55

Preston Barck y Jim Proust llegaron a casa de Berrington hacia el mediodía y se sentaron en el estudio con unas cervezas. Ninguno había dormido gran cosa, y su aspecto era lamentable. Marianne, el ama de llaves, preparaba el almuerzo dominical y el aroma apetitoso de sus guisos llegaba a ráfagas desde la cocina, pero nada podía levantar el alicaído ánimo de los tres socios.

—Jeannie habló con Hank King y con la madre de Per Ericson —informó Berrington, hundido en el pesimismo—. No he tenido ocasión de comprobar si también lo hizo con algún otro, pero los habrá localizado antes de mucho tiempo.

—Seamos realistas —dijo Jim—: Exactamente, ¿Que puede haber hecho esa chica antes de mañana a estas horas?

Preston Barck estaba con el ánimo por los suelos.

—Te diré lo que haría yo en su lugar —dijo—. Me encantaría montar una demostración pública de lo que hubiese descubierto, de forma que, si pudiera, cogería a dos o tres de los muchachos, me los llevaría a Nueva York y me plantaría en el programa Buenos días, América. A la televisión le vuelven loca los gemelos.

—Dios no lo permita —dijo Berrington.

Se detuvo un coche fuera. Jim miró por la ventana y anuncio: —Un viejo Datsun herrumbroso.

—Empieza a gustarme la idea original de Jim —dijo Preston—. Hacerlos desaparecer.

—¡No habrá ninguna muerte! —chilló Berrington.

—No grites, Berry —dijo Jim con sorprendente calma—. A decir verdad, supongo que fanfarroneaba un poco al hablar de hacer que eliminasen a la gente. Quizás hubo una época en la que tenía poder para ordenar que matasen a alguien, pero realmente ahora ya no es así. En los últimos días he pedido algunos favores a viejos amigos, y aunque me los han prestado sin poner pegas, comprendo que todo tiene un límite.

Berrington pensó: «Gracias a Dios».

—Pero tengo otra idea —dijo Jim.

Sus dos socios se lo quedaron mirando.

—Nos acercamos discretamente a cada una de las ocho familias. Confesamos los errores que cometimos en la clínica durante los primeros días. Decimos que no se causó ningún daño pero que deseamos evitar la publicidad sensacionalista. Les ofrecemos un millón de dólares como compensación. Será pagadero en diez años y les diremos que los pagos se suspenderán en el momento en que hablen…, en cuanto se lo cuenten a alguien: a la prensa, a Jeannie Ferrami, a los científicos, a cualquiera.

Berrington afirmó despacio con la cabeza.

—Santo Dios, eso sí que puede salir bien. ¿Quién va a decir no a un millón de dólares?

—Lorraine Logan —replicó Preston—. Quiere demostrar la inocencia de su hijo.

—Exacto. No lo haría ni por diez millones.

—Todo el mundo tiene su precio —dijo Berrington, que había recuperado su característica prepotencia—. De todas formas, poco podemos hacer sin la colaboración de uno o dos de los otros.

Preston decía que sí con la cabeza. También Berrington vislumbraba una nueva esperanza. Podía haber un modo de hacer callar los Logan. Pero existía un obstáculo más serio.

—¿Y si Jeannie se presenta al público antes de las veinticuatro horas? —sugirió—. Lo más probable sería que la Landsmann aplazase la toma de posesión en tanto se investigaban los alegatos. Y entonces no dispondríamos de ningún millón de dólares para ir repartiéndolo.

—Tenemos que enterarnos de sus intenciones: cuánto ha descubierto hasta ahora y qué planes está tramando.

—No se me ocurre ningún modo de hacerlo —dijo Berrington.

—A mí sí —afirmó Jim, sonriendo—. Conocemos una persona que: podría fácilmente ganarse su voluntad y averiguar con exactitud qué le bulle en la cabeza.

La rabia empezó a crecer dentro de Berrington.

—Sé lo que estas pensando…

—Ahí llega ya —dijo Jim.

Sonaron unos pasos en el vestíbulo y segundos después entraba el hijo de Berrington.

—¡Hola, papá! —saludó—. ¿Que tal, tío Jim? ¿Cómo te va, tío Preston?

Berrington le contempló con una mezcla de orgullo y pesar. Parecía un chico maravilloso con sus pantalones de pana azul marino y su jersey de algodón azul celeste. De cualquier modo, ha heredado mi estilo de vestir, pensó Berrigton. Dijo:

—Tenemos que hablar, Harvey.

Jim se puso en pie.

—¿Quieres una cerveza, chico?

—Claro —aceptó Harvey.

Jim Proust tenía una fastidiosa tendencia a alentar en Harvey las malas costumbres.

—Olvida la cerveza —saltó Berrington—. Jim, ¿por qué no os vais Preston y tú al salón y nos dejáis a nosotros dos echar unas parrafadas?

El salón era una estancia rigurosamente protocolaria que Berrington jamás utilizaba.

Salieron Preston y Jim. Berrington se puso en pie y abrazó a Harvey.

—Te quiero, hijo —declaró—. Incluso aunque seas malvado.

—¿Soy malvado?

—Lo que le hiciste a esa pobre chica en el sótano del gimnasio fue una de las cosas más infames que puede hacer un hombre.

Harvey se encogió de hombros.

Santo Dios, no he logrado inculcarle el sentido del bien y del mal, pensó Berrington. Pero era demasiado tarde para tales lamentaciones.

—Siéntate y escúchame un momento —dijo.

Harvey se sentó.

—Tu madre y yo intentamos durante años tener un hijo, pero teníamos problemas —explicó—. En aquella época, Preston trabajaba en la fertilización in vitro, método en el que el espermatozoide y el óvulo se unen en el laboratorio y después el embrión se implanta en el útero.

—¿Me estás diciendo que soy un niño probeta?

—Eso es secreto. Jamás debes decírselo a nadie, en toda tu vida. Ni siquiera a tu madre.

—¿Ella no lo sabe? —articuló Harvey, atónito.

—Hay algo más que eso. Preston tomó un embrión vivo y lo dividió, formando así gemelos.

—¿Ese muchacho al que detuvieron por la violación?

—Lo dividió más de una vez.

Harvey asintió. Todos tenían la misma inteligencia viva y rápida.

—¿Cuántas?

—Ocho.

—¡Joder! Y supongo que el esperma no procedía de ti.

—No.

—¿De quién?

—De un teniente del ejército destinado en Fort Bragg: alto, fuerte, bien constituido, inteligente, agresivo y guapo.

—¿Y la madre?

—Una mecanógrafa de West Point, igualmente bien dotada.

Una sonrisa torcida contorsionó el agraciado rostro del muchacho.

—Mis verdaderos padres.

Berrington hizo una mueca.

—No, ellos no son tus padres —dijo—. Te gestaste en el vientre de tu madre. Ella te alumbró y, créeme, fue doloroso. Te vimos dar los primeros pasos vacilantes, forcejear con el cubierto para conseguir meterte en la boca la primera cucharada de puré de patatas y balbucear tus primeras palabras. —Berrington observaba atentamente el semblante de su hijo, pero no pudo adivinar si el chico le creía o no.

«Diablos, nuestro cariño hacia ti fue creciendo más y más, mientras tu te hacías cada vez menos adorable. Todos los malditos años nos llegaba el mismo informe del colegio: "Es muy agresivo, no ha aprendido aún a compartir, pega a los otros chicos, tiene dificultades en los deportes de equipo, alborota la clase, debe aprender a respetar a los integrantes del sexo contrario". Cada vez que te expulsaban de un colegio, teníamos que emprender una penosa peregrinación para rogar e implorar que te admitiesen en otro. Contigo lo intentamos a base de mimos, de golpes, de retirarte los privilegios. Te llevamos a tres psicólogos infantiles distintos. Nos amargaste la vida.

—¿Estás diciendo que destrocé vuestro matrimonio?

—No, hijo, de eso me encargue yo solito. Lo que trato de decirte es que te quiero, hagas lo que hagas, exactamente igual que los demás padres quieren a sus hijos.

Harvey seguía turbado.

—¿Porqué me cuentas todo eso ahora?

—Seleccionaron a Steve Logan, uno de tus dobles, como sujeto de estudio en mi departamento. Como puedes imaginar, me llevé un sobresalto de todos los diablos cuando le vi allí. Luego la policía lo detuvo por la violación de Lisa Hoxton. Pero una de las profesoras, Jeannie Ferrami, empezó a recelar algo. Para abreviar, te diré que está siguiéndote la pista. Quiere demostrar la inocencia de Steve Logan. Y probablemente desea también sacar a la luz toda la historia de los clones y arruinarme.

—¿Es la mujer que conocí en Filadelfia?

Berrington se quedó de piedra.

—¿Que la conociste?

—Tío Jim me llamó y me encargó que le diera un susto.

Berrington montó en cólera.

—El muy hijo de perra, voy a arrancarle su jodida cabeza de encima de los hombros…

—Cálmate, papá, no pasó nada. Sólo dimos un paseo en su coche. Es mona la chica, a su modo.

Le costó un buen esfuerzo, pero Berrington se dominó.

—Tu tío Jim siempre ha sido un irresponsable en su actitud hacia ti. Le encanta tu insensatez, sin duda porque también el es un imbécil nervioso.

—A mí me cae bien.

—Vamos a hablar de lo que debemos hacer. Necesitamos enterarnos de las intenciones de Jeannie Ferrami, especialmente en lo que se refiere a las veinticuatro horas inmediatas. Hemos de averiguar si tiene alguna prueba que te relacione con Lisa Hoxton. Sólo se nos ha ocurrido un modo de llegar a ella.

Harvey asintió.

—Quieres que vaya a hablarle, haciéndome pasar por Steve Logan.

—Sí.

Harvey sonrió.

—Suena divertido.

Berrington gruñó.

—No cometas ninguna tontería, por favor. Sólo habla con ella.

—¿Quieres que vaya ahora mismo?

—Sí, hazme el favor. No sabes lo que me molesta pedirte que hagas esto…, pero has de hacerlo por ti tanto como por mí.

—Tranquilo, papá… ¿Que puede pasar?

—Tal vez me preocupe demasiado. Supongo que no entraña un gran peligro ir al piso de una chica.

—¿Y si el verdadero Steve estuviese allí?

—Echa una mirada a los coches aparcados en la calle. Steve tiene un Datsun como el tuyo; esa es otra razón por la que la policía estaba tan segura de que era el autor de la violación.

—¡Te estás quedando conmigo!

—Sois como gemelos idénticos, elegís las mismas cosas. Si ves su coche en la calle, no subas. Me llamas y trataremos de idear algún modo de hacerle salir de la casa.

—Supongamos que se presenta cuando yo estoy allí.

—Vive en Washington.

—Está bien. —Harvey se levantó—. ¿Cuál es la dirección?

—La chica vive en Hampden. —Berrington escribió las señas en una tarjeta y se la tendió—. Ve con cuidado, ¿de acuerdo?

—Claro. Hasta pronto, Moctezuma.

Berrington sonrió forzadamente.

—Hasta dentro de un plís plas, carrasclás.