Capítulo 21
El monumento funerario de la señora Snowdon

A la mañana siguiente, Ernest se alegró muchísimo al ver aparecer a su alumna a la hora de costumbre, pues temía que no se presentara. Sabía que se había marchado enfadada y ofendida por la forma arbitraria en que Vivian Greensleeves había interrumpido la clase. Desde luego, Vivian no tenía que haberlo hecho y él no tenía que haberlo consentido, pero la situación lo había desarmado por completo y se había quedado entre una y otra como una pelota de bádminton. Tras reflexionar sobre el incidente, concluyó que había sido débil y que tendría que haberse comportado con mayor firmeza; tendría que haber pedido a Vivian que se marchara para poder terminar la clase; de todos modos, habría sido incapaz de hacerlo. Entonces se le pasó por la cabeza que la actitud de Vivian era un poco desconsiderada y dominante. ¿Iba a hacerse cargo de una mujer dominante? San Pablo decía que, en el matrimonio, la mujer debía obediencia al hombre. Claro que todavía no se habían casado; cuando se casaran, ella cambiaría. Curiosamente, pensar en la boda con Vivian no le emocionó. Una semana o diez días antes, el mero pensamiento de convertirla en su mujer le provocaba un estremecimiento delicioso por la columna vertebral. «Será que ya me he hecho a la idea», se dijo.

Al acercarse la hora cumbre, las diez y media, Ernest se dio cuenta de que no podía estarse quieto de tantos nervios. Se levantó varias veces a mirar por la ventana; ¿acudiría o estaría tan enfadada y ofendida que no volvería más? ¡Qué horror, si no volviera, si dejara las clases! Habían pasado muchas horas deliciosas juntos, le gustaba oírla leer, tenía una voz muy bonita y además podía mirarla a sus anchas; le gustaba mirarla.

«Si no viene, voy yo a buscarla —pensó—. Todo fue por culpa mía y tengo que pedirle perdón; tal vez me perdone por ser tan idiota y tan débil». De pronto se le ocurrió una idea y fue directamente a la cocina a ver a la señora Hobday.

—Señora Hobday —le dijo—, si viene alguien a verme cuando esté dando clase a la señorita Carter, haga el favor de decir que estoy ocupado. Las clases no se pueden interrumpir.

—Sí, señor —dijo la señora Hobday—. Lamento lo de ayer, de verdad, pero la señora Greensleeves insistió mucho y, como usted no me había dicho nada… La verdad es que no sabía qué hacer.

—Lo sé, fue culpa mía, señora Hobday —dijo Ernest—, mía y solo mía… pero, para otra vez, ya lo sabe.

—Sí, señor —dijo ella.

«Ésa no vuelve a molestar a mis cachorritos —añadió la señora Hobday para sus adentros—. Por encima de mi cadáver, ¡vamos!». La señora Hobday era otra persona que no tenía nada que aprender de Vivian Greensleeves.

En ese momento llamaron a la puerta con tanta fuerza que Ernest, que llevaba toda la mañana con los nervios de punta, se sobresaltó muchísimo.

—Será la señorita Carter —dijo la señora Hobday, quitándose el delantal.

—No se moleste, abro yo —dijo Ernest.

Fue rápidamente a abrir la puerta. Sally estaba en el escalón y sonrió con alegría al verlo.

—¿Llego tarde? —preguntó.

—No, en absoluto —contestó el vicario—, pero temía que no viniera y… es que ayer no pude evitarlo… ¡Qué tonto soy! No estará enfadada, ¿verdad?

—Ayer, sí —reconoció Sally siguiéndolo hacia el estudio—, pero ahora ya no, ni un poquito siquiera —añadió con una sonrisa.

«¡Es un ángel de niña!», pensó Ernest, y le entraron muchas ganas de darle un beso, un impulso sumamente extraordinario en un hombre comprometido con otra mujer; ni se le ocurriría besarla, por descontado: sería lo peor que podía hacer. Sally tendió la mano y se saludaron con un formal apretón.

—No volverá a suceder —dijo Ernest—. Le he dicho a la señora Hobday que, si viene alguien, diga que estoy ocupado.

—No —dijo Sally—, no creo que vuelva a pasar —y cogió Elizabeth y Essex, que estaba preparado en la mesa con el marcapáginas en su sitio—. ¿Quién lee primero, usted o yo? —preguntó.

—Usted —dijo Ernest, y, satisfecho y contento, se acomodó en la silla dispuesto a mirarla.

Unos días después, dando un paseo por el cementerio de la parroquia, descubrió con asombro y pena que en la tumba de la familia Snowdon había aparecido como por arte de magia un sepulcro enorme de mármol rosa. Le entristeció, sobre todo, porque, hasta la fecha, el camposanto se había librado de semejantes monstruosidades. Era una parcela encantadora y apacible, con unos magníficos árboles añosos que prestaban dignidad al paisaje, y estaba situado a la orilla del río, que murmuraba a su paso como si cantara una nana infinita a los durmientes.

Vacilando, se detuvo un momento; al parecer había una cuadrilla de obreros dando los últimos retoques al lamentable monumento. Optó por ir a hablar con ellos, reconvenirlos, quizá, con el mayor tacto. Al menos averiguaría el motivo de la súbita aparición de ese horror entre las otras tumbas, más sencillas y de mejor gusto. Al acercarse, advirtió la presencia del señor Snowdon, que estaba hablando con los obreros y dándoles instrucciones sobre el epitafio. Habían colocado ya algunas letras doradas y grandes a un lado de la lápida: SOBREVINO UNA GRAN BO[14]. A Ernest le pareció un texto curioso.

Si hubiera sido más viejo y más sabio, habría dado media vuelta al ver allí al perpetrador del ultraje en persona. Las tumbas y lápidas son un asunto delicado, sensible a la intrusión de extraños, incluso en las circunstancias más favorables, pero, además, Ernest no se encontraba en ese momento en el mejor estado de ánimo para tratar algo tan difícil, porque estaba sumamente enfadado. ¿Qué derecho tenía el señor Snowdon a arruinar el encanto de su pequeño camposanto con ese gusto execrable? Aquello era un adefesio se mirara como se mirase.

Dio las buenas tardes al señor Snowdon y preguntó innecesariamente qué estaba haciendo.

—Erijo un monumento funerario a mi querida esposa —dijo él con voz ronca.

—Pero si ya tenía uno… —observó Ernest.

—Era provisional, nada más —replicó el desconsolado viudo—, provisional, nada más.

—Era una cruz de granito, ¿verdad? —preguntó Ernest, insistiendo con poco sentido común.

—Sí —respondió, escueto, el señor Snowdon.

—Por lo general, las cruces de granito se consideran muy duraderas. La verdad es que me gustaba más que este sepulcro.

—¡Ah!

Por el tono de voz, quedó muy claro que al señor Snowdon no le importaba si al vicario le gustaba o no. Si a él le parecía bien cambiar la cruz de granito por un sepulcro de mármol, no era asunto del vicario: qué hombre tan entrometido, que metía la nariz en asuntos que no le concernían.

Ernest dio la vuelta a la enorme losa y vio que el epitafio del otro lado ya estaba terminado. El señor Snowdon había ordenado que en ese lado del monumento a su querida esposa grabaran las palabras DESCANSE EN PAZ. No le gustó, eso desprendía un fuerte regusto católico, cosa que no lo tranquilizó de ninguna manera.

—Supongo que le habrán dado permiso para erigirlo —dijo Ernest indiscretamente.

—En efecto —contestó el señor Snowdon.

Ernest suspiró, no había nada que hacer con esa cosa tan fea. Iba a apartarse cuando el sepulcro de mármol le hirió otra vez la vista; se levantó literalmente y se le clavó en los ojos. Era un espanto, no había palabras para describir tanta fealdad. Echaba a perder por completo ese rincón del cementerio.

—¿Le parece… ejem… adecuado? —dijo, volviendo de nuevo al ataque—. Porque, fíjese, es muy… muy distinto a las demás tumbas, es muy… muy… hummm… grande, y… y amazacotado. Los sepulcros de mármol ya no se llevan, ¿sabe usted?

—¿Ah, no? —preguntó el señor Snowdon con una mansedumbre que no presagiaba nada bueno.

—No, no, de verdad —respondió Ernest—, tal vez no conozca el origen de la costumbre de cubrir las tumbas con una losa grande y pesada. Lo hacían para evitar que los lobos y los chacales escarbaran en ellas… —prosiguió, animándose.

Le pareció que, si se lo explicaba con detalle, tal vez el hombre cayera en la cuenta del error que estaba cometiendo y consentiría en quitar semejante atrocidad de mármol rosa y en volver a poner la cruz de granito. Vivian podría haber advertido al señor Snowdon de que el vicario se disponía a darle una conferencia sobre los monumentos funerarios y su relevancia histórica y religiosa, pero no estaba allí, naturalmente.

—Al principio solo se levantaban en países remotos —continuó Ernest—, debido a la abundancia de alimañas, que merodeaban por los cementerios y desenterraban los huesos. Lógicamente, la idea de cubrir las fosas con una piedra grande y pesada fue evolucionando. A Inglaterra la trajeron los cruzados cuando volvieron de sus largos viajes, pues las habían visto en tierras lejanas, y, poco a poco, la práctica de cubrir la morada de los muertos con una lápida conmemorativa se extendió por toda la nación. No obstante, me alegra decir que la costumbre se extinguió, aunque resurgió durante un corto período a raíz de la ola de pánico que se desató durante el juicio de Burke y Hare. Seguro que recuerda que a esos hombres los declararon culpables de saquear tumbas recientes, cosa que hacían con el fin de procurarse especímenes de anatomía para venderlos a estudiantes y hospitales. No me cabe la menor duda de que la magnitud del pánico fue totalmente desproporcionada, pero, lógicamente, los desconsolados familiares se ocuparon de proteger contra la profanación las tumbas de sus muertos. Puesto que todo eso ya ha pasado a la historia, las tendencias actuales se inclinan por formas más sencillas, que prescinden de todo lo superfluo y carente de significado. El sepulcro es tan superfluo como carente de significado, y más en este caso, porque, según tengo entendido, la señora Snowdon murió hace unos cuantos años…

—Gracias —dijo el señor Snowdon con todo el sarcasmo posible—. Muchas gracias. Lamento interrumpir su elocuente discurso, pero tengo que hacer. Cuando quiera oír otro sermón suyo iré a la iglesia, aunque supongo que con éste tengo para bastante tiempo. Entretanto, ¿tendría usted la bondad de ocuparse de sus asuntos y dejarme en paz a mí con los míos? Si quiero levantar un monumento de determinadas características en la tumba familiar así lo haré. Buenas tardes, señor Hathaway.

Ernest se retiró decepcionado y con remordimientos de conciencia. Tardó más de lo debido en darse cuenta de que pisaba terreno delicado con patas de elefante. Había ofendido al señor Snowdon y no había logrado su objetivo. Siguió pensando en el asunto todo el trayecto hasta casa. Le parecía verdaderamente insólito retirar una cruz de piedra para poner un sepulcro de mármol en memoria de una mujer que llevaba tres años muerta y enterrada. ¿Qué sentido tenía? También habían cambiado el epitafio; en el de la cruz de granito decía: NO ESTÁ MUERTA, SINO DUERME. Se acordaba perfectamente porque, cuando lo leyó, le gustó mucho y pensó que era una idea muy bonita inscribir en una lápida las palabras de consolación de Nuestro Señor a Jairo[15]. Tenían un significado profundo y encerraban una promesa: la de la resurrección.

Lamentó que hubieran quitado esa cita de la tumba de la señora Snowdon y tenía el extraño presentimiento de que ella también, pero eso no fue lo peor del infortunado incidente, ni siquiera la erección del espantoso monumento; mucho peor que ambas cosas fue caer en la cuenta de que había cometido una indiscreción y una grave falta de tacto. Su tío Mike lo había advertido de los peligros del puesto: «Ándate con ojo —le aconsejó—; aunque te parezcan necios, el necio serás tú si se lo das a entender, y no se te ocurra ofender a los “corderitos” o al final desearás que te trague la tierra cuanto antes». Pues, a pesar de la sabia advertencia, nada más empezar ya había ofendido a uno de los feligreses más importantes.

Estaba tan disgustado que no podía pensar en otra cosa; anduvo un rato por la casa dando vueltas a lo sucedido hasta que se le ocurrió ir a tomar el té con Vivian. Necesitaba hablar con alguien y obviamente Vivian era la persona más indicada. Se dijo que, puesto que iba a casarse con ella y la haría partícipe de todos sus dilemas y preocupaciones, bien podía empezar por el de hoy. Además, naturalmente, quería contárselo; era muy dulce, femenina y comprensiva y sabía mucho de las cosas del mundo. Ella sabría aconsejarle sobre la conveniencia de pedir disculpas al señor Snowdon por escrito y, en tal caso, también sabría qué decirle. Tal vez pudieran redactar entre los dos una carta conciliatoria.

Y así iba meditando mientras subía la cuesta. Hacía ya unos días que no había visto a su prometida, concretamente desde la terrible mañana de la interrupción de la clase de historia de la señorita Carter, es decir, el miércoles, y hoy era sábado. ¡Casi tres días sin saber nada de ella! Era curioso que no se hubiera dado cuenta antes. Se preguntó por qué no habría ido ella a verlo como solía, bien por la mañana, cuando trabajaba en el huerto, o bien por la tarde, cuando leía en el estudio. Tal vez tenía mucho que hacer… o a lo mejor había sido por el tiempo espantoso. Si mal no recordaba, había llovido toda la víspera y la mayor parte del día anterior.

Vivian estaba tomando el té frente a la chimenea del salón. Era una escena acogedora. ¡Cuánto se alegraba de que estuviera sola! Fue, ilusionado, a su encuentro.

—Bueno, ¿qué quiere usted? —le preguntó bruscamente.

Solo de verlo le hervía la sangre, porque ya sabía con certeza que lo que Sally le había contado era verdad. Y, lo que es más, en cuanto se puso a hacer averiguaciones, vio que todo el pueblo estaba al corriente de los apuros económicos de Ernest, todo el pueblo menos ella. Corrían toda clase de chismes asombrosos a propósito de la precariedad en que se vivía en la vicaría. Le contaron lo de las suelas agujereadas de los zapatos, que se veían perfectamente cuando decía la letanía, y lo de los tomates de los calcetines, más enormes aún, que la señora Hobday tenía que zurcir una y otra vez, porque el pobre caballero no podía permitirse unos nuevos. Incluso le dijeron que había invertido en unas tijeras, pues se había propuesto cortarse el pelo él solo, con resultados alarmantes, por cierto, para ahorrarse los nueve peniques mensuales de la barbería de Silverstream. Casi todas las tiendas tenían alguna anécdota que contar sobre la inexperiencia del pobre vicario, en lo que a ahorrar se refiere. A la señora Goldsmith le compraba panecillos partidos; al señor Harte, sobras de carne, y en el almacén de fruta y verdura de la señorita Clement, las hojas de fuera de la verdura. Naturalmente, tales recursos se los había enseñado la señora Hobday, le dijeron, pues al pobre caballero nunca se le habrían pasado por la cabeza.

Por eso, cuando Ernest entró en el salón con cara de alegrarse mucho de verla y esperando darle también a ella una grata sorpresa, Vivian se puso como un basilisco y, en vez de recibirlo con los brazos abiertos, como esperaba, lo miró como si fuera una especie nueva de babosa particularmente detestable y le preguntó qué quería.

—Hace años que no va a verme —dijo él, ligeramente desanimado por el inesperado recibimiento.

—He descubierto la verdad sobre usted, por si le interesa —dijo Vivian procurando mantener la calma, pero en balde.

—¿La verdad sobre mí?

—Sí.

—Pero si no oculto nada —dijo el pobre Ernest.

—¡Ah, no! No oculta nada, ¿verdad? —replicó Vivian desdeñosamente—. Conque no me ha mentido ni me ha engañado, ¿eh?

—No, nunca —contestó Ernest con un poco de firmeza.

—Creyó que me había engatusado tan ricamente, ¿verdad? —continuó Vivian, más y más acalorada—. Llega aquí dándoselas de rico delante de todo el mundo y presumiendo de trajes buenos y resulta que no tiene un penique, no puede siquiera mandar los zapatos a remendar…

—Ah, ¿es por eso? —dijo Ernest. Empezaba a ver la luz entre la niebla—. Eso tiene una explicación muy fácil, Vivian…

—Sí, es por eso —lo interrumpió ella, furiosa—, por eso, desde luego. ¿Es que le parece poco?

—Pero Vivian, atienda un momento, puedo explicarle…

—No quiero que me cuente nada más, ya me ha contado más de lo tolerable, estoy harta de oír sus…

—Pero Vivian…

—¡Me subleva que venga aquí! —gritó ella—. Me subleva la mera idea de que venga a mi casa con esa cara de bueno y piadoso, como si fuera un santo en la tierra, y no es más que un impostor… ¡desde el primer día!

—No soy un impostor.

—Es un impostor, un mentiroso y un tramposo. Solo de pensar que se ha atrevido a proponerme matrimonio sin tener ni un penique con que vivir… ¿Por qué voy a querer casarme con usted? ¿Se imagina que me alegraría mucho vivir toda la vida en una mísera vicaría de pueblo, pasando estrecheces y privaciones y contando hasta el último penique? Pues se equivoca. ¿Tan bueno y maravilloso se cree que es que cualquier mujer se enorgullecería de casarse con usted y de zurcirle los calcetines para el resto de sus días? Pues en eso también se equivoca. ¡Se equivoca de cabo a rabo! Me mata usted de aburrimiento —remató rencorosamente—. ¿Lo oye? ¡Me mata de aburrimiento!

Lo oyó, era imposible no oírla, porque levantaba mucho la voz, tanto que resultaba un poco estridente. De pronto notó que le temblaban las rodillas, pues no estaba acostumbrado a esa clase de escenas. La miró horrorizado. ¿De verdad Vivian era esa mujer de mirada dura, voz estridente y mal genio? ¿Era la misma que con tanta comprensión lo escuchaba antes, que le confiaba sus cuitas y sus dudas para que él aliviara su carga? ¿Era ésa la oveja descarriada que había devuelto al redil con tanto orgullo y alegría?

Le había dicho que la mataba de aburrimiento. La aburría. Entonces ¿por qué le había prestado tanta atención e incluso lo había animado a hablar con ella? ¿Por qué había procurado su compañía yendo a verlo a la vicaría e invitándolo a su casa? Y, sobre todo, ¿por qué le había dado palabra de matrimonio? Le parecía una cosa extraordinariamente insólita, no entendía nada, estaba totalmente perdido. Miró a Vivian y le pareció extraña, desconocida, como si no la hubiera visto nunca.

—Entonces era… era porque… porque pensaba que era rico —dijo lentamente. A medida que hablaba, se le iban aclarando las ideas—. ¿Aceptó mi propuesta de matrimonio porque creía que era rico?

A Vivian no le gustó tal forma de expresarlo: sonaba mal, como si fuera ella la que se equivocaba, y no él.

—¡El dinero es necesario, tonto! —dijo con un poco menos de rencor—. ¿Se cree que se puede vivir sin dinero?

—Hace falta tener algo, indudablemente.

—Yo necesito mucho —replicó ella con franqueza—. Solo los idiotas y los imbéciles creen que el dinero no es importante. ¡Pues es lo más importante del mundo! Yo sería completamente feliz si tuviera muchísimo dinero…

—Y un marido que la matara de aburrimiento —remató Ernest. La miró con seriedad y, un poco ansioso, esperó la respuesta.

Vivian soltó una carcajada levemente histérica.

—¡Aunque fuera el mismísimo diablo! —exclamó.