Capítulo 22
Fiesta infantil en Las Jarcias

La fiesta infantil de los Featherstone Hogg se celebraría la segunda semana de enero. La organizaban todos los años, normalmente el día de Nochebuena, y la pièce de résistance era un gran árbol de Navidad profusamente decorado; pero ese año, con el alboroto de El perturbador de la paz y la reunión por él motivada, nadie se había acordado.

A la señora Featherstone Hogg no le agradaba nada la fiesta, la toleraba únicamente porque era «obligado» que la casa más importante de la vecindad organizara una fiesta para los niños y porque era la única ocasión en que se podía convencer a lady Barnton, la señora del castillo de Bulverham, de dejarse ver con sus sobrinitas, pues jamás aceptaba las invitaciones a ninguna otra de las muchas fiestas que se celebraban, tanto en casa de la señora Featherstone Hogg como en otras.

La Nochebuena se fue y nadie dijo ni palabra de la fiesta, pero al señor Featherstone Hogg no se le había olvidado. Disfrutaba en compañía de los niños: eran las únicas reuniones sociales que le gustaban de verdad, pero pensó que ese año seguramente Agatha ya había tenido que aguantar bastante y prefirió no sacar el tema. Tal vez organizasen algo en Pascua, cuando su mujer estuviera más tranquila, y, de momento, no dijo nada. Por eso, cuando Agatha se lo recordó, se quedó de una pieza, pues normalmente era él quien tomaba la iniciativa en ese asunto. A pesar de lady Barnton, la fiesta siempre era una contrariedad para ella, decía que era una pesadez, porque los niños hacían mucho ruido y mucho barullo.

Así pues, unos días después de Año Nuevo, cuando Agatha le preguntó de pronto con una afable sonrisa si iban a organizar la fiesta infantil ese año, Edwin, que tenía la vista clavada en la mermelada, pues estaba desayunando, la miró con perplejidad.

—Me pareció que ya habías tenido suficiente ajetreo este invierno, querida —dijo él solícitamente—, y preferí no añadirte una molestia más.

—No hay que ser egoísta —contestó Agatha con una débil sonrisa—; no está bien que los sentimientos propios impidan la diversión de los demás.

—No —dijo Edwin, algo aturdido ante semejante alarde de altruismo.

—No quisiera desilusionar a los niños pequeños solo porque lo estoy pasando mal.

—No —volvió a decir Edwin.

—Los pequeños Bulmer están fuera, desterrados de su hogar por culpa de ese libro infame —continuó Agatha con voz lánguida—, pero podríamos invitar a los gemelos de los Walker, a los pequeños Shearer y a la nieta de la señora Carter, aunque es bastante mayorcita y, desde luego, es muy descarada y maleducada, pero habrá que invitarla de todos modos; y también a lady Barnton y a sus sobrinas, a los Turner y a los Semple de Bulverham…

El señor Featherstone Hogg estaba encantado y no ahondó en los motivos de Agatha. A él le bastaba con celebrar la fiesta y, por lo visto, con menos trastoque del habitual. Era estupendo celebrarla a pesar de todo, siempre se lo pasaba en grande. Los niños daban alegría, le gustaban mucho y a él lo apreciaban; le hacían caso y no lo desairaban por ser pequeño e insignificante, como le pasaba con muchos adultos. Con los niños era como «uno más» y le gustaba serlo. El año anterior se había vestido de Papá Noel y tuvo un éxito tremendo: es más, fue el triunfo de la velada. Este año ya era tarde para hacer de Papá Noel, por supuesto, pero pensaría en otra cosa para darles una sorpresa divertida, algo completamente nuevo. Terminó el desayuno a toda prisa y salió a buscar la «lista» que todos los años guardaba a buen recaudo entre sus documentos, en un cajón de su impecable escritorio.

Sin pérdida de tiempo, fijaron la fecha definitiva y mandaron las invitaciones pertinentes. Agatha puntualizó que los colegios solían reanudar el curso a finales de mes y, por lo tanto, las sobrinas de lady Barnton no tardarían en marcharse, al menos las dos mayores.

A Sarah Walker no le extrañó mucho que su nombre no figurase en la invitación de los gemelos a la fiesta infantil de Las Jarcias. Era poco probable que la invitaran, después de haberse marchado de esa misma casa tan descortésmente aquella tarde. Según la tarjeta de invitación, la señora Featherstone Hogg celebraba una fiesta infantil el 10 de enero y estaría encantada de recibir en ella al señorito Walker y a la señorita Walker, así como a su niñera. «Bueno, de todas formas, Nannie se lo pasará bien —pensó Sarah—, aunque los gemelos no tanto». Todavía eran pequeños para divertirse en las fiestas y, además, habían asistido a tan pocas que seguramente se emocionarían más de la cuenta y se pondrían muy nerviosos, pero, en fin, Nannie se las arreglaría bien, pues los manejaba mejor que ella, y disfrutaría llevándolos y presumiendo de ellos delante de las demás niñeras, quienes se aburrían en Silverstream por la escasez de niños. Ahora, sin los Bulmer, solo quedaban los pequeños Shearer. Cuando llegó el matrimonio al pueblo y Sarah se enteró de que tenían niños pequeños y una niñera que, por cierto, a la suya le caía bien, se alegró. Afortunadamente a Nannie no le faltaban amigas en Silverstream; además de Dorcas, le gustaban las niñas de los Goldsmith y no despreciaba una charla con Milly Spikes de vez en cuando; pero las niñeras son una raza aparte y, aunque apreciara bastante a esas personas, Nannie no congeniaba del todo con ellas. En cambio, en la fiesta de los Featherstone Hogg se encontraría con otras de su clase y estaría en su elemento. Por lo tanto, el señorito y la señorita Walker aceptaron la amable invitación de la señora Featherstone Hogg prácticamente por el solo bien de su guardiana.

La tarde de la fiesta, el doctor Walker tuvo que ir urgentemente a Bulverham, por lo que no pudo llevar a sus vástagos a Las Jarcias, como habían acordado. Sarah se vio obligada a pedir un taxi; era un poco estrambótico, desde luego, pero, por suerte, en Silverstream no menudeaban las fiestas.

Cinco minutos antes de que llegara el taxi, los gemelos esperaban ya en el salón.

—¡Qué monos están, Nannie! —exclamó Sarah, y abrazó a los dos a la vez.

Nannie le dio la razón. Les había puesto una casaca azul de seda con margaritas blancas bordadas alrededor del cuello y los puños y los había peinado al estilo paje, con los rubios rizos por encima del cuellecito blanco. Llevaban calcetines blancos de seda y zapatos blancos de ante con hebillitas de plata. Nannie estaba orgullosísima de ellos; no se veían todos los días gemelos exactamente iguales, niño y niña, además, y para ella era un honor tenerlos a su cargo; disfrutaba mucho cuando la gente no lograba distinguirlos, sobre todo las demás niñeras, y lo demostraba, y por dentro eso la halagaba mucho. «En realidad, son completamente distintos —decía, riéndose un poco de la broma—. Sé quién es cada cual incluso a oscuras».

—Ya ha llegado el taxi —dijo Sarah de pronto—. No lo hagas esperar, Nannie. Dile que vaya a recogerte a las seis, a esa hora los niños ya habrán tenido bastante.

Nannie prometió acordarse de decírselo al taxista, puso a cada gemelo su abrigo blanco de piel y se los llevó al coche.

Llegaron a la fiesta cuando los invitados empezaban a sentarse a la mesa. Nannie contó unos quince, más adultos que niños, por supuesto. La señora Featherstone Hogg recibió a los Walker amablemente y buscó dos asientos para que los gemelos se sentaran juntos, porque, separados, nunca estaban contentos.

—¡Qué parejita tan encantadora! —dijo la señora Featherstone Hogg.

Nannie sonrió con satisfacción, echó una rápida ojeada a la mesa y concluyó que no había ningún niño que se pudiera comparar con los suyos, ni uno solo. Se colocó detrás de las sillas, les untó bollitos con mantequilla y procuró que no comieran nada indebido. La niñera de la sobrina menor de lady Barnton era una mujer gorda que estaba detrás de la silla de la pequeña. Nannie la miró, le pareció que era de su estilo e intentó entablar conversación con ella, cosa que, para su alegría, funcionó inmediatamente. La niñera de los Shearer, que se encontraba enfrente, cuidaba al chiquitín de la familia, que solo tenía año y medio, la edad perfecta para querer todos los pasteles que veía y que, por supuesto, aún no podía comer. La pobre mujer no daba abasto a la hora de retirar las cosas de su alcance y de ponerle trocitos de bizcocho en la boca.

—No he visto gemelos tan iguales en mi vida. ¿Son niños o niñas? —se interesó la niñera gorda con admiración.

—Son niño y niña.

—¡Quién lo diría! No podría distinguirlos ni por todo el oro del mundo. En una ocasión cuidé a un par de gemelas, pero eran niñas las dos y tampoco se parecían tanto.

En ese momento apareció la señora Greensleeves al lado de Nannie; venía a «ayudar con los niños». Se dirigió a la niñera cordialmente y alabó a los gemelos.

—¿Esas casaquitas las hizo usted? —le preguntó.

—No, no; la señora Walker —contestó Nannie—. Les hace casi toda la ropa y también teje muy bien.

—¿De dónde sacará tiempo, digo yo? —replicó la señora Greensleeves con curiosidad.

Nannie no respondió, le pareció un comentario ridículo. ¿Qué otra cosa tenía que hacer la señora Walker que ropa bonita para los gemelos? Con tres criadas y una niñera a su servicio, no tenía necesidad de echar una mano en las labores domésticas. De todas formas, aparte de esa observación tonta, la señora Greensleeves era muy amable y a Nannie le gustaron el caballero y la dama altos que la acompañaban. Parecían hermanos, porque tenían la misma nariz, ligeramente ganchuda.

La señora Greensleeves se sentó al lado de los gemelos y se puso a hablar con ellos. Los niños reaccionaron bien e incluso Jack le ofreció un mordisco de su galleta de chocolate.

—Solo tiene que fingir que da un mordisquito —le aconsejó Nannie.

La señora Greensleeves aceptó el consejo.

—Vaya, vaya —terció el caballero alto—. Vivian, ¿es niño o niña quien te agasaja con ese descaro? Si es niña, no me preocupa tanto…

—No tengo ni idea —contestó la señora Greensleeves riéndose.

Los niños iban terminando de tomar la merienda y las niñeras empezaron a bajar las escaleras en dirección a las habitaciones del servicio para tomar el suyo. La señora Greensleeves dijo a Nannie que fuera con ellas.

—Me quedo yo con los gemelos —prometió.

Nannie no encontró motivos para negarse. Los gemelos estaban muy a gusto con la señora Greensleeves e irían al salón a jugar con los demás, así que, aunque ella se ausentara un ratito, no habría ocasión de que se atiborrasen de comida.

—¿Seguro que le parece bien, señora? —preguntó Nannie—. No permita que se desmanden más de lo debido, ¿de acuerdo? Si no se portan bien, toque la campanilla y mande a buscarme, ¿le parece?

—Nos ocuparemos de ellos —dijo el caballero alto—, vaya usted a tomar el té, Nannie.

Nannie fue hasta la puerta y esperó unos momentos; los niños estaban tan a gusto que ni siquiera repararon en su ausencia. En el salón empezaron a tocar el piano y soltaron muchos globos de colores por el suelo. Todos los niños se reían y corrían tras ellos. Nannie bajó a las habitaciones del servicio y se reunió con las niñeras. Era una fiesta alegre y bonita.

Estuvo abajo media hora, más o menos. Cuando volvió a subir supo, por el ruido, que estaban jugando a las sillas en el salón, pues se oían unos compases musicales, un silencio, mucho griterío y vuelta a empezar. El juego de las sillas no era apto para los gemelos ni mucho menos. Pensó que no los habrían dejado participar, porque era peligroso para ellos, y subió las escaleras a toda prisa. La puerta del salón estaba abierta y empezó a buscar por todas partes a los niños vestidos de azul. Vio a los Shearer, a los Semple y a los Turner, pero ¿dónde estaban Jack y Jill? No tardó en llegar a la conclusión de que no estaban, y tampoco veía a la señora Greensleeves y al caballero alto. Se preguntó qué demonios habría pasado; cabía la posibilidad de que se hubieran caído, se hubieran hecho daño y los hubieran subido al piso de arriba para vendarles la rodilla o algo así, pero no parecía probable. Seguro que la señora Greensleeves habría tocado la campanilla para llamarla, si hubiera sucedido algo. Se asustó un poco y empezó a ponerse nerviosa; había cometido una estupidez, no tenía que haberlos dejado, con lo pequeños que eran. ¿Qué les habría pasado?

Sin más demora, fue pegada a la pared hasta el fondo de la sala y tocó el brazo a la señora Featherstone Hogg.

—Por favor, señora, ¿dónde están los gemelos? He ido a recoger sus cosas para marcharnos ya. La señora Walker no quiere que lleguen tarde.

La señora Featherstone Hogg parecía alterada, estaba muy sofocada y tenía un brillo extraño en los ojos. «Como si hubiera bebido», pensó Nannie.

—Ah, no les pasará nada —dijo.

—Pero ¿dónde están? —insistió Nannie.

—Están con la señora Greensleeves. Creo que el señor Stratton y ella se los han llevado a dar un paseo en el coche del señor Stratton.

—Un paseo en coche… —repitió con consternación la guardiana de los gemelos.

—Son muy pequeños para esta clase de juegos.

—Pero tendría que haber ido yo también… A la señora Walker no le gustará. Se va a enfadar conmigo…

—El coche del señor Stratton es muy seguro. Su hermana y él han venido a pasar el fin de semana al pueblo y están en casa de la señora Greensleeves.

—¡Ay! ¿Por qué me marché? —se reprochó Nannie—. ¡Con la humedad y el frío que hace! ¿Cuándo volverán?

—Probablemente el señor Stratton los lleve directamente a su casa —dijo la señora Featherstone Hogg—. Más vale que se vaya usted también, así la encontrarán allí cuando lleguen.

Nannie estaba horrorizada: ¿cómo iba a volver a casa sin los gemelos? ¡Imposible! La señora Walker se pondría furiosa, y con razón. Empezó a contárselo todo a la señora Featherstone Hogg. Entretanto, el juego de las sillas seguía su curso con sus pausas enloquecedoras y el barullo iba en aumento. Nannie tenía que gritar cada vez más para hacerse oír entre el jaleo.

—Yo no puedo hacer nada —dijo la señora Featherstone Hogg, interrumpiendo, enojada, las explicaciones y lamentaciones de Nannie—. Si tan preciosos eran para usted, no haberlos dejado solos.

La señora Featherstone Hogg se marchó a otra parte del salón a hablar con lady Barnton y Nannie se quedó con la boca abierta.

No le entraba en la cabeza: jamás le había pasado nada semejante en su larga carrera de niñera. Después de pensarlo un poco más, decidió llamar a casa por teléfono para que le dijeran qué hacer. Seguro que la señora Walker se enfadaría, pero era inevitable: el asunto era demasiado grave para ocultarlo o pasarlo por alto. Salió como pudo del caldeado y ruidoso salón y empezó a recorrer la casa en busca de un teléfono, hasta que lo encontró. Estaba en el estudio del señor Featherstone Hogg, pero el caballero seguía jugando con los niños en el salón; por lo tanto, no podía estar allí. El pánico la dominaba hasta tal punto que no habría tenido inconveniente en enfrentarse a una docena de señores Featherstone Hogg. Cogió rápidamente el teléfono y solicitó el número del doctor con voz temblorosa. «¡Que el doctor esté en casa, por favor! —suplicó—. ¡Ay, Dios, por favor, que conteste el doctor!».

Desafortunadamente el doctor no había vuelto y fue la señora Walker quien respondió el teléfono. Nannie se vio obligada a contárselo todo. Contó lo sucedido con exactitud y tan claramente como se lo permitió su estado mental.

—No tendría que haberlos dejado solos —gimió por teléfono—, aunque de verdad estaban muy a gusto, pero ¡quién iba a pensar una cosa así! No se me habría ocurrido en la vida.

—No es culpa tuya, Nannie, en absoluto —dijo la señora Walker con un tono de voz raro—. He hecho la mayor tontería dejándolos ir a la fiesta, tendría que haberlo pensado mejor… ¡Ay, Nannie! No les harán daño, ¿verdad?

—¿Daño? —repitió Nannie, alarmada.

—No te preocupes —dijo la señora Walker—. Ahora mismo voy a ver a la señora Featherstone Hogg. No te muevas de ahí, espera a que llegue yo. Entretanto, procura averiguar dónde han ido.

—¿Cómo? —preguntó Nannie—. ¿A quién se lo pregunto?

—Llego enseguida —dijo la señora Walker—. Espérame en el vestíbulo —añadió antes de colgar.

Sarah temblaba de miedo, pero procuró sobreponerse. No podía desplomarse ahora, primero tenía que recuperar a los niños. ¡Ay, si John estuviera en casa! Tenía una gran presencia de ánimo y siempre sabía lo que había que hacer; pero podía tardar mucho en volver y, por tanto, tenía que afrontar la situación sola. Siguió aferrándose a la idea de que no se atreverían a hacer nada a los gemelos; no era más que una maniobra para asustarla, por supuesto, nada más. «¡Ay, si pudiera acompañarme alguien!», pensó la pobre Sarah. ¿A quién podía llamar? Ellen King habría sido la persona idónea, pero se había ido; Margaret estaba fuera, y Dorothea, de luna de miel en Montecarlo. ¡Ah, sí, Barbara Buncle! Barbara era buena y amable y precisamente la había avisado del misterioso plan que se estaba tramando en su contra. «¿Por qué no me lo tomaría más en serio?», se reprochó mientras levantaba el receptor y pedía el número de Barbara.

Barbara estaba escribiendo cuando entró Dorcas y le dijo que la señora Walker la llamaba al teléfono. Dejó la pluma y fue a hablar con Sarah.

—Lo han hecho, Barbara —dijo la voz de Sarah en su oído.

—¿Qué es lo que han hecho?

—Se han llevado a los gemelos. Pensé que sería mejor que lo supiera. Ahora mismo voy a ver a la señora Featherstone Hogg.

—¡Dios mío! —exclamó Barbara. Intentó asimilar la situación y pensar qué hacer.

—Si no me devuelven inmediatamente a los gemelos, aviso a la policía —continuó Sarah con una voz dura y extraña— pero prefiero no hacerlo si los recupero enseguida. Nadie se atreverá a hacerles nada, ¿verdad, Barbara? Solo lo hacen para asustarme, ¿no es así?

—No es más que un farol —le aseguró Barbara—, un farol y nada más. Los recuperaremos a la primera. No se preocupe, Sarah… o al menos no se desespere. Todo se arreglará en cuanto hable con la señora Featherstone Hogg. Espéreme; vamos juntas y entre las dos la obligaremos a… no, espéreme, tiene que esperarme —insistió, pero Sarah empezó a decir que no podía esperar ni un momento—. Es mucho mejor que me espere en casa… Voy ahora mismo en un salto… Ahora no puedo explicárselo, pero lo solucionaré todo.

Subió corriendo las escaleras y se embutió en la ropa de cualquier manera. Dorcas estaba esperando en la entrada.

—Por Dios, señorita Barbara, ¿no irá a salir ahora?

—Sí —contestó Barbara sin aliento—. Voy a Las Jarcias. Si dentro de dos horas no he vuelto, llama a tu amigo, el sargento Capper, y dile que busque mi cadáver en el sótano… ¿Dónde está el paraguas, Dorcas? ¿Dónde diantres está el paraguas?

—En su sitio, naturalmente. Pero, por Dios, señorita Barbara, ¿qué quiere decir con eso? Por el amor de Dios, no vaya a hacer ninguna tontería ahora…

—No pasa nada —dijo Barbara mientras forcejeaba con la cadena de seguridad de la puerta de la calle—. No pasa nada, de verdad, Dorcas. En realidad no pueden hacerme nada, eso creo. Solo estaba bromeando… No era más que una broma, Dorcas. No te preocupes. Dentro de una hora u hora y media estoy de vuelta…

Echó a correr por el sendero de entrada. Pobre Sarah, era espantoso. Lógicamente, ahora tenía que confesarlo todo. Le diría a la señora Featherstone Hogg que ella era John Smith, y no Sarah, y así le devolverían a los niños. ¿Por qué no lo había confesado ya? Pero ¿quién se podía imaginar un plan tan diabólico? No era más que un farol mayúsculo, pero aun así…

Nunca se le había hecho tan largo el camino hasta el pueblo; corría, andaba deprisa, y volvía a correr. Se imaginó lo mal que lo estaría pasando Sarah y se preguntó si no habría sido mejor y más rápido llamar a la señora Featherstone Hogg por teléfono y contárselo todo. Sí, tal vez, pero, por otro lado, no habría sido tan eficaz. Mejor así, con todas las de la ley, como tenía que ser. Valía más enfrentarse en persona a la situación, aunque fuera más difícil, naturalmente, pero sería un acto de valentía comparecer ante su augusta presencia y decir: «Soy John Smith, haga el favor de devolverle los niños a Sarah inmediatamente».

Al acercarse a la casa del médico, esperaba ver a Sarah aguardándola en el umbral, preparada y vestida para salir volando al rescate de los gemelos. Pero no la vio por ninguna parte, la casa estaba totalmente silenciosa y la puerta, cerrada. Llamó al timbre y esperó con impaciencia. Le pareció que pasaban horas, hasta que Fuller abrió la puerta. Fuller era la camarera del doctor, llevaba años con los Walker y, por supuesto, conocía a Barbara perfectamente.

—¡Ay, Fuller! —dijo Barbara sin aliento—. ¿Está lista la señora Walker?

—La señora Walker está ocupada —contestó Fuller—. Dijo que le rogara que la esperase unos minutos en el salón.

Barbara no podía creer que Sarah estuviera ocupada. ¿Qué sería tan importante como para entretenerla en ese momento crítico, cuando ya anochecía y no se sabía nada del paradero de los gemelos?

—¿Con quién está, Fuller? —preguntó al pasar por la puerta del estudio.

—Con una señora desconocida —susurró Fuller—. No es de Silverstream. No la había visto nunca… Ha dicho que se llamaba señorita Stratton.

—¡Fuller! ¿Cree que estará pasando algo? —preguntó Barbara, ansiosa—. No le estará haciendo nada a la señora Walker, ¿verdad?

—¡Dios! —exclamó Fuller, olvidando las formas por un momento—. ¡Dios, señorita Buncle! No pensará de verdad que alguien haría daño a la señora, ¿no?

Se detuvieron delante de la puerta del estudio y se miraron con los ojos muy abiertos. La señorita Buncle tenía los nervios de punta por el secuestro de los gemelos y el angustioso remordimiento de ser la culpable de semejante desgracia. Si la desconocida atentaba físicamente contra Sarah, también sería culpa suya. Se la imaginó apuñalando a su amiga por la espalda y huyendo por la ventana del estudio; se imaginó a Sarah tendida en el suelo, exhalando el último suspiro en medio de un charco de sangre. Aunque lamentaba a menudo su falta de imaginación, alguna debía de tener para visualizar una escena tan terrible en el plácido ambiente del vestíbulo del médico. Aunque, claro, el ambiente no estaba hoy tan tranquilo como de costumbre, porque hasta Fuller parecía un poco alterada, y no la máquina que normalmente era. Se preguntó si la camarera estaría al corriente del asunto de los gemelos; probablemente sí.

—¿Por qué no entra a ver qué hacen? —propuso Barbara con voz trémula—. Entre, Fuller. Haga como si fuera a correr las cortinas o algo así…

—Hace horas que las corrimos —dijo Fuller—, aunque podría entrar a anunciarla a usted.

—¡Ay, sí, sí! ¡Entre, por favor! —le suplicó.

Cuando Fuller entró, Barbara se quedó fuera esperando; temblaba como una hoja. Oyó decir a Fuller: «Ha venido la señorita Buncle, señora», y la respuesta de Sarah: «Por favor, dígale que espere en el salón». Una voz desconocida, bastante aguda, añadió: «Estamos a punto de cerrar el trato… ¿Puedo llamar por teléfono?». Entonces, Fuller salió y cerró la puerta.

—No ha pasado nada, señorita —dijo Fuller con alivio—. Están firmando papeles en la mesa del doctor. —Acompañó a Barbara al salón, encendió el fuego y la dejó sola.

Barbara estaba perpleja. Era muy raro que Sarah estuviera haciendo tratos con una desconocida, en vez de dejarlo todo para ir a Las Jarcias a rescatar a los gemelos. ¿Qué significaba eso? Cuando hablaron por teléfono, Sarah estaba completamente desesperada. Había dicho: «No puedo esperar ni un momento», pero ahí estaba, firmando documentos como si nada en el escritorio de su marido y sin hacer el menor movimiento para ir en busca de los gemelos. «Tendré que esperar —se dijo sin saber qué otra cosa hacer—, sería inútil que fuera yo sola a Las Jarcias, sin Sarah. Además, me ha dicho que espere».

Inquieta, empezó a dar vueltas por la habitación contando los dibujos de la alfombra y, cuando se cansó, se puso a ver las fotografías. Más de la mitad eran de los gemelos en momentos diversos de su corta vida: los gemelos con ropa larga, los gemelos con ropa corta, los gemelos prácticamente sin ropa, los gemelos con mono en la escalera, los gemelos con peto jugando en el jardín. En ninguna logró saber quién era cada cual.

—¡Dios mío! —exclamó en voz alta—. ¡Dios mío, que venga enseguida! Esto es peor que la sala de espera del dentista.

Cerró los ojos e intentó recordar todos los muebles de la habitación: a lo mejor así pasaba el rato y no se volvía loca. «El piano —pensó— y la vitrina con las figuritas de Dresde, los dos sillones y el sofá de la chimenea, claro. Un juego de mesitas cerca de la puerta y un biombo lacado…».

—Barbara, ¿se encuentra mal? —dijo de pronto la voz de Sarah. Había entrado sigilosamente y la había visto sentada con los ojos cerrados, murmurando algo… No es de extrañar que pensara que le pasaba algo.

—¡Ay, Sarah! —exclamó. Abrió los ojos y se levantó sobresaltada—. Gracias a Dios que ya está aquí. John Smith soy yo.

—Yo también —contestó Sarah sonriendo con notable serenidad.

—Pero ¡soy yo, de verdad! —protestó Barbara. La cogió del brazo y se lo sacudió con fuerza—. Escribí el libro, Sarah, ¿lo oye? Solo tenemos que presentarnos en Las Jarcias y decirles a todos que John Smith soy yo, y no usted, y no tendrán más remedio que darnos a los gemelos inmediatamente.

—Es usted un verdadero cielo, Barbara —dijo Sarah cariñosamente—, de verdad, no podía ser más generosa, ofreciéndose de esta manera, pero jamás la creerán ni por un momento. Miente usted fatal, ¿sabe? Pero es enternecedor que esté dispuesta a hacerlo. Yo tampoco soy John Smith, por supuesto, pero se les ha metido entre ceja y ceja y nada los convencerá de otra cosa. Por eso, lo único que…

—Pero, Sarah, si voy y les digo que John Smith soy yo… yo, es la pura verdad.

—No se preocupe, ya está solucionado —dijo Sarah—. Van a mandar a los gemelos a casa ahora mismo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Barbara. Se desplomó en el sillón con un suspiro de alivio.

—Sí; solo querían que firmara un papel diciendo que me disculpo por todas las cosas que dije de ellos y que son completamente falsas…

—¿Y lo ha firmado? —preguntó Barbara ahogando un grito.

—Naturalmente —dijo Sarah riéndose—. ¿Cree que significa algo para mí firmar o dejar de firmar lo que sea, con tal de que me traigan a casa a Jack y a Jill sanos y salvos? Solo puse mi nombre donde la mujer me indicó, y se fue la mar de satisfecha. Es amiga de Vivian Greensleeves y, evidentemente, Vivian la enredó en el plan sin darle muchas explicaciones. En realidad, me ha parecido una mujer bastante honrada… Creo que no le gustaba mucho su papel.

—¿Ha firmado un documento diciendo que era John Smith? —volvió a preguntar Barbara, completamente perpleja.

—Sí, Barbara, ya se lo he dicho —contestó su amiga—. He firmado todo lo que me presentó, incluso una carta para el editor. Luego, la mujer llamó a su hermano desde aquí y él dijo que los gemelos estaban bien y que los tendría aquí dentro de veinte minutos.

—Pero, Sarah, ¿ha firmado una carta para el editor?

—Sí, Barbara, sí. El señor Abbott se va a llevar una sorpresa cuando la reciba, pero no creo que le inquiete mucho. Supongo que los editores reciben a menudo cartas de gente que está loca de atar, ¿no?

—¿Qué decía la carta?

—¡Ah, no sé! No la leí con mucha atención… que quería que destruyera mi novela o algo así… ¡Mi novela, figúrese!

—En realidad es mía —dijo Barbara—. Más vale ir a ver a la señora Featherstone Hogg y contárselo todo.

—No hace falta, querida —objetó Sarah—. Ahora ya están contentas y los gemelos no tardarán en llegar. En realidad, si no le importa, preferiría que no fuera usted tampoco a embrollarlo todo. No la creerían y a lo mejor se complican las cosas.

—Se aclararían las cosas.

—No, no, se lo aseguro —insistió Sarah resueltamente—. Lo complicaría todo y a lo mejor no me devuelven a los niños o algo parecido. Hice una tontería muy grande dejándolos ir a la fiesta. Tendría que haberme olido algo al ver que a mí no me invitaban…

—¿Quién iba a imaginarse…?

—Nadie, menos Vivian Greensleeves; es exactamente la clase de plan que tramaría. Me pregunto si la señora Featherstone Hogg le pagará algo por hacerlo. Se habrá dado cuenta de que la señora Featherstone Hogg se ha quedado totalmente al margen.

—¿No puede denunciarlos por secuestro? —preguntó Barbara con vehemencia.

—No creo —contestó Sarah frunciendo el ceño—. Han procedido con mucha astucia, ¿sabe? Vivian y el señor Stratton se los llevaron a dar un paseo en coche… La hermana me contó que es un vehículo nuevo y que están muy orgullosos de él… No podríamos demostrar que no tenían intención de devolverlos. Creo incluso que nos los habrían devuelto sanos y salvos aunque me hubiera negado a firmar esos papeles nauseabundos, pero no quería correr riesgos. No sé si será mejor contárselo a John. ¿Se lo digo o me callo? Se enfadará muchísimo, por supuesto. ¿Qué haría usted en mi lugar?

Barbara no tenía ni idea de lo que haría si fuera Sarah, estaba muy confusa.

—Tal vez sea mejor que se lo cuente —continuó Sarah, pensativamente—, antes de que oiga por ahí cualquier versión enrevesada.

—Sí —dijo Barbara, aturdida—. Bueno, Sarah, creo que me marcho ya. Dorcas estará preocupada y aquí no puedo hacer nada…

—Espere conmigo hasta que lleguen… hasta que llegue alguien —se corrigió Sarah rápidamente—, por si acaso pasa… pasa algo. Estoy trastornada, no me gustaría quedarme aquí completamente sola, sin nadie con quien hablar. Nannie volverá enseguida… He llamado y le he dicho que todo estaba arreglado, que no pasaba nada; pobrecita, estaba completamente anonadada…

—¡No me extraña! —exclamó Barbara.

Los gemelos llegaron antes. Sonó el timbre y Fuller se encontró con los dos niñitos. Entraron corriendo en casa, contentos y muy emocionados por las excepcionales aventuras que habían pasado. Por supuesto, no tenían ni idea de que su madre había envejecido diez años en su ausencia.

—Yo y Jack nos ido e paseo en coche —dijo Jill a voces.

—Me uta Bob —dijo Jack—. Me dio una chocotina.

Sarah los acogió en sus brazos y los estrechó extasiada; a los niños les sorprendió un poco el fervoroso recibimiento.

—¡Pupa en la nariz, mami! —se quejó Jill con voz ahogada.

—Bueno, ahora sí que me voy a casa —dijo Barbara—. Ahora ya no puede pasar nada ¿verdad?

—Ni siquiera se lo he agradecido —dijo Sarah. Levantó la cara, ruborizada y lacrimosa—. Es usted una verdadera amiga, querida Barbara. Ha sido espléndida al venir tan rápidamente y ofrecerse a… Le habría permitido que lo hiciera si con ello me hubieran devuelto antes a los niños, pero así ha sido más fácil. Tal vez algún día sepamos quién es realmente John Smith.

—Soy yo —dijo Barbara, haciendo un último esfuerzo desesperado—. Soy yo, de verdad, Sarah. Es la pura verdad.

—Lo escribimos juntas, ¿a que sí? —dijo Sarah. Sonrió y olisqueó el cuello a los niños como una vaca a sus terneros—. Y Jack y Jill también nos ayudaron… ¿a que sí, mis queridísimos amorcitos? Cargasteis la pluma a mamá para que escribiera anécdotas divertidas de la señora Featherstone Hogg.

—¡Me tocó un baquito e papel en la sopesa! —gritó Jack. Se escapó de los brazos de su madre y se puso a saltar enfrente a ella—. ¡Me tocó un baquito e papel en la sopesa!

—¡Y a mí un sibato! —gritó Jill—. Mami, a mí me tocó un sibato pequeño…

Barbara los dejó y se marchó, no tenía nada más que hacer allí. Sarah no la necesitaba ya, estaba plenamente satisfecha.