HISTORIA
El delgado brazo de Ullen empujaba el estilete cuidadosa y esmeradamente a través del papel; sus ojos miopes parpadeaban detrás de unos gruesos cristales. La luz de señales centelleó dos veces antes de que contestara.
Volvió una página y gritó:
—¿Eres tú, Johnnie? Entra, por favor.
Sonrió amablemente, con su delgado rostro marciano encendido de placer.
—Siéntate, Johnnie, pero primero baja la persiana. El fulgor del sol de la Tierra es muy molesto. Ah, así está mejor, y ahora siéntate y no hagas nada. Quiero silencio durante un rato, pues estoy ocupado.
John Brewster cambió de lugar un montón de papeles mal ordenados y se sentó. Quitó el polvo de los bordes de un libro que estaba abierto sobre la silla más cercana y miró con reproche al historiador marciano.
—¿Sigues fisgoneando en esas viejas cosas llenas de moho? ¿No te cansas?
—Por favor, Johnnie —Ullen no levantó la mirada—, perderás la página. Ese libro es La era de Hitler, de William Stewart, y es muy difícil de leer. Usa muchas palabras que no explica.
Su mirada, al detenerse sobre Johnnie, era de petulancia ceñuda.
—Nunca explican sus términos —prosiguió—. Es algo muy poco científico. En Marte, antes de empezar siquiera, decimos: «Ésta es una lista de todas las definiciones de los términos que se emplearán.» Si no, ¿cómo se puede hablar sensatamente? ¡Hum! Los terrícolas estáis locos.
—Oh, vamos, Ullen…, olvídalo. ¿Por qué no me miras? ¿Ni siquiera te has dado cuenta de nada?
El marciano suspiró, se quitó los lentes, los limpió concienzudamente, y volvió a ponérselos con cuidado. Contempló a Johnnie con aire distraído.
—Bueno, me parece que llevas un traje nuevo. ¿Verdad?
—¡Un traje nuevo! ¿Eso es todo lo que vas a decir, Ullen? Esto es un uniforme. Soy miembro de la Defensa de la Patria. —Se puso en pie, como la personificación de la exuberancia juvenil.
—¿Qué es eso de la Defensa de la Patria? —preguntó lánguidamente Ullen.
Johnnie tragó saliva y volvió a sentarse con impotencia.
—Verás, en realidad creo que no has oído hablar de que la semana pasada hubo guerra entre la Tierra y Venus. Apuesto algo a que no lo sabías.
—He estado ocupado —frunció el ceño y los delgados labios sin sangre—. En Marte no hay guerra… por lo menos, ya no la hay. Hubo un tiempo en que solíamos luchar, pero de eso hace mucho tiempo. Hubo una época en que también éramos científicos, pero de eso hace mucho tiempo. Ahora, somos muy pocos… y no luchamos. —Pareció estremecerse y habló con más energía—: Dime, Johnnie, ¿sabes dónde puedo averiguar lo que significa «honor nacional»? Me he atascado. No puedo seguir adelante a menos que lo comprenda.
Johnnie se levantó hasta alcanzar toda su altura y lucir el uniforme verde sin mácula del Servicio Terrestre. Se rió con amable indulgencia.
—No tienes remedio, Ullen…, viejo tonto. ¿No vas a desearme suerte? Mañana saldré al espacio.
—Oh, ¿hay peligro?
Hubo una carcajada de protesta.
—¿Peligro? ¿Qué crees tú?
—Bueno, pues ir en busca del peligro es una tontería ¿Por qué lo haces?
—No lo entenderías, Ullen. Sólo deséame suerte y dime que confías en que vuelva sano y salvo.
—¡Natu-ral-men-te! No quiero que se muera nadie. —Deslizó la mano en la otra que se le ofrecía—. Cuídate, Johnnie… y espera, antes de irte, tráeme el libro de Stewart. Todo pesa tanto aquí en la Tierra… Pesa, pesa… y las palabras no tienen definiciones.
Suspiró, y volvió a concentrarse en sus libros mientras Johnnie se escabullía silenciosamente de la habitación.
—Estos bárbaros —murmuró, medio dormido—. ¡La guerra! Llaman a eso matarse… —Su voz se desvaneció, convirtiéndose en un murmullo indistinto, mientras sus ojos seguían un dedo que recorría la página.
«Desde el mismo momento de la unión del mundo anglosajón en una sola entidad gubernamental, hacia la primavera de 1941, era evidente que el destino de…»
—¡Esos terrícolas locos!
Ullen se apoyaba fuertemente sobre sus muletas en las escaleras que conducían a la biblioteca de la Universidad y una de sus delgadas manos protegía sus ojos lacrimosos del terrible sol de la Tierra.
El cielo estaba azul, sin nubes; inalterado. Pero en algún lugar de las alturas, al otro lado del etéreo manto del planeta, unas naves de acero brillaban en encarnizado combate. Y sobre la ciudad caían las minúsculas «gotas de la muerte», las muy divulgadas bombas radiactivas que silenciosa e inexorablemente formaban un cráter de cinco metros de profundidad dondequiera que cayeran.
La población de la ciudad corría hacia los refugios y se enterraba en las sólidas celdas de plomo. Con la mirada alzada, silenciosos, ansiosos, pasaban junto a Ullen. Unos guardias de uniforme ponían un poco de orden en la gigantesca huida, dirigiendo a los rezagados y animando a los calmosos.
Llenaban el aire con sus órdenes.
—Vaya hacia el refugio. No se detenga. Ya sabe que no puede quedarse aquí.
Ullen se volvió hacia el guardia que le había hablado y, lentamente, desechó sus pensamientos para hacerse cargo de la situación.
—Lo siento, terrícola, pero no puedo moverme más de prisa en vuestro enorme planeta. —Golpeó una muleta sobre el suelo de mármol—. Las cosas pesan mucho. Si estuviera entre los demás, me aplastarían.
Sonrió amablemente, y el guardia se frotó la barbilla.
—Muy bien, yo lo arreglaré. Para ustedes, los marcianos, todo esto es muy duro. Vamos, aparte esas muletas.
Haciendo un esfuerzo, levantó al marciano.
—Pegue las piernas a mi cuerpo, porque vamos a ir muy de prisa.
Su voluminosa figura se mezcló entre la masa de terrícolas. Ullen cerró los ojos al moverse rápidamente bajo una gravedad superior a lo normal y sentir cómo se le contraía el estómago. Volvió a abrirlos en las oscuras profundidades del refugio.
El guardia le depositó cuidadosamente en el suelo y colocó las muletas debajo de los brazos de Ullen.
—Muy bien. Cuídese.
Ullen inspeccionó los alrededores y cojeó hacia uno de los bancos que había en el extremo del refugio. A su espalda se oyó el tétrico sonido metálico de la gruesa puerta de plomo.
El historiador marciano extrajo una gastada libreta de su bolsillo y garabateó unas anotaciones. No hizo caso del excitado murmullo que se alzaba a su alrededor, ni de los fragmentos de acaloradas conversaciones que llenaban el aire.
Y entonces se rascó la frente llena de arrugas con la punta del lápiz, encontrando fija en él la mirada del hombre que estaba sentado a su lado. Sonrió distraídamente y volvió a sus anotaciones.
—Usted es marciano, ¿verdad? —Su vecino habló con voz rápida y chillona—. No me gustan mucho los extranjeros, pero no tengo nada contra los marcianos. Ahora estos venusianos…
La suave entonación de Ullen le interrumpió:
—Creo que odiar no está nada bien. Esta guerra es una contrariedad…, una verdadera contrariedad. Interfiere con mi trabajo, y ustedes, los terrícolas, tendrían que acabar con ella. ¿No lo cree así?
—Puede apostar lo que quiera a que acabaremos con ella —fue la enfática respuesta—. Vamos a destrozar su planeta… y a los puercos venusianos con él.
—¿Se refiere a atacar sus ciudades de este modo? —El marciano parpadeó al pensarlo—. ¿Cree que sería lo mejor?
—Maldita sea, sí. Es…
—Pero mire —Ullen colocó un dedo esquelético sobre la palma de la mano y continuó con sus amables argumentos—: ¿No sería mucho más fácil capturar las naves con el arma desintegradora? ¿No lo cree así? ¿O es que el pueblo de Venus tiene pantallas?
—¿A qué arma se refiere?
Ullen reflexionó cuidadosamente.
—Supongo que ése no es el nombre con que ustedes la conocen, pero es que yo no sé nada de armas. En Marte la llamamos la «skellingbeg» y eso significa «arma desintegradora» en su idioma. ¿Sabe a lo que me refiero?
No recibió una contestación directa, a menos que pudiera llamarse así a un vago murmullo casi inaudible. El terrícola se apartó de su compañero y contempló con inquietud la pared de enfrente.
Ullen encajó el desaire y se encogió de hombros con cansancio.
—No es que todo esto me importe mucho. Es sólo que la guerra es una gran molestia. Tendría que terminarse. —Suspiró—. ¡Pero no me importa!
Sus dedos acababan de volver a mover el lápiz por el cuaderno que tenía abierto sobre las rodillas, cuando levantó otra vez la vista.
—Dígame, por favor, ¿cómo se llamaba el país donde Hitler murió? Los nombres terrestres son tan complicados a veces… Creo que empieza con una M.
Su vecino le dirigió una prolongada mirada y se alejó. Los ojos de Ullen le siguieron con una expresión de asombro.
Y entonces sonó la señal de que todo estaba claro.
—Oh, sí —dijo Ullen—. ¡Madagascar! ¡Qué nombre tan tonto!
El uniforme de Johnnie Brewster ya estaba desgastado por la guerra; un poco más arrugado en el cuello y los hombros, algo más raído en las rodillas y los codos.
Ullen pasó un dedo por la cicatriz que corría a lo largo del antebrazo derecho de Johnnie.
—¿Ya no te duele, Johnnie?
—¡Caramba! ¡La cicatriz! Cogí al venusiano que me la hizo. Ahora está durmiendo en la Luna.
—¿Estuviste mucho tiempo en el hospital, Johnnie?
—¡Una semana! —Encendió un cigarrillo, apartó algunos papeles desordenados de la mesa del marciano y se sentó—. He pasado el resto del tiempo con mi familia, aunque ya ves que me he acercado por aquí para verte.
Se inclinó y acarició cariñosamente la arrugada mejilla del marciano.
—¿No vas a decirme que te alegras de verme?
Ullen se quitó los lentes y clavó los ojos en el terrícola.
—Pero, Johnnie, ¿estás tan poco seguro de que me alegro de verte, que quieres que te lo diga con palabras? —Hizo una pausa—. Lo anotaré. Los terrícolas siempre tenéis que estar diciéndoos estas cosas tan sencillas… y después no os las creéis. En Marte…
Frotaba metódicamente los lentes mientras hablaba, y ahora volvió a ponérselos.
—Johnnie, vosotros, los terrícolas, ¿no tenéis el arma desintegradora? Una vez conocí a una persona en uno de los refugios y no sabía de lo que le hablaba.
Johnnie frunció el ceño.
—Yo tampoco. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque parece extraño que tengáis que luchar tan violentamente contra esos hombres de Venus, cuando al parecer no poseen pantallas con que defenderse. Johnnie, me gustaría que la guerra terminara. Continuamente me hace dejar el trabajo para ir a un refugio.
—Continúa, Ullen. No divagues. ¿Qué es esta arma desintegradora? ¿Qué sabes de ella?
—¿Yo? No sé nada de nada sobre ella. Pensaba que vosotros lo sabríais…, por eso te lo he preguntado. En Marte, en nuestras historias, hablan de haber empleado esta arma en nuestras viejas guerras. Pero ya no sabemos nada de armas. De cualquier modo, son inútiles, porque el enemigo siempre inventa alguna cosa para protegerse, y entonces todo vuelve a estar igual. Johnnie, ¿crees que podrías bajar a buscarme los Comienzos de los viajes espaciales de Higginboddam?
El terrícola cerró los puños y los agitó con impotencia.
—Ullen, maldito marciano, ¿no comprendes que esto es importante? ¡La Tierra está en guerra! ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!
—Bueno, pues acabad con ella. —Había irritación en la voz de Ullen—. No hay paz ni tranquilidad en ningún lugar de la Tierra. Me gustaría tener esa biblioteca… Johnnie, ten cuidado. Por favor, ¿qué haces? Me lastimas.
—Lo siento, Ullen, pero tendrás que venir conmigo. Vamos a discutir todo esto. —Johnnie había aposentado al marciano, que protestaba débilmente, en una silla de ruedas y salió antes de que terminara la frase.
Un cohete-taxi se encontraba al pie de las escaleras de la Biblioteca, y entre el chófer y el astronauta subieron la silla. Con una estela de humo, despegaron.
Ullen gimió suavemente al sentir la aceleración, pero Johnnie no le hizo caso.
—Washington en veinte minutos, amigo —dijo al conductor—, y no haga caso de las luces de señales.
El delgado secretario habló con helada monotonía:
—El almirante Korsakoff les recibirá.
Johnnie dio media vuelta y tiró la colilla del cigarrillo. Lanzó una apresurada mirada a su reloj y gruñó.
Al moverse la silla de ruedas, Ullen se despertó de un agitado sueño. Se ajustó los lentes.
—¿Nos dejan entrar, por fin, Johnnie?
—¡Shhh!
La mirada impersonal de Ullen se posó sobre los ricos muebles de la habitación, los enormes mapas de la Tierra y Venus sobre la pared, el imponente escritorio del centro, se paseó por la regordeta y barbuda figura sentada detrás del escritorio, y, por fin, se detuvo en el hombre delgado y de cabellos claros que había junto a él.
El marciano trató de levantarse de la silla con súbita impaciencia.
—¿No es usted el doctor Thorning? Le vi el año pasado en Princeton. Se acuerda de mi, ¿verdad? En aquella ocasión me dieron el diploma honorario.
El doctor Thorning se había adelantado y le estrechaba las manos con efusión.
—Naturalmente. Habló usted sobre los métodos históricos marcianos, ¿verdad?
—Oh, se acuerda. ¡Me alegro! Pero este encuentro supone para mí una gran oportunidad. Dígame, como científico, ¿qué opina de mi teoría de que la inseguridad social de la época hitleriana fue la causa directa del…?
El doctor Thorning sonrió.
—Lo discutiremos más tarde, doctor Ullen. En este momento, el almirante Korsakoff quiere que le proporcione cierta información, con la cual esperamos terminar la guerra.
—Exactamente. —Korsakoff habló con tono cortante al encontrar la suave mirada de Ullen—. A pesar de ser marciano, presumo que está a favor de la victoria de los principios de libertad y justicia sobre las execrables prácticas de la tiranía venusiana.
Ullen le contempló con inseguridad.
—Esto me suena familiar…, pero no pienso mucho en ello. ¿Se refiere, quizá, a que la guerra debe terminar?
—Con la victoria, sí.
—Oh, la «victoria»; eso no es más que una palabra tonta. La historia demuestra que una guerra decidida sobre la superioridad militar sólo establece las bases de futuras guerras de represalia y venganza. Le recomiendo un ensayo muy bueno de un tal James Calkins. Fue publicado en el año 2050.
—¡Pero, caballero!
Ullen levantó la voz con suave indiferencia ante los apremiantes susurros de Johnnie.
—Para terminar la guerra —terminarla realmente— tendría usted que decir a la gente de Venus: «No es necesario luchar. Hablemos…»
Se oyó el ruido de un puñetazo sobre la mesa y un juramento de terrible significado.
—Por el amor de Dios, Thorning, haga lo que quiera con él. Le concedo cinco minutos.
Thorning reprimió su hilaridad.
—Doctor Ullen, queremos que nos diga lo que sabe sobre el desintegrador.
—¿El desintegrador? —Ullen se rascó la mejilla con sorpresa.
—Del que habló al teniente Brewster.
—Hummm… ¡Ah! Se refiere al arma desintegradora. No sé nada de ella. Los historiadores marcianos la mencionan de vez en cuando, pero ninguno de ellos la conoce… la parte técnica, quiero decir.
El científico de cabello claro asintió pacientemente.
—Lo sé, lo sé. Pero ¿qué dicen? ¿Qué clase de arma es?
—Bueno, por lo que dicen, se ve que deshace el metal en pedazos. ¿Cómo se llama lo que mantiene unido el metal?
—¿Las fuerzas intramoleculares?
Ullen frunció el ceño y después habló pensativamente:
—Es posible. Me he olvidado de la palabra marciana… a excepción de que es larga. En resumen, esta arma hace que la fuerza que mantiene el metal unido deje de existir y lo deshace convirtiéndolo en polvo. Pero sólo actúa con tres metales, hierro, cobalto y… ¡el otro!
—Níquel —apuntó Johnnie, en voz baja.
—¡Sí, sí, el níquel!
Los ojos de Thorning brillaron.
—Ajá, los elementos ferromagnéticos. Apuesto a que hay un campo magnético oscilante mezclado en todo esto. ¿Qué opina, Ullen?
El marciano suspiró.
—Estas palabras terrestres… Veamos, la mayoría de lo que sé sobre el arma está en los trabajos de Hogel Beg. Estaba —estoy completamente seguro— en su Historia cultural y social del tercer imperio. Era una obra de veinticuatro volúmenes, pero siempre he opinado que era bastante mediocre. Su técnica en la presentación de…
—Por favor —dijo Thorning—, el arma…
—¡Oh, sí, eso! —Se enderezó en la silla e hizo una mueca al realizar el esfuerzo—. Habla sobre electricidad y va hacia delante y atrás con mucha velocidad, mucha velocidad, y su presión… —Hizo una desesperada pausa, y contempló el ceñudo semblante del almirante con ingenuidad—. Creo que la palabra es presión, pero no lo sé, porque es difícil traducirla. La palabra marciana es «cranstad». ¿Les sirve eso de ayuda?
—¡Creo que usted quiere decir «potencial», doctor Ullen! —Thorning suspiró audiblemente.
—Bueno, si usted lo dice… Sea como fuere, este «potencial» también cambia muy de prisa y los dos cambios están sincronizados de algún modo con un magnetismo que… uh… se desplaza, y esto es todo lo que sé. —Sonrió inciertamente—. Ahora me gustaría regresar. No hay inconveniente, ¿verdad?
El almirante no se dignó contestar.
—¿Ha sacado algo en claro de todo este lío, doctor?
—No mucho —admitió el físico—, pero me ha dado una o dos pistas. Tendremos que consultar ese libro de Beg, pero no tengo grandes esperanzas. Se limitará a repetir lo que acabamos de oír. Doctor Ullen, ¿hay alguna obra científica en su planeta?
El marciano se entristeció.
—No, doctor Thorning, todas fueron destruidas durante la reacción kaliniana. En Marte, no creemos en la ciencia. La historia ha demostrado que la ciencia no proporciona la felicidad. —Se volvió al joven terrícola que le acompañaba—: Johnnie, vayámonos, por favor.
Korsakoff les despidió con un signo de la mano.
Ullen se inclinó con cuidado sobre el manuscrito totalmente mecanografiado e insertó una palabra. Dirigió una brillante mirada a Johnnie Brewster, que movió la cabeza y colocó una mano sobre el brazo del marciano. Su frente se contrajo aún más.
—Ullen —dijo con voz sorda—. Vas a tener problemas.
—¿Eh? ¿Yo? ¿Problemas? Pero, Johnnie, eso no es cierto. Mi libro está saliendo muy bien. El primer volumen ya está terminado y, aparte de los últimos toques, está listo para ir a la imprenta.
—Ullen, si no puedes facilitar una información concreta del desintegrador al gobierno, no respondo de las consecuencias.
—Pero si les dije todo lo que sabía…
—No es suficiente. No lo es. Tienes que recordar algo más, Ullen, tienes que hacerlo.
—Pero es imposible recordar algo que nunca se ha sabido; es un axioma. —Ullen se enderezó en su asiento, apoyándose en una muleta.
—Lo sé —la boca de Johnnie se contrajo en una mueca de tristeza—, pero tienes que comprenderlo.
»Los venusianos controlan el espacio; nuestras guarniciones del asteroide han sido aniquiladas, y la semana pasada cayeron Fobos y Deimos. Se han roto las comunicaciones entre la Tierra y la Luna y sólo Dios sabe cuánto tiempo resistirá la guarnición lunar. La misma Tierra no está segura, y los bombardeos son cada vez más graves. Oh, Ullen, ¿no lo entiendes?
El aspecto de confusión del marciano se acentuó.
—¿La Tierra está perdiendo?
—¡Dios mío, sí!
—Pues tendréis que rendiros. Es lo lógico. ¿Por qué empezasteis todo esto… estúpidos terrícolas?
Johnnie apretó los dientes.
—Pero si tuviéramos el desintegrador, no perderíamos.
Ullen se encogió de hombros.
—Oh, Johnnie, empieza a resultar pesado oír siempre la misma cantinela. Los terrícolas tenéis una mente reiterativa. Mira, ¿no te sentirías mejor si te leyera mi manuscrito? Sería muy conveniente para tu intelecto.
—Muy bien, Ullen, tú lo has querido, y voy a decírtelo. Si no dices a Thorning lo que quiere saber, te arrestarán y serás juzgado por traición.
Hubo un corto silencio, y después un confuso balbuceo:
—T-traición. Quieres decir que he sido desleal a… —El historiador se quitó los lentes y los limpió con una mano temblorosa—. No es verdad. Estás tratando de asustarme.
—Oh, no, no lo hago. Korsakoff cree que sabes más de lo que dices. Está seguro de que pretendes obtener un buen precio, o, más probablemente, que has vendido la información a los venusianos.
—Pero Thorning…
—Thorning tampoco está muy seguro. Tiene que pensar en su propio pellejo. Los gobiernos terrestres no se caracterizan por su sensatez en momentos de apuro. —Sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas—. Ullen, debe haber algo que puedas hacer. No sólo por ti…, también por la Tierra.
Ullen respiró entrecortadamente.
—Piensan que yo vendería mis conocimientos científicos. ¿Con este insulto me pagan mi sentido de la ética, mi integridad científica? —Su voz estaba llena de furia, y por primera vez desde que Johnnie le conocía, prorrumpió en un torrente de palabras marcianas—. Pues bien, no diré ni una palabra —concluyó—. Que me metan en la cárcel o me maten, pero este insulto no voy a olvidarlo.
La firmeza de sus ojos era inconfundible, y los hombros de Johnnie se hundieron. El terrícola no se movió al ver centellear la luz intermitente.
—Abre, Johnnie —dijo el marciano, en voz baja—. Vienen a buscarme.
Al cabo de un momento, la habitación estuvo llena de uniformes verdes. El doctor Thorning y los dos que le acompañaban eran los únicos que iban vestidos de civiles.
Ullen luchó por levantarse.
—Caballeros, no digan nada. Me han informado que creen que estoy vendiendo lo que sé… vendiendo por dinero —escupió las palabras—. Es algo que nunca se ha dicho de mí…, algo que no me merezco. Si lo desean, pueden encarcelarme inmediatamente, pero no diré ni una palabra más…, ni tendré ningún otro contacto con el gobierno de la Tierra.
Un oficial vestido de verde se adelantó al instante, pero el doctor Thorning le detuvo con un gesto.
—Bueno, doctor Ullen —dijo con jovialidad—, no se precipite. Sólo he venido a preguntarle si ha recordado algún hecho adicional. Cualquier cosa, no importa su insignificancia…
Hubo un silencio pétreo. Ullen se apoyó con fuerza sobre las muletas, pero permaneció erguido.
El doctor Thorning se sentó imperturbablemente encima de la mesa del historiador, y cogió el montón de páginas mecanografiadas.
—Ah, éste es el manuscrito del que me hablaba Brewster. —Lo miró con curiosidad—. Bueno, supongo que se da cuenta de que su actitud obligará al gobierno a confiscarle todo esto.
—¿Eh? —La severa expresión de Ullen se trocó en otra de consternación. Su muleta se cayó y él se derrumbó en la silla.
El físico detuvo la débil mano del otro.
—No le ponga las manos encima, doctor Ullen, yo me ocuparé de esto. —Hojeó las páginas, que crujieron—. Verá, si usted es arrestado por traición, sus escritos se convierten en subversivos.
—¡Subversivos! —La voz de Ullen era ronca—. Doctor Thorning, no sabe lo que está diciendo. Es mi…, mi gran labor —habló secamente—. Por favor, doctor Thorning, deme mi manuscrito.
El otro lo sostuvo frente a los temblorosos dedos del marciano.
—Si… —dijo.
—¡Pero no sé nada!
El sudor corría por la pálida cara del historiador. Su voz salió confusamente:
—¡Tiempo! ¡Deme tiempo! Pero déjeme pensar… y, por favor, no le haga nada al manuscrito.
Los dedos del otro se posaron con fuerza sobre el hombro de Ullen.
—Ayúdeme, porque quemaré su manuscrito dentro de cinco minutos, si…
—Espere, se lo diré. En alguna parte —no sé dónde— se decía que en el arma se empleaba un metal especial para algunos de los cables. No sé qué metal, pero el agua lo estropeaba y tenía que estar alejado de ella… también el aire. Era…
—¡Por el sagrado Júpiter! —gritó uno de los compañeros de Thorning—. Jefe, ¿no recuerda el trabajo de Aspartier sobre los cables de sodio en una atmósfera de argón, hace cinco años?
Los ojos del doctor Thorning trataron de recordar.
—Espere…, espere…, espere… ¡Maldita sea! Lo teníamos delante de las narices…
—Lo sé —gritó repentinamente Ullen—. Fue en Karisto. Estaba discutiendo la caída de Gallonie y ésta era una de las causas menores —la carencia de ese metal— y después mencionó…
Hablaba a una habitación vacía, y guardó un silencio de asombrado aturdimiento durante un rato.
Y después, «¡Mi manuscrito!». Lo recuperó de donde yacía, diseminado por el suelo, cojeando penosamente a su alrededor, alisando con cuidado todas las hojas arrugadas.
—Los muy bárbaros…, ¡tratar de este modo el trabajo de un gran científico!
Ullen abrió otro cajón y removió su contenido. Lo cerró y miró malhumoradamente a su alrededor.
—Johnnie, ¿dónde he puesto aquella bibliografía? ¿La has visto?
Miró hacia la ventana.
—¡Johnnie!
Johnnie Brewster dijo:
—Espera un momento, Ullen. Aquí llegan.
Las calles eran una explosión de color. En una larga hilera, de rígidos movimientos, el Ejército Verde desfilaba por la avenida, mientras el aire se llenaba de confeti y caía sobre sus cabezas una lluvia de cinta de teleimpresor. El bramido de la multitud era apagado, silencioso.
—Ah, los muy tontos —musitó Ullen—. Estaban igual de contentos cuando empezó la guerra y hubo un desfile igual que éste… y ahora otro. ¡Qué tontería! —Volvió a cojear hacia su silla.
Johnnie le siguió.
—El gobierno da tu nombre a un nuevo museo, ¿verdad?
—Sí —fue la seca respuesta. Escudriñó inútilmente por debajo de la mesa—. El Museo de la Guerra Ullen…, y estará lleno de armas antiguas, desde los cuchillos de piedra hasta los cohetes antiaéreos. Éste es el extraño sentido de la Tierra sobre la conveniencia de las cosas. ¿Dónde diablos está esa bibliografía?
—Aquí —dijo Johnnie, sacando el documento del bolsillo del chaleco de Ullen—. Vencimos gracias a tu arma, antigua para ti, así que es conveniente en cierto modo.
—¡Vencisteis! ¡Claro! Hasta que Venus se rearme, vuelva a prepararse y empiece a luchar para vengarse. Toda la historia muestra… pero no importa. Esta conversación es inútil. —Se sentó cómodamente en su sillón—. Mira, déjame que te enseñe una verdadera victoria. Déjame que te lea parte del primer volumen de mi obra. Ya sabes que está imprimiéndose.
Johnnie se echó a reír.
—Adelante, Ullen. En este momento estoy dispuesto a que me leas tus doce volúmenes completos…, palabra por palabra.
Y Ullen sonrió amablemente.
—Le iría muy bien a tu intelecto —dijo.
Se habrán fijado en que Historia menciona el final de Hitler. Se escribió a principios de septiembre de 1940, cuando Hitler parecía estar en la cima de su éxito. Francia había sido derrotada y ocupada, y Gran Bretaña estaba acorralada y no parecía posible que sobreviviera. Pero yo no abrigaba ninguna duda sobre su derrota final. Sin embargo, no me imaginé que su vida terminara en suicidio. Creí que, como Napoleón y el Kaiser, acabarla su vida en el exilio. Madagascar fue el lugar que escogí.
También mencioné en el retrato «las minúsculas “gotas de la muerte”, las muy divulgadas bombas radiactivas que silenciosa e inexorablemente formaban un cráter de cinco metros de profundidad dondequiera que cayeran».
Cuando escribí el relato, se había descubierto y anunciado la fisión del uranio. No obstante, yo aún no había oído hablar de ella y no sabía que la realidad estaba a punto de sobrepasar mi apreciada imaginación.
El 23 de octubre de 1940 visité a Campbell y le esbocé otro relato de ciencia ficción que quería escribir y que pensaba titular Reason. Campbell se entusiasmó en extremo. Me costó muchas fatigas escribirlo y tuve que empezarlo de nuevo varias veces, pero con el tiempo quedó terminado, y el 18 de noviembre lo presenté a John. El día 22 lo aceptó, y el relato apareció en el número de abril de 1941 de la revista Astounding.
Era la tercera narración mía que aceptaba, y la primera en que no pedía una revisión. (La verdad es que me dijo que le había gustado tanto que casi había decidido darme una gratificación.)
Con Reason la serie Robot positrónico conquistó el mercado, y en ella aparecieron los dos personajes más logrados creados por mí hasta el momento: Gregory Powell y Mike Donovan, que eran unas reproducciones mejoradas de Turner y Snead de Un anillo alrededor del Sol. En su momento, Reason y otros de la serie que vendrían luego (junto con Robbie, que Campbell había rechazado), aparecerían en Yo, robot.
El éxito de Reason no significaba que en lo sucesivo Campbell ya no hubiera de rechazarme nada.
El 6 de diciembre de 1940, influido por la estación, y pensando continuamente que un cuento de Navidad no se podía vender más allá de julio, para poder salir en el número de diciembre, empecé Navidad en Ganímedes. Se lo presenté el día 23, pero la temporada de vacaciones no influyó en su criterio. Y lo rechazó.
Luego probé con Pohl y, como me sucedía tan a menudo aquel año, éste lo aceptó. Sin embargo, y por razones que explicaré más tarde, en este caso la aceptación cayó en el vacío. Posteriormente, lo vendí (el 27 de junio de 1941, o sea, en la época apropiada del año) a Startling Stories, la joven revista, hermana de Thrilling Wonder Stories.