Capítulo 26
El coronel y la señora Weatherhead

Los señores Weatherhead volvieron a Silverstream a principios de marzo. Se lo habían pasado estupendamente en Montecarlo y llevaban el arnés del matrimonio con la mayor soltura. El coronel, encandilado con su bonita y amable esposa, no se daba cuenta de que ella lo dominaba por completo.

Barbara fue la primera persona de Silverstream que hizo una visita a los recién casados. Apreciaba a Dorothea Bold de toda la vida y estaba impaciente por ver si había cambiado mucho ahora que era la señora Weatherhead. ¿Qué tal le sentaría el matrimonio? Además, necesitaba hacer algo. Iría andando hasta el puente y pasaría por su casa. Todo eso podía durar la mayor parte de la tarde y serviría para matar el tiempo. Últimamente estaba muy inquieta, no podía concentrarse en nada.

Los señores Weatherhead se habían instalado en Mi Refugio mientras hacían unas obras de mejora en la Casa del Puente para adecuarla a sus necesidades. Se alegraron mucho de ver a Barbara Buncle y la invitaron a tomar el té. Le contaron todas las novedades, primero sus aventuras en Montecarlo, y luego las reformas que estaban haciendo en la casa. Dijeron que querían pintarla y empapelarla de arriba abajo y abrir una ventana salediza en la pared sur del salón.

—Le aseguro que la idea ha sido mía y solo mía —dijo el coronel Weatherhead, no poco orgulloso—. Era un salón soso y frío y la ventana al sur lo cambiará por completo.

Barbara lo felicitó por el gran acierto.

—Y nos viene de perlas estar tan cerca —terció Dorothea en la conversación—, porque Robert puede vigilar a los obreros y ver qué hacen. No se imagina lo cumplidores que son si hay un hombre detrás de ellos. A las mujeres no nos hacen el menor caso.

—Dorothea me dio el sí solo porque necesitaba a alguien que metiera en cintura a los fontaneros que estaban arreglando los desagües de su casa —dijo el coronel con una risita.

—Sí, eso es —confirmó Dorothea—. La verdad es que le conviene mucho buscarse marido, Barbara. Son muy útiles cuando se atascan los desagües o si se quiere abrir una ventana nueva.

—A mí nunca se me atascan los desagües —contestó Barbara, sonriendo para sus adentros— y creo que no podría permitirme abrir una ventana nueva. Además, ¿quién va a querer casarse conmigo?

Ambos se opusieron enérgicamente a la modestia de su amiga, pero ella se dio cuenta de que no eran sinceros; la actividad de escritora había afinado su perspicacia con sus queridos personajes. Entretanto, se reía por dentro pensando en la sorpresa que se llevarían cuando se enterasen…

—¿Y qué tal las cosas por Silverstream? —preguntó Dorothea. Se sentó a la mesa de té y colocó las tazas con sus bonitas manos rechonchas.

Barbara contestó que todo seguía igual.

—No del todo —dijo el coronel Weatherhead, riéndose con picardía y guiñando un ojo a su mujer—. Por lo visto, en Las Jarcias ha habido una revolución incruenta, ¿no es verdad?

—¡Vamos, Robert, no seas malo! —le rogó Dorothea—. Estoy segura de que a Barbara no le interesan los cotilleos perversos sobre la pobre señora Featherstone Hogg.

—Estoy más que seguro de que sí —replicó el coronel.

—¡Por supuesto! —exclamó Barbara—. Es una crueldad picarme la curiosidad de esta manera e insisto en que me lo cuenten todo.

—Cuéntaselo tú, anda —dijo Dorothea.

—Pues, en realidad no es para tanto, pero resulta muy gracioso si se conoce a los Featherstone Hogg y se sabe hasta qué punto ha tenido siempre a raya la señora a su pobre marido, sin perder ocasión de machacarlo en todo. Pues resulta que Dolly y yo vimos una vez a ese buen hombre en la ciudad, en un restaurante nuevo de Mayfair… Silvio o algo parecido. Estaba cenando tête-à-tête con una jovencita y pasándoselo muy bien. No perdía de vista a su bella acompañante ni un momento, hasta el punto de que ni siquiera nos vio a nosotros.

—Parecía una corista —añadió Dorothea—, iba muy maquillada y vestida lo más escuetamente posible. No sé qué habría dicho «Agatha» si hubiera visto a su «querido Edwin» con esa joven.

Todavía no habían terminado de tomar el té, cuando llegó Sarah Walker de visita. Dio un beso a Dorothea y le dijo que era muy perversa…

—¡Mira que dejarnos a todos en la inopia de esa manera!

—Fue todo muy repentino, mujer —contestó Dorothea ruborizándose con gracia.

—Écheme la culpa a mí, si es que hay que echársela a alguien —dijo el coronel—. La responsabilidad es toda mía, pero le advierto que no me arrepiento ni un pelo.

—¡Ah, qué tremendos son los soldados! —dijo Sarah, moviendo la cabeza con consternación—. Son ustedes unos salvajes de cuidado, sin atenuantes.

—Voy a celebrar una fiesta en casa —anunció Dorothea, cambiando repentinamente de tema—; Barbara y usted podrían venir a ayudarme. No quiero que Silverstream tenga la impresión de haberse quedado sin banquete de bodas.

—Se lo agradezco mucho, Dorothea —dijo Sarah, frunciendo el ceño—, pero no creo que pueda venir, porque resulta que en estos momentos no estoy en buenas relaciones con Silverstream. Todo el mundo cree que soy John Smith.

—¿Creen que usted es John Smith? —preguntó Dorothea, desconcertada—. ¿Quién diantres es John Smith?

—Eso es lo que quieren saber… o al menos querían, hasta que me pusieron la etiqueta a mí.

—Pero ¿quién es ese individuo? ¿Qué ha hecho?

—¡No me diga que no ha leído el libro! —exclamó Sarah, estupefacta—. Creía que lo había leído el mundo entero… El perturbador de la paz, de John Smith —añadió, viendo que su anfitriona no tenía ni idea de a qué se refería—. Usted sí lo ha leído, ¿verdad, coronel?

—¡Ah! ¡Ahora caigo! —exclamó Dorothea—. Es ese libro que dio un disgusto muy grande a la señora Featherstone Hogg. Robert lo leyó justo antes de marcharnos al extranjero, pero, según él, no valía mucho la pena… ¿No es así, Robert?

—No, no mucho —dijo Robert, incómodo.

—Lo compré en Londres para llevármelo en el viaje —prosiguió Dorothea—, pero lo raro es que desapareció… así que al final no llegué a leerlo.

—¿Desapareció? —preguntó Sarah con interés.

—Sí, se evaporó sin dejar rastro. Lo puse en la cesta de la comida, arriba del todo, para leerlo en el tren, y cuando la abrí no estaba. ¡Qué raro! ¿Verdad?

—Muy raro, en efecto —contestó Sarah—, pero, yo que usted, no me preocuparía más. Como dice tan acertadamente el coronel, no vale mucho la pena.

El coronel Weatherhead la miró con agradecimiento. ¡Qué mujer tan sensatísima, encantadora y agradable era la señora Walker! La amiga perfecta para su querida Dolly… la amiga que él mismo le habría elegido.

Barbara dio por concluida la visita temprano. Esperaba a Arthur para cenar y le emocionaba la perspectiva de verlo otra vez. Hacía casi una semana que no se veían, porque estaba muy ocupado resolviendo y ordenando asuntos para poder tomarse unas largas vacaciones con la conciencia tranquila. Además del placer de volver a encontrarse con él, esa noche esperaba otro regalo y tenía muchísimas ganas de tocarlo con las manos: Arthur había prometido llevarle un ejemplar de prueba de Más poderosa es la pluma… El libro iba a publicarse muy pronto, en cuanto se cumplieran algunos trámites de importancia.

Volvió a casa pensando con satisfacción en los Weatherhead. Era evidente que el matrimonio había salido bien, los dos parecían muy felices. La unión de los Weatherhead era su mayor proeza, aunque sería más exacto decir la mayor proeza de El perturbador de la paz. Habían hecho exactamente lo que decía el libro… ¡y sin escándalos! Sentía por ellos un interés como si fuera su propietaria.

Por orden de mérito, después de los Weatherhead venían la señorita King y la señorita Pretty. Se habían ido a Samarcanda después de Año Nuevo. O eso fue lo que dijeron, aunque Barbara tenía sus dudas, porque no sabía si el vuelo hacia el sur terminaría realmente en Samarcanda; las postales, que llegaron a su debido tiempo y estaban expuestas en las repisas de las chimeneas de Silverstream, eran vistas de las pirámides y de alguna que otra esfinge, pero, según tenía entendido de toda la vida, o eso le habían hecho creer, esos monumentos tan interesantes de la antigüedad se hallaban exclusivamente en Egipto.

Margaret Bulmer era otra de las grandes proezas atribuibles a El perturbador de la paz, pero de una forma muy distinta. Cuando Margaret volvió de la larga estancia con sus padres parecía diez años más joven y se encontró con un marido mucho más amable y considerado. Lo cierto es que Stephen la había echado de menos, la casa no era tan cómoda si no estaba Margaret para engrasar la maquinaria doméstica. Stephen no quería correr riesgos y se dispuso a ser agradable con su mujer. Además, transformó un viejo cobertizo que había al fondo del jardín en un estudio muy confortable; de este modo, podía dedicarse a sus investigaciones del carácter y las conquistas de Enrique IV sin que le molestara el ruido de los niños y demás habitantes de la casa. Como ya no había necesidad de imponer un silencio completo y absoluto en la casa, todo el mundo estaba más a gusto. Y resultó que el estudio del señor Bulmer se hizo imprescindible, porque, durante la larga estancia con los abuelos, éstos habían malcriado concienzudamente a los pequeños. Ahora eran un par de niños normales, ruidosos y saludables, y no unos ratoncitos blancos. Todo eso podía atribuirse directamente a El perturbador de la paz; por lo tanto, aunque Margaret no había cumplido el destino prescrito, es decir, no se había fugado a medianoche por la ventana de su dormitorio con Harry Carter, a la autora le parecía que el caso podía considerarse otro éxito muy justificadamente.

Por último, el señor Featherstone Hogg. Barbara se puso muy contenta al enterarse de que el buen hombre se divertía de verdad. Apreciaba al señor Featherstone Hogg, siempre la había tratado con amabilidad y a ella le gustaba pagar con buen trato a quien la trataba bien; por eso lo había favorecido tanto en Más poderosa es la pluma… A Barbara se le ocurrió la mejor manera de que el señor Featherstone Hogg se lo pasara bien gracias a un comentario casual que le hizo la anciana señora Carter sobre su desafortunada afición al teatro; ese detalle, sumado a su propia experiencia en The Berkeley, le había servido de inspiración. Tal vez no tuviera imaginación, pero, desde luego, era ingeniosa. Por lo visto había dado en el clavo, porque, en la novela, el hombre se divertía exactamente como le gustaba en la vida real. Barbara se alegró mucho.