17

Steve Logan no había pegado ojo en toda la noche.

Gordinflas Butcher durmió como un tronco, dejando escapar de vez en cuando algún que otro suave ronquido. Sentado en el suelo, sin apartar la vista de su compañero de celda, Steve observaba temerosamente todos sus movimientos, todas las contracciones de su cuerpo, mientras se preguntaba qué sucedería cuando aquel individuo se despertara. ¿Buscaría camorra Gordinflas? ¿Intentaría violarle? ¡Le sacudiría una paliza sin más?

Steve tenía buenos motivos para temblar. En la cárcel, las somantas a los reclusos eran el pan nuestro de cada día. Muchos resultaban heridos, unos cuantos morían. A la gente que gozaba de libertad en el exterior aquello le tenía sin cuidado: pensaban que si los presidiarios se tullían o se mataban entre sí quedarían menos malhechores en condiciones de robar y asesinar a los ciudadanos decentes.

Steve no cesaba de decirse, entre temblores, que por nada del mundo debía dar la impresión de víctima. Sabía que al prójimo le iba a resultar fácil equivocarse con él. Tip Hendricks cometió ese error. Steve tenía aire de buena persona. Pese a su corpulencia, cualquiera diría, por su aspecto, que era incapaz de hacer daño a una mosca.

Y ahora tenía que parecer dispuesto a liarse a golpes con quien le provocara, aunque sin dar la nota de pendenciero. Sobre todo, debía evitar que Gordinflas viese en él a un universitario de vida sana y decente. Eso le convertiría en blanco perfecto de burlas, golpes accidentales, atropellos y, al final, la somanta. A ser posible tenía que dar la impresión de que era un delincuente endurecido. En el caso de que no lo consiguiera, sería cuestión de desconcertar y confundir a Gordinflas enviándole señales que le resultasen poco familiares.

¿Y si nada de eso funcionaba?

Gordinflas era más alto y robusto que Steve y posiblemente fuese también un experto en peleas callejeras. Steve poseía un cuerpo más proporcionado y tal vez se moviera con mayor rapidez, pero llevaba siete años sin pegarse enconadamente con nadie. En un espacio amplio, puede que hubiese mantenido a raya a Gordinflas y que hubiera salido sin lesiones graves. Pero allí, en la celda, la lucha sería sangrienta, ganara quien ganase. Si el detective Allaston dijo la verdad, Gordinflas había demostrado, en el curso de las últimas veinticuatro horas, tener instinto asesino. ¿Tengo yo instinto asesino?, se preguntó Steve. ¿Existe eso que se llama instinto asesino? Me faltó muy poco para matar a Tip Hendricks. ¿Me convierte eso en alguien como Gordinflas?

Al pensar en lo que significaría salir victorioso en una trifulca a brazo partido con Gordinflas, Steve se estremeció. Se imaginó al hombretón tendido en el piso de la celda, desangrándose, mientras él, Steve, se erguía sobre él como lo hizo sobre Tip Hendricks, y Spike, el carcelero, exclamaba mientras: «¡Por Jesucristo Todopoderoso, creo que esta muerto!». Más bien sería él quien acabase machacado a golpes.

Quizá debería mostrarse pasivo. Puede que se encontrara más seguro y a salvo permaneciendo hecho un ovillo en el suelo y dejando que Gordinflas le pateara hasta cansarse. Pero Steve no sabía si le iba a ser posible hacer eso. De modo que permaneció allí sentado, con la garganta seca y el corazón desbocado, con la mirada fija en el dormido psicópata e imaginando peleas, combates que siempre perdía.

Supuso que era un truco que los polis practicaban a menudo. A Spike el carcelero no le parecía nada fuera de lo habitual. Quizás, en vez de zurrar la badana a los detenidos en una sala de interrogatorio, para arrancarles la confesión, su táctica consistía en dejar que otros sospechosos les hicieran ese trabajo. Steve se preguntó cuántas personas confesarían delitos que no cometieron sólo para evitar pasar una noche en una celda con alguien como Gordinflas.

No olvidaría aquel trago, se lo juró a sí mismo. Cuando obtuviera el título de abogado y se encargara de la defensa de personas acusadas de crímenes nunca aceptaría como prueba una confesión. Diría: «Una vez me acusaron de un delito que no había cometido, pero que estuve a punto de confesar. Me he visto en tal circunstancia y sé lo que es». Luego recordó que si le declaraban culpable de aquel crimen lo expulsarían de la facultad de Derecho y jamás defendería a nadie.

Se repitió una y otra vez que no le declararían culpable. La prueba del ADN le libraría de la acusación. Hacia la medianoche le sacaron de la celda, le esposaron y lo condujeron al hospital Mercy, situado a escasas manzanas del cuartelillo de policía. Le extrajeron una muestra de sangre, de la que sacarían su ADN. Steve había preguntado a una enfermera cuanto tardarían en saber el resultado de la analítica y la consternación se apoderó de él cuando se enteró de que no lo tendrían antes de tres días. Regresó a la celda sumido en un abatimiento profundo. Volvieron a alojarle con Gordinflas, que, misericordiosamente, continuaba dormido.

Supuso que él podría aguantar despierto veinticuatro horas. Ese era el plazo de tiempo máximo que la ley permitía tenerle retenido sin pasar a disposición judicial. Le arrestaron hacia las seis de la tarde, de modo que tal vez permanecería allí hasta la misma hora del día siguiente. Entonces, si no antes, debían concederle la ocasión de solicitar la fijación de una fianza. Esa sería su oportunidad de salir de allí.

Se estrujó las neuronas tratando de recordar la lección sobre fianza. «La única cuestión que el tribunal puede considerar es si la persona acusada comparecerá o dejará de comparecer en el juicio», salmodió el profesor Rexam. En aquel momento, a Steve le pareció aquello tan aburrido como un sermón; ahora lo significaba todo. Los detalles empezaron a afluir a su mente. Tomó en cuenta dos factores. Uno era la posible sentencia. El riesgo que se corría al conceder la fianza era mayor si el cargo era grave: existían más probabilidades de fuga en el caso de una acusación de asesinato que en el de una de hurto de poca importancia. Lo mismo se aplicaba si el acusado tenía antecedentes penales y, en consecuencia, se enfrentaba a una larga condena. Steve no tenía antecedentes; aunque una vez estuvo convicto de agresión con agravantes eso ocurrió antes de que hubiese cumplido los dieciocho años y no podía emplearse en su contra. Compadecería ante el tribunal como un hombre sin historial delictivo. Sin embargo, los cargos a los que se enfrentaba eran muy graves.

El segundo factor, recordó, eran los «lazos del prisionero con la comunidad»: familia, hogar y empleo. Un hombre que hubiera vivido durante cinco años en el mismo domicilio, con su esposa e hijos, y que trabajase a la vuelta de la esquina, conseguiría el beneficio de la fianza, en tanto que a otro que no tuviese familia en la ciudad, que hubiera ocupado su piso mes y medio antes y que declarase ser músico en paro lo más probable es que le denegasen la fianza. En ese aspecto, pues, Steve estaba confiado. Vivía con sus padres, estudiaba segundo curso en la facultad de Derecho: tenía mucho que perder si se fugaba.

En teoría, los tribunales no consideraban la posibilidad de que el acusado constituyese un peligro para la comunidad. Eso prejuzgaría su culpabilidad. Sin embargo, en la práctica si lo hacían. Oficiosamente, a un hombre que se hubiese enzarzado en diversas reyertas a lo largo del tiempo tenía más probabilidades de que le rechazasen la petición de fianza que alguien que hubiese cometido una agresión. Si a Steve le hubiesen acusado de una serie de violaciones, en vez de un incidente aislado, sus oportunidades de conseguir la fianza quedarían reducidas prácticamente a cero.

Pensó que tal como estaban las cosas el resultado podía decantarse en uno u otro sentido. Mientras observaba a Gordinflas ensayó con la imaginación discursos cada vez más elocuentes destinados al juez.

Estaba decidido a actuar como su propio abogado. No hizo la llamada telefónica a la que tenía derecho. Deseaba desesperadamente no contar nada de aquello a sus padres hasta estar en condiciones de comunicarles que le habían dejado en libertad. La idea de decirles que estaba en la cárcel era demasiado fuerte como para soportarlo; representaría para ellos un enorme y doloroso sobresalto. Sería reconfortante compartir con ellos aquella prueba, pero cada vez que acudía a su ánimo la tentación de hacerlo recordaba la expresión de sus rostros cuando, siete años atrás, a raíz de la pelea con Tip Hendricks, entraron en la comisaría de policía, y se daba cuenta de que decírselo les lastimaría más de lo que pudiera hacerlo Gordinflas Butcher.

En el transcurso de la noche encerraron en las celdas a varios hombres más. Algunos eran apáticos y dóciles, otros manifestaban a voces su inocencia y uno forcejeó con los agentes y como resultado de ello obtuvo una paliza administrada con profesional eficacia.

Hacia las cinco de la mañana las cosas se habían aquietado. Alrededor de las ocho, el sustituto de Spike llevó los desayunos en envases de polietileno procedentes de un restaurante llamado Madre Hubbard. La llegada de la comida despabiló a los reclusos de las otras celdas y el alboroto que armaron despertó a Gordinflas.

Steve no se movió de donde estaba, sentado en el suelo, con la mirada perdida en el vacío, pero sin dejar de espiar angustiosamente a Gordinflas por el rabillo del ojo. Mostrarse cordial se hubiera considerado síntoma de debilidad, supuso. La actitud que convenía adoptar era la de hostilidad pasiva.

Gordinflas se sentó en la litera, se sostuvo la cabeza con las manos y clavó la mirada en Steve, pero no pronunció palabra. Steve sospechó que le estaba evaluando.

Al cabo de un par de minutos, Gordinflas rompió el silencio:

—¿Que leches estás haciendo aquí?

Steve decoró su rostro con una expresión de obtuso resentimiento y a continuación dejó que sus ojos se deslizaran por el espacio hasta tropezarse con los de Gordinflas. Mantuvo allí la mirada durante unos segundos. Gordinflas era bien parecido, con un semblante carnoso y mofletudo que denotaba sombría agresividad. Sus ojos sanguinolentos observaron a Steve especulativamente. A Steve le pareció un tipo degradado, un perdedor, aunque peligroso. Apartó la mirada con fingida indiferencia. No respondió a la pregunta. Cuánto más tardase Gordinflas en clasificarle, más seguro se encontraría él.

Cuando el carcelero pasó el desayuno por el hueco de los barrotes, Steve no le hizo ni caso.

Gordinflas cogió una bandeja. Se lo engulló todo, el beicon, los huevos y la tostada. Se bebió el café y luego se sentó en la taza del retrete y evacuó ruidosamente, sin sentirse incómodo.

Cuando hubo terminado, se subió los pantalones, se sentó en la litera, miró a Steve y quiso saber:

—¿Por qué te han encerrado aquí, muchacho blanco?

Aquel era el momento de mayor peligro. Gordinflas le estaba tanteando, tomándole la medida. Steve tenía que aparentar ser cualquier cosa menos lo que era, un vulnerable estudiante de clase media que no se había visto metido en una pelea desde su adolescencia.

Volvió la cabeza y miró a Gordinflas como si lo viese por primera vez. Puso en sus ojos toda la dureza que pudo y dejó transcurrir largos segundos antes de contestar. Procuró no vocalizar correctamente las palabras.

—Un hijo de mala madre empezó a darme la lata hasta que me cabreé y le jodí vivo, pero bien.

Gordinflas sostuvo su mirada. A Steve le resultó imposible determinar si le creía o no. Al cabo de un momento bastante prolongado, Gordinflas preguntó:

—¿Asesinato?

—¡A ver!

—Estoy en las mismas condiciones.

Al parecer, Gordinflas se había tragado el cuento de Steve. Temerariamente, Steve añadió:

—El hijo de puta que andaba buscándome las cosquillas ya no volverá a tocarme los huevos.

—Ya…—dijo Gordinflas.

Sucedió un largo silencio. Gordinflas parecía meditar. Por último, expresó una duda:

—¿Por qué nos habrán puesto juntos?

—No tienen ninguna puta acusación en firme que cargarme —explicó Steve—. Se figurarán que si la lío y acabo contigo aquí dentro, me habrán pillado.

Gordinflas se sintió herido en su amor propio.

—¿Y si soy yo el que te escabecha?

Steve se encogió de hombros.

—Entonces te habrán pescado a ti.

Gordinflas asintió cachazudamente.

—Sí —convino—. Supongo.

Pareció quedarse sin conversación. Al cabo de un instante volvió a tenderse en el camastro.

Steve aguardó. ¿Se había acabado el asunto?

Pocos minutos después, Gordinflas se durmió de nuevo.

Cuando empezó a roncar, Steve se dejó caer pesadamente contra la pared, como si el alivio le debilitase.

Transcurrieron varias horas sin que sucediera nada.

No se presentó nadie para hablar con Steve, nadie le informó de lo que estaba pasando. No había servicio alguno de información donde pudiera obtener noticias. Deseaba saber cuándo tendría ocasión de solicitar la fianza, pero nadie se lo dijo. Intentó entablar conversación con el nuevo carcelero, pero el hombre se limitó a hacer caso omiso de él.

Gordinflas seguía dormido cuando el carcelero llegó y abrió la puerta de la celda. Puso a Steve las esposas en las muñecas y unos grilletes en las piernas, despertó luego a Gordinflas y repitió la operación con él. Los encadenaron a otros dos hombres, los hicieron avanzar a todos hasta el extremo del bloque de celdas y los introdujeron en un pequeño despacho.

Dentro había dos mesas escritorio, cada una de ellas con un ordenador y una impresora de láser. Delante de las mesas, hileras de sillas de plástico gris. Una de las mesas estaba ocupada por una mujer negra, de unos treinta años, vestida con elegancia. Alzó la vista hacia ellos, dijo:

—Sentaos, por favor.

Y continuó tecleando con unos dedos que la manicura había trabajado esmeradamente.

Arrastraron los pies a lo largo de la fila de sillas y se sentaron. Steve miró a su alrededor. Era una oficina normal, con sus archivadores metálicos, sus tablones de anuncios, un extintor de incendios y una anticuada arca de caudales. Después de ver las celdas, aquello hasta parecía bonito.

Gordinflas cerró los párpados y pareció quedarse dormido otra vez. De los otros dos hombres, uno se quedó mirando con expresión incrédula su pierna derecha, que llevaba enyesada, mientras el otro sonreía distante, evidentemente sin tener la más remota idea de dónde se encontraba: lo mismo podía estar en las alturas espaciales, como una cometa, que tener la cabeza igual que una espuerta de grillos. O las dos cosas.

Por fin, la mujer apartó los ojos de la pantalla del monitor.

—Diga su nombre —pidió.

Steve era el primero de la fila, así que contestó:

—Steven Logan.

—Señor Logan. Soy la comisaria Williams.

Naturalmente, era una comisaria judicial. Steve recordó entonces aquella parte del curso de un procedimiento criminal. Un comisario era un funcionario de los tribunales, de categoría muy inferior a la de un juez. Se encargaba de las órdenes de prisión y otros trámites legales de menor cuantía. Recordó que tenía atribuciones para conceder fianzas y eso le levantó la moral. Tal vez estaba a punto de salir en libertad.

—Estoy aquí— prosiguió la mujer— para informarle de la acusación formulada contra usted, de la fecha, hora y lugar en que se celebrará el juicio, de si se fijará una fianza o si se le dejará en libertad bajo palabra y, en este caso, bajo qué condiciones.

La mujer hablaba muy deprisa, pero Steve captó la alusión a la fianza que confirmaba su recuerdo. Aquella era la persona a la que debía convencer de que él iba a presentarse ante el tribunal en el momento del juicio. De que se podía confiar en él.

—Comparece ante mí bajo las acusaciones de violación en primer grado, asalto con intento de violación, agresión y sodomía.

El redondo semblante de la comisaria se mantuvo impasible mientras detallaba los graves delitos de que se le acusaba. A continuación, le asignó una fecha para la vista, tres semanas después, y Steve recordó que a todo sospechoso debía fijársele una fecha de juicio que no rebasara los treinta días.

—Por el cargo de violación se enfrenta usted a la condena de cadena perpetua. Por el de asalto con intento de violación, de dos a quince años de privación de libertad. Ambas son felonías.

Steve estaba enterado de lo que significaba felonía: delito mayor, pero se preguntó si Gordinflas Butcher lo sabría.

Se acordó de que el violador también había prendido fuego al gimnasio. ¿Por qué no figuraba allí ninguna acusación de incendio premeditado? Quizá porque la policía no contaba con ninguna prueba que le relacionase directamente con el fuego.

La mujer le tendió dos hojas de papel. Una de ellas expresaba que le había sido notificado su derecho a que se le representase, la segunda le informaba acerca del modo de ponerse en contacto con un defensor de oficio. Tuvo que firmar sendas copias de ambas.

La comisaria le formuló una serie de preguntas, a ritmo de tableteo de ametralladora, y tecleó las respuestas en el ordenador.

—Diga su nombre completo. ¿Dónde vive? Y su número de teléfono. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en su actual domicilio? ¿Cuál era su dirección anterior?

Steve empezó a sentirse mas esperanzado y dijo a la comisaría que vivía con sus padres, que estaba en su segundo año en la facultad de Derecho y que no tenía antecedentes penales como adulto. Ella le preguntó si consumía habitualmente drogas o alcohol, a lo que Steve pudo responder negativamente, sin faltar a la verdad. El muchacho se preguntó si se le presentaría la oportunidad de exponer alguna clase de apelación de fianza, pero la funcionaria hablaba a toda velocidad y parecía obligada a seguir al pie de la letra un guión preestablecido.

—No encuentro causa probable para la acusación de sodomía —dijo la comisaria Williams. Apartó la vista de la pantalla de su ordenador y le miró—. Eso no significa que no cometiese usted el delito, sino que en el apartado de «causa probable» de la declaración del detective no figura información suficiente para que yo ratifique el cargo.

Steve se preguntó qué induciría a los detectives a incluir aquella acusación. Tal vez esperaban que el la negase indignado y se traicionara diciendo: «Eso es repugnante, me la follé, pero de sodomizarla, nada de nada, ¿por quién me habéis tomado?».

La comisaria siguió adelante:

—A pesar de todo, hay que procesarle por ese cargo.

Steve estaba hecho un lío. ¿De qué servía la resolución de la comisaria si pese a todo iban a procesarle? Y si a un estudiante de leyes que estaba en su segundo año de carrera le resultaba difícil comprender aquello, ¿cómo iba a entenderlo una persona corriente?

—¿Alguna pregunta? —dijo la comisaria.

Steve respiró hondo.

—Deseo solicitar una fianza —empezó—. Soy inocente…

—Señor Logan —le interrumpió la mujer—, está usted ante mí acusado de varios cargos de delitos mayores incluidos en el articulo 638B del reglamento del tribunal. Lo que significa que yo, como comisaria, no estoy capacitada para, en su caso, adoptar una decisión respecto a la fianza. Eso sólo lo puede hacer un juez.

Fue como un puñetazo en pleno rostro. La decepción fue tan intensa que Steve se sintió enfermo. Se la quedó mirando, incrédulo.

—¿A qué viene entonces toda esta farsa? —preguntó Steve en tono furioso.

—En este momento su detención no está acogida a ninguna clase de fianza.

—Así pues, ¿por qué me ha hecho todas esas preguntas y ha alimentado mis esperanzas? —alzó Steve la voz—. ¡Pensé que podía salir de aquí!

La mujer se mostró impasible.

—Los datos que me ha proporcionado relativos a su dirección y demás los comprobará un investigador preproceso, el cual informará al tribunal —dijo sosegadamente—. Mañana se presentará su solicitud de fianza y será el juez quien tome la decisión pertinente.

—¡Me mantienen en una celda con éste! —Steve señaló al dormido Gordinflas.

—Las celdas no están bajo mi responsabilidad…

—¡El tipo es un asesino! ¡Si no me ha matado ya es porque no puede mantenerse despierto, esa es la única razón! Ahora me quejo formalmente ante usted, como funcionaria judicial, de que se me está torturando mentalmente y de que mi vida corre peligro.

—Cuando están ocupadas todas las celdas, se han de compartir…

—Todas las celdas no están ocupadas, no tiene usted más que asomarse a la puerta y comprobarlo. La mayoría de ellas están vacías. Me han puesto con él para que me muela a golpes. Y si ese individuo lo hace, emprenderé una acción judicial contra usted, personalmente, comisaria Williams, por permitir que eso suceda.

—Echaré un vistazo. —La comisaria se suavizó un poco—. Ahora le paso estos documentos. —Le entregó el sumario de los cargos la declaración de causa probable y otros varios papeles—. Tenga la bondad de firmar cada uno de ellos y quédese con una copia.

Frustrado y abatido, Steve tomó el bolígrafo que le ofrecía y firmó los documentos. Mientras lo hacía, el carcelero sacudió a Gordinflas hasta despertarlo. Steve devolvió los papeles a la comisaría. Ella los guardó en una carpeta. Luego se encaró con Gordinflas.

—Diga su nombre.

Steve enterró la cabeza entre las manos.