En diciembre, ya me había dedicado a los estudios con la profundidad suficiente como para estar seguro de que cumpliría todos los requisitos del curso. La única incertidumbre que me quedaba era la cuestión financiera. Tenía que volver a escribir.

El 21 de diciembre empecé Homo Sol, concluyéndolo el 1 de enero de 1940, la víspera de mi vigésimo cumpleaños. Lo presenté a Campbell el 4 de enero, y ese día, en el despacho de éste, conocí a Theodore Sturgeon y L. Ron Hubbard, dos miembros reconocidos del grupo de escritores de Campbell. (Hubbard se ha hecho mundialmente famoso desde entonces, en cierto modo, como el iniciador del círculo de Dianética y Cienciología.)

En mi diario no hay trazas de desánimo, pero tras un año y medio de asiduos esfuerzos, sólo había logrado vender a Campbell un relato de los dieciocho que llevaba escritos. Rechazó ocho historias antes de comprar Opinión pública, y siete más desde entonces. (Dos relatos, que vendí en otra parte, no los vio y no tuvo la oportunidad de rechazarlos. Pero, de haberlos visto, no hay duda de que los hubiera rechazado.)

Un factor que contribuyó a que no me desanimara fue su persistente interés. Mientras no se cansara de leer mis relatos y aconsejarme amablemente sobre ellos, ¿cómo iba yo a cansarme de escribirlos? Pero, además, mis ocasionales ventas a otras publicaciones (hasta el momento habían sido seis) y, especialmente, la aparición de un nuevo y simpático mercado constituido por las revistas de Pohl, me ayudaron a no desalentarme.

En cuanto a Homo Sol, mi decimonoveno relato, no hubo un rechazo completo. Campbell volvió a solicitar una revisión. Tuve que corregirlo dos veces, pero no iba a convertirse en otro Fraile negro de la Llama. La segunda revisión fue satisfactoria, y el 17 de abril de 1940, recibí el segundo cheque de Campbell (y, hasta ese momento, mi séptimo cheque, en total). Lo que es más era de setenta y dos dólares, ya que la historia constaba de siete mil doscientas palabras, y fue el cheque más elevado que recibí hasta aquel día por un relato.

Cosa extraña, lo que mejor recuerdo acerca de ese cheque es el incidente que tuvo lugar aquella tarde en la pastelería de mi padre, donde yo seguía trabajando diariamente y donde iba a permanecer durante dos años más. Un cliente se ofendió cuando me olvidé de decir «Gracias» después de su compra… un crimen que cometía con frecuencia porque, muy a menudo, trabajaba sin prestar una atención consciente, ya que estaba profundamente concentrado en los cambios de la trama, que sonaban en la profundidad de mi cerebro.

El cliente decidió reprenderme por mi evidente desatención y aparente falta de laboriosidad. «Mi hijo —dijo— ganó cincuenta dólares por su trabajo la semana pasada. ¿Qué haces tú para ganarte la vida?»

«Escribo —respondí—, y hoy he ganado esto por un relato», y le enseñé el cheque.

Fue un momento de gran satisfacción.