Capítulo 28
John Smith

Más poderosa es la pluma… llegó a Silverstream. Por lo visto, prácticamente todo el mundo había encargado un ejemplar. A las doce en punto la señora Featherstone Hogg estaba al teléfono movilizando a sus tropas.

—Es Barbara Buncle, por supuesto —le dijo al señor Bulmer—. ¿Quién podía imaginar que esa mosquita muerta tuviera la audacia de escribir libros tan infames? Supongo que habrá leído el nuevo. ¡Es peor!

—Le he echado una ojeada… un vistazo por encima, nada más —contestó el señor Bulmer, aunque no había despegado la nariz del libro desde el momento en que lo recibió—. No vale la pena leerlo.

—Y que usted lo diga —convino la señora Featherstone Hogg—. Yo también le he echado una ojeada, pero solo para ver si encontraba alguna pista de la identidad de John Smith y, en efecto, ahora ya no me cabe la menor duda.

El señor Bulmer le dio la razón.

—Paso a recogerlo en el Daimler dentro de diez minutos —añadió la señora Featherstone Hogg—. Supongo que no podemos hacer nada contra ella, pero sí podemos ir a la Casita de Tanglewood y ponerle las peras a cuarto.

El señor Bulmer se avino con presteza.

La señora Featherstone Hogg llamó a Vivian Greensleeves y quedó en recogerla al pasar por su casa; invitó también a los Weatherhead, pero rehusaron; la señora Carter dijo que se reuniría con ellos en la cerca, y los Snowdon también.

No sabía a quién más avisar, no quería que fueran la señora Dick ni la señora Goldsmith, porque no hacían más que complicar las cosas. En la reunión anterior, la de su casa, había cometido el error de invitar a demasiada gente y no tenía la menor intención de reincidir. Por supuesto, era una verdadera lástima que no estuviera Ellen King.

La señora Carter salió por la cancela de su casa justo cuando el Daimler se detenía en la Casita de Tanglewood y descargaba el pasaje.

—¡Es horroroso! ¿Verdad? —exclamó la señora Carter acercándose a los demás a toda prisa—. ¡Qué espanto, por Dios, pensar que lo tenía aquí mismo, en la casa de al lado!… ¡Bueno, que la tenía… es decir, a John Smith! Jamás me había equivocado tanto con nadie. Eso únicamente demuestra lo retorcida que es.

—Barbara Buncle siempre me pareció medio idiota —manifestó la señora Featherstone Hogg.

—Los libros no desmienten esa opinión suya, a la vista está —dijo la señorita Snowdon respirando entrecortadamente, pues acababa de llegar, casi sin aliento, remolcando a su padre y a su hermana.

—Es lo que me parece a mí —opinó el señor Bulmer—. Esos libros no tienen pies ni cabeza.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Vivian Greensleeves, que había ido a echar un vistazo por los alrededores mientras los demás hablaban—. Fíjense en esto. ¿Qué significa? —Señaló un gran cartel blanco que estaba clavado firmemente en un árbol cerca de la cancela de la casa. Fueron todos a mirar y vieron que era un anuncio que, en letras negras recién escritas, decía:

La Casita de Tanglewood

Atractiva residencia en venta

Tres dormitorios, dos salas,

cuarto de baño,

agua fría y caliente.

(Contacto: SRA. ABBOTT, en Abbott & Spicer,

Brummel Street, Londres EC4)

—Se traslada —dedujo el señor Snowdon.

—¡No le extrañe! —exclamó la señora Carter—. ¿Qué vida iba a llevar en Silverstream, después de esto?

—Me gustaría saber quién será la señora Abbott —dijo Vivian.

La señora Featherstone Hogg tiró ferozmente de la cancela.

—Diría que está cerrada. Seguro que está muerta de miedo.

Se quedaron todos mirando desde la cancela el sendero hasta la puerta de la casa. Vivian señaló unas huellas de ruedas en el blando terreno. Eran muy recientes.

—¿Quién habrá entrado hasta aquí en coche? —preguntó la señora Carter.

—Se habrá comprado uno —dijo el señor Bulmer.

—¿Barbara Buncle? —chilló la señora Carter, incrédula—. Esa mujer es más pobre que las ratas.

—¿De verdad? —dijo el señor Bulmer con sarcasmo—. ¿Está usted segura? Se habrá forrado con la primera novela, e incluso más con la nueva.

—¿Que se habrá forrado? ¿A costa de esa porquería? —inquirió la señora Featherstone Hogg poniendo el grito en el cielo.

—Sí, habrá ganado cientos de libras. Esas noveluchas se venden hoy como rosquillas —dijo el señor Bulmer con resentimiento.

El resentimiento del señor Bulmer se debía a que Enrique IV, ya acabado, estaba haciendo la ronda de las editoriales de Londres y, con el instinto infalible de una paloma mensajera, volvía al autor cada dos por tres.

—Bien, no tiene sentido quedarse aquí todo el día —dijo Vivian Greensleeves, enfadada.

Todos le dieron la razón. La señora Featherstone Hogg volvió a sacudir la verja sin mejores resultados.

—Entremos por mi jardín —propuso la señora Carter—; hay un agujero en la cerca… Sally entra y sale por ahí. Tengo que llamar para que vengan a arreglarlo enseguida, ahora que lo digo.

Era una idea excelente y todo el grupo dio media vuelta para ir detrás de ella.

En ese momento llegó otro coche, el Alvis del médico. Sarah también se había procurado un ejemplar de Más poderosa es la pluma… y había pasado la mañana leyéndolo; también había descubierto la identidad del autor. No dejó en paz a su marido hasta que cedió y la llevó en coche a la Casita de Tanglewood.

—La matarán —le dijo con preocupación exagerada.

El doctor John no creía que nadie fuera a matar a la señorita Buncle, pero le pareció bien acercarse a ver qué pasaba.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Sarah al apearse del coche—, parece que esta mañana todo el mundo viene de visita a casa de John Smith.

—¿A quién se le iba a ocurrir que fuera Barbara Buncle? —replicó a voces la señorita Isabella Snowdon.

—Barbara me lo dijo hace meses —contestó Sarah, tan fresca.

—¿Le dijo que John Smith era ella?

—Sí, hace meses —repitió. «Aunque, desde luego, no lo creí», añadió para sus adentros.

Todos la miraron con verdadero pasmo. Tenían tanto que decir que no encontraban palabras para decir nada.

—En fin, ahora lo mismo da —dijo la señora Carter—. Vengan… por aquí… por mi jardín.

Siguieron a la señora Carter, pasaron por su cancela y tomaron el camino, bastante enlodado, por cierto, que llevaba hasta el agujero de la cerca. El doctor Walker y Sarah iban los últimos, separados de los demás. Estrictamente, no formaban parte del grupo, solo habían ido por si pasaba algo.

—¿Qué va a decirle, Agatha? —preguntó la señora Carter casi sin aliento.

—Me vendrá la inspiración, no se preocupe —contestó la señora Featherstone Hogg sin vacilar, mientras se colaba con cierta dificultad por el hueco de la cerca, detrás de la señorita Snowdon gorda.

Se dirigieron a la casa entre los arbustos, donde Barbara había encendido su feu de joie hacía unos meses. Los árboles ya tenían brotes nuevos y entre la hierba alta asomaban los primeros narcisos; pero el grupo no tenía ojos para los encantos de la primavera, iban todos a una, cada cual pensando en los desplantes y en las frases hirientes con que fustigarían a John Smith. No podían hacer nada, por supuesto, pero podían decir mucho.

Llegaron en silencio y se quedaron quietos en el césped, muy juntos. Observaron la casa y ésta les devolvió una mirada de postigos cerrados en todas las ventanas. Era la imagen viva de la desolación, como un nido abandonado.

Barbara Buncle se había ido.

FIN