Capítulo 16
Reunión en casa de la señora Featherstone Hogg

Barbara Buncle llegó un poco tarde a la reunión del jueves en casa de la señora Featherstone Hogg. Se había pasado la mañana trabajando en la novela nueva y después, precisamente cuando estaba a medio vestir, apareció Sally, con ganas de saber todo lo que había hecho en la ciudad y qué tal con Virginia y el vestuario nuevo. Barbara procuraba hablar y vestirse al mismo tiempo, pero no tenía costumbre de hacerlo porque era hija única y, por tanto, no había tenido hermanas que la iniciaran en el arte.

—Esta media está al revés —dijo Sally— y tiene un agujerito en el talón. Démela, que se la coso mientras se pone el sombrero.

Barbara obedeció sin rechistar; la ropa nueva no había llegado todavía, por lo que tendría que ponerse el sombrero viejo, el que le quedaba tan ridículo con la permanente.

—No puede ir así —dijo Sally con sinceridad—. ¿No tiene otro sombrero por ahí perdido?

—Ninguno que esté en condiciones —reconoció Barbara con desaliento.

Sally dejó la media, muy bien remendada, por cierto, y se puso a hurgar en el armario de Barbara. Rescató un gorrito negro de fieltro, bastante viejo, que Barbara pensaba regalar a Dorcas, lo retorció hábilmente hacia un lado y hacia el otro y finalmente se lo encasquetó en la cabeza desde la nuca hacia delante y le dijo que se fuera.

—Si no se da prisa, llegará tardísimo —dijo, como si ella no tuviera nada que ver con el retraso—. Mi abuela se puso en marcha hace horas. Quiero que escuche todo lo que digan y que me lo cuente después. Daría cualquier cosa por ir.

Barbara se lo prometió, cogió el paraguas y salió a toda prisa sin acordarse más del sombrero.

La señora Featherstone Hogg había dispuesto las sillas alrededor del salón, pegadas a las paredes, y estaban todas ocupadas. Ella se situó en el centro, detrás de una mesita de jugar a las cartas cubierta con un paño rojo y llena de material de escritorio. A su lado se encontraba el señor Bulmer con su expresión más lúgubre.

La expresión del señor Bulmer se debía, por una parte, a los contratiempos domésticos que habían surgido en ausencia de su mujer y, por otra, a la sensación que tenía de estar haciendo el bobo en una silla de dormitorio en medio del salón de la señora Featherstone Hogg. Había intentado sentarse discretamente en el sofá, al lado de la señora Goldsmith, pero la señora Featherstone Hogg se había abalanzado sobre él y se lo había llevado a su lado; y ahí estaba, delante de todo el mundo como una atracción de feria. Una atracción de segunda, por supuesto, porque la principal era la señora Featherstone Hogg, faltaría más.

Cuando Barbara llegó, todavía no habían empezado: así pues, a pesar de todo, no se retrasó tanto, o bien la reunión no había empezado con puntualidad. Con toda la discreción posible, se sentó al lado de Sarah Walker y echó una ojeada al salón.

La señorita King ocupaba el asiento de la ventana, a su lado estaba la señora Carter y, después, la señora Dick, flanqueada por dos caballeros, que eran sus huéspedes, el señor Fortnum y el señor Black. Este último era el amigo de Barbara que trabajaba en el banco, el joven desdeñoso. A continuación estaban los tres Snowdon, la señora Greensleeves, el capitán Sandeman y el señor Featherstone Hogg. La señora Goldsmith, sola en el sofá, ocupaba más de la mitad del sitio. Tenía una actitud muy solemne y grave con su capa negra ribeteada de astracán. El señor Durnet estaba cerca de la puerta, endomingado y evidentemente aturullado en el salón de Las Jarcias. «Cuánto me alegro de que Dorcas no haya venido», se dijo Barbara. A Dorcas también la habían invitado a la reunión, naturalmente, pero no dio muestras de querer asistir y Barbara no insistió. La verdad es que tenía la impresión de que superaría mejor la prueba si la criada se quedaba tranquilamente en casa.

Echó otro vistazo general a la sala. Todas sus marionetas, menos unas pocas, se habían reunido con la intención de vilipendiar a su creadora. Se preguntó si algún escritor habría tenido ocasión de ver alguna vez una cosa tan curiosa y entonces se le ocurrió que sería emocionante escribir una obra de teatro, ver a sus creaciones vestidas de seres mortales y oír en su boca las palabras que ella había escrito. Aunque seguro que una obra de teatro sería un poco ingrata, porque ningún actor puede satisfacer totalmente al autor: necesariamente habrá discrepancias entre la idea que el autor tiene de un personaje y la expresión que le da el actor. Esto era mucho mejor que una obra de teatro, porque los actores eran ellos mismos. No podían salirse del personaje aunque lo intentaran, porque eran los propios personajes, en carne y hueso y el doble de naturales.

Una neblina extraña le cubrió los ojos. ¿Estaba en Silverstream o en Copperfield? ¿Era la señora Horsley Downs o la señora Featherstone Hogg?

Sarah Walker la devolvió a la realidad.

—Bien pensado, yo no tendría que estar aquí, porque no salgo en el libro —susurró—. John vendrá más tarde, si puede escaparse. Esto es muy divertido, ¿verdad?

Barbara dijo que sí y se interesó por la salud de los gemelos.

—Ah, están mucho mejor, gracias —dijo su madre—. Hoy es el primer día que han salido. ¡Qué sombrero tan bonito, Barbara!

—¡Dios santo! —exclamó Barbara—. Se me había olvidado… No sé qué pinta tendré con esto en la cabeza…

—¡Silencio! —dijo la señora Featherstone Hogg en voz alta, golpeando enérgicamente la mesa con un martillo—. Damas y caballeros, son las cuatro menos diez y dos de… y dos de los nuestros no han llegado todavía. Faltan algunos más, desde luego, pero les ha sido inevitablemente… ejem… imposible asistir. Después daremos lectura a sus excusas, pero las otras dos personas a las que me refiero no han mandado ningún aviso; dijeron que vendrían y así lo espero. Son muy importantes para nuestra… para nuestra causa. Hablo, por supuesto, del coronel Weatherhead y de la señora Bold. ¿Alguien sabe por qué no han venido?

—Dorothea Bold ha ido a Londres a ver a su hermana —dijo Barbara en voz baja.

—¡Qué raro! —contestó la señora Featherstone Hogg—. Podía haberme avisado. El coronel Weatherhead me dijo que la avisaría él. Bien, en tal caso, solo esperaremos al coronel, pero lo que quiero decirles es si esperamos un poco más o empezamos sin él.

Inmediatamente se pusieron todos a hablar al mismo tiempo, unos con la persona de al lado, otros con la anfitriona; unos decían que era imprescindible esperar al coronel, y otros, que había que comenzar la reunión cuanto antes. Barbara, inmersa en Copperfield (la novela nueva también se desarrollaba en Copperfield, cómo no), contemplaba la escena con embeleso, como una esponja absorbiendo ambrosía.

La señora Featherstone Hogg consultó en voz baja al señor Bulmer y luego dio unos golpes en la mesilla. Al momento se impuso el silencio.

—El señor Bulmer opina que, para abrir la sesión, lo primero que hay que decir es que él es el presidente y yo, la presidenta —dijo en voz alta—. Aunque, naturalmente, todavía no la hemos abierto. Solo quería saber qué nos parece mejor a todos, si empezar sin el coronel Weatherhead o esperarlo un poco más.

—Eso es inconstitucional —manifestó el señor Bulmer en voz alta.

—Pero, oiga, señora —dijo el señor Black, el del banco—, oiga usted: le aseguro que no hace falta tener presidente y presidenta, es decir, no es normal. O preside la señora presidenta o preside el señor presidente, es decir…

La señora Featherstone Hogg hizo caso omiso de las objeciones y las interrupciones. La protesta del señor Black le pareció una memez. La reunión era cosa suya y haría lo que quisiera con los presidentes. Y, desde luego, no iba a ponerse a las órdenes del señor Black.

—El coronel Weatherhead es muy importante para nosotros —insistió, ateniéndose a la cuestión principal— y considero que debemos esperarlo.

—¿Por qué no lo llaman por teléfono? —propuso el capitán Sandeman con mucho sentido común—. Probablemente se le haya olvidado.

La presidenta reflexionó un momento, le pareció buena idea y mandó al señor Featherstone Hogg a llamar por teléfono para averiguar si el coronel ya había salido de casa.

Los asistentes aguardaron con paciencia, todos menos el señor Bulmer, que daba señales de nerviosismo. El coronel Weatherhead le parecía un inútil y, según él, el asunto del día podía resolverse con la misma eficacia sin su presencia. La verdad es que le sobraban las dos terceras partes de la concurrencia. Era ridículo, ¿qué pintaban allí el viejo Durnet y la señora Goldsmith? El primero le parecía prácticamente imbécil. En realidad, se lo parecía a mucha gente. Irritado, golpeteó la mesa con los dedos y cruzó y descruzó las piernas.

El señor Featherstone Hogg volvió al cabo de un rato y dijo, de parte de la centralita, que la Casa del Puente no contestaba al teléfono.

—Tenías que haber dicho que volvieran a intentarlo —dijo la señora Featherstone Hogg de mal humor.

—Se lo he dicho —contestó él.

No se podía hacer nada más y la señora Featherstone Hogg se vio obligada a comenzar la reunión sin el coronel. Se levantó de la silla y golpeó la mesa con el martillo.

—Damas y caballeros —dijo, consultando las notas que había redactado por la mañana—. Damas y caballeros, nos hemos reunido hoy aquí para hablar de este libro, El perturbador de la paz, que ha caído sobre nuestro pacífico pueblo como una bomba venenosa. Antes de que se publicara esta novela, convivíamos todos como una gran familia feliz, pero ahora se ha astillado el laúd[12] y la música suena áspera y discordante. Todos hemos sufrido las consecuencias de este libro, unos de una manera y otros de otra. Hoy no tengo tiempo de ahondar en cada caso individual: baste decir que nos afecta a todos y que por eso estamos aquí. Libros como El perturbador de la paz son una amenaza mortal para la sociedad. Socavan los cimientos del estilo de vida inglés. La casa de un inglés es su castillo, El perturbador de la paz se ha colado en el recinto sagrado de ese castillo, ha destruido la fragancia del hogar y ha violado su intimidad. Nosotros, los vecinos de Silverstream, tenemos que ser los primeros, tenemos el derecho y el deber de enseñar a Inglaterra que nuestro hogar sigue siendo un lugar sagrado que no se puede violar impunemente.

La señora Featherstone Hogg había puesto en sus notas: «Pausa aplausos». Se detuvo expectante.

El señor Black fue el único de los presentes que sabía lo que se esperaba de él. Aplaudió débilmente, pero, como es imposible aplaudir solo, desistió casi al momento.

—Solo podemos hacer una cosa —prosiguió la señora Featherstone Hogg, consultando las notas—: descubrir al autor de este sacrilegio, a John Smith, como se llama a sí mismo. Hay que obligarlo a salir de su madriguera como a una rata y castigarlo severamente, para que sirva de ejemplo al mundo. A tal fin nos hemos reunido hoy —concluyó y se sentó.

El señor Bulmer se puso en pie y, con hastío, dijo:

—Tenía entendido que era el presidente de esta reunión, pero es evidente que estaba equivocado —y volvió a sentarse.

Los asistentes aplaudieron con ganas, pero sería difícil saber si lo hicieron por dar ánimos al señor Bulmer o porque estaban de acuerdo con él.

La señora Featherstone Hogg se levantó de nuevo.

—Lamento que la forma en que se desarrolla esta reunión no sea del agrado del señor Bulmer —dijo en tono desafiante—. Me gustaría recordarle que estamos aquí para aunar esfuerzos con el fin de descubrir quién es John Smith y que los detalles de procedimiento son secundarios, en comparación con el objetivo principal. La reunión queda ahora abierta al debate.

Silencio sepulcral.

La señora Featherstone Hogg esperó un par de minutos y se levantó otra vez.

—Por si no me he explicado con claridad —dijo—, la reunión ha empezado, es el momento de que cada uno diga lo que tenga que decir.

—Me gustaría aclarar una cosa —dijo la señora Goldsmith de pronto— que tiene que ver con mis panecillos. Según el libro, los hago utilizando la electricidad. Solo quiero decir que eso no es verdad, y que quien diga lo contrario miente. Mis panecillos no huelen la electricidad ni de lejos. No los cocemos en esos hornos eléctricos que se usan ahora porque no soy partidaria de ellos. No me gustan. Mi horno es de ladrillo y funciona con el combustible tradicional, el mismo que utilizaba mi padre. Trabajamos la masa a mano. No utilizo ningún aparato eléctrico para hacer los panecillos en ningún momento, ni tampoco ingredientes de segunda. En mi panadería solo se gasta harina de la mejor calidad, cosa que no pueden decir otros en cien kilómetros a la redonda. Ésa es la verdad —añadió la señora Goldsmith. Congestionada, se reclinó en el sofá y se abanicó con un pañuelo.

La señora Featherstone Hogg dio unos golpes en la mesa.

—Sin duda es muy interesante conocer los métodos que aplica la señora Goldsmith en el horno —dijo en tono condescendiente—, pero dudo que nos sirva para descubrir la verdadera identidad de John Smith. Cualquiera de los presentes podría contar las calumnias que ha escrito de nosotros, pero ¿de qué serviría? Ruego, por tanto, a los asistentes que no se salgan del tema que nos ocupa; si no, no saldremos de aquí en toda la noche.

—A lo mejor he hablado de más —dijo la señora Goldsmith, disculpándose—, pero es que da mucha rabia que anden por ahí insinuando cosas feas de mis panecillos y se queden tan panchos.

—Tiene mucha razón —dijo la señora Dick, y asintió con la cabeza de tal manera que la pluma de avestruz del sombrero se agitó como un estandarte al viento—, toda la razón del mundo. Yo siempre digo que cada cual defienda lo suyo, porque nadie más lo va a hacer. Y, ya que estamos, quiero manifestar simplemente que mis huéspedes siempre toman el almuerzo caliente, aunque lleguen tarde a la mesa. En mi establecimiento no se sirve jamás el tocino frío, como dice ese libro: el señor Fortnum y el señor Black pueden confirmar mis palabras —añadió con firmeza. Miró a los inquilinos que la acompañaban al encuentro.

—Es cierto —dijo el señor Fortnum con voz ronca.

—Y otra cosa —continuó la señora Dick—. Solo una cosa más y me callo, porque no voy a tocar la cuestión de los colchones en este salón de la señora Featherstone Hogg. Baste decir que todos, del primero al último, son colchones buenos, de crin de caballo, y quien diga que los relleno con patatas miente… pero lo que quería decir en realidad es que todos mis huéspedes son caballeros respetables y bien educados, que nunca he alojado en mi establecimiento a nadie que se llamara Manson y que, de haber sido así, habría procurado que se comportara como un caballero. Ninguno ha pasado jamás la noche dando la serenata con la mandolina en el jardín de una dama. El señor Fortnum toca el ukelele y pasamos ratos muy agradables cuando lo toca por la tarde en el salón y los demás caballeros cantan…

La señora Featherstone Hogg dio un golpe en la mesa…

—A continuación, el señor Bulmer leerá las disculpas de los ausentes —dijo en voz alta.

—Esto tendríamos que haberlo hecho al principio —dijo el señor Bulmer, enfurruñado.

—Lo sé, pero se me pasó.

—Más vale que las lea usted.

—Muy bien —dijo la señora presidenta—, si no quiere hacerlo usted, lo haré yo. —Cogió un puñado de papeles y se aclaró la garganta—. La señora Bulmer ha salido de viaje y lamenta, por tanto, no poder estar presente. El doctor Walker no ha podido evitar un compromiso, pero espera venir más tarde. La señorita Pretty está en cama con fiebre, lamenta profundamente no poder asistir a la reunión, pero nos desea lo mejor. Sin duda todos agradecemos muchísimo a la señorita Pretty su amable mensaje. El coronel Carter ha zarpado rumbo a la India y se disculpa por no poder asistir. El comandante Shearer y señora se excusan por no poder aceptar la amable invitación de la señora Featherstone Hogg, debido a un compromiso previo. La señorita Dorcas Pemberty lamenta no poder acudir. La señorita Sandeman todavía se encuentra postrada en la cama y lamenta mucho no poder aceptar la amable invitación de la señora Featherstone Hogg. Creo que esto es todo; procedamos a continuación con el… ejem… con los procedimientos —dijo la señora Featherstone Hogg, y se sentó.

—¿Qué va a hacer cuando descubra quién es John Smith? —pregunto la señorita King con voz grave y sensata—. En mi opinión, no podrá hacer nada, porque ningún abogado que se precie aceptaría el caso ni regalado.

—De eso me encargo yo —contestó la presidenta de la reunión en un tono de voz que no presagiaba nada bueno para John Smith.

—Propongo que eso se vote aquí —dijo la señorita King con firmeza.

Sarah Walker secundó la moción y la señora Featherstone Hogg se vio obligada a pedir el voto a mano alzada. Se alzaron las manos y resultó que la mayoría estaba de acuerdo con la señorita King. En otras palabras, todos querían dar su opinión sobre el castigo que se aplicaría a John Smith y nadie quería dejarlo enteramente en manos de la presidenta.

—Opino que deberíamos castigarlo con el látigo de la indiferencia —dijo Isabella Snowdon despiadadamente.

—¡Bah!… Eso a él le resbala —refunfuñó el señor Bulmer—. Lo que se merece es que lo tiren de cabeza al abrevadero.

—Todo depende de la envergadura del hombre —puntualizó el señor Snowdon—. Como ha dicho la señorita King con toda la razón, ningún abogado aceptará el caso… pero hay otras formas de castigarlo.

—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntó el señor Bulmer.

—Todo el mundo tiene un punto débil —contestó significativamente el señor Snowdon.

—¿Entonces podríamos averiguar algún suceso vergonzoso de su pasado y someterlo a chantaje? —preguntó Sarah Walker dulcemente.

—Yo no he hablado de chantaje —replicó el señor Snowdon—. Solo digo que todo el mundo tiene un punto débil. En el caso de un hombre como John Smith, no podemos andarnos con remilgos. Es evidente que hay que darle una lección. Si descubrimos su talón de Aquiles, lo tendremos a nuestra merced.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó de pronto el señor Durnet con voz aguda—. ¿Qué pasa aquí? Mi hija me dijo que íbamos a tomar el té y ya llevamos aquí mucho rato.

—Después de la reunión —gritó el señor Black, que estaba al lado del anciano—. ¡DESPUÉS DE LA REUNIÓN!

—Eso, sí, jamón. Eso es lo que me dijo ella —insistió el señor Durnet desconsoladamente con voz de pito—, pero no veo nada de comer en ninguna parte… ni de beber.

La señora Featherstone Hogg hizo caso omiso de la interrupción.

—Están todos completamente equivocados —dijo con firmeza—. John Smith merece ser fustigado, es el único castigo posible para un hombre de su calaña. Y, si mi voto sirve de algo en todo esto, voto por que lo fustiguen.

—No, no sirve de nada —dijo el señor Bulmer—. Es usted la presidenta, o eso se supone, y por tanto no tiene voto, a menos que se produzca un empate y tenga que desempatar usted.

—Si lo llego a saber, no me hago presidenta —contestó la señora Featherstone Hogg un poco acalorada—. Entonces, ¿por ser la presidenta tengo que quedarme como un pasmarote y privar a la reunión del beneficio de mis ideas?

El señor Bulmer no se atrevió a responder a la pregunta: quizá le faltara experiencia para resolver una cuestión tan peliaguda.

—¿Quién va a fustigarlo? —preguntó, pasando a un terreno más seguro—. ¿Quién está dispuesto a fustigar a ese hombre y pagarlo después con la cárcel? Me gustaría saberlo.

—El coronel Weatherhead, por supuesto —dijo con calma la señora Featherstone Hogg.

Se oyó una pequeña exclamación general de asombro.

—Sería un espectáculo digno de verse —dijo el capitán Sandeman.

—Sin la menor duda —lo secundó el señor Black—, pero el coronel está un poco mayor para semejante cometido y todavía no sabemos el tamaño que tendrá el tal John Smith. Personalmente, antes de decir si me enfrento o no a un hombre, prefiero saber de qué tamaño es; no obstante, admiro las agallas del coronel.

—Es una lástima que no abunden los hombres valientes como el coronel —dijo la señora Featherstone Hogg con aspereza.

Había dado tantas vueltas al asunto de fustigar al culpable que estaba convencida de que el coronel Weatherhead aceptaría. Sería muy difícil persuadirla ahora de que, en realidad, el coronel no se había prestado con entusiasmo a ser el ejecutor del castigo. Afortunadamente, ninguno de los presentes creyó oportuno indicarle su error.

—No me molestaría darle su merecido si fuera menos corpulento que yo —manifestó el señor Black, que se dio por aludido al oír el comentario de la presidenta y se ofendió por la insinuación de cobardía que suponía—, pero es una bobada comprometerse sin tener la certeza de que se le pueda dar el escarmiento.

El capitán Sandeman murmuró unas palabras y la presidenta le pidió que las repitiera en voz alta. Era obvio que esperaba que se ofreciera voluntario, pues era un joven fuerte, de constitución robusta y militar de profesión.

—Solo he dicho que esto es como el cuento de la lechera —dijo el capitán Sandeman.

—Muy pertinente, en efecto —dijo la señorita Olivia Snowdon.

—¡Cielos! ¿Qué tiene de impertinente? —inquirió el capitán Sandeman con indignación—. Solo he dicho que esto parece el cuento de la lechera. Un cuento que sigue vigente. Antes de comprar el cerdo, hay que vender la leche. Es decir, que no vale la pena pensar en castigos si no hemos descubierto al canalla. Todavía no tenemos ni la más remota idea de quién pueda ser.

—Lo sé, lo sé —dijo la agobiada presidenta procurando calmar los ánimos—. Nadie ha dicho «impertinente».

—Lo ha dicho la señorita Snowdon.

—He dicho «pertinente» —puntualizó la señorita Snowdon con sorna—. Tal vez ignore usted lo que significa «pertinente» en este caso, es lo contrario de «impertinente», aunque actualmente la palabra ha perdido ese significado y…

—¿Es necesario profundizar en la etimología? —inquirió el señor Bulmer en tono cansino.

—Me ha parecido necesario explicar al capitán Sandeman el significado de la palabra —contestó la señorita Snowdon con un leve acaloramiento.

La señora Featherstone Hogg juzgó necesario intervenir y dio unos golpes en la mesa con el martillo.

—Damas y caballeros, debemos ceñirnos a la cuestión que nos ha reunido —dijo resueltamente—. No paramos de divagar…

—Es cometido de la presidenta evitar que ocurra eso —le recriminó el señor Bulmer.

—Es precisamente lo que estaba intentando —replicó la señora Featherstone Hogg comprensiblemente irritada—. Llevo intentándolo desde el principio. Si le parecía que podía presidir la reunión mejor que yo, ¿por qué no lo ha hecho?

—¡Dios me libre! —exclamó el señor Bulmer.

—Lo único que quiero es ayudar a la comunidad —continuó la presidenta en tono patético—. Los he reunido hoy aquí para llegar al fondo de… de este asunto tan alarmante.

—Y es muy amable por su parte, señora —terció la señora Goldsmith, dispuesta a aliarse con su mejor clienta por encima de todo—. Ha sido usted muy amable tomándose tantas molestias para reunirnos hoy a todos en su bonito salón, es la verdad. Propongo un voto de agradecimiento a la señora Featherstone Hogg —añadió, súbitamente inspirada.

—¡Esto es muy inconstitucional! —exclamó el señor Bulmer.

—Es usted muy amable, señora Goldsmith —dijo la señora Featherstone Hogg mirando con reproche al señor Bulmer—, muy amable, de verdad, y me alegro de que alguien aprecie mis esfuerzos, pero le recuerdo que el voto de agradecimiento es al final del acto.

—¿Ah, sí? —preguntó la señora Goldsmith con interés—. Bueno, es la primera vez que asisto a una reunión en una casa, por eso no lo sabía. Es que solo conozco las reuniones de cuáqueros, porque mi tía, la que vive en Herefordshire, es cuáquera, y de pequeños pasábamos una temporada con ella de vez en cuando. Pero, claro, como en las reuniones de cuáqueros se habla cuando te inspira el espíritu, pues pensé que aquí sería más o menos lo mismo…

—No, aquí no es así —dijo la presidenta con perplejidad—. Si alguien tiene algo que decir que pueda arrojar alguna luz sobre la identidad de John Smith, lo oiremos con enorme gratitud, pero, si no, solicito a los presentes que guarden silencio.

—¿Y si guardamos todos diez minutos de silencio? —inquirió la señorita Isabella Snowdon tímidamente—. Quienes deseen rezar y pedir orientación al Señor, que lo hagan, por supuesto, y los demás, que se concentren en el problema. El poder de la mente es tan inmenso y tan… tan… bueno, tan poderoso, que sin duda sacaremos algo en limpio.

—No sabía que esto iba a convertirse en una sesión de espiritismo; de haberlo sabido, me habría quedado en casa —se pronunció el señor Bulmer, que se iba enfadando cada vez más.

—Mi hermana no está hablando de sesiones de espiritismo ni nada que se le parezca —protestó la señorita Olivia, dispuesta a pelear—. La concentración mental no tiene nada que ver con…

—Tendríamos que haber empezado la reunión con una plegaria —dijo la señora Dick, a quien de pronto se le ocurrió poner su granito de arena.

—Creo que habría estado completamente fuera de lugar —replicó con firmeza la señorita King.

—Cuando dejen de discutir, me gustaría exponer una idea —anunció Vivian Greensleeves en un tono insinuante que logró disipar la incipiente tormenta.

Como era de esperar, todas las miradas se dirigieron a ella, que era exactamente lo que le gustaba. Se reclinó en el respaldo, cruzó las piernas y, con una sonrisa misteriosa, se puso a juguetear distraídamente con las borlas del brazo del sillón. Era la primera vez que abría la boca desde que había llegado, excepto para bostezar femeninamente un par de veces, tapándose la boca con la mano, mientras esperaba con más o menos paciencia a que todos los presentes se pusieran en ridículo. Consideró que ya había esperado suficiente y se dispuso a hacer su aportación.

—Escucharemos lo que tenga que decir con mucho gusto —dijo la señora Featherstone Hogg con deferencia.

—Bien, pues, he reflexionado desde que leí el libro —dijo Vivian Greensleeves regodeándose en sus palabras—, y, a mi parecer, solo existe una persona en Silverstream que se haya librado de la caricatura y el escarnio público, una sola persona que no sale en el libro, pero nos conoce lo suficiente para escribir sobre nosotros. Creo que John Smith es la señora Walker.

Todos se volvieron inmediatamente a mirar a Sarah Walker. Habría hecho falta estar más curtida que ella para no ruborizarse ante tanta atención.

—¡Ah! —exclamó.

—¡Ah, no, no! ¡No ha sido ella! —gritó Barbara Buncle.

La señora Featherstone Hogg tragó saliva un par de veces. Era como si se le hubiera quedado algo pegado en la garganta; los nervios, posiblemente. ¿Cómo no se le había ocurrido pensar en la señora Walker? Tenía un sentido del humor retorcido que todo lo desfiguraba, igualito que John Smith. Conocía a todo el pueblo y podía enterarse de cosas sobre los vecinos que de ningún modo llegarían a oídos de la mujer de un corredor de bolsa. Debido a su constitución débil, disponía de mucho tiempo para escribir y salía poco. Era la excusa que daba siempre para faltar a celebraciones sociales tan emocionantes como los tés y las veladas musicales en Las Jarcias. Probablemente se quedaría en casa ridiculizando a los demás, ¿no? Hacía lo que quería, vivía a su manera y no se doblegaba a la soberanía de la señora Featherstone Hogg, quien no la apreciaba nada y enseguida llegó a la conclusión de que era la autora del libro.

Al parecer, gran parte de la concurrencia estaba llegando a la misma conclusión; la señora Carter discutía en voz alta con la señorita King, igual que la señora Goldsmith con la señora Dick; los Snowdon susurraban entre sí; el señor Bulmer miraba fijamente a Sarah con cara de gárgola.

El señor Bulmer estaba seguro de que la señora Greensleeves había dado en la diana al primer disparo. No podía ver a Sarah ni en pintura y, lo que es peor, sabía que el sentimiento era recíproco. Sarah no tenía la costumbre de disimular sus preferencias ni sus antipatías. Además, era la mejor amiga de su mujer; seguro que Margaret le había contado de todo sobre él y Sarah lo había utilizado para parodiarlo en ese libro aborrecible. No podía ser de otro modo.

El señor Bulmer tiró de la manga a la señora Featherstone Hogg y le dijo algo al oído.

La presidenta se levantó y dio unos golpes en la mesa.

—Señora Walker —dijo con solemnidad—. En nombre de esta reunión, es mi penoso deber preguntarle si escribió usted o no la novela El perturbador de la paz. Le ruego que no responda con evasivas, queremos saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Sarah se puso en pie; estaba furiosa. ¿Cómo se atrevía la señora Featherstone Hogg a plantear la pregunta de esa manera? ¡Como si ella fuera una mentirosa!

—Voy a decirles toda la verdad —gritó, temblando de ira—. Yo no he escrito El perturbador de la paz, pero lo habría hecho con muchísimo gusto si hubiera tenido talento. Me parece un libro muy agudo y entretenido y espero que al menos les sirva para verse por una vez en la vida tal como los ven los demás. Son ustedes un puñado de hipócritas engreídos. Es una verdadera lástima que no haya más John Smiths en este pueblo.

Dicho lo cual, Sarah se dirigió a la puerta y Barbara, harta de la reunión, se levantó y la siguió. Los demás invitados estaban tan perplejos que ni pestañearon.

Barbara se apresuró a coger el pomo de la puerta antes que Sarah y la cerró suavemente, pero con decisión. Con un suspiro de alivio, pues se habían escapado sin que las despedazaran, siguió a su amiga, que bajaba corriendo las escaleras. En el recibidor, una persona alta y conocida forcejeaba con el abrigo. Sarah se arrojó a sus brazos riéndose histéricamente.

—¡John! —exclamó—. ¡John, John, John!

Barbara esperó en las escaleras mirándolos con la boca abierta.

—¡Sally, querida! —exclamó el médico, sorprendido—. ¡Sally, cariño! ¿Qué te pasa, por el amor de Dios?

—Creen que soy John Smith —dijo ella casi sin aire.