Steve Logan colgó el teléfono.
Se había duchado, afeitado y puesto ropa limpia. Tenía el estómago lleno de la lasaña que le preparó su madre. Había contado a sus padres, con todo detalle, minuto a minuto, la prueba por la que pasó. Y aunque el muchacho les dijo que estaba seguro de que retirarían los cargos en cuanto se conociera el resultado de las pruebas de ADN, los padres insistieron en la conveniencia de que dispusiera de asesoría jurídica, y Steve iba a ir a ver a un abogado a la mañana siguiente. Todo el trayecto de Baltimore a Washington se lo pasó durmiendo en el asiento trasero del Lincoln Mark de su padre, y pese a que eso difícilmente podía compensar la noche y media que permaneció despierto, ahora se encontraba en perfectas condiciones.
Y quería ver a Jeannie.
Era un deseo que le acuciaba antes de telefonearla. Y ahora que conocía el apuro en que se encontraba la muchacha, el anhelo de verla era mucho más intenso. Se moría por abrazarla y asegurarle que todo iba a arreglarse.
También barruntaba que entre los problemas de Jeannie y los suyos existía una relación. A Steve le parecía que todo empezó a ir mal para ambos a partir del momento en que Jeannie le presentó a su jefe y Berrington reaccionó de aquel extraño modo.
Steve deseaba saber más respecto al misterio de sus orígenes. No había hablado a sus padres de aquella parte. Era demasiado singular e inquietante. Pero sentía la imperiosa necesidad de tratar el tema con Jeannie.
Volvió a coger el teléfono para llamarla otra vez, pero luego cambió de idea. Seguro que ella iba a decirle que no deseaba hablar con nadie. Las víctimas de la depresión suelen comportarse así, aunque necesiten de veras un hombro sobre el que llorar. Tal vez lo que podía hacer era presentarse sin más en la puerta de su casa y decirle:
—¡Ea, vamos a intentar animarnos mutuamente!
Se trasladó a la cocina. La madre estaba frotando el plato de la lasaña con un cepillo de alambre. El padre había ido a pasar una hora en el despacho. Steve empezó a poner cacharros en el lavavajillas.
—Mamá —dijo—, te va a parecer un poco extraño, pero…
—Vas a ir a ver a una chica —se le adelantó la madre.
Steve sonrió.
—¿Cómo lo sabías?
—Soy tu madre, soy telepática. ¿Cómo se llama?
—Jeannie Ferrami. Doctora Ferrami.
—¿Ahora soy una madre judía? ¿Se supone que he de sentirme impresionada por el hecho de que sea médico?
—Es doctora en ciencias, no en medicina.
—Si ya tiene el doctorado, debe de ser mayor que tú.
—Veintinueve años.
—Hummm. ¿Cómo es?
—Bueno, tirando a impresionante, ya sabes, alta y muy bien dotada, juega al tenis endiabladamente, pelo negro, ojos oscuros, nariz perforada con un delicado aro de plata, y es, en fin, fuerte, no tiene pelos en la lengua a la hora de decir de manera directa lo que cree que tiene que decir, pero también se ríe mucho, a gusto, yo le hice soltar carcajadas un par de veces, pero sobre todo es —busco la palabra adecuada—, es pura presencia, cuando está delante, uno no puede mirar a otro sitio…
Se interrumpió.
Su madre se le quedó mirando y luego dijo:
—¡Ay, muchacho!… Te ha dado fuerte.
—Bueno, no necesariamente… —Se cortó—. Si, tienes razón. Estoy loco por esa chica.
—¡Ella siente lo mismo por ti?
—Aún no.
Su madre le sonrió cariñosamente.
—Anda, ve a verla. Confío en que te merezca.
Steve la besó.
—¿Cómo te las arreglas para ser tan buena persona?
—Práctica —respondió la madre.
El coche de Steve estaba aparcado en la puerta; lo habían ido a recoger al campus de la Jones Falls y su madre lo condujo de vuelta a Washington. Desembocó en la I-95 y se dirigió de nuevo a Baltimore.
A Jeannie le vendría bien un poco de afectuosa solicitud. Cuando la llamó por teléfono, ella le contó que el presidente de la universidad la había traicionado y su padre le había robado. Necesitaba que alguien derrochase cariño sobre ella y esa era una labor que él estaba cualificado y deseoso de cumplir.
Mientras conducía se la imaginó sentada a su lado, riendo y diciendo cosas como: «Me alegro de que hayas vuelto a verme, haces que me sienta mucho mejor, ¿por qué no nos desnudamos y nos metemos en la cama?».
Hizo un alto en un centro comercial de un barrio de Mount Washington, donde compró una pizza de marisco, una botella de vino blanco de diez dólares, un recipiente de helado Ben & Jerry —sabor Rainforest Crunch— y diez claveles amarillos. Captó su atención un titular acerca de la Genético, S. A. que destacaba en la primera plana del The Wall Street Journal. Recordó que era la empresa que había financiado la investigación de Jeannie sobre los gemelos. Al parecer estaba a punto de hacerse cargo de ella la Landsmann, una corporación alemana. Compró el periódico.
El deleite de sus fantasías se vio ensombrecido por la intranquilidad que le produjo de pronto la idea de que tal vez Jeannie hubiese salido después de haber hablado con él. O quizás estuviera en casa, pero se negase a abrir la puerta. O tal vez tuviera visita.
Se alegró al ver un Mercedes 230C rojo estacionado cerca del edificio. Luego se dijo que Jeannie podía haberse ido a pie. O en taxi. O en el coche de alguna amiga.
Tenía portero automático. Pulsó el timbre del interfono y miró el altavoz, deseando que emitiese algún ruido. No ocurrió así. Volvió a tocar el timbre. Se oyó un chasquido. El corazón le dio un salto en el pecho. Una voz irritada preguntó:
—¿Quién es?
—Steve Logan. He venido a levantarte el ánimo.
Una pausa prolongada.
—No tengo ganas de recibir visitas, Steve.
—Déjame al menos entregarte unas flores.
Jeannie no contestó. Está asustada, pensó Steve, y se sintió amargamente desilusionado. Ella le había dicho que le creía inocente, pero eso fue cuando se encontraba segura al otro lado de los barrotes. Ahora que él se encontraba ante su puerta y Jeannie estaba sola, la cosa ya no era tan fácil.
—No habrás cambiado de idea acerca de mí, ¿verdad? —dijo. Steve—. ¿Aún crees que soy inocente? Si no es así, me iré.
Sonó un zumbido y se abrió la puerta.
Steve se dijo que no era mujer que resistiese un desafío.
El muchacho entró en un pequeño vestíbulo en el que había dos puertas. Una estaba abierta de par en par y conducía a una escalera. En lo alto de la misma se erguía Jeannie, con una camiseta de manga corta y luminoso color verde.
—Supongo que es mejor que subas —invitó.
No era la más entusiasta de las bienvenidas, pero Steve sonrió y subió la escalera con los regalos en una bolsa de papel. Jeannie le introdujo en una sala de estar con cocina americana. Steve observó que a la muchacha le gustaba el blanco y negro con salpicaduras de colores vivos. Tenía un sofá negro con cojines anaranjados, un reloj azul eléctrico en una pared blanca, pantallas de color amarillo brillante, y un blanco mostrador de cocina con tazas de café rojas.
Dejó la bolsa encima del mostrador.
—Verás —dijo—, lo que te hace falta es comer algo. En cuanto lo hagas, te sentirás mejor. —Sacó la pizza—. Y un vaso de vino te rebajará la tensión. Luego, cuando estés preparada para concederte un tratamiento especial, puedes tomarte este helado directamente del envase de cartón, no tienes por qué ponerlo en un plato. Y cuando toda la comida y la bebida se haya acabado, aún te quedarán las flores. ¿Vale?
Le contempló como si fuera una criatura llegada de Marte.
—Y de todas formas —continuó Steve—, se me ocurrió que necesitabas además que viniese alguien aquí y te dijera que eres una persona maravillosa y especial.
A Jeannie se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Vete a hacer puñetas! —exclamó—. ¡Yo nunca lloro!
Steve apoyó las manos en los hombros de Jeannie. Era la primera vez que la tocaba. Probó a acercársela. Ella no opuso resistencia. Casi sin atreverse a creer en su buena suerte, la abrazó. Era casi tan alta como él. Jeannie apoyó la cabeza en el hombro de Steve y los sollozos sacudieron su cuerpo. Él le acarició los cabellos. Era un pelo suave y espeso. Steve tuvo una erección y se retiró un poco, confiando en que ella no lo hubiera notado.
—Todo se arreglará —dijo, abrazándola nuevamente—. Ya verás como las cosas se solucionan.
Jeannie permaneció en sus brazos durante un largo y delicioso momento. Steve notó la cálida tibieza de su cuerpo e inhaló su perfume. Se preguntó si debía atreverse a besarla. Vaciló, temeroso de que si precipitaba los acontecimientos, ella le rechazase. Luego, el instante pasó y Jeannie se apartó.
Se limpió la nariz con el faldón de la holgada camiseta y al hacerlo brindó a Steve un sensual vistazo al estómago liso y atezado por el sol.
—Gracias —articuló Jeannie—. Necesitaba un hombro sobre el que llorar.
Le descorazonó el tono un tanto despreocupado. Para él fue un instante de intensa emoción; para ella, solo un alivio de la tensión.
—Es parte del servicio —dijo Steve, irónico, y al instante se dijo que había perdido una magnífica ocasión de quedarse callado.
Jeannie abrió un aparador y sacó platos.
—Ya me siento mejor —dijo—. Comamos.
Steve se encaramó a un taburete ante el mostrador de la cocina. Cortó la pizza y descorchó la botella de vino. Disfrutó de la contemplación de los movimientos de la mujer por la casa: viéndola cerrar un cajón con un golpe de cadera, mirar con los párpados entrecerrados la tonalidad del vino que contenía la copa, coger el sacacorchos con sus dedos largos y hábiles. Recordó la primera chica de la que se había enamorado. Se llamaba Bonnie y tenía siete años, los mismos que él entonces; y Steve se había quedado mirando aquellos bucles rubio fresa y aquellos ojos verdes y pensó que era un milagro que pudiera existir alguien tan perfecto en el patio de la Escuela Primaria de Spiller Road. Durante una temporada albergó la idea de que pudiera ser realmente un ángel.
No creía que Jeannie fuese un ángel, pero parecía envolverla una fluida gracia física que le hacía sentir la misma portentosa sensación.
—Tienes una tremenda capacidad de recuperación —comentó Jeannie—. La última vez que te vi, tu aspecto era horrible. De eso hace sólo veinticuatro horas, pero pareces nuevo.
—Salí bastante bien librado. Sólo me duele un poco en el punto donde el detective Allaston me golpeó la cabeza contra la pared y la contusión que me produjo Gordinflas Butcher al patearme las costillas a las cinco de esta mañana, pero se me pasará enseguida, siempre y cuando no vuelvan a meterme en chirona.
Apartó esa idea de la cabeza. No iba a volver a la celda; la prueba de ADN lo eliminaría como sospechoso.
Le dio un repaso visual a la librería de Jeannie. Había muchos títulos ajenos a la narrativa. Biografías de Darwin, Einstein y Francis Bacon; unas cuantas mujeres novelistas que él no había leído: Erica Jong y Joyce Carol Oates; cinco o seis Edith Wharton, algunos clásicos modernos.
—¡Vaya, veo que tienes mi novela favorita de toda la vida! —comentó.
—Deja que adivine: Matar un ruiseñor.
Steve se quedó atónito.
—¿Cómo lo sabes?
—Vamos. El protagonista es un abogado que se enfrenta a los prejuicios sociales para defender a un hombre inocente. ¿No es ese tu gran sueño? Además, no creo que hubieses elegido The Women's Room.
Steve sacudió la cabeza, resignado.
—Sabes muchas cosas acerca de mí. Le acobardas a uno.
—¿Cuál crees que es mi libro preferido?
—¿Se trata de una prueba?
—Apuesta algo.
—Ah… ejem, Middlemarch.
—¿Por qué?
—La protagonista es una mujer fuerte, independiente.
—¡Pero no hace nada! De cualquier modo, el libro que tenía en la cabeza no es ninguna novela. Te doy otra oportunidad.
Steve meneó la cabeza.
—No es novela. —Tuvo un golpe de inspiración—. Ya sé. La historia de un brillante y distinguido descubrimiento que explicaba algo crucial para la existencia del hombre. Apuesto a que es La doble hélice.
—¡Eh, muy bien!
Empezaron a comer. La pizza aún estaba caliente. Jeannie permaneció pensativamente silenciosa durante unos minutos, al cabo de los cuales comentó:
—Hoy realmente la he fastidiado Ahora me doy cuenta. Tenía que haber mantenido toda la crisis en tono menor. Tenía que haber repetido: «Bueno, quizá, podemos discutirlo, no me obliguen a tomar una decisión precipitada». En vez de hacer eso, desafié a la universidad y luego empeoré las cosas hablando con la prensa.
—La impresión que tengo de ti es que eres una persona nada inclinada al compromiso —dijo Steve.
Jeannie asintió.
—Una cosa es no ser dada al compromiso y otra es ser estúpida.
Le enseñó el The Wall Street Journal.
—Esto puede explicar por qué en estos instantes tu departamento es hipersensible a la publicidad negativa. Tu patrocinador está a punto de traspasar la empresa.
Jeannie leyó el primer párrafo.
—Ciento ochenta millones de dólares, ¡caray! —Siguió leyendo mientras masticaba un trozo de pizza. Cuando acabó el artículo sacudió la cabeza—. Tu teoría es interesante, pero no me convence.
—¿Por qué no?
—Era Maurice Obell, no Berrington, quien parecía estar contra mí. Aunque Berrington pueda ser rastrero como una serpiente, según dicen. De todas formas, no soy tan importante. Para los patrocinadores de la Genético no soy más que una parte ínfima de sus proyectos de investigación. Ni siquiera aunque mi trabajo violase verdaderamente la intimidad de las personas, sería eso suficiente escándalo para poner en peligro una operación de compraventa multimillonaria.
Steve se limpió los dedos con una servilleta de papel y cogió la fotografía enmarcada de una mujer con un niño de pecho. La mujer se parecía un poco a Jeannie, aunque tenía el pelo liso.
—¿Es tu hermana? —preguntó.
—Sí. Patty. Ya tiene tres hijos… todos varones.
—Yo no tengo hermanos ni hermanas —dijo Steve. Luego se acordó—. A menos que se cuente a Dennis Pinker. —Cambió la expresión de Jeannie y Steve dijo—: Me miras como a un espécimen.
—Perdona. ¿Probamos el helado?
—Pues claro.
Jeannie puso la cubeta encima de la mesa y sacó dos cucharas. Eso le pareció a Steve de perlas. Comer del mismo recipiente era un paso más hacia el beso. Jeannie comía con delectación. El muchacho se preguntó si haría el amor con el mismo glotón entusiasmo.
Steve tragó una cucharada de Rainforest Crunch y dijo:
—Me alegra infinito que creas en mí. Seguro que a los polis no les ocurre lo mismo.
—Si fueras un violador, mi teoría saltaría hecha pedazos.
—A pesar de todo, pocas mujeres me hubieran abierto la puerta de su casa por la noche. En especial si creyesen que tengo los mismos genes que Dennis Pinker.
—Yo dudé antes de hacerlo —confesó Jeannie—. Pero me has demostrado que tenía razón.
—¿Cómo?
Jeannie indicó los restos de la cena.
—Si una mujer atrae a Dennis Pinker, este tira de cuchillo y le ordena que se quite las bragas. Tú trajiste una pizza.
Steve se echo a reír.
—Puede parecer divertido —dijo Jeannie—, pero existe un mundo de diferencia.
—Hay una cosa que debes saber acerca de mí —advirtió Steve—. Un secreto.
Ella dejó la cuchara.
—¿Que?
—Una vez casi maté a alguien.
—¿Cómo?
Steve le contó la historia de su pelea con Tip Hendricks.
—Por eso me preocupaba tanto todo ese asunto acerca de mis orígenes —dijo—. No puedes imaginar lo inquietante que resulta que le digan a uno que es posible que papá y mamá no sean sus padres. ¿Y si resulta que mi verdadero padre es un asesino?
Jeannie denegó con la cabeza.
—Entablaste una pelea escolar que se te fue de las manos. Eso no te convierte en un psicópata. ¿Y qué me dices del otro chico? Ese tal Tip.
—Alguien lo mató cosa de un par de años después. Por entonces se dedicaba al tráfico de drogas. Tuvo una discusión con su proveedor y el individuo le descerrajó un tiro en la cabeza y lo dejó seco.
—El psicópata era él, supongo —dijo Jeannie—. Eso es lo que les suele ocurrir. Les es imposible evitar los jaleos. Un chicarrón fuertote como tú puede tener un encontronazo con la ley, pero sobrevive al incidente y sigue adelante, llevando una vida normal. En cambio Dennis estará entrando y saliendo de la cárcel hasta que alguien lo mate.
—¿Cuántos años tienes, Jeannie?
—No te ha gustado que te llame chicarrón fuertote.
—Tengo veintidós años.
—Yo veintinueve. Una gran diferencia de edad.
—¿Te parezco un crío?
—Verás, no lo sé, un hombre de treinta años probablemente no se habría pegado la paliza de venir desde Washington sólo para traerme una pizza. Eso es algo impulsivo.
—¿Lamentas que lo haya hecho?
—No. —Le tocó la mano—. Me alegra de verdad.
Steve ignoraba hasta dónde iba a llegar con ella. Pero Jeannie había llorado sobre su hombro. Pensó que una mujer no utiliza a un chico para eso.
—¿Cuándo sabrás algo seguro sobre mis genes? —preguntó.
Jeannie consultó su reloj.
—Es probable que el borrador ya esté terminado. Lisa hará la película por la mañana.
—¿Quieres decir que la prueba está concluida ya?
—Más o menos.
—¿No podemos echar un vistazo al resultado ahora? Se me hace muy duro esperar a ver si tengo o no el mismo ADN que Dennis Pinker.
—Supongo que sí que podemos —dijo Jeannie—. También a mi me corroe la curiosidad.
—¿A qué esperamos, pues?