Capítulo 24
Más poderosa es la pluma…

Al día siguiente, cuando el señor Abbott llegó a casa después del trabajo, le esperaba Más poderosa es la pluma… Rasgó el envoltorio con entusiasmo, estaba muy emocionado. La señorita Buncle era un enigma para él, tanto la mujer como la escritora. A veces tenía la impresión de que la entendía muy bien, y otras, en cambio, nada de nada. No sabía cómo sería el libro nuevo, tanto podía ser el bodrio más espantoso como resultar otro éxito de ventas. Se temía que El perturbador de la paz hubiera sido una casualidad única y que la señorita Buncle nunca volviera a escribir nada digno de leerse, aunque también podía equivocarse, por supuesto. Se sentó a leer cómodamente.

Más poderosa es la pluma… también era «todo sobre Copperfield», como decía ella. Reconoció a varios personajes de El perturbador de la paz, aunque también había algunos nuevos, como el señor Shakeshaft, que era el vicario, la señorita Claire Farmer, nieta de la anciana señora Farmer, la señora que llevaba peluca y ponía pectina en su famosa mermelada de ciruelas, y la señora Rider, que era la mujer del médico.

El señor Shakeshaft era un vicario joven, entregado y serio que caía en las redes de la señora Myrtle Coates, la cual suponía que el joven poseía una gran fortuna. La señora Myrtle Coates era un personaje de El perturbador de la paz del que el señor Abbott se acordaba muy bien; hoy diríamos que era una auténtica «cazafortunas» que tenía relaciones con un joven desagradable y de poca monta. Este nuevo embrollo con el vicario de Copperfield no la redimía, ni mucho menos; primero, ella lo provocaba descaradamente y después lo rechazaba en el último momento porque él perdía toda su fortuna por una quiebra bancaria. Y, hasta aquí, el vicario y la señora Myrtle Coates.

El argumento principal narraba las aventuras y desventuras de Elizabeth Wade, el otro yo de la señorita Buncle. La señorita Wade escribía un libro y las peripecias de su carrera de novelista reflejaban las extraordinarias experiencias de la propia señorita Buncle. La señorita Wade escribía un libro que editaban los señores Nun and Nutmeg[16], nombre que hizo estallar en carcajadas al señor Abbott. Esa editorial de nombre tan especiado publicaba el libro de la señorita Wade e inmediatamente se convertía en un éxito de ventas. El libro era «todo sobre Copperfield»; a unos los irritaba y a otros los complacía, según el retrato que la señorita Wade hiciera de cada cual. Se titulaba Ahogados en un vaso de agua, de J. Farrier, y todo el pueblo hablaba de él y lo criticaba severamente, al menos quienes carecían de discernimiento, porque los demás lo consideraban genial, cosa que se demostraba sin lugar a dudas en las ventas, que, por supuesto, eran totalmente inauditas. El tema era poco usual e intrigante, el señor Abbott nunca había leído una novela sobre una mujer que escribe una novela sobre una mujer que escribe una novela. Parecía un juego de espejos como los de los sastres, en los que la mujer y su novela se reflejaban una y otra vez hasta el infinito. Si se pensaba mucho en ello, la cabeza empezaba a dar vueltas, pero no era necesario, a menos que se quisiera, naturalmente. Y, hasta ahí, el argumento principal.

La señora Rider, la mujer del médico, estaba bien definida y tratada con comprensión. Al señor Abbott le gustó muchísimo: le parecía un personaje realmente encantador. Era sospechosa de ser la autora de Ahogados en un vaso de agua y, en consecuencia, pasaba un mal trance, porque se convertía en la víctima de una conspiración absurda y totalmente increíble que urdían entre Myrtle Coates y Horsley Downs con el fin de demostrar la autoría del libro. Ese episodio en concreto le hizo dudar. ¿Se molestaría la señorita Buncle si le proponía que lo eliminase? El secuestro del niñito de los Rider era muy inverosímil y poco convincente incluso en una novela como Más poderosa es la pluma… y la mayoría lo interpretaría como una farsa. Volvería a pensarlo más tarde y lo hablaría con la señorita Buncle.

La trama de Más poderosa es la pluma… era complicada, tenía muchos hilos. Por una parte, el de Myrtle Coates y el de la conspiración contra la señora Rider; por otra, el argumento central de Elizabeth Wade y su libro; y, por otra aún, varios hilos menores, todo entretejido con mucho ingenio. El señor Abbott lo desenmarañó mentalmente. Tras liberarse de los grilletes, el señor Horsley Downs vivía mucho mejor que en El perturbador de la paz. Se permitía diversiones inocentes, como invitar a actrices a comer en The Berkeley. Eso debió de añadirlo la noche anterior, porque llevaba el sello de la autenticidad y la tinta todavía estaba azul. En la nueva novela, los Gaymer, los Waterfoot y la señorita Earle desempeñaban papeles secundarios: ya se encontraban fielmente descritos en la primera. Aludía al divorcio de los Gaymer por encima, sin ahondar; los Waterfoot mandaban postales desde Roma y contaban que habían recorrido el Foro y les parecía muy interesante. Las señoritas Earle y Darling partían finalmente a Samarcanda con los mejores deseos de sus amistades.

Las diferentes tramas secundarias se entremezclaban, pero sin perder su identidad, y el señor Abbott creía que eran ciertas o muy parecidas a la realidad, como quedaba demostrado en la veracidad absoluta, casi aterradora, de las peripecias de Elizabeth Wade. Su propio retrato en el personaje del señor Nun le hizo muchísima gracia. Barbara siempre trataba amablemente a las personas que apreciaba.

En general, se parecía mucho a El perturbador de la paz, pero se notaba el buen hacer de una mano más firme. Era mejor, más divertido y más uniforme en el estilo. La señorita Buncle había progresado mucho en el arte de escribir, pero sin perder ni un ápice de la extraordinaria simplicidad que algunas personas habían tomado por sátira. El editor estaba encantado con Más poderosa es la pluma…

En los últimos capítulos, la señorita Buncle recogía todos los hilos con astucia, los reunía y los remataba limpiamente, todos menos el más importante. Elizabeth Wade se quedaba en suspenso, por así decir. Ahí era donde se había atascado, porque ¿cómo iba a rematar al personaje de Elizabeth Wade si Barbara Buncle no sabía lo que le pasaría a ella?

El señor Abbott comprendió el escollo. Se requería algo que redondeara y completara el tema principal, algo rotundo. Era muy difícil, claro, porque Más poderosa es la pluma… se basaba completamente en la realidad, carecía de elementos fantásticos, como el niño prodigioso de la segunda mitad de El perturbador de la paz. Todo era real: por lo tanto, el desenlace tenía que serlo también; de lo contrario perdería altura artística.

Estuvo un buen rato reflexionando hasta que, por fin, sonrió. Vio la conclusión del libro con toda claridad, una forma redonda y convincente de cerrarlo. Esperaba sinceramente que también complaciera a la señorita Buncle. Fue a buscar un folio y escribió el croquis de lo que se le había ocurrido para el final de Más poderosa es la pluma… No tardó mucho, naturalmente, porque no eran más que unas líneas generales y lo más escuetas posible, porque no quería que se notara una mano ajena en las últimas páginas del libro de la señorita Buncle. Le costó mucho más tiempo escribir la carta y las notas que adjuntó al manuscrito; tuvo que repetirla varias veces hasta encontrar la mejor forma de expresarse. A continuación lo empaquetó todo y se lo mandó a la señorita Buncle por correo certificado.

En la oficina de Correos, mientras esperaba el recibo, pensó que tal vez fuera una manera singular de declararse a una señorita. Esperaba que Barbara se lo tomara bien, que comprendiera la sutileza del asunto y que le hiciera justicia en el libro. Porque todo se reflejaría en la novela, naturalmente, ésa era la idea principal: Elizabeth Wade confiaba al editor que se había estancado con la novela; el señor Nun se ofrecía a leerla, le proponía un final que iba emparejado con la petición de mano a la propia autora. Más poderosa es la pluma… terminaría con la boda del señor Nun y la señorita Elizabeth Wade, imposible imaginarse un final mejor. El personaje de Elizabeth quedaba rematado por todo lo alto, precisamente el final idóneo para Más poderosa es la pluma…

A Barbara Buncle le encantó la propuesta del señor Abbott, comprendió al instante que era justo lo que necesitaba. Las campanas nupciales serían un gran finale artístico: ¡qué listo era el señor Abbott!

No leyó la carta hasta después de asimilar el croquis del folio y trazar provisionalmente el desarrollo de la boda. Fue entonces cuando descubrió que le proponía matrimonio. La carta no era larga, solo decía que esperaba que Elizabeth aceptara la idea del señor Nun y que, como se había dado cuenta de que todo lo que pasaba en el libro era real, deseaba que el final no fuera una excepción. Le preguntaba, y subrayó las palabras para que no le pasaran por alto, si le sería posible encontrar la manera de que la propuesta para el final del libro se hiciera realidad. Concluía diciéndole que el viernes por la tarde iría a verla para saber su respuesta.

Barbara no se lo podía creer; leyó la carta varias veces antes de convencerse de que realmente quería decir lo que le parecía a ella. La superaba por completo que alguien quisiera pedirle la mano. El señor Nun se había enamorado de Elizabeth Wade, por supuesto, nada más natural, teniendo en cuenta los encantos de la afortunada mujer, pero que el señor Abbott confesara una pasión similar por Barbara Buncle era inconcebible. Hacía tiempo que consideraba al señor Abbott el hombre más encantador que había conocido en la vida: se podía confiar en él, era amable y sincero, había contado con su apoyo cuando todo el mundo se puso tan desagradable con El perturbador de la paz, había creído en ella y no le había fallado. Era la primera vez que le proponían matrimonio pero, a pesar de su inexperiencia, era consciente de que el señor Abbott lo había hecho de una forma singular, delicada, halagadora e inteligente. Por supuesto, el señor Abbott era muy inteligente, se había dado cuenta desde la primera entrevista, cuando todavía no lo conocía. Ahora eran amigos y ella daba mucha importancia a su amistad, pero ¿podría casarse con él? ¡Era tan sorprendente que quisiera casarse con ella! No se le había pasado por la cabeza en ningún momento. «Es tan repentino», pensó, y sonrió al darse cuenta de lo oportuna que era la trillada expresión.

«No puedo casarme con él, no, de ninguna manera», se dijo. Sin embargo, no quería perderlo, perder su amistad y su apoyo. ¿Dejarían de ser amigos si le decía que no? Desde luego, no sería lo mismo: destruiría la naturalidad entre ellos. La mera idea de perder la amistad del señor Abbott la consternaba. Empezaba a preguntarse si podría casarse con él; empezaba a pensar que tal vez fuera posible.

Cuando Dorcas le llevó la cena, la encontró leyendo y releyendo la carta del señor Abbott.

—¿Qué opinas del matrimonio, Dorcas? —preguntó Barbara con toda familiaridad.

—¡Es el señor Abbott! —exclamó Dorcas, tan emocionada que se le cayeron las tostadas—. Lo sabía, señorita Barbara, es que lo sabía. Salió en los posos del té… una boda en casa y un hombre más bien corpulento que miraba hacia la casa. Y dije: «Ése es el señor Abbott»… Sí, sí, lo dije de verdad. ¡Ay, señorita Barbara, qué alegría tan grande!

—Pero, Dorcas, ¡no he tomado ninguna decisión todavía! —exclamó la pobre Barbara, consternada.

—No, señorita Barbara, claro que no. Pero será precioso… ¡Imagínese de novia, toda de blanco, con flores de azahar en el pelo! ¡Ay, y él es todo un caballero, también, tan espontáneo y natural! Hay que reconocerle una cosa, desde luego, él sí que sabe, sí, señor. ¡Ay, señorita Barbara, qué alegría me da!

—Pero no he dicho ni que sí ni que no… más bien me parece que no voy a casarme con él, Dorcas. Tengo que pensarlo muy bien… Todavía no he dicho nada…

—No, señorita Barbara, claro que no. No sería propio de una señorita tirarse de cabeza, no, de ninguna manera. Pero no puedo dejar de pensar en la boda. Es que me encantan las bodas, ¿a usted no, señorita Barbara? Podemos preparar la recepción aquí, en esta sala, y aquí, enfrente de ese rincón, el bufet. A ver si viene una de las chicas de la señora Goldsmith a echarme una manita, seguro que no le importa, y siempre será mucho más agradable que traer a una desconocida, ¿no cree, señorita Barbara? Los gemelos serán los pajes perfectos, los del médico, digo, los dos vestidos de raso blanco, llevando la cola de la novia…

Era inútil discutir con Dorcas. Barbara, desesperada, se dio por vencida.

—Bien, en cualquier caso, no digas una palabra a nadie —le ordenó resueltamente—. No he tomado ninguna decisión y no quiero que me metas prisa. Tienes que guardar el secreto, Dorcas, es tan importante como el de El perturbador de la paz.

—No diré una palabra —prometió Dorcas—, soy una tumba, señorita Barbara. Pero me permitirá pensarlo a mis anchas, ¿verdad? Eso sí que no se lo puedo prometer, no sería capaz de dejar de pensarlo aunque me dieran diez libras.

—Bueno, pero no se lo digas a nadie —dijo Barbara.

Dorcas suspiró, podía decir muchas otras cosas sobre la boda, pero se imaginó que sería en vano. Ya se le habían ocurrido varias cuestiones importantísimas que tendría que hablar con la señorita Barbara, pero, si no quería, pues ¡a morderse la lengua tocaban! De muy mala gana, recogió la bandeja y dio media vuelta para salir de la estancia.

—Ah, Dorcas —dijo Barbara—, esta noche voy a quedarme a escribir hasta tarde, así que no te olvides de mi café.

—Más valdría que se fuera a la cama, señorita Barbara —dijo Dorcas con sensatez—. No hace falta que siga escribiendo, ahora que tiene un marido que la mantenga.

Aunque tuviera marido o posiblemente fuera a tenerlo, se pasó la noche escribiendo. El final salió perfecto, una escena conmovedora en el jardín, donde Elizabeth aceptaba el corazón y la mano del señor Nun. Como era verano, el señor Nun se había presentado en busca de la respuesta con pantalones de franela de jugar al tenis y una chaqueta azul claro que realzaba sus encantos varoniles. Elizabeth estaba sentada en la pérgola y el señor Nun, impaciente por llegar a su lado, saltaba por encima del seto e iba hacia ella cruzando el césped. Tímidamente, la protagonista le entregaba el manuscrito acabado y decía: «Queridísimo Reginald, ahí tiene la respuesta», y se marchaba para que lo asimilara a sus anchas. Reginald leía el final a toda velocidad, descubría que su gran deseo se hacía realidad y echaba a correr hacia la casa a solicitar a la novia.

Todo Copperfield estaba invitado a la boda y el pueblo acudía en masa con alegría y buen humor: se mandó una invitación incluso a Samarcanda para las señoritas Earle y Darling. Elizabeth contaba con el cariño, la admiración y el respeto de todos. Nadie tenía ni la menor idea de que era J. Farrier, el polémico autor de Ahogados en un vaso de agua, y ya no existía ninguna razón para que lo averiguaran. Con la boda, desaparecía la necesidad de desenmascarar drásticamente a J. Farrier, escena a la que Barbara había dado algunas vueltas sin la menor ilusión. La boda era un final mucho más bonito. Y así, todo Copperfield asistía alegremente a la boda de Elizabeth, le hacían regalos y erigían un arco de triunfo en su honor. El señor Shakeshaft, con su cara seria, celebraba la ceremonia en la pequeña iglesia de Santa Ágata y, sin poder evitarlo, comparaba la buena suerte del señor Nun con sus esperanzas rotas. Era una boda magnífica, el sol resplandecía en el puente y, cuando la novia salía por la puerta de la iglesia después de la ceremonia, radiante, de blanco inmaculado, los pájaros la recibían gorjeando alborozadamente.

A continuación, los invitados iban a la encantadora casa de la novia a celebrar el banquete y, de uno en uno, le deseaban felicidad y buena suerte con las fórmulas típicas. Se parecía un poco a la última escena de los musicales navideños, cuando todos los personajes salen a saludar al escenario.

Puso el punto final a Más poderosa es la pluma… justo cuando se oía el tintineo de las cántaras de leche en el camino. Dejó la pluma en el escritorio y fue a mirar por la ventana. Tenía que haber visto la claridad del día despuntando sobre las colinas, pero no fue así, ni lo sería hasta al cabo de un par de horas, al menos. Lo único que se veía entre los árboles desnudos era el carro de la leche. Destacaba al pie de la farola, donde se había parado el lechero para ver cuál era la lechera de la Casita de Tanglewood. Poca cosa, en comparación con el romper de las primeras luces, que era lo que, en su opinión, se merecía.

Bostezó y se desperezó; estaba muy entumecida y tensa. La alegría de haberlo conseguido, ¡y de qué manera!, la animaba y no notaba el cansancio, pero tenía mucho apetito. Pensó que Dorcas no tardaría en levantarse y entonces le pediría un huevo pasado por agua o quizá dos y luego se iría a la cama, a dormir hasta la hora del té, porque quería estar despejada y descansada cuando llegara el señor Abbott.

Al escribir la boda de Elizabeth, que en realidad era la suya (porque ¿acaso no era Elizabeth?), se había hecho más a la idea de casarse con el señor Abbott. Ya no le parecía tan apabullante ni alarmante. ¡Qué tontería, alterarse tanto por una proposición de matrimonio! No había por qué asustarse ni alarmarse tanto por una boda, la gente se casaba todos los días y seguía siendo la misma de siempre. Que ella supiera, el matrimonio no alteraba mucho a las personas.

Elizabeth salía al encuentro de su destino con valentía, el sol brillaba y los pájaros cantaban alegremente, ahora ya estaba casada. Había dejado de ser Elizabeth Wade: era la señora de Reginald Nun y pronto, o quizá no exactamente pronto, pero algún día, Barbara se convertiría en la señora de Arthur Abbott.