La autoridad competente decretó que Sally Carter recibiera instrucción. Se hizo la consulta pertinente al doctor Walker y éste opinó que una hora de estudio matinal no haría ningún daño a la convaleciente. La verdad es que a la señora Carter le resultaba difícil poner remedio a la ociosidad de su nieta. Sally no era nada hogareña, aborrecía las tareas domésticas y, cuando le propusieron que echara una mano en la confección de mermeladas, se negó en redondo. Nunca había hecho mermelada, no sabía cómo se hacía y no tenía la menor intención de ir a la cocina a exhibir su ignorancia ante la cocinera.
La señora Carter acostumbraba a levantarse hacia las once; ¿qué podía hacer Sally hasta ese momento? Pues deambular por el jardín, que a esa hora estaba muy húmedo, y acatarrarse. Por eso llamó la preocupada abuela al médico y entre los dos llegaron a la conclusión de que un poco de estudio, apenas una hora por la mañana, sería menos dañino para la joven que andar pensando en las musarañas y pillar un catarro tras otro.
—Es un caso deplorable de ignorancia —dijo la señora Carter sacudiendo con consternación sus bonitos rizos grises—. No sé en qué pensaba Henry, de verdad que no me hago idea. No ha dejado de vagabundear por el mundo con la niña, un año en una escuela, seis meses en otra y luego una temporadita con una institutriz, hasta que Harry se dio cuenta de que la mujer lo miraba como si fuera a comérselo y la despidió. En resumen, la pobre niña está en la inopia, no sabe nada de nada. Es deplorable. ¿Quién podría darle clase en Silverstream? ¿Quién podría ser, doctor? Usted conoce a todo el mundo, cómo no, y podría darme alguna indicación.
—No sé si Hathaway aceptaría —dijo el doctor Walker, pensativo.
—¿Se refiere al nuevo vicario? —preguntó, sorprendida, la señora Carter.
—Pues no lo sé, la verdad —dijo cautelosamente el doctor Walker—. Es posible que no quiera ni oír hablar de ello… aunque podría ser que sí. Me he enterado de que se encuentra en una situación económica precaria y a lo mejor le viene bien ganarse un plus.
—Pero, mi querido doctor, yo creía que era rico.
—Eso creíamos todos, pero no es así.
—¿Está completamente seguro? —insistió con incredulidad la señora Carter.
—Sin la menor duda, lo sé de buena tinta —contestó el doctor Walker—. Puede que lo haya perdido todo, como muchos infelices en estos tiempos turbulentos, o puede que en realidad no fuera tan rico como decían los rumores, pero ésa es la verdad. Hathaway es pobre, aunque instruido, debe de tener mucho tiempo libre —dijo el ocupado doctor— y no se me ocurre nadie más.
Este último argumento terminó de convencer a la señora Carter. Lo cierto era que necesitaba desesperadamente encontrar una solución. Tan pronto como el médico se hubo ido, se sentó a escribir una notita al señor Hathaway; la señora Carter siempre escribía notitas. Le expuso la dificultad que se le presentaba y, de la forma más diplomática, le preguntó si le sería posible dedicar una hora por la mañana a iniciar a su nieta en los misterios del latín y de la historia.
Ernest leyó con perplejidad la nota que le entregó el jardinero de la señora Carter. No le habría importado dar clase a un muchacho, pero evidentemente se trataba de una niña: las nietas suelen ser niñas. Enseñar a una niña le parecía denigrante. Por otra parte, estaba la cuestión económica, que en esos momentos le preocupaba mucho. Cuando se lanzó alegremente al nuevo régime, tres libras a la semana le parecían mucho pero, ahora, después de pagar el salario a la señora Hobday y las facturas semanales, no le quedaba nada para cosas tan necesarias como una muda nueva, suelas para los zapatos, un par de guantes de invierno o semillas para el huerto. Claro que… los apóstoles y los santos habían vivido en climas más cálidos y en condiciones totalmente distintas…
Al cabo de unas semanas, mientras intentaba en vano mantenerse con su sueldo, empezó a preguntarse qué pasaría cuando se le gastaran los trajes o si necesitaba ir al médico o al dentista. También tenía que pensar en la suscripción a la biblioteca, una simple bagatela en los viejos tiempos, pero ahora un gasto de consideración; no obstante, tenía que encontrar la manera de sufragar ese gasto, porque, para un hombre de su posición, era imprescindible disponer de libros nuevos y estar siempre al día en materia de pensamiento moderno. Era su obligación y, por lo tanto, antes se moriría de hambre que descuidar el cumplimiento de un deber.
Estuvo pensándolo un buen rato y después se puso a rebuscar por todas partes hasta que encontró una lata vieja de tabaco; le hizo una ranura en la tapa y empezó a ahorrar chelines; procuraba guardar unos pocos todas las semanas, pero siempre terminaba sacándolos para cubrir un imprevisto u otro.
Comunicó a la señora Hobday que a partir de ese momento tendría mucho menos dinero y le pidió que economizara cuanto fuera posible. Ella no se angustió. Corrían malos tiempos, todo el mundo perdía dinero. Era una lástima, pero no se podía hacer nada. Precisamente el otro día su hermano había perdido todos los ahorros de golpe. Por culpa de la industria del caucho o algo parecido.
—Mire, señor, se me ocurre una idea —dijo con gran sentido práctico—, cerramos toda la casa menos su dormitorio y el estudio; así no hará falta que venga la muchacha, Karen, que además es una inútil y una dejada. Me puedo hacer cargo de todo yo sola.
Ernest no había pensado en despedir a nadie, pero se dio cuenta de que tenía que hacer algo muy drástico, a menos que… pero no, ni soñarlo, vamos; pasaría el año entero como fuera, aunque se muriera de hambre o se le cayera la ropa a pedazos. Era impensable presentarse a su tío Mike con el rabo entre las piernas y admitir que había fracasado.
Es interesante que dejara de pensar en ese año como plazo de prueba y empezara a tomárselo como una tarea concreta que debía llevar a término. Quizá Vivian tuviera algo que ver en el cambio de actitud. En esos momentos, empezaba a interesarse por ella… pero a interesarse, nada más.
Unas semanas después de despedir a Karen tuvo que volver a hablar con la señora Hobday. Detestaba tener que hacerlo, máxime teniendo en cuenta lo encantadora que era y la honradez y la comprensión con que se había tomado las restricciones desde el principio. Lo fue aplazando un día sí y otro también, le dio mil vueltas y cada vez era más desdichado, pero finalmente se sobrepuso y fue en su busca. Estaba haciéndole la cama.
—Hay que reducir gastos —dijo, muerto de timidez y de vergüenza—. ¿Le parece que se notaría el ahorro si cenara solo un huevo o algo así?
—De acuerdo, señor —contestó ella sin dejar de mullir la almohada con las manos, capaces y marcadas por los años de trabajo—. He hecho cuanto he podido, porque es usted un caballero y está acostumbrado a lo mejor, como si dijéramos. Ahorraré en lo que me diga, aunque, lógicamente, notará usted alguna diferencia. No es lo mismo la carne de tercera que la de primera, ni deja de serlo por muy bien que se guise. Y, señor, ya que estamos, dice mi marido si no le molestaría que me fuera a casa por la noche. Si pudiera terminar la jornada a eso de las seis, me daría tiempo a hacer la cena a Hobday; cobraría algo menos, claro, pero también dejaría la cena hecha aquí y podría calentarse usted solo una taza de cacao con leche. Volvería por la mañana temprano a prepararle el desayuno, naturalmente.
Ernest consintió. La competente Hobday lo manejaba a su antojo.
—Me resistía a pedírselo —continuó la señora Hobday—. Pero, si de verdad no le importa, para mí sería mucho mejor. Es que, con mi hija, los gastos han aumentado. Es muy buena chica, pero es joven y no sabe elegir la mejor pieza en la carnicería. Y, además, Rosy está malita otra vez, así que tengo mucho que hacer en casa. Esa niña coge bronquitis todos los inviernos. En cuanto el aire se enfría un poco, se le agarra al pecho, como siempre. Si no fuera por el doctor Walker, no sé cómo nos las arreglaríamos; es un caballero muy amable: ayer por la tarde fue a ver Rosy. Me escapé a casa de una carrera a ver qué pasaba, pero solo un momento, y precisamente me encontré con él; mañana también va a ir a verla. La señora Walker también fue a ver a mi niña Rosy y le llevó una cesta llena de naranjas y gelatina y un ramo de flores. ¡Ay, la señora Walker! Solo con verla ya se pone una mejor, por no hablar de las cosas que nos regala.
—Me parece que no conozco a la señora Walker —dijo Ernest.
—Pues también va bastante a la iglesia —dijo la señora Hobday—, menos cuando los gemelos se ponen malos o cosas así. Es una señora alta y delgada de pelo castaño y tiene los ojos grises; se le mueven mucho las cejas al hablar. Si hubiera hablado con ella, se acordaría perfectamente… y el médico es muy buena persona… Son los dos muy amables.
—Vaya usted a su casa cuando quiera —dijo Ernest. Tuvo la vaga sensación de que podía ser tan amable como los Walker—, sobre todo si la niña está enferma. Por mí no se preocupe, me las arreglo bien. Su obligación principal es su casa, por descontado.
—Gracias de todo corazón, señor, pero me las arreglaré para llevar las dos, a mí no me importa. Yo siempre digo que, mientras se tenga salud, se puede hacer lo que uno se proponga. Se lo he dicho muchas veces a Hobday, cada vez que se desanima por las cosas del trabajo. Es que, verá, señor, mi marido es calderero de oficio. Antes iba todos los días a Bulverham, pero ahora han cerrado la casa y se ha tenido que meter de peón caminero. Y suerte que tiene de que le den trabajo. Pero a veces se desanima un poco, fíjese, y se queja: «¡Ay, cuándo podré volver a mi oficio!». Me da pena el pobre. Se hace cuesta arriba no poder trabajar en lo de uno, ¿verdad, señor? Como si tuviera usted que meterse a maestro de escuela o así… Bueno, espero que no le moleste lo que he dicho, a veces se me suelta la lengua sola…
—No, claro que no… Pues sí, es exactamente igual, y de verdad que lo siento mucho por su marido —dijo Ernest confuso, pues pretendía responder a todas las preguntas a la vez.
No hacía más de una semana que habían tenido esa conversación y, de pronto, se veía en la necesidad de hacer de maestro, como Hobday. Entonces comprendió exactamente lo mal que sentaba tener que desempeñar un oficio distinto al de uno y se compadeció más del marido de su ama de llaves. En el caso de Hobday, la situación era mucho peor, porque, al fin y al cabo, lo de dar clase era solo temporal. Ahora que se había comprometido firmemente con Vivian, no tendría ningún sentido seguir con el experimento en cuanto se cumpliera el año. Tendría que aclarar a Vivian su situación financiera, pero no corría prisa. No sabía por qué, pero barruntaba que ella no comprendería los motivos del experimento sobre la pobreza; tal vez llegara incluso a pensar que era tonto de remate.
«Y a lo mejor lo soy —pensó—, por renunciar a todo sin necesidad. De todos modos, tampoco parece que sirva de gran cosa». El último acuerdo con la señora Hobday no repercutió visiblemente en la situación económica. Por supuesto, los pocos chelines que ahorró del salario de la mujer fueron a parar a la lata, pero volvieron a salir casi inmediatamente para comprar una pala para el huerto… y esa misma mañana había encontrado un agujerito en el fondo del hervidor de agua. Desde luego, parecía mentira cómo se iba el dinero.
«No tengo más remedio que dar clase a esa pequeña —se dijo, sentado delante del escritorio, y cogió la pluma para responder a la señora Carter—, no hay otra salida; tendría que alegrarme de esta oportunidad. ¡Soy un ingrato miserable!».
A pesar de todo, suspiró profundamente al cerrar la carta y al entregársela al jardinero, que esperaba la respuesta. Después de las nobles aspiraciones que había alimentado, tenía que ponerse a enseñar latín e historia a una niña. Le parecía muy degradante.
Hasta el momento no se ha dicho gran cosa de las ambiciones de Ernest Hathaway ni del motivo que lo impulsó a aceptar la vicaría de Silverstream, que en realidad era un pueblo sin importancia y siempre había sido destino de vicarios de avanzada edad o sin ambiciones. Ernest no era anciano ni carecía de ambición, pero le apetecía reflexionar una temporada sobre los conocimientos que había adquirido y dedicarse a leer y a meditar, y después, cuando hubiera ordenado el caos de sus ideas, escribir un libro.
Qué duda cabe de que en Silverstream la vida transcurría con tranquilidad, hasta el punto de que ahora, que pasaba las noches solo en el caserón de la vicaría, le parecía incluso inquietante. A veces creía oír ruidos raros y entonces, pertrechado con un palo y una linterna, recorría las habitaciones en busca de intrusos, aunque todavía no había sorprendido a ninguno. No era más que el crujir de la vieja casa, que hablaba consigo misma de cuanto había visto en la vida, de las familias alegres y numerosas que había cobijado y que se habían dispersado por el mundo.
Un tiempo después dejó los paseos nocturnos. Le hacían perder el tiempo y aumentaban la sensación de soledad; además, bien pensado, era improbable que un ladrón en su sano juicio eligiera la vicaría para sus nefastos propósitos, habida cuenta de lo desprovista que estaba y del poco valor de lo que contenía. En todo caso, era mucho más plausible que un ladrón se dejara tentar por la plata reluciente de Las Jarcias o por la valiosa colección de cajas de rapé del siglo XVIII de la que tanto se jactaban en Los Abetos. Visto lo cual, dejó de prestar atención a los extraños ruidos nocturnos y poco después dejó de oírlos.
Sally se enfadó cuando le comunicaron el acuerdo al que habían llegado con el vicario. Para ella era muy humillante que la obligaran a volver a los estudios como si fuera una niña problemática, a ella, que era una mujer hecha y derecha. Sin embargo, como no se había enterado de nada y ya era cosa hecha cuando se lo dijeron, no tuvo más remedio que aceptar lo inevitable. A modo de protesta silenciosa contra semejante ultraje, se presentó puntualmente en la vicaría a las diez y media ataviada con las prendas más sofisticadas que tenía. El recibimiento que le hizo el vicario aplacó sus sentimientos heridos en gran medida.
—¡Vaya! —exclamó Ernest levantándose de un brinco—. ¿Es usted…? En fin, no sabía… Usted es… ¿Es usted la señorita Carter?… Creía que era una niña pequeña.
La reacción del vicario fue el colmo del asombro y la consternación.
—Es que mi abuela me trata como si tuviera siete años —contestó Sally, dueña ya de la situación—. Es un verdadero tostón… Supongo que será porque, como abue es tan mayor…
—Supongo que sí —dijo Ernest.
—Por lo visto, los ancianos creen que los niños no crecen nunca… Les parece que siempre tienen los mismos años. Y, claro, abue se acuerda de cuando mi padre era pequeño y cenaba leche con pan y supongo que por eso a mí no me ve tal como soy.
—Supongo que sí —repitió Ernest.
—Creo que a los viejos les funciona el cerebro más despacio. No captan impresiones nuevas, ya sabe. Una vez me lo explicó un médico y me pareció muy interesante.
—Sí, seguro que sí —dijo Ernest sin saber a qué atenerse.
No tenía ni idea de cómo empezar la clase. ¿Cómo demonios iba a ponerse a enseñar latín e historia a una jovencita tan dueña de sí misma? Había rescatado el manual La Europa moderna, de Lord, porque creía que sería lo más indicado para empezar, pero ahora le parecía completamente fuera de lugar. Y lo mismo con el de Latín elemental, que, con gran satisfacción, había encontrado la víspera en el fondo de una caja de libros viejos. La joven estaba quitándose los guantes y evidentemente esperaba empezar sin demora. Ernest se pasó la mano por la cabeza con desesperación.
Sally empezaba a pasarlo bien viendo los apuros de Ernest.
—Dábamos este libro en el colegio, por supuesto —dijo Sally, y cogió el manoseado manual de latín—, aunque seguro que no me acuerdo de nada. ¿Empezamos desde el principio?
—Sí —dijo Ernest—, aunque, no sé, tal vez prefiera usted traducir un poco. El grado elemental es bastante aburrido. Es que, como comprenderá, no sabía que era usted… Pensé que sería… En fin, saqué esos libros solo porque…
—Pero ¡si soy muy ignorante, de verdad! —dijo Sally, y lo miró inocentemente abriendo mucho sus ojos azules—. Ya verá el susto que se lleva cuando vea lo poquísimo que sé. No me acuerdo de nada de lo que haya podido aprender en mi vida.
¡Qué azules tenía los ojos!
—Me parece que voy a quitarme el sombrero —dijo Sally.
—Ah, sí —dijo él—, sí, por supuesto. Si está más cómoda, quíteselo.
Se lo quitó, sacudió un poco la cabeza y los dorados rizos se ahuecaron como un halo alrededor de la cabeza. Ernest no había visto nada tan bonito en su vida y se quedó embelesado mirándola.
—Pues será mejor que empecemos, ¿no? —dijo la muchacha, y se sentó a la mesa.
—Sí, es lo mejor —contestó Ernest procurando sobreponerse.
—No podemos perder tiempo —observó Sally.
Ernest le dio la razón. Cogió el manual de latín elemental y lo volvió a dejar en la mesa. Era insoportablemente aburrido.
—¿Y si empezamos con la historia? —propuso Sally—. No tengo ninguna noción de historia, ¿sabe?
—En tal caso, empecemos con la historia —dijo Ernest.
—Todos tendríamos que saber un poco de historia, ¿verdad? —dijo Sally.
Ernest estaba seguro de que tenía razón. Abrieron La Europa moderna, de Lord, y lo miraron juntos por encima.
—Me parece muy… muy elemental para usted —dijo Ernest de pronto.
Cerró el libro y miró a su alumna. ¡Qué difícil era no mirarla! Y, cuando la miraba, solo podía pensar en lo guapa que era. Desvió la vista e intentó concentrarse.
—El pensamiento moderno ha avanzado muchísimo —dijo Ernest—. Hoy las fechas no se consideran tan importantes: lo que realmente interesa es el contexto, es decir, la forma en que vivía la gente, los alimentos que consumían y lo que sentían y pensaban.
—Las fechas son un auténtico tostón —dijo Sally—. No me las aprendía nunca. Lo que dice usted parece muy interesante…
Ernest se animó mucho y siguió desarrollando su teoría. Hablaron de lo que opinaba cada uno sobre la mejor manera de enseñar historia. Entretanto, el tiempo pasó volando. A las once y media todavía no sabían por dónde empezar.
—Me temo que no hemos estudiado mucho hoy —dijo Ernest en tono culpable.
La alumna se levantó y se puso el sombrero.
—Hemos despejado el terreno —replicó Sally— y eso es muy importante. Y usted se ha dado cuenta de lo poco que sé…
—No, no; no me he dado cuenta de nada —dijo Ernest—; es decir, es usted muy inteligente y muy vital.
A Sally le gustó que le dijera eso, era mejor ser inteligente que espabilada… ¿De quién era esa frase? De todos modos, sospechaba que era ambas cosas y tal vez no se equivocara. Volvió a casa muy satisfecha de sí misma y le dijo a su abuela que habían despejado el terreno. La anciana había pasado la mañana con mucha tranquilidad y se dejó convencer fácilmente de que el experimento era un gran acierto.