Hacía mucho calor aquella noche en Filadelfia. En el edificio de viviendas estaban abiertas de par en par todas las puertas y ventanas, ninguno de los cuartos tenía aire acondicionado. Los ruidos de calle ascendían hasta el apartamento 5A del último piso: bocinazos, carcajadas, fragmentos de música. Sobre una barata mesa de pino llena de señales de rasguños y quemaduras de cigarrillo, sonaba un teléfono.
El muchacho descolgó.
—Habla Jim —dijo una voz que parecía un ladrido.
—Hola, tío Jim, ¿cómo estás?
—Preocupado por ti.
—¿Y eso?
—Sé lo que ocurrió el domingo por la noche.
El chico titubeó, no muy seguro de lo que debía responder.
—Ya detuvieron a alguien por eso.
—Pero su amiguita cree que es inocente.
—¿Y?…
—Va a ir a Filadelfia mañana.
—¿Para qué?
—No lo sé a ciencia cierta. Pero creo que esa mujer es un peligro.
—Mierda.
—Puede que desearas hacer algo respecto a ella.
—¿Cómo qué?
—Eso es cosa tuya.
—¿Cómo puedo encontrarla?
—¿Conoces la Clínica Aventina? Está en tu barrio.
—Claro, en Chestnut, todos los días paso por delante.
—Se encontrará allí mañana a las dos de la tarde.
—¿Cómo la reconoceré?
—Alta, pelo oscuro, nariz perforada, de unos treinta años.
—Esas señas podrían ser las de un montón de mujeres.
—Probablemente conducirá un viejo Mercedes rojo.
—Eso reduce el número de candidatas.
—Ahora, piensa que el otro chaval está en libertad bajo fianza.
El muchacho enarcó las cejas.
—¿Y qué?
—Pues que si la moza sufriese un accidente, después de que alguien la viera en tu compañía…
—Comprendo. Darían por supuesto que yo era él.
—Siempre tuviste rapidez de reflejos, hijo mío.
El chico se echo a reír.
—Y tú siempre tuviste malas intenciones, tío.
—Una cosa más.
—Soy todo oídos.
—Es un bombón precioso. Así que disfrútala.
—Adiós, tío Jim. Y gracias.