Capítulo 19
La señorita Buncle se toma un descanso

La señora Carter esperaba a Barbara Buncle a la hora del té y se llevó una sorpresa al ver llegar a Elizabeth Wade en su lugar.

—¡Barbara, querida! —dijo, mirándola de arriba abajo con ojos de miope—. Mi querida amiga, ¿qué se ha hecho? ¡Espero que no se haya tratado con hormonas de mono!

—Estreno abrigo y sombrero, nada más —contestó Barbara, levemente halagada por el recibimiento.

—Y se ha hecho la permanente —observó la señora Carter—. Hay que reconocer que la favorece mucho. Es un invento estupendo para el pelo liso. Mis rizos son naturales, claro está —añadió con retintín, pues intentaba por todos los medios que el mundo olvidara las infames calumnias que John Smith había dicho de su pelo.

—Me alegro mucho por usted —dijo Barbara suspirando.

—Sally ha empezado las clases con el vicario —dijo la señora Carter, cambiando bruscamente de tema—. Es un alivio que mi querida nietecita tenga algo concreto que hacer por la mañana, hasta que pueda ocuparme yo de ella.

—¿Con el vicario?

—Sí, anda muy mal de dinero… o eso dice el doctor Walker. No sé cómo lo sabe, pero el caso es que ese hombre lo sabe todo, al parecer. Claro, así es como Sarah se enteró de tantas cosas y luego las escribió en el libro… aunque muchas no son ciertas…

A Barbara le costó un poco entender estas palabras incoherentes y un tanto ilógicas, pero se agarró a lo fundamental o, al menos, a lo que ella consideraba fundamental.

—Pero no lo escribió Sarah —replicó con firmeza.

—¿Cómo lo sabe? Estoy totalmente convencida de que ha sido ella. ¿Qué otra persona ha podido ser? Si se fija, tiene muchísimas oportunidades de enterarse de muchas cosas. Estoy segura de que el doctor se lo cuenta todo. No volvería a llamarlo, si no fuera por lo bien que entiende mi reuma. Aunque a Sarah le retiro el saludo, eso se lo aseguro —añadió la señora Carter con satisfacción.

—No lo ha escrito ella —insistió Barbara.

—Bueno, pues, en ese caso, me gustaría saber quién ha sido. Ah, claro, usted no se quedó hasta el final de la reunión, pero entre todos decidimos que John Smith es Sarah Walker, por unanimidad, menos la señorita King, que nunca está de acuerdo con los demás. Hasta el anciano señor Durnet levantó la mano…

—Seguro que no tenía ni idea de por qué —la interrumpió Barbara.

—Bueno, de todas formas, la levantó… Y ¿no fue una prueba clara de culpabilidad enfadarse tanto y salir corriendo como una loca, sin despedirse siquiera de la anfitriona?

—Yo hice lo mismo —replicó Barbara con valentía.

Hasta ese momento no se había dado cuenta de que había infringido el protocolo de los buenos modales. ¿Tenía que haberse despedido de la señora Featherstone Hogg y haberle dado las gracias por la invitación? «Supongo que sí —concluyó—, aunque, si me paro a pensarlo en ese momento, no soy capaz de marcharme; no me habría atrevido, allí, delante de todos, conque me alegro de que se me olvidara la buena educación».

—¡Ah, claro! —dijo la señora Carter riéndose de buena gana—. Nadie reparó en usted. Usted jamás podría escribir El perturbador de la paz. Sarah Walker, en cambio, tiene cabeza. Esa mujer no me interesa nada, nunca me interesó. No sabe comportarse como una señora, no tiene ni idea. ¡Fíjese en lo bien que se lleva con la gente del pueblo y, en cambio, no trata con el debido respeto a quien corresponde! No entiendo qué le ve usted… aunque, la verdad, cabeza sí que tiene para algunas cosas.

A Barbara le dolieron esas palabras, pero también le hicieron gracia, le quitaron un peso de encima y además la enfurecieron, todo al mismo tiempo. Un extraño sentimiento bullía en su interior, producto de las emociones contradictorias. Le habría gustado decirle a la cara: «Pues, para que se entere, ¡lo escribí yo, vieja tonta!», pero se contuvo y se limitó a reiterar con gran convicción que Sarah no había escrito El perturbador de la paz.

—Es inútil que insista, Barbara —dijo la señora Carter, irritada—. Si no lo ha escrito Sarah, ¿quién ha podido ser? Agatha Featherstone Hogg y yo hicimos una lista de todos los conocidos de Silverstream y revisamos los nombres uno a uno con el mayor detenimiento. Los que no salen en el libro serían completamente incapaces de haberlo escrito. Aunque, en cualquier caso, ahora no tiene mayor importancia, porque pronto sabremos con seguridad si lo escribió Sarah o no.

—¿Pronto lo sabrán con seguridad?

—Agatha ha tenido una gran idea —explicó la señora Carter—. Bueno, en realidad se le ocurrió a la señora Greensleeves, pero a Agatha le gustó y lo estamos planeando juntas.

—Y ¿en qué consiste? —preguntó Barbara sin respiración.

—¡Ay, no puedo decírselo! Porque he prometido no contárselo a nadie. Naturalmente, no me importaría contárselo a usted, Barbara, pero las promesas hay que cumplirlas. Personalmente creo que la idea es un poco arriesgada, pero Agatha tendrá cuidado.

—¡Santo cielo! —exclamó Barbara sin fuerzas.

El asunto la alarmó. Si fuera cosa de la señora Featherstone Hogg, no le preocuparía tanto, pues esa mujer era vengativa, pero no sutil; la señora Greensleeves, en cambio, era harina de otro costal, una mujer taimada y astuta como una raposa.

—Sí —dijo la señora Carter con satisfacción—, sí, pronto sabremos con certeza si ha sido Sarah Walker o no. No habrá recibido por casualidad una postal de París, ¿verdad?

Barbara contestó afirmativamente.

—¡Es vergonzoso! ¡Una auténtica indecencia! —exclamó la señora Carter, sulfurándose de nuevo—. ¡Hay que ver cómo está el mundo hoy en día! ¿Adónde iremos a parar?

—Es bonito que se hayan casado —dijo Barbara, temblando un poco por la osadía de contradecir a su anfitriona.

—¿Bonito? —exclamó la señora Carter—. De bonito, nada, eso por supuesto. Esta palabra se usa ahora para todo, ¡es ridículo! Ahora quiere decir detallista, discreto… pero ¿qué tiene de detallista o discreto que dos personas que están en boca de todo el mundo por culpa de una novelucha de tercera clase huyan juntas a París? Espero que se hayan casado —añadió en un tono que daba a entender que albergaba graves dudas al respecto.

—Dorcas decía que harían una pareja muy bo… bueno, una pareja encantadora.

—¡Dorcas! —repitió la señora Carter con un bufido—. ¿Qué va a saber ella? Es un gran error hablar de ciertas cosas con el servicio, no preste la menor atención a lo que diga su criada.

—No, no, solo cuando estoy de acuerdo con ella —contestó Barbara sencillamente.

La conversación tomaba un rumbo cada vez más desagradable. Barbara tenía muchas ganas de que acudiera Sally a rescatarla. Se preguntó dónde demonios estaría, que tardaba tanto. En cuanto llegara, la señora Carter dejaría de hablar de matrimonios vergonzosos, porque tenía mucho cuidado con lo que decía delante de su nieta; un miramiento innecesario, hay que decir, habida cuenta de lo mucho que sabía la joven de las perversidades del mundo.

—¡Cuánto daño ha hecho el libro ese! —dijo la señora Carter mirando al techo—. El escándalo de la boda secreta, los Bulmer y su hogar destrozado y las pesadillas nocturnas de Isabella Snowdon; todo eso se puede atribuir directamente al dichoso libro… por no hablar de los trastornos y preocupaciones que ha causado a otras personas, como Agatha o yo misma…

Cuando ya casi habían terminado de tomar el té, apareció Sally sin hacer ruido. Iba vestida de color marrón, un marrón rojizo como las hojas de haya en noviembre. Se sentó y, con desagrado evidente, dio unos sorbitos a un gran vaso de leche.

—¿De dónde vienes, Sally? —preguntó su abuela con inquietud—. Espero que no hayas salido a la calle; hace mucho frío y no te conviene nada salir a estas horas.

—He ido a dar un paseo.

—¿Dónde, querida? ¿Has ido tú sola?

—Me encontré con el señor Hathaway —dijo Sally sin darle importancia— y me acompañó él.

—¡Qué amable! —dijo la señora Carter—. Es todo un detalle que te acompañara a pasear. Espero que no abuses mucho de su bondad natural.

Al parecer, Sally no vio necesidad de responder; tomó un sorbo de leche y desmigajó una galleta entre los dedos.

—No tires migas, querida —dijo la señora Carter—. Por favor, toca la campanilla para que venga Lily a recoger el servicio.

Sally dejó la galleta y tocó la campanilla sin decir una palabra. De pequeña, cuando pasaba unos días en Los Abetos, era todo un privilegio llamar al timbre para que retiraran el té; por lo visto, la abuela creía que todavía le hacía ilusión. Estos pequeños detalles la sacaban de quicio; sabía que no valía la pena, pero de todos modos se ponía mala.

Barbara la compadeció en ese momento: la encontró desanimada, alicaída; debía de estar pasando un mal momento. A lo mejor echaba de menos a su padre. Seguro que era espantoso para la muchacha. Si media hora de conversación con la señora Carter la dejaba a ella para el arrastre, ¿qué sería no tener más compañía que la anciana a todas las horas del día? Se acordó de la promesa que había hecho a Virginia de estar pendiente de Sally y tuvo remordimientos. La novela nueva la absorbía tanto que no prestaba a la muchacha toda la atención que se había propuesto.

—Sally tiene que venir otra vez a tomar el té conmigo —dijo.

—Seguro que a la pequeña le hace ilusión —dijo la señora Carter amablemente—. ¿Verdad, Sally? Da las gracias a la señorita Buncle.

—Sí, gracias, señorita Buncle. Me gustaría ir —dijo Sally con una sonrisa desganada.

«Está enferma —pensó Barbara, consternada—, languidece a ojos vistas. Tengo que animarla como sea, pobrecita».

—De acuerdo, ¿qué tal mañana, a las cuatro? —dijo en voz alta.

El día siguiente amaneció húmedo y desapacible. Barbara pegó la nariz a la ventana para comprobar si llovía o no. En cualquier caso, pensó, no estaba el tiempo para salir de paseo. ¡Qué fastidio!, porque precisamente había decidido tomarse un descanso y, por lo tanto, podía disfrutar de su tiempo como quisiera. La novela nueva le absorbía por completo el pensamiento y la energía y estaba agotada y un poco entumecida. «Me voy a dar vacaciones», se dijo. Dejó la pluma, cerró con firmeza el escritorio y se obligó a descansar. Hoy era el segundo día de asueto y ya estaba más que harta; Silverstream era frío y deprimente, comparado con Copperfield.

Añoraba el ambiente soleado de su hogar espiritual, donde podía hacer lo que le apeteciese y decir lo que quisiera sin que nadie le llevase la contraria, a menos que se lo permitiera ella; donde desaparecía el temor a que se descubriera su verdadera identidad y donde nadie urdía planes secretos y alarmantes para desenmascarar a John Smith, o donde, en todo caso, ella sabía de antemano qué planes eran ésos y podía desbaratarlos a voluntad.

Se puso a deambular por la casa, estorbando y cambiando cosas de sitio, por lo que Dorcas no las encontraba cuando las necesitaba.

—¿Por qué no se va a escribir el libro un rato, señorita Barbara? —dijo Dorcas al fin, exasperada.

—Estoy de vacaciones —dijo Barbara con impaciencia.

—Pues no se lo está pasando muy bien —dijo Dorcas. Dejó de mirar la mesa de la cocina, la masa que estaba estirando con el rodillo para hacer una empanada—. Andar con la cara larga vagando por la casa como un fantasma no se parece nada a estar de vacaciones.

—¡Ay, quiero morirme! —respondió Barbara—. ¡Ay, no tengo nadie con quien hablar! ¡Ay, si pudiera…!

—Ande, salga un rato, señorita Barbara —dijo Dorcas, enojada—. ¿Por qué morirse y luego quejarse de que no tiene con quien hablar? Si estuviera muerta, no podría hablar. Salga a dar un bonito paseo, seguro que encuentra alguien con quien hablar y yo podré terminar lo mío, que ya llevo un retraso que para qué.

—Voy a dar un paseo detallista y discreto —dijo Barbara—, eso es lo que significa «bonito». ¿A que no lo sabías, Dorcas? Pues así es. Si quieres, voy a dar un paseo detallista, aunque, con las habladurías que corren hoy por el pueblo, sería más discreto quedarse en casa. Ahora sé exactamente lo que significa estar en busca y captura.

—¿Estar en busca y captura?

—Sí, cuando la policía busca a un hombre para detenerlo por un delito o lo que sea. Como sabrás, en Silverstream se busca a John Smith; tienen muchas ganas de echarle las zarpas encima y, cada vez que voy por High Street, tengo la sensación de que de pronto una manaza me va a agarrar del hombro y entonces la voz del sargento Capper me dice: «Queda detenida en nombre de la ley» o lo que se diga en esos casos.

—Usted delira, señorita Barbara. El sargento Capper no la arrestaría jamás de la vida.

—En todo caso, detendría a John Smith —puntualizó Barbara. Se sentó en una esquina de la mesa de la cocina y observó a Dorcas, que estaba colocando la pulcra masa ovalada que cerraba la empanada—. Se busca a John Smith por el asesinato de la reputación de la señora Featherstone Hogg… y de la señora Carter también, claro… El sargento Capper tendría que detener a John Smith aunque no quisiera…

—Ande, señorita Barbara, pórtese bien, vaya a ponerse el sombrero —suplicó Dorcas—. Ahora ya no llueve, ha salido el sol y hace una mañana muy bonita. No sé ni lo que hago, con usted por aquí como un moscón, venga a decir tonterías. Con tanto lío, no sé si habré echado azúcar a las patatas en vez de sal.

Barbara miró por la ventana y vio que realmente había escampado y el sol pugnaba por salir entre las nubes. Subió a su habitación y se puso el abrigo y el sombrero nuevos. Sacó de un cajón un par de guantes con remates de piel que no había estrenado y se los puso. Últimamente se ponía ropa nueva todos los días; era una extravagancia, pero no podía evitarlo, había tomado aversión a su antiguo guardarropa, porque ahora veía lo horroroso que era, en comparación con el nuevo. «No se merecen ni el nombre de guardarropa; no son más que trapos con que cubrirse el cuerpo», pensó. No entendía cómo podía habérselos puesto alguna vez.

Y fue Elizabeth Wade en todo su esplendor quien salió al tímido sol invernal, dispuesta a ver escaparates.

«Podía entrar un momento a ver a Sarah —pensó al pasar por la casa del médico—. Un rato de charla con ella sería muy bonito… no, muy grato».

Sarah era prácticamente la única persona de Silverstream, sin contar a Sally, que hablaba bien de El perturbador de la paz, aunque, claro, no salía en el libro, pero en el nuevo, sí, y era un personaje «bonito», por supuesto, porque Sarah lo era, y no detallista ni discreta, simplemente era un encanto. Se acordó de la valentía con que había defendido la novela ante las arpías del pueblo cuando se pusieron a vilipendiarla y se enterneció. Sí, ahora mismo iba a hacerle una visita.

También la impulsó otro motivo, y mucho más importante. En la novela nueva, el personaje de Sarah no acababa de salirle bien. Le parecía más fácil describir a personas un poco raras, como la señorita King, o maliciosas y mandonas, como la señora Featherstone Hogg. Sarah no tenía ninguna de esas características y, en consecuencia, su retrato quedaba un poco insípido. Era un buen momento para observarla con atención y procurar asimilar su personalidad lo mejor posible; de esa forma, cuando se sentara a escribir, tendría material sobre el que hacerlo.

Sarah estaba bordando un osito marrón en una bata azul de hilo de los gemelos. Se encontraba un poco acatarrada y el médico le había prohibido salir, de modo que no sabía qué hacer de aburrimiento y se alegró mucho de ver a Barbara. Barbara era un cielo.

—¡Ay, Dios! ¡De estreno de arriba abajo! —exclamó—. ¡Qué guapa está! ¿Cómo diantres se las compone para permitirse un abrigo nuevo, con los tiempos que corren?

—He recibido un dinero con el que no contaba —dijo Barbara sin faltar a la verdad. Prefería no mentir, si podía evitarlo.

—¡Quién tuviera la misma suerte! —dijo Sarah—. Pero todos mis familiares gozan de muy buena salud, por ahora. Siéntese aquí, junto a la chimenea, querida. ¡Qué espantosa fue la reunión! ¿Verdad?

Barbara le dijo que sí.

—Habría que tapar la boca a la señora Featherstone Hogg —continuó Sarah—, no se merece otra cosa, la verdad, y Stephen Bulmer y esa mujer, Greensleeves, lo mismo. Silverstream sería mucho más apacible para vivir si se quedaran mudos los tres. Todavía pierdo los estribos cuando me acuerdo de cómo se levantó y, delante de todo el mundo, me ordenó que dijera la verdad. Ganas me dieron de decirles que lo había escrito yo, solo por ver qué cara ponían. Ellen King también ha metido cizaña; puso a John en contra de El perturbador de la paz hasta que lo obligué a leerlo. Ahora, naturalmente, opina lo mismo que yo y sabe que el libro no es nada ofensivo. No entiendo a Ellen King, se lo aseguro; por lo general, tiene mucho sentido común. En la novela no hay nada para ponerse como se ha puesto… ¿no le parece?

—No, no es para tanto, desde luego —dijo Barbara.

Su intención no había sido tratar con dureza a la señorita King; le caía bien. El caso es que siempre le había dado la sensación de que Silverstream le quedaba pequeño. Había muy pocas posibilidades en el pueblo para la energía y la capacidad de esa mujer y, con toda su buena fe, le había organizado unas vacaciones aventureras en Samarcanda.

—Ha leído El perturbador de la paz, ¿verdad? —preguntó Sarah—. El título no podía ser más acertado, porque, desde que se publicó, no hemos tenido paz en Silverstream, ¿verdad? Es muy divertido, ¿no, Barbara? Cuando lo leí, no podía parar de reírme y tuve que leerlo hasta el final, de un tirón.

Barbara, sumamente complacida, se hinchó de orgullo por dentro.

—Y seguramente cree que lo he escrito yo, ¿verdad que sí? —preguntó Sarah con un guiño en la mirada.

—No, yo no —contestó Barbara—, pero las demás mujeres, sí… Es decir, la señora Carter, la señora Featherstone Hogg y las demás. Están tramando un plan para demostrar que lo ha escrito usted. La señora Carter no quiso decirme en qué consiste porque prometió no contárselo a nadie, pero no hablaba de otra cosa. Me pareció que era mejor prevenirla.

—Es usted un cielo —dijo Sarah—, pero yo no lo he escrito, conque no podrán demostrar nada.

—Ya, pero no me gustó cómo hablaba la señora Carter del plan, parecía algo mezquino. No sé explicarme mejor, pero se me puso la carne de gallina.

—Me importan un bledo los planes que puedan hacer Hogg y Carter —dijo Sarah con crueldad—. Sean como sean, serán un fracaso y una ridiculez…

—Bueno, en realidad, la idea se la dio la señora Greensleeves, las otras solo se han apoderado de ella.

—¡Ah! Eso es otra cosa. Vivian Greensleeves me detesta, no sé por qué; estoy segura de que me aborrece porque me trata de una forma muy empalagosa… y, por supuesto, fue ella la que dijo que John Smith era yo… y es evidente que no le gusta nada John Smith. Lo cierto es que ese escritor ha sido muy desconsiderado con ella —añadió con una risita—; la escena de Romeo y Julieta con el señor Fortnum y Mason le queda un poco pequeña a nuestra amiga Vivian… pero no mucho, aunque diría que da en el clavo lo suficiente para mortificarla horrores.

—Sarah, esa mujer es peligrosa.

—Es una persona retorcida —dijo Sarah, frunciendo el ceño—, pero no me imagino lo que podría hacer contra mí; no, la verdad es que no se me ocurre nada.

A Barbara tampoco se le ocurría nada, pero presentía que se avecinaba algo malo.

Cuando Barbara se iba, llegaron los gemelos de su paseo matutino.

—Parecen corderitos, ¿verdad? —dijo la madre con orgullo.

Y lo parecían, en efecto, con el gorro y el abrigo blanco de piel. Cada corderito llevaba fuertemente sujeto bajo el brazo un osito de peluche muy viejo y deshilachado, más precioso para su dueño que todos los juguetes de la habitación de los niños juntos. Los ositos de peluche iban con los gemelos a todas partes, incluso a la cama, a la mesa y a la calle. Estaban descoloridos y raídos de tanto amor y tantos besos.

—¿Se han portado bien, Nannie? —preguntó Sarah.

—Muy bien —respondió Nannie con afecto.

Era la respuesta eterna a la eterna pregunta de Sarah. Por muy mal que se hubieran portado, ella siempre le decía a la madre que eran unos angelitos. Se encargaba personalmente de castigarlos, claro está, pero nunca «se chivaba». Adoraba a los gemelos, los había cuidado «desde el primer mes de vida» y eran su alegría y su orgullo. Hasta las travesuras que hacían le parecían entrañables.

Barbara estrechó la mano a los gemelos con toda seriedad, los niños no eran lo suyo. Tenía la impresión de que no les caía simpática, siempre la miraban solemnemente con sus grandes ojos inocentes. La relación con los gemelos se complicaba todavía más porque no distinguía a Jack de Jill. Sarah los vestía igual sin tener en cuenta el sexo de cada uno. A Barbara la descolocaba mucho no saber si se dirigía a un niño o a una niña.

—No sé por qué no los ha sacado John Smith en el libro, ¿verdad? —dijo Sarah—. Son los corderitos más monos y encantadores de Silverstream. Bueno, querida Barbara, adiós y gracias por venir. Estaré alerta por si hay señales de tormenta.

La señorita King entraba por la cancela de su jardín cuando pasó Barbara y ésta, aunque la habría evitado de buena gana, se vio obligada a pararse a hablar con ella.

—¡Qué tiempo tan húmedo y desapacible! —dijo Barbara. Le habría gustado saber qué habría hecho sin ese tema de conversación tan socorrido—. Y hace un calor impropio de la estación, ¿verdad? Espero que aclare y que el día de Navidad esté todo escarchado. Me gusta que hiele el día de Navidad, ¿a usted no?

—Nunca hay escarcha por Navidad —dijo la señorita King.

—Bueno, a ver si llega el frío de verdad dentro de un par de días —continuó Barbara—; no puede ser de otra manera, digo yo, después de tantos días húmedos y templados, ¿no cree?

—Bueno, en cualquier caso, a mí no me afecta —dijo la señorita King alegremente—. La semana que viene Angela y yo nos vamos a Samarcanda —añadió y entró en su jardín.

Barbara se quedó fuera, mirando fijamente la cancela como si hubiera algo raro en ella.