Barbara cumplió la primera parte del plan sin la menor dificultad. Se comió los huevos pasados por agua y aguantó con mansedumbre la regañina de Dorcas. Después se fue a la cama y cayó inmediatamente en un sueño profundo y reparador. Se despertó a las dos en punto, cuando el sol estaba en todo su esplendor. Era una tontería seguir remoloneando en la cama. El descanso le había devuelto toda la energía, aunque, por otra parte, se encontraba bastante inquieta y recelosa. Tenía que levantarse y hacer algo, salir a la calle o lo que fuera… Era imposible quedarse en la cama. La visita del señor Abbott, un mero detalle del que, antes de irse a dormir, la separaba el abismo del sueño, se alzaba ahora ante ella terroríficamente. Llegaría dentro de dos horas, menos de dos horas, y querría conocer la respuesta a su proposición. ¿Volvería a declararse verbalmente? ¿Y si lo hacía con la audacia del comandante Waterfoot? ¡Sería espantoso! ¿Qué diantres haría si de pronto se postrara y declarase trémulamente que no podía vivir sin ella ni un momento más? Lo cierto es que no alcanzaba a imaginarse al señor Abbott en semejante trance, pero nunca se sabe. Elizabeth se habría desenvuelto bien en una circunstancia así, por supuesto, sabría exactamente lo que tenía que hacer, pero ahora era una mujer casada y no podía ayudarla. En la novela, había resuelto la situación amorosa con una facilidad pasmosa, entregando simplemente la novela al señor Nun y diciéndole: «Queridísimo Reginald, ahí tiene la respuesta». Así era como hacía las cosas Elizabeth, pero Barbara no era capaz. Para empezar, no se imaginaba llamando «Arthur» al señor Abbott; tendría que llegar a hacerlo, si se casaba con él, pero tardaría en acostumbrarse.
Cuando se hubo vestido, aún faltaba una hora para que llegara el señor Abbott y quiso salir a dar un paseo. Una buena caminata a paso vivo sería el mejor remedio para el estado de nervios en el que se hallaba.
—¡No me diga que va a salir, señorita Barbara! —exclamó Dorcas al verla aparecer con el sombrero y el abrigo puestos—. ¿Y si el buen caballero llega antes de que vuelva usted?
Estas palabras inspiraron de repente a Barbara. ¡Qué buena idea! ¿Por qué diantres no se le había ocurrido a ella?
—Dale esto, Dorcas —respondió ella, y dejó encima de la mesa de la cocina el grueso y sobado manuscrito de Más poderosa es la pluma…—. Si viene antes que yo, limítate a darle esto de mi parte y dile que lo he dejado para que lo lea.
—Pero él vendrá a verla a usted —le reprochó Dorcas—. Seguro que no le apetece nada ponerse a leer ese mamotreto nada más llegar. La verdad, señorita Barbara, podía tener un poco de consideración con el pobre caballero, vamos, digo yo.
—Tú dáselo y ya está —dijo Barbara, y salió rápidamente por la puerta trasera.
No había tiempo que perder. Era muy probable que el señor Abbott llegara antes de lo previsto; sería espantoso que la pillara en casa.
Echó a correr por el jardín, se escapó por el hueco de la cerca y cruzó los campos en dirección a la iglesia.
Cuando dieron las cinco de la tarde, todavía no se había decidido a volver a la Casita de Tanglewood y aún tuvo que armarse de valor para hacerlo. Entró sigilosamente en el vestíbulo, como un ladrón, y atisbó por la puerta entreabierta de la salita. El señor Abbott estaba sentado frente a la chimenea tomando té; parecía muy a gusto y satisfecho en la salita de Barbara. Se sirvió té otra vez y entonces levantó la cabeza y vio a su fugitiva anfitriona.
—No se asuste —dijo con una sonrisa cordial—, le garantizo que no muerdo.
Barbara se rió. ¡Qué alivio! ¡Qué diferente de lo que tanto temía!
—Permítame ofrecerle su propio té, que, por cierto, es excelente —prosiguió el señor Abbott agitando hospitalariamente la tetera—. Seguro que está helada y hambrienta. Dorcas me ha dicho que se ha saltado usted la comida. Eso no está nada bien, no se puede salir a vagabundear por la calle con este frío sin haber comido nada, se habrá quedado helada hasta los huesos. Cuando estemos casados, no le consentiré que haga esas tonterías… porque vamos a casarnos, ¿verdad, querida Barbara?
—Sí —dijo ella—, me parece que sí. Bueno, si quiere usted, porque yo estoy bien así.
—Por supuesto que quiero —contestó el señor Abbott pasando por alto la última parte del comentario—. Tengo muchísimas ganas de casarme, de verdad. Acérquese, Barbara, tómese esto.
Ella se sentó cautelosamente a un lado de la chimenea y aceptó la taza que él le había servido. Hasta ahora, todo iba bien y ya estaba casi segura de que el señor Abbott no se arrodillaría de pronto ni soltaría un discurso apasionado. ¡Qué suerte que fuera tan sensato!
—Esto es muy acogedor —dijo el señor Abbott—. Estoy muy contento y espero que usted también. Somos el uno para el otro, no hay duda, y estoy muy orgulloso de usted, Barbara. La trataré muy bien, querida… no me tenga miedo, por el amor de Dios —dijo—. Coja una tostada caliente con mantequilla —añadió inmediatamente.
En realidad, Barbara ya no le tenía miedo, nunca más se lo tendría, era imposible volver a asustarse de él nunca más. Era cordial y encantador, exactamente como siempre, pero más. Comió unas cuantas tostadas calientes con mantequilla y se encontró mucho mejor. Empezaba a tener la sensación de seguridad y felicidad. Empezaba a tener la sensación de que un día, muy pronto tal vez, conseguiría llamarle Arthur.
Hablaron de Más poderosa es la pluma… y el señor Abbott dijo que, en su opinión, era incluso mejor que El perturbador de la paz. Solo tenía dudas sobre el secuestro del niñito de los Rider. Según él, en el país nadie secuestraba niños y le parecía una lástima introducir un episodio tan inverosímil en una crónica de sucesos cotidianos que, por lo demás, era completamente verosímil e incluso verídica.
—Pero es que es verídico —observó Barbara—. Sucedió tal como lo cuento, menos el detalle del niño, porque en realidad fueron los gemelos.
El señor Abbott la miraba sin podérselo creer.
—Es verídico de principio a fin, se lo aseguro —continuó Barbara—. Fue idea de la señora Greensleeves, ya sabe, la señorita Myrtle Coates, tal como lo escribí. Yo nunca habría podido inventármelo, porque no tengo ni pizca de imaginación.
—¡Caramba! —exclamó el señor Abbott con contundencia.
—La realidad supera a la ficción —añadió Barbara con una sonrisa satisfecha.
Se alegró de haber dicho esta frase tan sumamente oportuna. Era muy buena, casi tanto como Más poderosa es la pluma que la espada y habría sido un título estupendo para el libro, casi tanto como el otro, pero no tanto.
Naturalmente, el señor Abbott no pudo alegar nada más sobre la inverosimilitud del rapto. No se puede tildar de inverosímil algo que sucede en una novela si ha sucedido en la vida real. Dejó, pues, el tema, propuso un par de cambios menores y preguntó si podía llevarse el manuscrito esa noche para poner la edición en marcha cuanto antes. Había traído el contrato y, si a ella le parecía bien, podían llamar a Dorcas para que fuese testigo de la firma. Ella dijo que sí y fue a las dependencias del servicio a avisarla.
El contrato era muy diferente del que había firmado para El perturbador de la paz. Ahora John Smith era un éxito de ventas o, en todo caso, lo más parecido a un éxito de ventas. La señorita Buncle iba a recibir un adelanto suculento, así como unos provechosos derechos de autor. Era un buen contrato, incluso para un escritor de éxito, aunque la señorita Buncle ni lo miró. Cogió la gruesa estilográfica del señor Abbott y preguntó dónde tenía que firmar.
—Pero ¡si no lo ha leído! —exclamó el señor Abbott, sorprendido.
—Supongo que es igual que el anterior, ¿no? —preguntó Barbara—. ¿Por qué voy a molestarme en leerlo, si dice usted que está bien?
Al señor Abbott le conmovió la confianza ciega de Barbara, pero se sobresaltó un poco al ver cuál era su ignorancia de los asuntos económicos. Evidentemente, Barbara no sabía lo mucho que había subido su cotización desde El perturbador de la paz; su precio en el mercado se había multiplicado por cien. Pensó que, afortunadamente, le tenía a él para velar por su futuro y procurar que nunca la estafaran.
A Dorcas le costó penas y trabajos escribir su nombre al pie del contrato y, nada más firmar, volvió a la cocina inmediatamente. Estaba asando un pato para la cena y no quería quitarle el ojo de encima. ¡Qué horror, si se le «pegaba» por haber ido a firmar unos estúpidos papeles! Creía que serían documentos relacionados con la boda. Ella tampoco se tomó la molestia de leerlos, sobre todo porque quería volver al pato cuanto antes.
Solo quedaba una cosa más que solventar. El señor Abbott, preocupado porque no sabía cómo se lo tomaría Barbara, la planteó con la mayor delicadeza posible.
—Me gusta mucho el final de Más poderosa es la pluma… —dijo con una sonrisa obsequiosa.
—Fue idea suya —objetó ella.
—Me refiero al desarrollo que ha dado a la idea —puntualizó él—. La boda está muy bien narrada, con el detalle conmovedor de que asista todo Copperfield; es uno de los mejores fragmentos que ha escrito, Barbara; es una farsa sutil, podríamos decir.
—¡Una farsa! —exclamó Barbara, perpleja al oír esa palabra—. Pero no tiene nada de cómico… Al menos, no lo escribí con esa intención, no pretendía…
—Ya, ya —la atajó el señor Abbott—. No se preocupe, carece de importancia. A todo el mundo le gustará muchísimo y eso es lo principal. Lo que quiero decir es lo siguiente: el final del libro se va a cumplir en lo esencial, pero no en todos los aspectos… ¡Qué mal me explico! —exclamó. Se pasó una mano por los suaves cabellos y miró agobiado a Barbara—. Quiero decir que no podemos celebrar la boda aquí, en Silverstream.
—¿Por qué? —preguntó Barbara.
Ya tenía ganas de celebrarla. Quería que fuese igual que la de Elizabeth Wade o lo más parecida posible a esa ceremonia ideal. Naturalmente, en Silverstream no podía manejar el sol ni el canto de los pájaros a su gusto, como en Copperfield. Eso lo sabía y aceptaba lo inevitable, como buena filósofa que era; pero quería celebrarla en la misma iglesia e invitar a las mismas personas que Elizabeth y quería que todo el pueblo la viera blanca e inmaculada con su traje de novia.
—¿Por qué? —insistió, pues el señor Abbott no había respondido todavía—. ¿Por qué no podemos celebrarla aquí, en Silverstream, y hacer lo mismo que Elizabeth y el señor Nun?
—Pues —dijo el señor Abbott— verá, Barbara: resulta que en cuanto publiquemos Más poderosa es la pluma… todo el mundo sabrá que John Smith es usted. Es inevitable, por poco que lo intenten, porque hasta el más obtuso verá que Elizabeth Wade es precisamente Barbara Buncle, y resulta que Elizabeth Wade escribió Ahogados en un vaso de agua, que es ni más menos El perturbador de la paz.
Barbara lo comprendió.
—¡Mira que no haberme dado cuenta! —dijo con desánimo.
—Es una lástima, pero no se puede evitar —dijo el señor Abbott.
—Supongo que se podría retrasar la publicación de Más poderosa es la pluma… hasta después de la boda, ¿no?
—Se podría —confirmó el señor Abbott—, y lo haríamos si sirviera de algo. Nada más fácil que casarse antes de publicar el libro, pero hay otro detalle que no podemos perder de vista. ¿Se hace cargo de lo que sucederá tan pronto como mande las invitaciones de boda con mi nombre? Por lo general, en las invitaciones de boda figura el nombre del novio, ¿no es así?
—Sí. ¿Qué pasará?
—Todo el mundo dirá: «¿Quién diantres es el señor Abbott? ¿No será el editor? ¿Cómo es que la señorita Buncle lo conoce tanto?».
—Sí, claro —dijo Barbara, un poco más desanimada—. ¡Qué listo es usted! Es mucho más inteligente que yo. A mí nunca se me habría ocurrido hasta que ya hubiera sucedido.
—No es cuestión de inteligencia —dijo el señor Abbott un poco jactanciosamente, pues era muy grato que apreciaran las cualidades de uno—, no, no tiene nada que ver, querida Barbara. Es que tengo mentalidad de hombre de negocios. La suya funciona según otros intereses. Por ejemplo, yo jamás habría podido escribir El perturbador de la paz ni Más poderosa es la pluma… —dijo con toda sinceridad—. Cada uno es de una manera, y menos mal, porque, si todos fuéramos iguales, ¡el mundo sería un aburrimiento! A unos se les dan bien unas cosas, y a otros, otras. Usted y yo nos complementamos, juntos seremos invencibles, perfectos —añadió ardorosamente. Se inclinó hacia delante y puso la mano en la rodilla de Barbara.
Era una mano fuerte, reconfortante. A Barbara le agradó la sensación y sonrió.
—Pero así son las cosas —prosiguió él—. Me habría encantado que disfrutara usted de una boda tan espléndida como la de Elizabeth, pero no puede ser, sencillamente no se puede. En cuanto Silverstream se dé cuenta de que John Smith es usted, su vida se convertirá en una carga pesada. Por supuesto, no pueden hacerle nada verdaderamente grave, pero podrían amargarle mucho la vida.
Barbara sabía que tenía razón, habría que irse a otra parte. Descubrió que le daba más o menos igual. Siempre había vivido en Silverstream, pero los últimos meses habían sido una prueba muy ardua para sus nervios; no estaba a gusto en Silverstream y no hacía falta buscar muy lejos el motivo de ese malestar. La verdad era que nunca tenía un momento de paz. En cualquier situación alguien podía ponerse a despotricar contra El perturbador de la paz y hacerlo trizas; cuando menos se lo esperase, alguien podía detenerla por la calle y acusarla de ser John Smith; se ponía enferma cada vez que sonaba el teléfono, porque podía ser alguien que lo supiera todo. Le pareció que irse de Silverstream y dejar atrás las complicaciones y temores sería un gran alivio.
Tenía mucho cariño a Copperfield, naturalmente, pero, ahora que ya había escrito dos libros, el pueblo idílico empezaba a borrársele de la cabeza. Ya no podía entrar en Copperfield a voluntad, la puerta estaba cerrada; ella misma la había cerrado, por supuesto, pero ya no podía abrirla otra vez.
—¿Sentirá mucho dejar Silverstream? —preguntó el señor Abbott, comprensivo.
—No —contestó Barbara—; en realidad, creo que no.
—Bien —dijo él sonriendo y frotándose las manos.