El editor invitó un día a Barbara a comer en The Berkeley. Era lo más emocionante que le había pasado en la vida y se entusiasmó con la idea desde el primer momento.
Incluso Sally, que estaba totalmente enfrascada en importantes asuntos propios, se dio cuenta de lo inusitadamente alegre y animada que estaba su vecina.
Cuando llegó el gran día, Barbara prefirió ir temprano a la ciudad para combinar la escapada con una orgía de compras y, así, llegó a The Berkeley cargada de paquetes de formas diversas, envueltos en papel de estraza, colgando dolorosamente de cada uno de los dedos, falta imperdonable de la que jamás podría acusarse a Elizabeth Wade.
El señor Abbott llevaba diez minutos esperándola y le asombró verla llegar con tantos paquetes, pero ella se alegró tanto de verlo que, halagado, le perdonó inmediatamente todos los pecados. La condujo a una mesa que había reservado, cerca de la ventana y suficientemente lejos de la orquesta para poder conversar, y ayudó al camarero a desenmarañar los paquetes de las manos de Barbara. Luego se sentaron y dio comienzo la comida.
Barbara disfrutó muchísimo de todo. La mayor parte del tiempo era Elizabeth, por supuesto, porque aquello era como una fiesta del estilo de Elizabeth: comer tête-à-tête en un restaurante caro con un caballero distinguido; de todas formas, a veces era Barbara unos momentos y entonces se volvía un poco tímida, torpe y humilde.
El señor Abbott estuvo muy atento. La señorita Buncle lo atraía cada vez más y hoy la encontraba mejor que nunca. Era un orgullo lucirse con ella y su conversación le intrigaba, nunca se sabía lo que diría a continuación. Tan pronto parecía una mujer sofisticada y mundana, como una niña inocente y confiada. El señor Abbott no podía saber que en realidad estaba comiendo en The Berkeley con dos señoritas y que ambas le reían las gracias y las bromas, tan apropiadas para la ocasión.
El editor cada vez estaba más convencido de que la señorita Buncle era la mujer que llevaba esperando toda la vida. Era atractiva, tenía buen carácter y muy buen humor y, obviamente, gozaba de una salud de hierro. Le parecía divertida y provocativa. Era inteligente, pero no demasiado; al señor Abbott no le gustaban las mujeres más inteligentes que él, pero no era el caso de la señorita Buncle. Por último, pero no menos importante, su frescura e inocencia lo atraían sobremanera.
Dicho así, puede sonar muy prosaico, pero es que el señor Abbott era un hombre de negocios práctico e infaliblemente sopesaba los pros y los contras antes de decidir algo importante: era su forma de ser. De todos modos, aunque la señorita Buncle lo atraía muchísimo, tampoco cayó rendido a sus pies exactamente. Tal vez fuera muy mayor para dejarse arrastrar de cabeza por un flechazo… o para caer rendido a los pies de alguien…
Antes de ofrecer su corazón a la escritora, prefirió esperar a tener en las manos el manuscrito de la novela nueva. Tanto si lo aceptaba como si no, y aunque no tenía la menor idea de cuáles serían sus sentimientos, era probable que una proposición de esas características la turbara y la desequilibrara, por decirlo de alguna manera. En cuanto terminase la novela nueva, lo mismo le daría que John Smith siguiera escribiendo o no. Si quería seguir, adelante, y si no, que no volviera a tocar la pluma y el papel en su vida: él mismo se convertiría en sus dividendos. Pero necesitaba un solo John Smith más y pronto, porque las ventas increíbles de El perturbador de la paz empezaban a bajar y era el momento idóneo para publicar otra novela del mismo autor. «En los asuntos humanos existe una corriente que, si se aprovecha en su momento, desemboca en la fortuna». El señor Abbott consideraba que sería una gran pérdida no aprovechar esa corriente.
—¿Y cómo se va a titular la nueva novela? —preguntó el señor Abbott con interés.
—Pues he pensado Más poderosa es la pluma… —dijo Barbara confidencialmente—, pero si se le ocurre algo mejor, no me importaría cambiarlo… o, bueno, no me importaría mucho —añadió. No fue sincera del todo, porque en realidad le habría importado mucho que le cambiasen el título. A ella le gustaba el suyo, expresaba sus convicciones más profundas. ¿Acaso no había visto en los últimos meses el enorme poder que podía ejercer una pluma?
—Me gusta, sí —dijo el señor Abbott—. No he leído la novela todavía, desde luego, pero el título me gusta. ¿Cuándo podrá entregármela?
—No la he terminado del todo, pero casi.
—Bien —dijo el señor Abbott sonriendo.
—La cuestión es que no sé cómo acabarla. Estoy en un callejón sin salida —dijo Barbara.
Probó el postre de melocotón Melba y concluyó que se lo habían traído directamente del Paraíso.
—Mal asunto —dijo el señor Abbott con el ceño fruncido.
—Le he dado mil vueltas —dijo Barbara con un suspiro—, pero a veces me parece una porquería de principio a fin y me entran ganas de tirarlo todo al fuego.
—¡No, no! —exclamó el señor Abbott, alborotado—. No, no… eso estaría muy mal. No lo haga por nada del mundo. Lo único que pasa es que se ha estancado.
—Será eso —dijo Barbara con tristeza.
—Todos los escritores se estancan de vez en cuando —dijo el señor Abbott con una sonrisa consoladora—, hasta los mejores autores de grandes éxitos. Vamos a hacer lo siguiente: mándemela, si le parece bien, la leo y quizá se me ocurra algo que pueda ayudarla.
—¿De verdad? —preguntó Barbara. Se animó al instante—. ¿La leerá, a ver qué le parece? ¿No será mucha molestia para usted, señor Abbott?
—Será un placer —replicó él con galantería.
Después de comer llevó a su invitada a ver una película que, por lo visto, era «la producción más formidable y sorprendente de la época». Se le hizo formidablemente aburrida y se alegró al ver que la señorita Buncle opinaba lo mismo. No es que se alegrara porque le gustara aburrir a sus invitados con producciones formidables, sino porque eso corroboraba más certeramente que cualquier otra cosa que la señorita Buncle era la mujer ideal. Si Su maravillosa amiga le parecía un tostón, no había más que hablar. Muchas espectadoras y un buen número de espectadores seguían las espeluznantes aventuras de Su maravillosa amiga con enorme interés, y eso sí que era sorprendente de verdad.
Era sorprendente que alguien pudiera pensar en rodar cosas así y, huelga decirlo, lo formidable era el presupuesto de producción, no hacía falta leerlo en el programa, pero la trama era tan pueril que ni un niño normal de diez años se la tragaría. Era una mera excusa para exhibir decorados y escenas románticas. El protagonista hacía trampas en las cartas, o eso afirmaban sus antagonistas; todo el mundo lo creía, menos Su maravillosa amiga. Ella creía en él, cómo no, pero él decía que no podía casarse con ella hasta que su honor quedara libre de sospechas. Para conseguirlo tenía que ir a la corte del Gran Mogol. Nadie sabía por qué tenía que ir allí, pero la mayor parte del público, embriagada con los increíbles decorados, había perdido por completo el sentido crítico.
Su maravillosa amiga lo seguía a una distancia prudencial, velando por su seguridad, y les sucedían aventuras fabulosas en la selva, pero las sorteaban con una facilidad y una sangre fría que dejaban en evidencia el aplomo de Elizabeth Wade. Su maravillosa amiga llegaba a la corte del Gran Mogol justo a tiempo de salvar a su amado de las maquinaciones de un amigo de cuya sinceridad y lealtad jamás había dudado, aunque ella, gracias a su instinto femenino, sabía desde el principio que era MALO. Cualquiera con dos ojos en la cara se habría dado cuenta desde el principio de que ese hombre era MALO. ¿Cómo no, si era bizco y tenía un agujero negro en los dientes de delante? A pesar de los aplastantes indicios, el amado siempre confiaba en él y no lo pagaba caro por muy poco.
Su maravillosa amiga llegaba a la corte del Gran Mogol acompañada de terremotos, truenos y relámpagos de tormenta tropical; el palacio del Gran Mogol se derrumbaba columna a columna y aplastaba a todo bicho viviente, menos a los dos enamorados, por descontado, que parecían completamente ajenos al destino del Gran Mogol y de sus esbirros y no daban la menor señal de acudir en auxilio del traidor bizco, que agonizaba con una pierna atrapada bajo los escombros. Allí lo dejaban, recibiendo su justo merecido, y huían juntos por pantanos infestados de cocodrilos y selvas infestadas de tigres; no podían olvidarse las desgarradoras escenas amorosas que se producían de vez en cuando: en una de ellas los perseguía un elefante loco.
A esas alturas de la película, la heroína había perdido inevitablemente la sangre fría, aunque no se le había movido un pelo de la permanente, y derramaba gruesas y aceitosas lágrimas al declarar que, si el héroe no se casaba con ella, se tiraría por un precipicio (que, por cierto, apareció de pronto muy oportunamente en plena selva) y así acabaría con su triste e inútil existencia.
—¿Habrá de verdad gente capaz de hacer esas cosas? —susurró Barbara al señor Abbott.
—¡Dios nos libre! —contestó el caballero con fervor—. ¿Nos vamos? —Barbara asintió sin darse cuenta de que, en la oscuridad de una sala de cine, no se ve si alguien asiente—. ¿Nos vamos? —repitió el señor Abbott un par de minutos después.
En esos dos minutos, Su maravillosa amiga casi se había tirado por el precipicio, aunque no llegó a tanto, por supuesto. El héroe conseguía rescatarla a tiempo y se fundían los dos en un abrazo desesperado… La mujer que ocupaba la butaca de delante del señor Abbott sollozaba a lágrima viva con un pañuelo en la cara…
—Sí, vámonos —susurró Barbara.
Se fueron lo más rápida y silenciosamente posible, tropezando con paraguas y pisando los pies a mucha gente. El público se enfadó mucho porque le tapaban la pantalla en el momento crítico o, en cualquier caso, en uno de los momentos críticos de la acción.
—¡Uf! —dijo el señor Abbott cuando salieron a la brillante luz del día—. ¡Uf, qué mal rato! Estoy acabado. ¿Le apetece un té?
Barbara dijo que sí; encontraron un pequeño salón de té, se adueñaron de una mesita y pidieron.
—En la vida se me podría ocurrir una cosa así —dijo Barbara mientras se quitaba los guantes y los dejaba en una silla vacía. Se refería a las increíbles aventuras que acababan de ver, lógicamente.
—¡Gracias a Dios! —exclamó el señor Abbott con el mayor respeto.
—Es que no tengo imaginación —continuó Barbara, apesadumbrada—. Solo puedo escribir sobre cosas reales… cosas que suceden de verdad. ¿Cómo se les pueden ocurrir esas cosas? Deben de tener una forma de pensar muy distinta a la de las personas normales.
—Sí —dijo el señor Abbott por decir algo, pues estaba admirando rendidamente la forma de devorar bollitos de la señorita Buncle. ¡Qué proeza! ¡Qué estómago infalible! Él todavía tenía la comida a la altura del segundo botón del chaleco, aunque no había comido más que ella, de eso estaba seguro—. Pues no sé cómo se les podrán ocurrir —prosiguió, pasado el momento de mayor embeleso—. Más valdría que no se les ocurrieran, ¿verdad? Puede que las sueñen después de ir al zoológico y merendar algo indigesto a base de queso fundido.
Barbara se rió y luego suspiró.
—Me gustaría saber escribir cosas así. Parece que la gente disfruta con ellas… Porque supongo que, si lloran, significa que se divierten, ¿no?… Si pudiera, nadie se reconocería en lo que escribo ni se enfadaría. Cuando termine Más poderosa es la pluma… no sé de qué voy a escribir.
—¿Copperfield está agotado? —preguntó el señor Abbott, comprensivo.
—Prácticamente, me temo.
—No se preocupe, algo aparecerá. Tómese unas vacaciones cuando termine Más poderosa es la pluma… Se las merece de verdad, ¿no cree?