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Niños probeta. Fertilización in vitro. Esa era la conexión. Jeannie lo veía ya todo claro.

Charlotte Pinker y Lorraine Logan habían recibido tratamiento contra la esterilidad en la Clínica Aventina. El centro médico fue un adelantado de la fertilización in vitro: proceso por el cual el espermatozoide del padre y el óvulo de la madre se unen en el laboratorio y de ello resulta el embrión que posteriormente se implanta en el útero de la mujer.

Los gemelos idénticos se dan cuando un embrión se divide por la mitad, en el útero, y produce dos individuos. Eso puede haber ocurrido en la probeta. Después, los dos gemelos de la probeta pueden implantarse en dos mujeres distintas. De ese modo, dos madres que no tuvieran ninguna relación entre sí podían alumbrar sendos gemelos idénticos. Bingo.

La camarera le sirvió la ensalada, pero Jeannie estaba demasiado exaltada para comerla.

Tenía la certeza de que al principio del decenio de los setenta los niños probeta no eran más que una teoría. Pero, evidentemente, la Genético llevaba años de adelanto en la investigación.

Tanto Lorraine como Charlotte dijeron que se les había aplicado terapia de hormonas. Al parecer, la clínica les mintió respecto al tratamiento a que las había sometido.

En sí, eso ya era bastante malo, pero al profundizar un poco más en sus implicaciones, Jeannie comprendió que había algo aún peor. El embrión que se dividió podía haber sido el hijo biológico de Lorraine y Charles o el de Charlotte y el comandante…, pero no de ambos. A una de las dos mujeres se le había implantado el hijo de la otra pareja.

El corazón de Jeannie se saturó de horror y aversión al comprender que podían haber dado a ambas mujeres hijos de personas absolutamente desconocidas.

Se preguntó porqué la Genético engañó a sus pacientes de aquella manera tan espantosa. La técnica no se había experimentado lo suficiente: quizá necesitaban cobayas humanas. Tal vez solicitaron permiso y se lo negaron. O puede que tuvieran algún otro motivo para actuar en secreto.

Fuera cual fuese la razón para mentir a las mujeres, Jeannie comprendía ahora por qué su investigación provocaba un pánico tan cerval a la Genético. Fecundar a una mujer con un embrión extraño, sin que ella lo supiera, era tan inmoral como pudiera imaginarse. No era de extrañar que se esforzase tan desesperadamente por ocultarlo. Si Lorraine llegaba a enterarse algún día de lo que le hicieron se lo cobraría de un modo infernal.

Jeannie tomó un sorbo de café. Conducir hasta Filadelfia no había sido una pérdida de tiempo, después de todo. Aún no contaba con todas las respuestas, pero había resuelto el núcleo central del rompecabezas. Lo cual resultaba profundamente satisfactorio.

Alzó la mirada y se quedó de piedra al ver entrar a Steve.

Parpadeó, con la vista clavada en el muchacho. Vestía pantalones caqui y camisa azul suelta y abotonada hasta abajo y, una vez dentro, cerró la puerta a su espalda con el talón.

Le dirigió una amplia sonrisa y se puso en pie para recibirle con los brazos abiertos.

—¡Steve! —exclamó encantada.

Al recordar su resolución, le echó los brazos al cuello y le besó en la boca. El chico olía de un modo distinto, menos a tabaco y más a especias. Él se apretó contra Jeannie y le devolvió el beso.

Jeannie oyó una voz femenina que comentaba:

—Dios mío, recuerdo cuando yo sentía lo mismo.

Y varias personas soltaron la carcajada.

Retiró el abrazo.

—Siéntate aquí. ¿Quieres comer algo? Comparte mi ensalada. ¿Que estás haciendo aquí? No puedo creerlo. Debes de haberme seguido. No, no, conocías el nombre de la clínica y decidiste venir a encontrarte aquí conmigo.

—Sencillamente, deseaba que charlásemos un poco.

Steve se atusó las cejas con la yema del dedo índice. Algo en aquel gesto despertó cierta ambigua inquietud en el subconsciente de Jeannie —«¿A qué otra persona he visto hacer eso?»—, pero la arrinconó en el fondo de su cerebro.

—Te gusta dar sorpresas.

De pronto, Steve pareció nervioso.

—¿Ah, sí?

—Te gusta aparecer inesperadamente, ¿verdad?

—Supongo.

Jeannie volvió a sonreírle.

—Hoy estás un poco raro. ¿Que intenciones tienes?

—Oye, me estás poniendo de un caliente tremendo y temo perder la compostura —dijo Steve—. ¿Por qué no nos vamos de aquí?

—Claro.

Jeannie puso un billete de cinco dólares sobre la mesa y se levantó.

—¿Dónde has dejado el coche? —preguntó al salir del local.

—Cojamos el tuyo.

Subieron al Mercedes rojo. Jeannie se abrochó el cinturón de seguridad, pero Steve no. Apenas había arrancado el vehículo, Steve se acercó a Jeannie en el corrido asiento delantero, le levantó el pelo y empezó a besarla en el cuello. A ella no dejaba de gustarle, pero se sintió un tanto violenta y dijo:

—Me parece que soy un poco mayorcita para hacer esto en un coche.

—Vale —se avino Steve. Dejo de besuquearla y volvió la cara al frente, pero dejó el brazo sobre los hombros de Jeannie. La mujer condujo hacia el este, por Chestnut. Cuando llegaban al puente, Steve dijo—: Tira hacia la autopista… quiero enseñarte una cosa.

Siguiendo las señales indicadoras, Jeannie torció a la derecha, por la avenida Schuylkill y se detuvo ante un semáforo en rojo.

La mano que descansaba sobre el hombro descendió y empezó a acariciarle los pechos. Jeannie notó que, en respuesta al contacto, el pezón se le puso rígido, aunque pese a ello, seguía sintiéndose incómoda. Era una sensación desairada, como notar que le meten mano a una en el metro.

—Me gustas, Steve —confesó—, pero vas demasiado deprisa para mí.

Él no contestó, pero sus dedos encontraron el pezón y lo oprimieron con fuerza.

—¡Ay! —se quejó Jeannie—. ¡Me has hecho daño! ¡Santo cielo, ¿Que mosca te ha picado?

Le apartó mediante un empujón con la mano derecha. El semáforo cambió a verde y Jeannie descendió por la rampa que desembocaba en la autopista Schuylkill.

—No sé a qué atenerme contigo —se lamentó el muchacho—. Primero me besas como una ninfómana y luego actúas como una frígida.

«¡Y yo imaginaba que este chico era maduro!»

—Mira, una chica te besa porque desea hacerlo. Pero eso no te da permiso para que hagas con ella lo que te pase por el forro. Y nunca debes hacerle daño. Tomó la dirección sur de la autopista, que en aquel punto tenía dos carriles.

—A algunas chicas les gusta que les hagan daño —afirmó Steve, al tiempo que apoyaba una mano en la rodilla de Jeannie.

Ella la apartó de allí.

—Veamos, ¿Que querías enseñarme? —trató de cambiar de conversación.

—Esto —dijo Steve, y le cogió la mano derecha. Un segundo después, Jeannie notó el pene desnudo, empalmado y caliente.

—¡Jesús! —Levantó la mano bruscamente. ¡Vaya, se había equivocado de medio a medio con aquel chico!—. ¡Apártate, Steve, y deja de actuar como un maldito adolescente!

La siguiente noticia la recibió en forma de golpe violento en la parte lateral de la cara.

Soltó un chillido y se desvió a un lado. Resonó el trompetazo de una bocina cuando el coche irrumpió en el carril contiguo delante de un camión Mack. Los huesos del rostro le ardían angustiosamente y paladeó el sabor de la sangre. Se esforzó en pasar por alto el dolor, en tanto recuperaba el dominio del vehículo.

Comprendió atónita que Steve le había dado un puñetazo.

Nadie había hecho jamás tal cosa.

—¡Hijo de perra! —le gritó.

—Ahora vas a hacerme un trabajito manual —repuso él—. Si no, te voy a hostiar hasta que la crisma se te caiga a pedazos.

—¡Vete a tomar por culo!

Por el rabillo del ojo Jeannie vio que Steve echaba el puño hacia atrás para descargar otro golpe.

Sin pensarlo, Jeannie piso el freno.

Steve se vio impulsado hacia delante y el puñetazo no llegó a su objetivo. La cabeza del joven chocó contra el parabrisas. Los neumáticos llenaron el aire con su chirrido de protesta y una gran limusina blanca se desvió como pudo para esquivar al Mercedes.

Mientras Steve recobraba el equilibrio, Jeannie soltó el freno. El coche se desplazó hacia delante. Jeannie pensó que si se detenía durante unos segundos en el carril de la izquierda, por el que se circulaba a velocidad de adelantamiento, Steve se asustaría hasta el punto de implorarle que reanudara la marcha. Pisó el freno otra vez, y el volvió a salir despedido hacia delante.

En esa ocasión se recuperó antes. El Mercedes se detuvo. Turismos y camiones maniobraron para evitar la colisión y un clamor de bocinas los envolvió. Jeannie estaba aterrada; en cualquier momento, algún vehículo podía chocar con la parte posterior del Mercedes. Y su plan no dio resultado; Steve parecía no tener ningún miedo. Introdujo una mano por debajo de la falda, llegó a la cintura elástica de los pantis y tiró hacia abajo. Se oyó el ruido de la tela que se desgarra cuando las perneras se rompieron.

Jeannie intentó rechazarlo, pero Steve ya estaba encima. No iría a intentar violarla allí, en mitad de la autopista. Desesperada, Jeannie abrió la portezuela, pero no podía apearse del coche porque llevaba puesto el cinturón de seguridad. Trató de desabrochárselo, pero Steve le impedía llevar la mano hasta el cierre.

Por la rampa de acceso que había a la izquierda llegaban nuevos vehículos, que irrumpían en la autopista a más de noventa kilómetros por hora y pasaban centelleantes junto al Mercedes. ¿Es que ni un sólo conductor iba a detenerse para ayudar a la mujer víctima de una agresión?

Mientras forcejeaba para quitarse de encima al atacante, el pie se levantó del pedal del freno y el coche se movió hacia delante.

Quizás eso le desequilibrara, pensó. Ella tenía el control del automóvil; era su única ventaja. A la desesperada, pisó a fondo el pedal del acelerador.

El Mercedes arrancó con una sacudida. Chirriaron los frenos cuando un autobús de la Greyhound rozó milagrosamente el guardabarros. Steve se vio arrojado de nuevo al asiento y se distrajo brevemente, pero al cabo de unos segundos sus manos volvían a estar sobre Jeannie, separando los pechos del sujetador e introduciéndose por debajo de las bragas, mientras Jeannie intentaba conducir. Estaba frenética. A Steve parecía tenerle sin cuidado el que ambos pudieran morir por su culpa. ¿Que infiernos podía hacer ella para pararle los pies?

Dobló bruscamente el volante hacia la izquierda y la maniobra lanzó a Steve contra la portezuela de su lado. El Mercedes se libró por un pelo de chocar con un camión de basura y, durante una sobrecogedora fracción de segundo, Jeannie vio el rostro petrificado del conductor, un hombre de edad con bigote gris; a continuación torció el volante en sentido contrario y el coche evitó el peligro al desviarse repentinamente.

Steve volvía a meterle mano. Jeannie aplicó los frenos y luego pisó el acelerador, pero el muchacho soltó una risotada al verse zarandeado, como si estuviera disfrutando en un auto de choque de la feria. Y enseguida volvió a la carga.

Con el brazo derecho, Jeannie le asestó un golpe con el codo, seguido de un puñetazo, pero eran intentos carentes de fuerza, ya que al mismo tiempo manejaba el volante, y lo único que consiguió fue distraerle durante unos pocos segundos más.

¿Cuánto tiempo podía durar aquello? ¿Es que no hay coches patrulla en esta ciudad?

Observó por el rabillo del ojo que en aquel momento pasaban por una salida de la autopista. Por el borde de la calzada, unos metros detrás de ella, circulaba un antiguo Cadillac azul celeste. En el último momento, Jeannie torció el volante de golpe. Rechinaron los neumáticos, el Mercedes se inclinó sobre dos ruedas y Steve cayó encima de ella sin poderlo evitar. El Cadillac azul se desvió para eludir el choque, se elevó en el aire un coro de bocinas ultrajadas y Jeannie oyó acto seguido el estrépito de carrocerías que se estrellaban unas contra otras y el sonido como de xilófono que producían los cristales al romperse. Las ruedas de su costado descendieron de nuevo y aterrizaron sobre el asfalto con un ruido sordo que lanzó estremecimientos a lo largo y ancho del esqueleto de la muchacha. Ya estaba en la rampa de salida de la autopista. El automóvil coleó, amenazando con chocar contra los parapetos de hormigón de ambos lados, pero Jeannie consiguió enderezarlo.

Aceleró por la larga rampa de salida. En cuanto el coche recuperó la estabilidad Steve coló la mano entre las piernas de Jeannie y trató de introducir los dedos por debajo de las bragas. Ella se retorció, con la intención de impedírselo. Le lanzó un vistazo a la cara. Steve sonreía, desorbitados los ojos, jadeando y sudando a causa de la excitación sexual. Se lo estaba pasando en grande. Aquello era demencial.

No se veía ningún coche por delante ni por detrás. La rampa concluía en un semáforo que en aquellos momentos estaba verde. A la izquierda había un cementerio. Jeannie vio una señal que indicaba hacia la derecha y decía: «Bulevar del Municipio». Tomó esa dirección, con la esperanza de llegar a un centro urbano con las aceras llenas de gente. Consternada, descubrió que aquella calle era un desolado desierto de casas y zonas de servicio abandonadas. Por delante, el semáforo cambio a rojo. Si se detenía, estaba lista.

Steve ya tenía la mano por debajo de las bragas.

—¡Para! —ordenó.

Lo mismo que ella, comprendía que, si la violaba allí, existían muchas probabilidades de que nadie interviniese.

Ahora le estaba haciendo daño, empujaba y le pinchaba con los dedos, pero mucho peor que el dolor era el miedo a lo que le esperaba. Aceleró furiosamente, rumbo a la luz roja.

Por la izquierda surgió una ambulancia, que dobló delante del Mercedes. Jeannie pisó el freno con todas sus fuerzas y giró el volante para esquivarla, al tiempo que pensaba frenéticamente: «Si ahora chocase, al menos tendría ayuda al alcance de la mano».

De súbito, Steve retiró las manos del cuerpo de Jeannie. La muchacha disfrutó de un instante de bendito alivio. Pero Steve cogió la palanca del cambio de marchas y puso el motor en punto muerto. El coche perdió velocidad repentinamente. Jeannie volvió a meter la marcha, pisó a fondo el pedal del acelerador y adelantó a la ambulancia.

¿Cuánto tiempo vamos a seguir así?, se preguntó Jeannie. Tenía que llegar a algún lugar habitado, donde hubiese gente en la calle, antes de detener el coche o antes de estrellarse. Pero Filadelfia parecía haberse convertido en un paisaje lunar.

Steve agarró el volante y trató de desviar el automóvil hacia la acera. Jeannie dio un tirón rápido para devolverlo a su dirección original. Patinaron las ruedas traseras y la bocina de la ambulancia protestó indignada.

Steve volvió a intentarlo. Esa vez fue más hábil. Llevó la palanca de cambios a punto muerto con la mano izquierda y aferró el volante con la derecha. El automóvil redujo la velocidad y subió por el bordillo de la acera.

Jeannie retiró las manos del volante, las apoyó en el pecho de Steve y le empujó con todas sus fuerzas. La potencia física de la mujer sorprendió a Steve, que se vio impulsado hacia atrás. Jeannie puso la marcha y hundió el pedal del acelerador. El Mercedes volvió a salir disparado hacia delante como un cohete, pero Jeannie se daba cuenta de que no podría mantener aquella lucha durante mucho tiempo más. En cualquier segundo, Steve conseguiría detener el coche y ella se encontraría atrapada allí dentro con él. Steve recobró el equilibrio mientras Jeannie entraba en una curva por la izquierda. El muchacho agarró el volante con ambas manos y Jeannie pensó: «Esto es el fin, ya no puedo aguantar más». Luego el automóvil acabó de doblar la curva y el paisaje urbano cambió radicalmente.

Se encontraron frente a una calle muy concurrida, con un hospital ante el que se congregaba un numeroso grupo de personas, una hilera de taxis y, junto a la acera, un puesto de comida china.

—¡Sí! —exclamo Jeannie triunfalmente.

Pisó el freno. Steve tiró del volante y ella volvió a colocarlo en su posición anterior. El Mercedes dio un coletazo y se detuvo en mitad de la calzada. Una docena de taxistas que se encontraban ante el puesto de comida china se volvieron a mirar.

Steve abrió la portezuela, se apeó y huyó a la carrera.

—¡Gracias a Dios! —susurró Jeannie.

Segundos después, Steve había desaparecido.

Jeannie continuó sentada, jadeante. El violador se había marchado. La pesadilla había concluido.

Uno de los taxistas se acercó y asomó la cabeza por la ventanilla del asiento del pasajero. Precipitadamente, Jeannie compuso su vestimenta.

—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó el hombre.

—Supongo que sí —respondió ella, sin resuello.

—¿A qué diablos venía todo esto?

Jeannie sacudió la cabeza.

—Le aseguro que me gustaría saberlo —dijo.