando llegó a la casa de Berrington. Aparcó detrás de un Lincoln Town Car y permaneció unos instantes en el asiento, a fin de hacer acopio de valor.
Tenía que actuar sin fallos. Como descubrieran su impostura, Jeannie estaría acabada. Pero no contaba con ninguna base, ninguna información sobre la que proceder. Debería mantener continuamente alerta los cinco sentidos, ser sensible a lo que pudiera surgir, no perder la calma en el caso de cometer algún error. Deseó ser actor.
¿De qué talante se encontraría Harvey?, se preguntó. Su padre le había llamado a casa más bien de manera perentoria. El chico debería estar pasándoselo bomba con Jeannie. Pensó que estaría de un humor de perros.
Suspiró. No podía aplazar por más tiempo el temido instante. Se apeó del coche y anduvo hacia la puerta frontal.
Había varias llaves en el llavero de Harvey. Steve escudriñó la cerradura de la puerta de entrada a la casa. Le pareció distinguir la palabra «Yale». Busco una llave Yale. Antes de que la hubiera seleccionado Berrington abrió la puerta.
—¿Que haces ahí como un pasmarote? —preguntó enojado—. Entra de una vez.
Steve entró.
—Ve al estudio —ordenó Berrington.
«¿Dónde rayos está el estudio?» Steve combatió como pudo la oleada de pánico. Era una casa suburbana en serie, estilo rancho, de dos niveles, típica construcción de los setenta. A su izquierda, pasado un arco, vio un salón con mobiliario formal y en el que no había nadie. Al frente había un pasillo con varias puertas, que, aventuró, darían paso a los dormitorios. A su derecha tenía dos puertas cerradas. Probablemente, una de ellas sería la del estudio…, pero ¿cuál?
—Ve al estudio —repitió Berrington, como si fuera posible que no le hubiese oído la primera vez.
Steve eligió una puerta al azar. Se equivocó. Era un lavabo.
Berrington le lanzó una mirada cargada de irritación.
Steve vaciló un segundo, pero recordó al instante que teóricamente debía de estar de mal humor.
—Puedo echar una meada primero, ¿no? —saltó. Sin esperar contestación, entró y cerró la puerta. Era el aseo de los invitados, con una taza de inodoro y un lavabo. Se inclinó por encima de la taza y se echó un vistazo en el espejo.
—Tienes que estar loco —le dijo a su imagen. Tiró de la cadena, se lavó las manos y salió.
Oyó voces masculinas que sonaban más al interior de la casa. Abrió la puerta siguiente a la del lavabo: aquel era el estudio. Entró, cerró la puerta a su espalda y lanzó una rápida ojeada a la estancia. Había una mesa escritorio, un archivador de madera, numerosas estanterías, un televisor y algunos sofás. Encima de la mesa vio la fotografía de una mujer rubia, de unos cuarenta años, vestida con prendas pasadas de moda, parecían de veinte años atrás. Llevaba un niño en brazos. «¿La ex esposa de Berrington? ¿Mi "madre"?»
Abrió los cajones del escritorio, uno tras otro, y examinó su interior; después miró en el archivador. Había una botella de whisky escocés Springbank y unos vasos de cristal en el departamento inferior, casi como si pretendieran tenerlos escondidos allí. Tal vez se trataba de un capricho de Berrington. Acababa de cerrar el cajón del archivador cuando se abrió la puerta y entró Berrington, seguido por otros dos hombres. Steve reconoció al senador Proust, cuya enorme cabeza calva y su no menos inmensa nariz le eran familiares por haberle visto en los noticiarios de la televisión. Supuso que el hombre de pelo negro y aire tranquilo seria el «tío» Preston Barck, el presidente de la Genético.
Recordó que él, Harvey, estaba de muy mal humor.
—No hacía falta que me obligaseis a venir aquí tan condenadamente deprisa.
Berrington adoptó un tono conciliador.
—Acabamos de terminar de cenar —dijo—. ¿Quieres algo? Marianne puede prepararte una bandeja.
La tensión había puesto un nudo en el estómago de Steve, pero seguramente Harvey querría cenar y Steve deseaba parecer lo más natural posible, de modo que simuló aplacarse un poco y dijo:
—Claro, tomaré un bocado.
—¡Marianne! —llamó a voces Berrington. Al cabo de un momento apareció en el vano de la puerta una bonita muchacha negra, de aspecto nervioso. Berrington le ordenó—: Tráele a Harvey un poco de cena en una bandeja.
—Ahora mismo, monsieur —articuló la joven sosegadamente.
Steve la observó retirarse; tomó nota mental de que atravesaba el salón camino de la cocina. Supuso que el comedor estaría también en esa dirección, a no ser que comiesen en la cocina.
Proust se inclinó hacia delante.
—Bueno, chico, ¿Que averiguaste?
Steve se había inventado un ficticio plan de acción para Jeannie.
—Me parece que podéis tranquilizaros, al menos de momento —explicó—. Jeannie Ferrami intenta demandar judicialmente a la Universidad Jones Falls por despido improcedente. Cree que durante el proceso tendrá la oportunidad de citar la existencia de los clones. Hasta entonces no tiene planes de hacerlo público. Está citada el miércoles con el abogado.
A los tres hombres pareció quitárseles un peso de encima.
—Una demanda por despido improcedente —comentó Proust—. Eso llevará un año por lo menos. Tenemos tiempo de sobra para hacer lo que debemos hacer.
«Qué equivocados estáis, viejos cabrones.»
—¿Te enteraste de algo acerca del caso de Lisa Hoxton?
—Sabe quien soy y cree que fui yo quien lo hizo, pero no tiene ninguna prueba. Probablemente piensa acusarme, pero opinó que lo considerarán una acusación lanzada a ciegas por una antigua empleada vengativa.
Berrington asintió.
—Eso está bien, pero a pesar de todo te hará falta un abogado.
Ya sabes lo que vamos a hacer. Te quedarás aquí esta noche… De todas formas, es demasiado tarde para conducir hasta Filadelfia.
«¡No quiero pasar la noche aquí!»
—No sé…
—Por la mañana me acompañarás a la conferencia de prensa e inmediatamente después iremos a ver a Henry King.
«¡Es demasiado arriesgado!» «No te dejes dominar por el pánico, piensa.» «Si me quedase aquí, conocería con absoluta exactitud y en todo momento lo que tramarán estos asquerosos. Eso bien vale cierto grado de riesgo. Supongo que no puede suceder gran cosa mientras estoy dormido. Podría hacer una llamada sigilosa a Jeannie, para informarle de lo que está en marcha.» Tomó una decisión instantánea.
—Conforme —se avino.
—Bueno, hemos estado sentaditos aquí, preocupándonos como locos, por nada en absoluto —dijo Proust.
Barck no corrió tanto a aceptar la buena noticia.
—¿No se le ocurrió a la chica demandar a la Genético y sabotear su venta? —dijo, receloso.
—Es lista, pero no creo que tenga mucho de mujer de negocios —dijo Steve.
Proust hizo un guiño y preguntó:
—¿Que tal es en el catre, eh?
—Guerrera —respondió Steve, con una sonrisa, y Proust soltó una rugiente carcajada.
Entró Marianne con una bandeja: pollo en rodajas, una ensalada con cebollas, pan y una Budweiser. Steve le sonrió.
—Gracias —dijo—. Tiene un aspecto suculento.
Al dirigirle Marianne una mirada sorprendida, Steve comprendió que seguramente Harvey no le daba las «gracias» con demasiada frecuencia. Observó que Preston Barck había fruncido el ceño. «¡Cuidado, cuidado! No lo estropees ahora que los tienes donde querías tenerlos. Todo lo que tienes que hacer es aguantar una hora más, que es lo que falta para irse a dormir.»
Empezó a comer.
—¿Te acuerdas —dijo Barck— que te llevé al hotel Plaza de Nueva York cuando tenías diez años?
Steve estaba a punto de decir «Sí» cuando captó la expresión de perplejidad que reflejaba el rostro de Berrington. «¿Me está sometiendo a prueba? ¿Desconfía Barck?»
—¿El Plaza? —preguntó a su vez, fruncido el entrecejo. Aparte de eso, la única respuesta que podía dar era—: Caray, tío Preston, no me acuerdo de eso.
—Tal vez fue el chico de mi hermana —se echó atrás Barck.
«Uffff»
Berrington se puso en pie. —Toda esta cerveza me está haciendo orinar como un caballo —dijo. Salió del estudio.
—Necesito un whisky —manifestó Proust.
—Mira en el último departamento del archivador —sugirió Steve—. Ahí es donde papá suele guardarlo.
Proust se acercó al archivador y tiró del cajón.
—¡Bien dicho, chaval! —jaleó. Sacó la botella y unos vasos.
—Conozco ese escondite desde que tenía doce años —confesó Steve—. Por esas fechas fue cuando empecé a meterle mano.
Proust dejó escapar una sonora risotada. Steve lanzó a Barck una mirada de reojo. La expresión de desconfianza había desaparecido de su rostro. Sonreía.