HERENCIA
El doctor Stefansson acarició el grueso fajo de hojas mecanografiadas que tenía delante.
—Todo está aquí, Harry…, veinticinco años de trabajo.
El apacible profesor Harvey chupó su pipa con indolencia.
—Bien, tu parte está terminada y la de Markey también, en Ganímedes. Ahora les toca el turno a los gemelos.
Se produjo un corto y meditabundo silencio, y después el doctor Stefansson se agitó intranquilo.
—¿Comunicarás pronto la noticia a Allen?
El otro asintió con tranquilidad.
—Tenemos que hacerlo antes de llegar a Marte, y cuanto antes mejor. —Hizo una pausa, y después añadió con voz forzada—: Me pregunto lo que se siente al averiguar que se tiene un hermano gemelo, al cabo de veinticinco años. Debe de ser un golpe tremendo.
—¿Cómo lo tomó George?
—Al principio no se lo creía, y no me extraña. Markey tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para convencerle de que no era una broma. Supongo que a mí me pasará lo mismo con Allen. —Apretó el tabaco de su pipa y movió la cabeza.
—Me siento tentado de ir a Marte para ver su primer encuentro —comentó el doctor Stefansson anhelante.
—No harás tal cosa, Stef. Este experimento ha llevado demasiado tiempo y significa demasiado para que lo destroces con una decisión tan tonta.
—¡Lo sé, lo sé! ¡La herencia contra el medio ambiente! Quizá acabe siendo la respuesta definitiva. —Hablaba para sí mismo, como si repitiera una vieja fórmula muy conocida—. Dos gemelos idénticos, separados al nacer; uno educado en la vieja y civilizada Tierra, el otro en el pionero Ganímedes. Después, el día de su vigésimo quinto cumpleaños, se les reúne por primera vez en Marte… ¡Dios mío! Me hubiera gustado que Carter viviera para ver el final de todo esto. Son sus hijos.
—¡Lástima! Pero ellos viven, y nosotros también. Llevar el experimento hasta el final será el tributo que nosotros le haremos.
Cuando se ve por vez primera la sucursal marciana de Productos Medicinales, S. A., es imposible adivinar que esté rodeada por algo que no sea desierto. No se distinguen las cuevas subterráneas donde se crían artificialmente los hongos naturales de Marte en enormes y florecientes campos. El intrincado sistema de transporte que conecta todos los puntos de los innumerables kilómetros cuadrados de campos al edificio central es invisible. El sistema de irrigación, los purificadores de aire, las cañerías de drenaje, todo está oculto.
Y lo único que uno ve es el gran edificio achatado de ladrillos rojos y el desierto marciano, rojizo y seco, a todo su alrededor.
Eso era todo lo que George Carter había visto tras su llegada a bordo de un cohete-taxi. Pero a él, por lo menos, las apariencias no le habían decepcionado. Hubiera sido extraño que ocurriera lo contrario, pues su vida en Ganímedes había estado orientada en todas sus fases hacia una eventual dirección general de aquel complejo. Conocía cada centímetro cuadrado de las cavernas subterráneas como si hubiera nacido y crecido en ellas.
Y ahora se encontraba en el reducido despacho del profesor Lemuel Harvey, sin poder evitar que una ligera nube de intranquilidad cruzara por su impasible semblante. Sus fríos ojos de color azul buscaron los del profesor Harvey.
—Ese…, ese hermano gemelo mío. ¿Vendrá pronto?
El profesor Harvey asintió.
—Ya está en camino.
George Carter descruzó las rodillas. Su expresión era casi melancólica.
—Se parece muchísimo a mí, ¿eh?
—Muchísimo. Ya sabes que sois gemelos idénticos.
—¡Humm! ¡Así lo creo! Me gustaría haberle conocido desde siempre, ¡en Ganímedes! —Frunció el ceño—. Ha vivido toda su vida en la Tierra, ¿eh?
Una expresión de interés apareció en el rostro del profesor Harvey. Preguntó vivamente:
—¿No te gustan los terrícolas?
—No, no exactamente —fue la inmediata respuesta—. Es sólo que los terrícolas son ingenuos. Todos los que yo conozco lo son.
Harvey esbozó una sonrisa y la conversación languideció.
La señal de la puerta sacó a Harvey de su ensoñación y a George Carter de su asiento al mismo tiempo. El profesor apretó un botón de su mesa y la puerta se abrió.
La figura que apareció en el umbral atravesó la habitación y después se detuvo. Los hermanos gemelos estaban frente a frente.
Los dos estaban rígidamente erguidos, a tres metros de distancia el uno del otro, y sin hacer ni un solo movimiento por reducir la separación. Mostraban un curioso contraste, un contraste que resultaba más marcado por la gran similitud que había entre ambos.
Unos fríos ojos azules se clavaron en otros fríos ojos azules. Cada uno de ellos vio una nariz larga y recta y unos labios rojos firmemente cerrados. Los altos pómulos eran tan prominentes en uno como en el otro, la saliente y angulosa mandíbula, igual de cuadrada. Incluso tenían la misma y extraña curva en una ceja, en expresiones idénticas de interés absorto y algo irónico.
Pero con el rostro, todo parecido acababa. La ropa de Allen Carter llevaba el sello de Nueva York en cada centímetro cuadrado. Desde la blusa suelta, pasando por los pantalones de color púrpura oscuro que no bajaban de las rodillas, las medias asalmonadas de celulosa, hasta las relucientes sandalias de sus pies, era la personificación de la última moda terrícola.
Durante un momento fugaz, George Carter experimentó un cierto sentimiento de torpeza, enfundado como iba en una camisa de mangas ajustadas y cuello cerrado de hilo de Ganímedes. El chaleco sin botones y los voluminosos pantalones con los extremos metidos en unas botas de cordones y resistentes suelas eran chabacanos y provincianos. Incluso él se dio cuenta… sólo durante un momento.
Allen sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la manga —fue el primer movimiento que hizo uno de los dos hermanos—, lo abrió y extrajo un delgado cilindro de tabaco cubierto con papel que se encendió espontáneamente a la primera chupada.
George vaciló una fracción de segundo y su acción subsiguiente fue casi de desafío. Introdujo la mano en el bolsillo interior del chaleco y extrajo la verde y reseca silueta de un cigarro hecho con hoja de Ganímedes. Encendió una cerilla con la uña y durante un largo momento lo equiparó, chupada a chupada, con el cigarrillo de su hermano.
Y entonces Allen se echó a reír… con una risa extraña y estridente.
—Me parece que tú tienes los ojos un poco más juntos.
—Es posible que así sea. Tú llevas el cabello de forma diferente. —Había una débil nota de desaprobación en su voz. Allen se llevó la mano a su largo cabello castaño, cuidadosamente rizado en las puntas, mientras sus ojos se posaban sobre la cola descuidadamente anudada que recogía el cabello, igualmente largo, del otro.
—Supongo que tendremos que acostumbrarnos el uno al otro. Yo estoy deseando intentarlo. —El gemelo de la Tierra avanzaba ahora, con la mano extendida.
George sonrió.
—Supongo que sí.
Se estrecharon las manos.
—Te llamas Allen, ¿eh? —dijo George.
—Y tú, George, ¿verdad? —contestó Allen.
Y después no dijeron nada más durante largo rato. Se limitaron a mirarse… y a sonreírse como si lucharan por llenar el vacío de veinticinco años que les separaban.
La mirada impersonal de George Carter se posó sobre la alfombra de capullos púrpura que se extendía en cuadriláteros bordeados de tierra hasta la brumosa distancia de las cavernas. Los periódicos y escritores podían hablar del «hongo de oro» de Marte, de los extractos purificados, en cosechas de hectáreas de flores, que se habían hecho indispensables para la profesión médica del sistema. Calmantes, vitaminas depuradas, un nuevo específico vegetal contra la neumonía; las flores casi valían su peso en oro.
Pero para George Carter no eran más que flores, flores que debían alcanzar su máximo desarrollo, ser recogidas, embaladas y enviadas a los laboratorios de Aresópolis, a cientos de miles de kilómetros de distancia.
Redujo la velocidad de su coche terrestre y sacó furiosamente la cabeza por la ventanilla.
—¡Eh, tú, rata de alcantarilla! El de la cara sucia. Mira lo que estás haciendo…, que la maldita agua no se salga del canal.
Metió la cabeza y el coche avanzó de nuevo. El joven de Ganímedes murmuró con mal humor:
—Todos esos hombres son unos inútiles. Con tantas máquinas para hacer su trabajo, yo diría que tienen el cerebro de vacaciones permanentes.
El coche terrestre se detuvo y él descendió. Atravesando las parcelas de hongos, se acercó al grupo de hombres que había junto a la máquina en forma de estrella que aparecía en el camino.
—Bien, aquí estoy. ¿Qué es, Allen?
Allen sacó la cabeza de detrás de la máquina. Hizo señas a los hombres que le rodeaban.
—¡Deténganse un segundo! —y corrió hacia su hermano gemelo.
—George, funciona. Es lenta y está mal hecha, pero funciona. Ahora que tenemos los fundamentos, podemos mejorarla. Y dentro de muy poco tiempo, seremos capaces de…
—Espera un momento, Allen. En Ganímedes se va despacio. He vivido así mucho tiempo. ¿Qué es eso?
Allen hizo una pausa y se enjugó la frente. Su rostro brillaba de grasa, sudor y excitación.
—He estado trabajando en esto desde que dejé la Universidad. Es una modificación de algo que tenemos en la Tierra, pero que está muy mejorado. Es un recolector de flores mecánico.
Había extraído un cuadrado de papel resistente, muy doblado, del bolsillo y hablaba sin cesar mientras lo extendía sobre el suelo:
—Hasta el momento, la recogida de las flores ha sido la dificultad de la producción, para no hablar del 15 al 20 por ciento de pérdidas por recoger flores poco o demasiado maduras. Al fin y al cabo, los ojos humanos son sólo ojos humanos, y las flores… Aquí, ¡mira!
El papel estaba extendido sobre el suelo, y Allen, de cuclillas frente a él. George se inclinó sobre su hombro, con ceñuda vigilancia.
—Mira, es una combinación de fluoroscopio y célula fotoeléctrica. La madurez de la flor puede determinarse por el estado de las esporas que tiene dentro. Esta máquina está ajustada de modo que el circuito característico reaccione ante el impacto que produce esta combinación de luz y oscuridad formada por las esporas maduras del interior de la flor. Por otro lado, este segundo circuito…, pero mira, será más sencillo que te lo enseñe.
Pesadamente, la máquina se volvió hacia las flores y su «ojo» se desplazó hacia los lados a quince centímetros del suelo. Al pasar junto a cada flor de hongo, se disparaba un largo y delgado brazo, cercenándola limpiamente a dos centímetros del suelo y depositándola con destreza en el tobogán que había debajo. Un montón de flores se formó detrás de la máquina.
—Más adelante, también podemos incorporar una atadora. ¿Te has fijado en aquellas flores que no ha tocado? No están maduras. Espera a que encuentre una demasiado madura y verás lo que hace.
Gritó de triunfo un momento después cuando una flor fue rota y dejada caer en el mismo lugar.
Paró la máquina.
—¿Ves? Es posible que dentro de un mes podamos empezar a hacerla trabajar en los campos.
George Carter contempló agriamente a su hermano.
—Yo diría que mucho más de un mes. Es más probable que toda la vida.
—¿Qué quieres decir con eso de «toda la vida»? Sólo hay que apresurarse…
—No me importa que lo único que falte sea pintarla de púrpura. Eso no aparecerá en mis campos.
—¿Tus campos?
—Sí, míos —fue la fría respuesta—. Aquí tengo poder de veto, lo mismo que tú. No puedes hacer nada sin mi autorización, y para esto no la conseguirás. Es más, quiero que te lleves ese trasto lejos de aquí. No sirve de nada.
Allen descendió del colector y se encaró con su hermano.
—Conviniste en dejarme esta parcela para que experimentara en ella, libre de vetos, y espero que mantengas tu palabra.
—Muy bien. Pero que esa maldita máquina no se acerque al resto de los campos.
El terrícola se acercó al otro con lentitud. Había una peligrosa mirada en sus ojos.
—Mira, George, no me gusta tu actitud… y no me gusta cómo empleas tu poder de veto. No sé lo que estás acostumbrado a dirigir en Ganímedes, pero ahora es tu gran oportunidad, y hay muchísimas ideas provincianas que tendrás que sacarte de la cabeza.
—No, si yo no quiero. Y si quieres sacármelas tú mismo, será mejor que vayamos a tu despacho. Discutir delante de los hombres minaría la disciplina.
El viaje de regreso a la central se hizo en un ominoso silencio. George silbaba suavemente para sí y Allen se cruzó de brazos y contempló con ostentosa indiferencia el estrecho y serpenteante camino que tenía delante. El silencio persistía cuando entraron en el despacho del terrícola.
—Hay muchísimas cosas de esta situación, George, que suponen un misterio para mí. No sé por qué a ti te criaron en Ganímedes y a mí en la Tierra, y no sé por qué nunca permitieron que conociéramos la existencia del otro, o por qué ahora nos han hecho codirectores con el poder de veto mutuo…, pero lo que sí sé es que la situación se está haciendo rápidamente intolerable.
»Esta sociedad necesita una modernización, y tú lo sabes. Sin embargo, has ejercido ese poder de veto sobre los adelantos más pequeños que yo he tratado de adoptar. No sé cuál es tu punto de vista, pero tengo la impresión de que crees que sigues viviendo en Ganímedes. Si tienes ideas atrasadas, te lo advierto, ponte rápidamente al día. Yo soy de la Tierra, y esta sociedad será llevada con eficiencia terrestre y organización terrestre. ¿Lo entiendes?
George echó una bocanada de oloroso tabaco hacia el techo antes de contestar, pero cuando lo hizo, sus ojos eran penetrantes, y su voz tenía un acento mordaz.
—De la Tierra, ¿verdad? ¿Nada menos que con eficiencia terrestre? Bien, Allen, me gustas. No puedo evitarlo. Eres tan igual a mí, que si no me gustaras sería como si no me gustara a mí mismo. Odio decirlo, pero tu educación es fatal.
Su voz se hizo severamente acusadora:
—Eres un terrícola. Bueno, mírate a ti mismo. Un terrícola no es, en el mejor de los casos, más que medio hombre, y, como es natural, os apoyáis en máquinas. Pero ¿supones que quiero que la sociedad sea dirigida por máquinas…, sólo máquinas? ¿Qué harán los hombres?
—Los hombres dirigen las máquinas —fue la rápida y malhumorada contestación.
—Las máquinas dirigen a los hombres, y lo sé muy bien. Primero, las usas; después dependes de ellas; y finalmente eres su esclavo. En tu preciosa Tierra sólo hay máquinas, máquinas, máquinas… y como resultado, ¿qué eres tú? Te lo diré. ¡Medio hombre!
Se incorporó.
—Me sigues gustando. Me gustas lo bastante para que siga deseando que hubieras vivido en Ganímedes conmigo. Por Júpiter que allí hubieran hecho de ti un hombre.
—¿Has terminado? —preguntó Allen.
—¡Yo diría que sí!
—Entonces te diré una cosa. A ti no te pasa nada que una vida en un planeta decente no hubiera podido solucionar. Sin embargo, se da el caso de que eres de Ganímedes. Te aconsejo que regreses allí.
George habló en voz muy baja.
—No estarás pensando en darme una paliza, ¿verdad?
—No. No podría luchar con mi propia imagen, pero si tuvieras la cara un poco diferente, disfrutaría aplastándotela un poco.
—¿Crees que podrías hacerlo… un terrícola como tú? Vamos, sentémonos. Yo diría que nos estamos excitando demasiado. No arreglaremos nada de esta manera.
Volvió a sentarse, chupó inútilmente su cigarro apagado y lo lanzó al incinerador con repugnancia.
—¿Dónde está el agua? —gruñó.
Allen sonrió con repentina satisfacción.
—¿Tienes inconveniente en que sea una máquina la que nos la proporcione?
—¿Una máquina? ¿Qué quieres decir? —el joven de Ganímedes miró a su alrededor, sospechosamente.
—¡Fíjate! Hace una semana que me la he hecho instalar.
Pulsó un botón de la mesa y se oyó un chasquido en la parte inferior. Hubo el sonido del agua que caía durante uno o dos segundos y después un disco circular de metal, que había junto a la mano derecha del terrícola, se deslizó hacia un lado y un vaso de agua se elevó desde abajo.
—Cógelo —dijo Allen.
George lo levantó cuidadosamente y lo vació de un trago. Lanzó el vaso vacío al incinerador, y después contempló larga y pensativamente a su hermano.
—¿Puedo ver esa máquina de agua tuya?
—Claro. Está debajo de la mesa. Aquí, te haré sitio para que la veas.
El de Ganímedes se arrastró por el suelo, mientras Allen le observaba con incertidumbre. De repente apareció una mano morena y una voz ahogada dijo:
—Dame un destornillador.
—¡Toma! ¿Qué pretendes hacer?
—Nada. Nada en absoluto. Sólo quiero investigar este artefacto.
Cogió el destornillador y, durante unos minutos, no se oyó otra cosa que un ocasional chirrido de metal contra metal. Finalmente, George asomó un rostro congestionado y se ajustó el arrugado cuello con satisfacción.
—¿Qué botón he de apretar para el agua?
Allen hizo un gesto y el botón fue apretado. Se oyó el gorgoteo del agua. El terrícola miraba con estupefacción a su hermano, a la mesa, y de nuevo a su hermano. Y entonces se dio cuenta de que notaba humedad en los pies.
Dio un salto, miró hacia el suelo y exclamó con consternación:
—Pero, maldito seas, ¿qué has hecho? —Un serpenteante chorro de agua salía ciegamente de debajo de la mesa y el sonido de agua aún continuaba.
George se dirigió con tranquilidad hacia la puerta.
—Nada más que un cortocircuito. Aquí tienes tu destornillador; vuelve a arreglarlo —y justo antes de dar un portazo añadió—: Vaya con tus preciosas máquinas. Se estropean en el momento más inoportuno.
El receptor acústico zumbaba con insistencia y Allen Carter abrió malhumoradamente un ojo. Aún era de noche. Con un suspiro, levantó un brazo hasta la cabecera de la cama y puso el audiómetro en marcha.
La aguda voz de Amos Wells, del turno de noche, le chilló con excitación. Allen abrió los ojos de golpe y se incorporó.
—¡Está usted loco! —exclamó; pero se ponía los pantalones a medida que hablaba. Al cabo de diez segundos, subía las escaleras de tres en tres. Irrumpió en la oficina principal justo detrás de la corpulenta figura de su hermano gemelo.
El lugar estaba lleno; sus ocupantes, muy nerviosos.
Allen se apartó el largo cabello de los ojos.
—¡Enciendan el reflector de la torre!
—Ya está encendido —dijo alguien débilmente.
El terrícola corrió a la ventana y miró al exterior. El haz de luz amarilla apenas iluminaba unos cuantos metros y terminaba en una sombría oscuridad. Tiró de la persiana y la levantó unos cuantos centímetros. Se oyó el silbido del viento y un tornado de toses dentro de la habitación. Allen volvió a cerrarla de golpe y se llevó inmediatamente las manos a sus ojos llorosos.
George habló entre dos estornudos:
—No estamos en la zona de las tormentas de arena. Así que no se trata de una de ellas.
—Lo es —aseveró Wells, chillando—. Es la peor que he visto en mi vida. En un momento ha pasado de un vientecito a un verdadero vendaval. Me ha cogido desprevenido. Cuando logré cerrar todas las salidas que comunican con el exterior, era demasiado tarde.
—¡Demasiado tarde! —Allen desvió su atención de sus ojos llenos de arena para fijarla en esas palabras—. Demasiado tarde, ¿para qué?
—Demasiado tarde para nuestro material móvil. Los cohetes son los que han recibido la peor parte. No hay ni uno que no tenga los propulsores atascados por la arena. Y lo mismo ocurre con las bombas de riego y el sistema de ventilación. Los generadores de abajo están intactos, pero todo lo demás tendremos que desmontarlo y volverlo a montar. Estaremos parados, por lo menos, una semana. Quizá más.
Reinó un corto y significativo silencio, y después Allen dijo:
—Ocúpese de ello, Wells. Doble el turno de los hombres y empiecen con las bombas de riego. Tienen que estar a punto dentro de veinticuatro horas, o la mitad de la cosecha se malogrará. Espere, iré con usted.
Se dispuso a marcharse, pero cuando iba a dar el primer paso vio al encargado de las comunicaciones, Michael Anders, que subía corriendo las escaleras.
—¿Qué pasa?
Anders habló entrecortadamente:
—Todo el maldito planeta se ha vuelto loco. Ha habido el terremoto mayor de la historia, con el centro a menos de quince kilómetros de Aresópolis.
Hubo un coro de «¿Qué?» y una discordante continuación de imprecaciones. Los hombres se arremolinaron ansiosamente; muchos tenían parientes y esposas en la metrópoli marciana.
Anders prosiguió sin aliento:
—Sobrevino de repente. Aresópolis está en ruinas y han empezado los incendios. No tenemos detalles, pero el transmisor de nuestros laboratorios de Aresópolis ha dejado de emitir hace cinco minutos.
Se produjo una algarabía de comentarios. La noticia se extendió hasta el último rincón de la central, y la excitación alcanzó peligrosas proporciones de pánico. Allen alzó la voz.
—Quietos, todos. No hay nada que podamos hacer respecto a Aresópolis. Tenemos nuestros propios problemas. Esta extraña tormenta está relacionada de algún modo con el terremoto… y eso es de lo que nosotros debemos ocuparnos. Ahora, que todo el mundo vuelva a su puesto… y a trabajar de prisa. En Aresópolis nos necesitarán muy pronto. —Se volvió a Anders—: ¡Usted! Vuelva a su receptor y no se aparte de él hasta que haya conseguido ponerse en contacto con Aresópolis. ¿Vienes conmigo, George?
—No, yo diría que no —fue la contestación—. Tú ocúpate de tus máquinas. Yo iré abajo con Anders.
Estaba amaneciendo, un amanecer oscuro y sombrío, cuando Allen Carter volvió a la central. Estaba cansado física y mentalmente, y se le notaba. Entró en la habitación de la radio.
—Esto es un desastre. Si…
Hubo un «Shhh» y George le hizo frenéticas señas. Allen se calló. Anders se inclinaba sobre el receptor, girando minúsculos diales con dedos nerviosos.
Anders levantó la vista.
—Es inútil, señor Carter. No puedo comunicarme con ellos.
—De acuerdo. Quédese aquí y tenga los oídos bien atentos. Si pasa algo, hágamelo saber.
Se dirigió hacia la salida, pasando un brazo por debajo del de su hermano y llevándoselo afuera.
—¿Cuándo podremos mandar el próximo embarque, Allen?
—Como muy pronto, dentro de una semana. Pasarán días hasta que tengamos algo que ruede o vuele, y aún pasarán más antes de que podamos empezar a recolectar de nuevo.
—¿Tenemos algunas reservas a mano?
—Unas cuantas toneladas de flores surtidas, especialmente rojas-púrpura. El cargamento con destino a la Tierra del pasado martes se lo llevó casi todo.
George se quedó pensativo.
Su hermano esperó un momento y dijo vivamente:
—Bueno, ¿qué piensas? ¿Qué noticias hay de Aresópolis?
—¡Muy malas! El terremoto ha arrasado tres cuartas partes de la ciudad y yo diría que el resto está casi destrozado por el fuego. Cincuenta mil personas tendrán que pasar la noche en tiendas de campaña. Esto no es nada divertido durante el otoño marciano, cuando el sistema de gravedad terrestre está desbaratado.
Allen dio un silbido.
—¡Neumonía!
—Y resfriados comunes, y gripe, y media docena de otras enfermedades, para no decir nada de la gente con quemaduras… El viejo Vincent está armando un escándalo.
—¿Quiere flores?
—Sólo tiene una reserva para dos días. Debe tener más.
Hubo una pausa y después George volvió a hablar:
—¿Qué es lo mejor que podemos hacer?
—Nada, hasta dentro de una semana… y eso si nos matamos trabajando. Si pudieran mandarnos una nave en cuanto la tormenta se calme, podríamos enviarles lo que tenemos como una provisión temporal, hasta que dispongamos del resto.
—Es tonto pensarlo siquiera. El aeropuerto de Aresópolis está en ruinas. No tienen ni una sola nave.
Un nuevo silencio. Entonces Allen habló con voz baja y tensa:
—¿Qué esperas? ¿Por qué me miras así?
—Estoy esperando que admitas que tus malditas máquinas han fallado en la mayor emergencia que hemos tenido.
—Admitido —exclamó el terrícola.
—¡Bien! Y ahora me toca a mí enseñarte lo que puede hacer el ingenio humano. —Alargó una hoja de papel a su hermano—. Es una copia del mensaje que he mandado a Vincent.
Allen dirigió una larga mirada a su hermano y leyó lentamente unos garabatos escritos a lápiz.
«Le entregaremos todo lo que tenemos dentro de treinta y seis horas. Confío en que le durará unos cuantos días, hasta que podamos enviarle un verdadero embarque. Las cosas están un poco difíciles por aquí.»
—¿Cómo piensas hacerlo? —inquirió Allen al terminar de leer.
—Estoy tratando de enseñártelo —contestó George, y Allen se dio cuenta entonces de que habían dejado la central y se hallaban en las cavernas.
George abrió la marcha durante cinco minutos y se detuvo frente a un objeto muy voluminoso que apenas se veía en la oscuridad. Encendió la luz de la sección y dijo:
—¡Un camión de arena!
El camión de arena no era un objeto que impresionara. Con el coche propulsor delante y los tres descubiertos vagones de carga detrás, brindaba una imagen de absoluta decrepitud. Quince años atrás había sido relegado al desuso por los trineos de arena y los cohetes de carga.
El de Ganímedes decía:
—Yo mismo lo he repasado hace una hora y sigue en buen estado. Tiene escudos, unidad de aire acondicionado para el coche propulsor y un motor de combustión interna.
El otro levantó la vista con viveza. Había una desagradable expresión en su rostro.
—Quieres decir que quema combustible químico.
—¡Sí! Gasolina. Por eso me gusta. Me recuerda a Ganímedes. Allí tenía un coche con un motor que…
—Pero espera un momento. No tenemos nada de gasolina.
—No, yo diría que no. Pero por aquí tenemos mucho hidrocarburo líquido. ¿Qué hay del solvente D? Es octano en su mayor parte. Tenemos tanques llenos de él.
Allen dijo:
—Está bien…; pero el camión sólo tiene dos plazas.
—Ya lo sé. Una es para mí.
—Y la otra para mí.
George gruñó:
—Hubiera apostado a que dirías eso…, pero no será cuestión de apretar un botón. ¿Dirías que serás capaz…, terrícola?
—Diría que lo soy, ganimediano.
Hacía dos horas que había salido el sol, antes de que el motor del camión de arena se pusiera en marcha, pero en el exterior la oscuridad se había hecho aún más profunda.
Accionaron la palanca hacia abajo y la puerta doble se separó con dificultad, a causa de la arena que la obstruía. A través de un remolino de polvo, el camión salió, y detrás de él unas figuras cubiertas de arena se sacudieron los cascos y volvieron a cerrar las puertas.
George Carter, habituado por su larga experiencia en Ganímedes, hizo frente al súbito cambio de gravedad que encontraron al dejar el campo gravitatorio protector de las cavernas con una prolongada aspiración. Mantuvo las manos firmemente agarradas al volante. Sin embargo, su hermano terrícola se encontró en una situación muy distinta. El apretado y nauseabundo nudo que contrajo su estómago se aflojó con gran lentitud y pasó mucho rato antes de que su irregular y estertórea respiración volviera a recobrar algo de normalidad.
Y, no obstante, el terrícola se dio cuenta de la larga mirada de reojo del otro y de la sonrisa que distendió sus labios.
Los kilómetros pasaban lentamente, pero la impresión de inmovilidad era casi tan completa como en el espacio. Los alrededores aparecían grises… uniformes, monótonos e invariables. El ruido del motor era un zumbido ronco, y el chasquido del purificador de aire que había detrás, un tictac soñoliento. De vez en cuando, llegaba una racha de viento especialmente fuerte, y un golpeteo de arena sonaba contra la ventanilla con un millón de minúsculos ruidos distintos.
George no apartaba la vista de la brújula que tenía delante. El silencio era casi opresivo.
Y entonces el de Ganímedes volvió la cabeza, y gruñó:
—¿Qué le pasa al maldito ventilador?
Allen se enderezó lo más que pudo, hasta que tocó el techo con la cabeza, y entonces palideció.
—Se ha detenido.
—Pasarán horas antes de que termine la tormenta. Hasta entonces necesitamos aire. Métete ahí detrás y vuelve a ponerlo en marcha. —Su voz era categórica y terminante.
—Aquí —dijo, mientras el otro se introducía, por encima de su hombro, en la parte posterior del coche—. Aquí está la caja de herramientas. Tienes unos veinte minutos antes de que el aire esté demasiado viciado como para respirar. Ya lo está bastante.
Hubo un ruido de lucha detrás de él y después se oyó la voz de Allen:
—Maldita cuerda. ¿Qué hace aquí? —Hubo un martillazo y después una maldición de repugnancia.
—Esto está lleno de herrumbre.
—¿Alguna otra cosa estropeada? —preguntó el ganimediano.
—No lo sé. Espera a que limpie esto.
Más martillazos y el áspero sonido casi continuo de rascar.
Allen se recostó de nuevo en su asiento. Tenía el rostro bañado de sudor y herrumbre, y al pasarse la palma de una mano igualmente húmeda y recubierta de orín, no hizo más que empeorar las cosas.
—Esta bomba se sale como una olla agujereada, ahora que he quitado la herrumbre que la envolvía. La he puesto a su velocidad máxima, pero lo único que hay entre ella y una avería definitiva es una oración.
—Empieza a rezar —dijo bruscamente George—. Ruega por tener un botón que apretar.
El terrícola frunció el ceño, y miró frente a sí con adusto silencio.
A las cuatro de la tarde, el ganimediano observó:
—El aire empieza a ser menos denso, o así lo parece.
Allen se puso alerta. Dentro, el aire estaba viciado y húmedo. El ventilador posterior crujía sibilantemente entre un chasquido y otro y éstos se espaciaban cada vez más. Ahora ya no duraría mucho tiempo.
—¿Cuánto terreno hemos cubierto?
—Cerca de una tercera parte de la distancia —fue la contestación—. ¿Cómo te las arreglas?
—Bastante bien —respondió Allen. Se retiró otra vez al interior de su concha.
Llegó la noche y las primeras brillantes estrellas del firmamento marciano se dejaron ver cuando, con un último, inútil y prolongado swi-i-i-s-s-sh, el ventilador se detuvo.
—¡Maldita sea! —exclamó George—. No puedo seguir respirando esta sopa por más tiempo. Abre las ventanillas.
El frío aire marciano penetró en el interior y con él los últimos indicios de arena. George tosió, mientras se ponía la gorra de lana sobre las orejas y conectaba la calefacción.
—Sigo masticando granos de arena.
Allen contemplaba melancólicamente el cielo.
—Allí está la Tierra… con la Luna siguiéndola de cerca.
—¿La Tierra? —repitió George con mordaz desprecio. Señaló con el dedo hacia el horizonte—. Ahí está el viejo y querido Júpiter.
Y echando la cabeza hacia atrás, cantó con profunda voz de barítono:
Cuando la dorada órbita de Jove
reluce en el cielo,
mi alma desea ir
a esa tierra feliz que conozco,
de nuevo al viejo y querido Ganíme-e-e-e-e-edes.
La última nota vibró y se quebró, y su sonido se repitió una y otra vez a un ritmo cada vez más fuerte, hasta que su vibrante aullido alcanzó una intensidad capaz de volver sordo a cualquiera.
Allen contemplaba a su hermano con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo lo has hecho?
George sonrió.
—Es el trino de Ganímedes. ¿No lo habías oído antes?
El terrícola movió la cabeza.
—Había oído hablar de él, pero nada más.
El otro hizo gala de un poco más de cordialidad.
—Bueno, naturalmente, sólo puedes hacerlo en una atmósfera poco densa. Tendrías que oírme en Ganímedes. Cuando me sale bien, soy capaz de sacar a cualquiera de su silla. Espera a que beba un poco de café, y te cantaré el verso veinticuatro de la Balada de Ganímedes.
Respiró profundamente:
Hay una doncella de cabellos rubios a la que amo
bajo la luz de Jove
y está allí esperándome a mí-i-i-i-i-i.
Entonces…
Allen le agarró por el brazo y le sacudió. El ganimediano se interrumpió.
—¿Qué pasa? —inquirió vivamente.
—Acaba de oírse un ruido en el techo. Hay algo ahí arriba.
George alzó la mirada.
—Coge el volante. Subiré hasta allí.
Allen movió la cabeza.
—Iré yo mismo. No me veo capaz de llevar este primitivo artefacto.
Al cabo de un segundo se encontraba en el estribo.
—No te pares —gritó, y subió un pie al techo.
Se quedó inmóvil en esta posición al distinguir dos ojos amarillos que le contemplaban con fijeza. No tardó más de un segundo en comprender que estaba cara a cara con un kaezel, una situación tan desagradable como encontrarse a una serpiente cascabel en la cama.
Sin embargo, no había tiempo para comparaciones mentales entre su posición y los apuros de la Tierra, puesto que el kaezel se abalanzó sobre él, con sus colmillos venenosos brillando a la luz de las estrellas.
Allen lo esquivó desesperadamente y perdió el equilibrio. Cayó sobre la arena con un golpe sordo y el cuerpo, frío y cubierto de escamas, del reptil marciano se abalanzó sobre él.
La reacción del terrícola fue casi instintiva. Alzó la mano y la dejó caer con fuerza sobre el pequeño hocico de la criatura.
En aquella posición, la bestia y el hombre se inmovilizaron como estatuas exánimes. El hombre temblaba y, en su interior, el corazón le latía a una gran velocidad. Apenas se atrevía a moverse. En la insólita gravedad marciana, vio que no podía controlar el movimiento de sus extremidades. Los músculos se contraían casi por decisión propia y las piernas se movían cuando no debían hacerlo.
Trató de mantenerse inmóvil… y pensar.
El kaezel se retorció, y de sus labios, fuertemente cerrados por los músculos terrestres, se escapó un trémulo gemido. La mano de Allen se tornó resbaladiza por el sudor y sintió que el hocico de la bestia giraba un poco dentro de su palma. Lo apretó más, dominado por el pánico. Físicamente, el kaezel no podía competir con un terrícola, aunque éste estuviera cansado, asustado y no acostumbrado a la gravedad… pero un mordisco, en cualquier parte era todo lo que necesitaba.
El kaezel dio un repentino tirón; dobló la espalda y sacudió las patas. Allen lo sostuvo con ambas manos, pues no podía dejarlo escapar. No tenía pistola ni cuchillo. En el llano desierto de arena no había ninguna roca con la que pudiera aplastarle el cráneo. El camión de arena hacía rato que había desaparecido en la noche marciana, y estaba solo…, solo con el kaezel.
Desesperado, lo retorció. La cabeza del kaezel se inclinó. Oía su respiración entrecortada… y de nuevo dejó escapar aquel débil gemido.
Allen se colocó sobre él y apretó las rodillas contra su abdomen, frío y cubierto de escamas. Torció la cabeza más y más. El kaezel luchaba desesperadamente, pero los bíceps de Allen mantuvieron la presión. Casi podía sentir la agonía de la bestia en sus últimas etapas, cuando reunió toda su fuerza… y algo se rompió con un crujido.
El animal se inmovilizó.
Allen se puso en pie, a punto de sollozar. El viento de la noche marciana le cortaba la cara y el sudor se le heló en el cuerpo. Se hallaba solo en el desierto.
Se produjo la reacción. Sintió un intenso zumbido en los oídos. Le fue difícil soportarlo. El viento era cortante, pero ya no lo notaba.
El zumbido se tradujo en una voz…, una voz que llamaba fantasmagóricamente a través del viento marciano:
—Allen, ¿dónde estás? Maldito seas, ingenuo, ¿dónde estás? ¡Allen! ¡Allen!
Una nueva vida inundó al terrícola. Se echó el cadáver del kaezel sobre los hombros y se dirigió tambaleándose hacia la voz.
—Aquí estoy, ganimediano. Aquí mismo.
Tropezó ciegamente y fue a caer en brazos de su hermano.
George empezó con voz ronca:
—Maldito terrícola, ¿ni siquiera puedes mantenerte de pie sobre un camión de arena que se mueve a quince kilómetros por hora? Yo hubiera…
Su voz se desvaneció en una especie de gorjeo.
Allen dijo con cansancio:
—Había un kaezel en el techo. Me hizo caer. Toma, ponlo en alguna parte. Hay una recompensa de cien dólares por cada piel de kaezel que se lleve a Aresópolis.
Durante la media hora siguiente no se dio cuenta de nada. Cuando su mente se aclaró, volvía a encontrarse en el camión con el sabor de café caliente en la boca.
George se hallaba sentado junto a él en silencio, con los ojos fijos en el desierto que tenían delante. Pero al cabo de un rato, se aclaró la garganta y lanzó una penetrante mirada a su hermano. Había una extraña expresión en sus ojos.
Allen dijo:
—Escucha, ahora ya estoy despierto, y tú pareces medio muerto, así que, ¿qué te parecería enseñarme ese «trino de Ganímedes» tuyo? Es capaz de despertar a un muerto.
El ganimediano le miró con mayor fijeza y después dijo ásperamente:
—Claro que sí, mírame la nuez mientras lo hago de nuevo.
El sol se hallaba a medio camino de su cenit cuando llegaron al canal.
—Mira, el canal está ahí enfrente.
El canal —un pequeño afluente del gran Canal Jefferson— no contenía más que unas gotas de agua en aquella estación del año. Era tan sólo una sucia y serpenteante línea de humedad. Rodeándolo por ambos lados, aparecían las áreas pantanosas de barro negro que iban a llenarse hasta convertirse en una rápida corriente fría como el hielo en el plazo de un año terrestre.
El camión descendió por el barro cayó torpemente en los charcos. Avanzó dando tumbos sobre las rocas; los cubos de las ruedas se llenaron de barro en su camino a través del oscuro canal y después se dispuso a iniciar el ascenso.
Y entonces, con una rapidez que lanzó a los dos ocupantes fuera de sus asientos, el camión derrapó, hizo un esfuerzo inútil por seguir adelante, y se negó a continuar.
Los hermanos se apresuraron a bajar y examinaron la situación. George juró rabiosamente, con la voz más ronca que nunca.
Allen echó la cabeza hacia atrás con cansancio.
—Bueno, no te quedes ahí mirándolo. Todavía nos faltan ciento cincuenta kilómetros o más para llegar a Aresópolis. Tenemos que salir de aquí.
—Claro, pero ¿cómo? —Sus imprecaciones se transformaron en una respiración sibilante, mientras se introducía en el camión para coger la cuerda de la parte posterior. La contempló dubitativamente.
—Métete ahí, Allen, y cuando yo tire, aprieta a fondo este pedal con el pie.
Ató la cuerda al eje frontal mientras hablaba. La arrastró tras de sí al tiempo que andaba pesadamente con el barro hasta los tobillos, y la atirantó.
—Muy bien, ahora, ¡aprieta! —gritó. Su rostro se tornó púrpura con el esfuerzo y los músculos de su espalda se contrajeron.
Allen, dentro del coche, apretó hasta el fondo el pedal indicado. El motor rugió y las ruedas posteriores zumbaron al dar vueltas. El camión se levantó un poco, y después volvió a hundirse.
—Es inútil —exclamó George—. Pierdo pie. Si el suelo estuviera seco, podría hacerlo.
—Si el suelo estuviera seco no nos hubiéramos atascado —replicó Allen—. Vamos, dame esa cuerda.
—¿Crees que tú podrás hacerlo, si yo no he podido? —gritó rabiosamente George, pero el otro ya había salido del coche.
Allen se había fijado en una gran roca, firmemente hundida, no lejos del camión, y con gran alivio descubrió que se hallaba dentro del alcance de la cuerda. La puso tirante y colocó el extremo libre alrededor de la piedra. Una vez fuertemente atada, la atirantó y aguantó.
Su hermano se asomó por la ventanilla del coche, mientras él regresaba, agitando un puño al aire.
—Bueno, papanatas, ¿qué estás haciendo? ¿Esperas que esa enorme roca nos saque de aquí?
—Cállate —contestó Allen— y dale al gas cuando yo tire.
Se detuvo a medio camino entre la piedra y el camión y cogió la cuerda.
—¡Aprieta! —gritó a su vez, y con una repentina sacudida, tiró de la cuerda hacia sí con ambas manos.
El camión se movió; sus ruedas se agarraron al suelo con firmeza. Durante un momento, dudó con el motor a muchas revoluciones y las manos de George temblando sobre el volante. Y entonces salió del lodo. Y casi simultáneamente, la roca al extremo de la tirante cuerda salió del barro con un chasquido líquido y se volcó de costado.
Allen deshizo el nudo y corrió hacia el camión.
—No lo pares —gritó, y saltó al estribo, con la cuerda arrastrando.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó George, con los ojos llenos de admiración.
—Ahora no tengo energías para explicártelo. Cuando lleguemos a Aresópolis y hayamos dormido bien, te dibujaré el triángulo de fuerzas y te demostraré lo que ha sucedido. No ha sido cuestión de músculos. No me mires como si fuera Hércules.
George apartó la vista de su hermano con un esfuerzo.
—Un triángulo de fuerzas, ¿verdad? Nunca lo había oído, pero si eso es lo que puede hacer, la educación es una gran cosa.
—¡Cometa de gas! ¿Queda algo de café? —Cogió el último termo, lo agitó junto a su oreja tristemente, y dijo—: Oh, vamos a practicar el trino. Es casi igual de bueno y se puede decir que ya lo tengo perfeccionado.
El rojizo sol se ponía lentamente detrás de la Cordillera del Sur. Ésta es una de las dos cadenas montañosas que quedan en Marte. Es una región de colinas; colinas antiguas, desgastadas por el tiempo y erosionadas, detrás de las cuales se levanta Aresópolis.
Constituye el único paisaje digno de mención de todo Marte y también el dorado atributo de ser capaz de absorber, por las corrientes ascendentes de sus costados, una lluvia ocasional de la desecada atmósfera marciana.
Quizá, una pareja de la Tierra y Ganímedes se hubiera extasiado ante esta pintoresca área, pero desde luego éste no era el caso de los gemelos Carter.
Sus ojos, hinchados por la falta de sueño, resplandecieron una vez más al divisar unas colmas en el horizonte. Sus cuerpos, casi agotados por el cansancio más absoluto, volvieron a ponerse en tensión cuando iniciaron el ascenso hacia el cielo.
Y el camión avanzó dando tumbos, pues justo detrás de las colinas se encontraba Aresópolis. El camino que seguían ya no era una línea recta, marcada por la brújula, con el suelo liso y llano. Era un sendero estrecho y zigzagueante sobre terreno rocoso.
Ya habían llegado a las Cimas Gemelas cuando, súbitamente, el motor chisporroteó, tosió como si fuera a detenerse, y después se calló.
Allen se enderezó y dijo con voz cansada y suprema consternación:
—¿Qué le ocurre ahora a este maldito coche?
Su hermano se encogió de hombros.
—Nada que no me imaginara desde hace una hora. Se nos ha terminado la gasolina. No importa nada. Estamos en Cimas Gemelas…, sólo a quince kilómetros de la ciudad. Podemos estar allí dentro de una hora, y ellos ya enviarán a buscar las flores.
—¡Quince kilómetros en una hora! —protestó Allen—. Tú estás loco. —De pronto su cara se contrajo con una angustiosa idea—. ¡Dios mío! No tardaremos menos de tres horas y ya es casi de noche. Nadie puede durar tanto en una noche marciana. George, estamos…
George le arrastraba fuera del coche por la fuerza.
—Por Júpiter, Allen, no te dejes dominar ahora por tu ingenuidad. Podemos hacerlo en una hora, te lo digo yo. ¿Nunca has corrido bajo una gravedad inferior a la normal? Es como volar. Mírame.
Se puso en marcha, rozando ligeramente el suelo, y avanzando a grandes saltos que, al cabo de un momento, le habían conducido a la cima de una montaña.
Le hizo señas con la mano, y su voz llegó débilmente:
—¡Ven!
Allen obedeció… y se cayó cuan largo era a la tercera zancada, agitando los brazos y con las piernas separadas. La risa del ganimediano llegó hasta él.
Allen se levantó furiosamente y se sacudió el polvo. A un paso normal, inició la subida.
—No te enfades, Allen —dijo George—. Es cuestión de cogerle el truco, y yo he practicado en Ganímedes. Imagínate que saltas sobré una cama de plumas. Corre rítmicamente —con un ritmo muy lento— y muy cerca del suelo; no des grandes saltos. Así. ¡Mírame!
El terrícola lo intentó, con los ojos fijos en su hermano. Sus primeras zancadas inseguras se volvieron más firmes y más largas. Extendía las piernas y balanceaba los brazos, imitando a su hermano, paso a paso.
George le animó con sus gritos y aceleró el paso.
—No te separes tanto del suelo, Allen. No saltes antes de tocar con los pies en tierra.
Los ojos de Allen brillaban y, durante un momento, se olvidó del cansancio.
—¡Esto es estupendo! Es como volar… o como llevar muelles en los zapatos.
Los minutos pasaban sin que Allen se diera cuenta. Estaba demasiado absorto en la maravillosa sensación nueva de correr en una subgravedad, para hacer otra cosa que seguir a su hermano. Ni siquiera el frío, que aumentaba continuamente, le volvió a la realidad.
Así pues, fue en el semblante de George donde la inquietud se convirtió en una expresión de verdadero pánico.
—¡Hey, Allen, detente! —gritó. Inclinándose hacia atrás, se paró dando un último salto lleno de gracia y naturalidad. Allen trató de hacer lo mismo, rompió el ritmo, y se cayó de cara. Se levantó haciéndose furiosos reproches.
El ganimediano no dio muestras de haberle oído. En la oscuridad, su mirada era sombría.
—¿Sabes dónde estamos, Allen?
Allen sintió que se le obstruía la tráquea al mirar rápidamente a su alrededor. Las cosas parecían diferentes en la semioscuridad, pero ahora eran mucho más distintas de lo normal. Era imposible que las cosas fueran tan diferentes.
—Ya tendríamos que divisar el Viejo Calvo, ¿verdad? —dijo trémulamente.
—Ya hace rato que tendríamos que haberlo visto —fue la desagradable respuesta—. Es este maldito terremoto. El corrimiento de tierras debe de haber cambiado los caminos. Las mismas cimas se deben de haber desplazado… —Su voz era débil—. Allen, sería inútil tratar de engañarnos. Nos hemos perdido.
Guardaron silencio durante un momento… dominados por la incertidumbre. El cielo era púrpura y las colinas se recortaban contra él. Allen se mojó los labios amoratados por el frío con una lengua seca.
—No podemos estar a muchos kilómetros de distancia. Si miramos bien, es posible que veamos la ciudad.
—Considera la situación, terrícola —fue la contestación que el otro gritó—. Es de noche, una noche marciana. La temperatura es inferior a cero y desciende verticalmente a cada minuto. Si no hemos llegado dentro de media hora, ya no llegaremos.
—¡Hemos de encender una hoguera! —La sugerencia, formulada en un confuso murmullo, fue seguida por la inmediata réplica del otro:
—¿Con qué? —George se hallaba a su lado, dominado por la más completa desilusión y frustración—. Hemos llegado hasta aquí, y ahora probablemente nos moriremos de frío a un kilómetro de la ciudad. Vamos, sigamos corriendo. Es una posibilidad entre cien.
Pero Allen le detuvo. Los ojos del terrícola brillaban febrilmente.
—¡Hogueras! —exclamó—. Es una posibilidad. ¿Quieres correr un riesgo que puede dar resultado?
—No tenemos otra cosa que hacer —gruñó el otro—. Pero date prisa. A cada minuto que pasa me…
—Pues corre en la dirección del viento… y no te pares.
—¿Por qué?
—No te preocupes del porqué. Haz lo que te he dicho; ¡corre con el viento!
No había falso optimismo en Allen mientras saltaba en la oscuridad, tropezando con piedras sueltas, deslizándose por los declives…, siempre con el viento a su espalda. George corrió a su lado, formando una mancha vaga y confusa en la noche.
El frío se hizo más agudo, pero no tanto como la punzada de aprensión que corroía los órganos vitales del terrícola.
¡La muerte no es agradable!
Y entonces llegaron a la cima de la colina, y de la garganta de George se escapó un «¡Por Júpiter!» de triunfo.
El terreno que se extendía ante ellos, tan lejos como la vista alcanzaba, estaba lleno de hogueras. La aniquilada Aresópolis se encontraba frente a ellos, iluminada por las hogueras que sus supervivientes habían encendido para protegerse del frío.
Y en la empinada montaña, dos figuras cansadas se daban palmadas en la espalda, reían fuertemente, y se abrazaban para expresar su alegría.
¡Por fin habían llegado!
El laboratorio de Aresópolis, en el mismo límite de la ciudad, era uno de los pocos edificios que aún permanecía en pie. En su interior, con luces provisionales, demacrados científicos destilaban las últimas gotas de extracto. Fuera, las fuerzas policíacas de la ciudad se esforzaban desesperadamente en hacer llegar los preciosos frascos y botellas a los diversos centros médicos de emergencia establecidos en diferentes lugares de las ruinas que una vez fueran la metrópoli marciana.
El anciano Hal Vincent supervisaba el proceso, y sus cansados ojos no dejaban de escrutar ansiosamente las colinas que tenía delante, con la dudosa esperanza de ver aparecer el prometido cargamento de flores.
Y entonces surgieron dos figuras de la oscuridad y se detuvieron frente a él.
Una estremecedora ansiedad se apoderó de él.
—¡Las flores! ¿Dónde están? ¿Las han traído?
—Están en Cimas Gemelas —jadeó Allen—. Hay una tonelada o más en un camión de arena. Mande a buscarlas.
Un grupo de coches terrestres de la policía partió antes de que Allen concluyera, y Vincent exclamó, perplejo:
—¿Un camión de arena? ¿Por qué no las han mandado en una nave? Pero ¿qué les ha sucedido allí? El terremoto…
No recibió una contestación directa. George se había acercado a la hoguera más cercana con una beatífica expresión en su fatigado rostro.
—¡Ahhh, qué calorcito! —Lentamente, se desplomó y cayó dormido antes de tocar el suelo. Allen tosió entrecortadamente.
—¡Huh! ¡El pequeño ganimediano! ¡No ha podido resistirlo!
Y el suelo se levantó y se golpeó la cara contra él.
Allen se levantó con el sol vespertino en los ojos y el olor de tocino frito en la nariz. George le acercó la sartén y dijo entre dos gigantescos bocados:
—Sírvete.
Señaló hacia el camión de arena vacío frente al laboratorio.
—Ya han conseguido su material.
Allen se echó sobre la comida, silenciosamente. George se limpió los labios con la palma de la mano y dijo:
—Dime, Allen, ¿cómo encontraste la ciudad? He estado tratando de averiguarlo.
—Por las hogueras —murmuró el otro—. Era la única manera que tenían de calentarse, y el fuego sobre kilómetros cuadrados de tierra crea una sección de aire caliente, que se eleva, atrayendo el aire frío de las colinas circundantes. —Acompañó sus palabras de los gestos apropiados—. El viento de las colinas soplaba hacia la ciudad para remplazar al aire caliente y nosotros seguimos al viento. Una especie de brújula natural, que señalaba hacia donde queríamos ir.
George guardó silencio, pisoteando con desconcertado vigor las cenizas de la hoguera de la noche anterior.
—Escucha, Allen, te había juzgado mal. Para mí fuiste un ingenuo terrícola hasta que… —Hizo una pausa, respiró profundamente y explotó—: Bueno, por Júpiter, eres mi hermano gemelo y estoy orgulloso de ello. Ni siquiera la Tierra entera ha podido aniquilar la sangre Carter que hay en ti.
El terrícola abrió la boca para contestarle, pero su hermano se la cerró tapándosela con una mano.
—Tú te callas hasta que yo haya acabado. Cuando volvamos, puedes instalar ese colector mecánico o lo que quieras. Retiro mi veto. Si la Tierra y las máquinas son capaces de producir la clase de hombre que tú eres, son una gran cosa. Pero, a pesar de todo —había cierta nostalgia en su voz—, tienes que admitir que siempre que las máquinas se han estropeado, desde los camiones de riego y los cohetes hasta los ventiladores y los camiones de arena, han sido los hombres los que se han espabilado a pesar de todo lo que Marte podía hacer.
Allen liberó su rostro de la mano que lo tenía sujeto.
—Las máquinas hacen lo que pueden —dijo, pero sin demasiada vehemencia.
—Desde luego, pero eso es todo lo que pueden hacer. Cuando llega la emergencia, un hombre ha de hacer mucho más de lo que puede o está perdido.
Allen hizo una pausa, asintió, y asió la mano de su hermano con súbita fiereza.
—Oh, no somos tan diferentes. La Tierra y Ganímedes nos cubren con una delgada capa por fuera, pero por dentro…
Se contuvo.
—Vamos, sigamos con ese trino de Ganímedes.
Y de las dos fraternales gargantas surgió un alarido tan penetrante como el claro y frío aire marciano no había llevado nunca.
Con Herencia, volvieron a dedicarme la portada.
En relación con esta historia, me acuerdo muy bien de un comentario que recibí de un muchacho llamado Scott Feldman (que entonces aún era un adolescente, pero que más tarde, como Scott Meredith, se convertiría en uno de los agentes literarios más importantes de la especialidad). Desaprobó el relato porque introduje dos personajes al principio que desaparecen de la historia y no vuelve a saberse nada más de ellos.
Una vez me hubieron llamado la atención sobre ello, me pareció que era un verdadero defecto, y me extrañó que ni Campbell ni Pohl me lo hubiesen mencionado específicamente. Sin embargo, no tuve el valor de preguntarlo.
Pero ello me impulsó a examinar mis relatos con mayor minuciosidad a partir de entonces, y me di cuenta de que escribir no es todo inspiración y fluidez. Tenías que formularte curiosas preguntas técnicas, como, «¿Qué hago con este personaje ahora que me he tomado la molestia de emplearlo?»
Cuando Campbell rechazaba y Pohl aceptaba Herencia, yo estaba escribiendo Historia. Sucedió lo mismo. El 13 de septiembre lo sometí a Campbell. Fue rechazado, y, eventualmente, Pohl lo aceptó.