Capítulo 13
El coronel Weatherhead y la señora Bold

Lo primero que hizo la señora Featherstone Hogg al volver a Silverstream fue llamar al coronel Weatherhead. Simmons contestó al teléfono y la informó de que el coronel estaba ausente.

—¿Cuándo vuelve? —preguntó la señora Featherstone Hogg.

—No tengo la menor idea, señora.

—¿Dónde ha ido? ¿A Londres?

—No, no, señora… creo que está en casa de la señora Bold.

La señora Featherstone Hogg colgó. ¡Qué fastidio! Ese hombre nunca estaba en casa cuando lo necesitaba. Imaginó que habría ido a hablar del asunto con la señora Bold. Parecía natural, pero ¿no era al mismo tiempo un tanto… bueno… una falta de tacto? En El perturbador de la paz, el comandante Waterfoot se declaraba a la señora Mildmay, aunque, según algunos, la seducía; era un detalle que seguramente colocaba a los prototipos en una posición muy delicada. Habría sido preferible que se evitaran el uno al otro, al menos hasta que pasara la primera tirantez; es lo que habría hecho cualquiera en su lugar. De todos modos, siempre había gente rara y no todo el mundo era tan susceptible como ella en estos particulares; en cualquier caso, si querían aclarar algo entre ellos, que se las compusieran solos, no tenía por qué afectarla a ella. Se le ocurrió hacer una visita a Dorothea y encontrarse allí con el coronel; lo hablarían entre los tres y decidirían lo que había que hacer.

Ordenó que fuera el coche a recogerla inmediatamente después del almuerzo. Acababan de llegar de Londres y el chófer había empezado a limpiarlo, pero a la señora Featherstone Hogg le dio exactamente igual. Los coches existían para prestar un servicio y los chóferes estaban para llevarla cuando quisiera y donde quisiera. Empezó a llover y al chófer no le hizo ninguna gracia.

Nótese que la señora Featherstone Hogg no había renunciado, ni muchísimo menos, a la campaña contra John Smith. La denuncia por difamación no era viable, definitivamente; Edwin se había puesto muy terco. Cuando salieron del despacho del señor Spark, nada más subir al coche le dijo que no quería oír una palabra más del asunto, y ella acató la decisión de su marido. No le quedó más remedio, prefirió ceder, después de la extraña y repentina actitud que había adoptado con respecto al testamento. A ella le convenía que el testamento siguiera exactamente como estaba: sería heredera universal, sin ninguna clase de restricción, ¿por qué alterarlo, entonces?

Agatha no deseaba perder a Edwin: por lo general era muy dócil y no molestaba nada, nunca se inmiscuía en sus cosas y le daba una asignación generosa; pero todos tenemos que morir algún día, Edwin era veinte años mayor que ella y además padecía del corazón. Era lógico suponer que se iría al otro mundo antes que ella, pero se sobrepondría a la pérdida con más entereza si contaba con el consuelo del capital íntegro de Edwin, hasta el último penique, sin restricciones estúpidas sobre segundas nupcias ni ninguna otra cosa…

Después de recapacitar a fondo, le pareció que era más conveniente no insistir en la querella por difamación. Era poco probable que Edwin tomara medidas verdaderamente drásticas, pero cabía alguna posibilidad: no parecía el mismo desde la tempestuosa entrevista con el señor Spark. Bien, no pondría la denuncia, pero no por eso iban a quedar impunes los delitos de ese John Smith. Había que pensar en otra cosa, era necesario resolver como fuera el misterio de la autoría del libro y castigar al escritor.

Antes de ir a ver a Dorothea Bold, llamó por teléfono al señor Bulmer y hablaron largo y tendido de El perturbador de la paz. El señor Bulmer le dijo que estaba solo en casa porque había mandado a Margaret y a los niños a pasar una temporada en Devonshire, en casa de la familia de su mujer. Añadió que le parecía lo más sensato. La señora Featherstone Hogg alabó su sentido de la previsión. Ninguno de los dos dijo por qué le parecía sensato exiliar a Margaret de Silverstream en ese momento, pero ambos sabían que era porque el señor Bulmer no deseaba que su mujer leyera El perturbador de la paz ni que oyera hablar de la novela a los vecinos del pueblo. La señora Featherstone Hogg pensó que tendría que haber alejado a Edwin antes de que lo hubiera contaminado el libro y soltó un suspiro profundo.

—Entonces ¿qué va a hacer? —preguntó el señor Bulmer—. ¿Va a ponerle una querella por difamación?

La señora Featherstone Hogg contestó que definitivamente no, porque las leyes de Inglaterra se hallaban en un estado de decadencia tal que una debía tomarse la justicia por propia mano, pero que había pensado convocar una reunión en su casa con todos los afectados por El perturbador de la paz, y le preguntó si le parecía un buen plan.

Al señor Bulmer le pareció un buen plan.

La señora Featherstone Hogg dijo que seguramente dilucidarían entre todos el misterio de John Smith: uno sabría un detalle, otro descubriría una pista y entre todos desenmascararían al impostor.

El señor Bulmer creía que era posible.

La señora Featherstone Hogg siguió diciendo que le comunicaría la fecha, aunque probablemente sería el jueves, así le daría tiempo a convocar a todo el mundo. Además ese día la gente trabajaba solo media jornada en Silverstream y, por lo tanto, la señora Goldsmith también podría asistir. Tenía entendido que a ella también le había irritado mucho El perturbador de la paz.

A estas alturas, el señor Bulmer estaba harto de la conversación, contestó brevemente que el jueves por la tarde le parecía bien y colgó.

La señora Featherstone Hogg se dirigió al coche, que llevaba veinte minutos esperándola en la puerta.

—A casa de la señora Bold —dijo lacónicamente.

Le agradaba la idea de la reunión. Fue una inspiración. Se le ocurrió de repente, cuando hablaba con el señor Bulmer. A menudo las grandes inspiraciones llegaban a sus afortunados receptores repentina e inesperadamente. Seguro que, juntando toda la materia gris de Silverstream, averiguarían la verdadera identidad de John Smith. Estaba completamente obsesionada con el asunto, le atacaba los nervios, no podría descansar hasta dar con el autor. En cuanto supieran quién era, podrían decidir qué hacer, según de quién se tratara. Sabrían si era un hombre al que se podría aterrorizar, marginar o fustigar. Como mínimo lo obligarían a disculparse y lo expulsarían de Silverstream. Se aplicaría un castigo a medida del criminal. Creía que la persona idónea para fustigar era el coronel Weatherhead, si es que era ése el castigo que correspondía. Tenía ciertas dudas sobre el significado exacto de «fustigar», pero seguro que el coronel Weatherhead lo conocía.

Llegó por fin a su destino. El Daimler no pudo entrar en Mi Refugio porque el sendero estaba levantado. Había un hoyo grande justamente en medio del camino de entrada a la casa de Dorothea, y alrededor unos cuantos hombres en mono de trabajo fumaban en pipa de barro y hablaban del hoyo. El único que no fumaba ni hablaba era el que estaba en el agujero, hundido hasta el pecho; éste se limitaba a oír lo que decían los demás. Había dos picos y varias palas en las inmediaciones, en el suelo o contra la verja; volvía a llover y salía un olor muy desagradable…

La señora Featherstone Hogg sacó un pañuelo y aspiró delicadamente, estaba perfumado de Rose d’Amour y sirvió eficazmente de barrera contra el otro olor, mucho más apestoso, que salía del hoyo del camino de entrada de Dorothea.

Como no paraba de llover, la señora Featherstone Hogg optó por mandar al chófer a la casa con un mensaje para Dorothea. No tenía sentido salir al barro y a la lluvia y echar a perder los zapatos si Dorothea no estaba en casa y no podía recibirla. Estaba explicándoselo al chófer cuando los hombres del hoyo entraron súbitamente en acción. Cogieron picos y palas y se pusieron a romper el suelo con fiereza. El que estaba en el hoyo dejó de escuchar, porque ya no había nada que oír, claro está, y empezó a lanzar paladas de tierra desde las profundidades de la fosa.

La señora Featherstone Hogg se preguntó a qué venía tan repentino ataque de laboriosidad; entonces vio que el coronel Weatherhead salía de la casa y se acercaba a ellos. Llevaba una gabardina Burberry muy sucia y una gorra escocesa. Se detuvo, habló con el capataz y escudriñó el hoyo. La señora Featherstone Hogg no oyó lo que decía, pero al parecer estaba dándoles instrucciones. ¿Qué pintaba allí el coronel Weatherhead? No era su casa. El desagüe, porque, desafortunadamente, no había duda de que se trataba de la tubería del desagüe, tampoco era suyo, sino de Dorothea. Pero, bueno, ¿es que no podía hacerse cargo ella sola de sus desagües?

El coronel terminó de hablar con el capataz, levantó la cabeza y vio el coche; la señora Featherstone Hogg lo saludó por la ventanilla. No le hizo ninguna gracia ver a quien vio, pero esta vez no tenía escapatoria: no tenía a mano ningún cobertizo en el que esconderse. Así pues, se acercó al coche y saludó a la ocupante con una particular falta de entusiasmo.

—¿Ha leído el libro? —preguntó la señora Featherstone Hogg con impaciencia—. Entre un momento en el coche… Hace mucho frío con la puerta abierta.

—Estoy muy mojado —objetó el coronel.

—No se preocupe. Entre. Quiero hablar con usted.

El coronel Weatherhead entró a regañadientes y la puerta se cerró.

—Bueno, ¿lo ha leído? —insistió la señora Featherstone Hogg en tono exigente—. ¿Y qué opina?

—Es delicioso —contestó el coronel—; hacía mucho tiempo que no leía algo tan entretenido.

—¿Delicioso? ¿Entretenido?

—Y real como la vida misma —añadió el coronel—. Ese sujeto, el soldado… Rivers, o algo así… es el vivo retrato de un tipo al que conocí en la India… ¡Ja, ja!… ¡Qué gracia me hizo cuando lo leí! Hacía años que no me reía tanto con un libro.

—Pero ¡si es usted! —exclamó, atónita, la señora Featherstone Hogg—. ¿Es que no ve que es usted? ¿No ve que lo calumnia, que lo deja en ridículo? ¡Es su caricatura!

—¿Mi caricatura?

—Sí, por supuesto —dijo la señora Featherstone. ¡Dios mío, qué corto era el pobre!

—Pero ¿por qué voy a ser yo? —preguntó el coronel Weatherhead—. Es decir, no conozco al autor que lo escribió…

—Aunque usted no sepa quién es, él lo conoce muy bien… ¿No se da cuenta de que todo el libro trata de Silverstream?… Es una caricatura infame de nuestro pueblo, un ataque indignante contra gente inocente.

—¡Qué bobada! —dijo el coronel.

—¿Es que no se ha dado cuenta? —insistió la señora airadamente.

—No, no me he dado cuenta. De todos modos, ¿quién es cada personaje? ¿Quién es la señora Thingumbob… la mujer con la que se compromete el soldado?

—Dorothea Bold, por supuesto —contestó desdeñosamente la señora Featherstone Hogg.

El coronel Weatherhead enmudeció.

—Ahí tiene la horrenda perversidad del caso —dijo la señora Featherstone Hogg—. Por eso estoy tan… por eso estoy tan enfadada. Estábamos aquí tan tranquilos, conviviendo todos como… como una familia feliz —dijo, y le pareció una comparación idónea de la que debía tomar nota para el discurso de la reunión—, y de pronto llega ese hombre despreciable y lo echa todo a perder. Nada volverá a ser como antes —añadió patéticamente, pensando en la rebelión de Edwin.

Edwin, que siempre había sido tan afable y razonable, quería ahora imponerse e insinuaba amenazas extrañas y siniestras en relación con el testamento.

El coronel Weatherhead seguía callado, sus procesos mentales eran lentos; se preguntaba si por ventura sería cierto, en cuyo caso sería una cosa muy extraña, extrañísima. Él había actuado tal como se decía en el libro o, al menos, de una forma muy parecida, de modo que, para los efectos, daba igual. ¿Qué diría Dorothea cuando se enterase? ¿Cómo afectaría a su nueva relación con esa personita encantadora y deliciosa en general? ¡Qué horror si pensara que se le había declarado porque lo había leído en un libro! Sería difícil explicarle que la novela no tenía nada que ver porque, en cierta forma, todo estaba estrechamente relacionado. Dorothea podría enojarse. Si resultara que su unión la había pronosticado un libro, harían un poco el ridículo en el pueblo. La gente diría que, después de cuatro años de vivir uno enfrente del otro, no habían sabido decidirse hasta que lo leyeron en una novela. Sería incómodo que todo Silverstream lo comentara, incomodísimo.

—Tenemos que encontrar a ese hombre —decía la señora Featherstone Hogg, que no había dejado de hablar de Edwin y de sí misma.

Entre otras muchas cosas, había dicho que el personaje de la señora Horsley Downs no se parecía a ella en absoluto y que no comprendía cómo había podido un desconocido averiguar tantos detalles de su vida privada, y que, evidentemente, no la conocía lo más mínimo, porque, de lo contrario, nunca la habría vilipendiado de esa forma tan ultrajante.

Sin embargo, el coronel Weatherhead no le prestaba atención. Volvió a la realidad a tiempo de oírle decir que tenían que encontrar a ese hombre.

—¿A qué hombre? —preguntó el coronel.

—A John Smith, claro… aunque en realidad no se llama así.

—¿Por qué?

—Porque solo puede ser alguien de Silverstream, alguien que nos conoce a todos. De lo contrario, no habría podido escribir un libro sobre nosotros.

—Ah, comprendo… Bueno, supongo que será ese tal Bulmer. Escribe libros, habrá sido él.

—¿Cree usted que sería capaz de escribir una novela en la que su mujer se fuga con Harry Carter? —dijo la señora Featherstone Hogg con impaciencia—. ¿Cree usted que sería posible que un hombre hiciera tal cosa?

—¡Se fuga con Harry Carter! —repitió el coronel.

—¿Le parece posible? —repitió la señora Featherstone Hogg, cada vez más enfadada por la estupidez del coronel.

—A menudo me he dicho por qué no huía con alguien —dijo el coronel distraídamente—. Es una mujercita demasiado adorable para una fiera irascible como Bulmer…

—Bien, ¿qué le parece que tenemos que hacer? —preguntó ella intentando volver a la cuestión principal. A ese paso no llegarían a ninguna parte, pero había que encontrar a John Smith.

—¿Hacer? —preguntó el coronel.

—Sí, ¿no cree que merece ser fustigado?

—Bueno, la verdad es que Carter no me parece culpable. Ella debía de ser muy desgraciada, con ese marido tan avinagrado. No es lo mismo que largarse con la mujer de un compañero oficial. ¡Sería el colmo, vamos! Además, Carter se ha ido a la India con la decimoquinta. Supongo que la ha llevado consigo…

—¿De qué está usted hablando? —dijo a voces la señora Featherstone Hogg—. Todavía no se ha escapado con él…

—En ese caso, mande una carta anónima a Bulmer —propuso el coronel Weatherhead en un súbito arranque de inspiración—. Así pondrá fin al asunto.

—Ella no va a fugarse… al menos que yo sepa… El señor Bulmer la ha mandado a pasar las Navidades a Devonshire, con su familia…

—Ah, disfrutará mucho.

—Puede que sí o puede que no, pero eso no viene al caso. No estamos hablando de los Bulmer.

—Ah… creía que sí —respondió, desconcertado, el coronel Weatherhead—. Creía que había dicho que la señora Bulmer se había fugado con Harry Carter.

—En el libro, sí; todo está en el libro, ¿no lo ha leído? —preguntó la señora Featherstone Hogg, enojada.

¡Qué ganas de sacudir a ese hombre! ¡Qué cerril sin remedio! A decir verdad, estaba a punto de propinarle un buen tirón de orejas.

—¡Dios mío! —exclamó el coronel Weatherhead.

Hizo un esfuerzo por acordarse de los pormenores del libro, pero Dorothea lo tenía ofuscado y, después de una sola lectura rápida, no se acordaba bien de las peripecias de los personajes, apenas le quedaba en la memoria un difuso conglomerado de ideas. Recordaba detalladamente su propia reacción y la escena amorosa en el jardín de la señora Mildmay, pero poco más.

—¿No cree que John Smith debería ser fustigado? —dijo la señora Featherstone Hogg despiadadamente.

—¿Qué ha hecho ese sujeto?

—Lo escribió, es el autor —respondió la señora Featherstone Hogg.

Intentaba por todos los medios no perder los estribos. Era muy importante seguir en buena relación con el coronel Weatherhead, porque no podía imaginarse a nadie más capaz de fustigar a John Smith. Ya estaba convencida de que el castigo que merecía ese rufián era ser fustigado. El libro había afectado a mucha gente. De no ser por ese John Smith, en esos momentos ella estaría en casa al lado de un buen fuego, leyendo o cosiendo cómodamente, en vez de encajonada en un coche lleno de corrientes de aire, oyendo la lluvia en el techo e intentando hablar con un imbécil. Sin duda debía ser fustigado, y eso solo podía hacerlo el coronel: por lo tanto, tenía que ganárselo para la causa; no quedaba más remedio que tolerar su estupidez con una paciencia sobrehumana, había que provocarlo, halagarlo, engatusarlo, enfurecerlo y, finalmente, lograr que se pusiera en acción.

—Escúcheme bien —dijo la señora Featherstone Hogg poniéndole la mano en el brazo—, haga el favor de leer el libro otra vez, detenidamente; después hablaremos de todo con calma y tomaremos una decisión sobre lo que se debe hacer. El jueves a las tres y media nos reuniremos en mi casa y luego tomaremos el té. Diga a Dorothea que la espero también a ella. Pasaré por todo el pueblo en el coche e invitaré a todo el mundo. Tienen que venir todos.

—De acuerdo —dijo el coronel.

Comprendió que la conversación había terminado y se alegró. Tenía ganas de irse y ordenar sus pensamientos. Lo mismo le daba que la señora Featherstone Hogg encontrase a John Smith o que el mencionado caballero recibiera el castigo que esa mujer deseaba administrarle con tanta vehemencia. Lo único que le preocupaba eran las posibles consecuencias de tan extraordinarias revelaciones en su relación con Dorothea. Por otra parte, era contraproducente para el reumatismo estar tanto rato en un coche frío, con los zapatos mojados y las perneras de los pantalones completamente empapadas y pegadas a las piernas con lo que chorreaba el impermeable…

Se despidió de la señora Featherstone Hogg, se apeó del coche con presteza y se fue a casa a darse un baño y a cambiarse de ropa. Dorothea iba a cenar con él.

Hasta el momento, nadie sabía que se habían prometido. Preferían guardar el secreto, pero no podrían hacerlo mucho tiempo. Los criados enseguida descubrirían lo que tramaban y, en unos días, la noticia correría por todo Silverstream. Si lo que decía la señora Featherstone Hogg era cierto, entonces al coronel se le complicaba todo por culpa de ese libro. No dejó de dar vueltas a la cuestión en la bañera y todo el tiempo que tardó en vestirse.

Cuando bajó al comedor, Dorothea ya había llegado y estaba de puntillas arreglándose el pelo delante del espejo de la repisa de la chimenea. ¡Con cuánta feminidad y dulzura se atusaba los bucles! Entró sigilosamente y la besó en la punta de la oreja… pulcramente. Ni el propio comandante Waterfoot lo habría hecho mejor.

Dorothea soltó un grito, se ruborizó y le dijo que era malo, muy malo, sin duda.

—¿Y si te hubiera visto Simmons? —le dijo—. ¿Qué habría pensado, eh?

—Simmons no piensa —contestó el coronel Weatherhead—, de eso se encarga su mujer. ¡Ah, no es mala idea! —añadió riéndose.

—¡Ay, ay, ay! —lo amenazó Dorothea.

Fueron muy prudentes durante la cena y Simmons no vio nada que no debiera. Hablaron de los desagües y de ahí llegaron a los crisantemos. A Dorothea ya se le habían helado, pero al coronel todavía le quedaban algunos que se había preocupado de proteger de las heladas nocturnas con un complicado armazón de arpillera.

—A la señora Carter también le quedan unos cuantos todavía —dijo Dorothea—. El otro día estábamos tomando el té y sucedió algo muy curioso. La señora Featherstone Hogg irrumpió de pronto en la sala; estaba hecha una furia por culpa de un libro… Casi nos lo tiró en la cabeza. Dijo que era basura y que hablaba de todas nosotras.

—¿Lo has leído? —preguntó ansiosamente el coronel.

—No. Se lo dejó a la señora Carter para que lo leyera, pero tengo que hacerme con uno. Lo pediré en la biblioteca.

—No es necesario —dijo el coronel Weatherhead tomándola de la mano, posada a una distancia conveniente encima de la mesa—. No lo leas, Dorothea. ¿Para qué vas a perder el tiempo y… y a mancillar esa hermosa cabecita tuya leyendo basura?

Se quedaron embelesados mirándose a los ojos; después, Dorothea retiró la mano y suspiró… Entró Simmons con el postre.

—Tengo curiosidad por saber lo que dice el libro de mí —puntualizó Dorothea, que estaba un tanto intrigada—. La verdad es que no parece que haya mucho material para una novela en un sitio como Silverstream. La señora Featherstone Hogg se lo toma de una forma muy rara. Dijo a la señora Carter que llevaba peluca, es decir, que la señora Carter llevaba peluca. Siempre he tenido la impresión de que conservaba el pelo muy bien, tanto que no parecía posible. A la señora Carter no le hizo ninguna gracia.

El coronel Weatherhead no sabía si confesarlo todo o fingir que no sabía nada. Prefería la segunda opción, era mucho más fácil, pero temía que Dorothea llegara a oír la versión de la señora Featherstone Hogg y entonces comprendiera que él no había sido sincero del todo. Eso sería un desastre. Encontró una tercera posibilidad: contarle algo y quitarle importancia. Era un movimiento plagado de obstáculos pero, en conjunto, parecía el mejor.

—La señora Featherstone Hogg está completamente trastocada con ese maldito libro —dijo el coronel Weatherhead, y procuró reírse de forma convincente—. Estuvo aquí esta tarde, me obligó a sentarme en el coche con ella y me puso la cabeza como un bombo porque no paró de hablar. ¡Qué mujer tan desagradable!

—¿Y tú, lo has leído? —preguntó Dorothea.

—Le he echado un vistazo —contestó el coronel con despreocupación—. Me lo mandó ella, pero después no paraba de llamarme para saber mi opinión. No me pareció una gran obra… más bien, una novela corriente.

—¿Y salgo yo?

—No encontré ningún personaje que se pareciera a ti ni remotamente. Ninguna de las mujeres era la mitad de bonita y encantadora, dulce y delicada que tú —respondió el coronel con galantería. Simmons había servido el café y no volvería más, por lo que no había peligro.

Dorothea se rió con picardía.

El coronel se inclinó y le besó la mano.

Se sonrieron mirándose a los ojos.

—Hemos desperdiciado unos años —dijo el coronel Weatherhead suspirando—. Unos cuantos años. Uno, dos, tres, cuatro —continuó contándolos por los dedos de Dorothea.

Dorothea no supo qué decir. En su fuero interno pensaba que Robert tenía razón, pero que la culpa la tenía él, no ella, y por eso no dijo nada.

Pero el coronel no lo decía por decir. Le rondaba una idea por la cabeza, aunque no sabía cómo sacarla a colación. No veía la forma de planteársela a su amor. Tal vez fuera mejor plantearla desde otra perspectiva.

—Los desagües de tu casa huelen fatal —dijo, pensativo.

Dorothea retiró la mano (téngase en cuenta que el coronel había contado los años con sus dedos), un poco molesta por la forma despectiva de aludir a sus desagües. Pasar de los años perdidos a los desagües era rebajar terriblemente la categoría de la conversación.

—Los desagües siempre huelen muy mal cuando se atascan. Le pasa a todo el mundo —replicó ella secamente.

—Sí, claro, por supuesto —atajó él sin pérdida de tiempo—. Lo que quiero decir es que no es saludable para ti. Sería horrible que cayeras enferma o algo parecido. Lo he pensado detenidamente mientras hablábamos. Los desagües están obturados, hace un tiempo espantoso, no hace más que llover, y, por este año, he terminado con mi padrastro. Espero haber fulminado a esa bestia para siempre, aunque, por supuesto, no estaré seguro hasta la próxima primavera. Por lo tanto, que yo sepa, nada nos retiene aquí, nada en absoluto.

—¿Nada nos retiene aquí? —preguntó Dorothea, considerablemente confundida por la relación entre el mal tiempo, los desagües y el padrastro del coronel. ¿Quién era el padrastro del coronel? ¿Sería un pariente problemático al que había que tener en cuenta? ¿El segundo marido de su madre o un tío segundo, quizá? Nunca le había oído hablar de tíos ni de padrastros.

—Dorothea —dijo el coronel, cansado de andarse con rodeos inútilmente—. Dorothea, quiero casarme contigo.

La mujercita no entendía nada. Ya había dado al coronel Weatherhead, bueno, a Robert, como lo llamaba ahora, su palabra de matrimonio. Tenía motivos para pensar, con buen criterio, que todo estaba decidido.

—Lo sé, Robert —dijo débilmente.

—Quiero casarme ya, cuanto antes —dijo él con apremio—. ¿No ves que todo nos lleva a la boda sin perder un día más? El mal tiempo, mi padrastro, tus desagües, ¡todo! Vamos el lunes a la ciudad, nos casamos discretamente, sin alboroto de ninguna clase, y pasamos las Navidades en Montecarlo. Di que sí, querida Dorothea.

—¡Robert! —exclamó ella con asombro.

—¿Por qué no? —replicó él con un persuasivo tono de voz—. Nada nos lo impide y todo nos… nos… ya me entiendes, no me sale la palabra. En fin, esto es pura intervención de la Providencia. El tiempo está tan asqueroso como tus desagües y ya he terminado con mi padrastro…

—¿Quién es tu padrastro? —interrumpió Dorothea, más irritada de lo normal, para una persona de natural tan dulce—. ¿Quién diantres es tu padrastro? Llevas siglos hablando de él y todavía no sé qué tiene que ver con nuestra boda…

El coronel Weatherhead estalló en carcajadas.

—¡Cielo santo! Creía que todo el pueblo conocía a mi padrastro, aunque ya veo que, después de todo, no soy tan pesado y charlatán. ¿Nunca te he contado los combates que libro con esa fiera todos los otoños?

—Nunca —contestó Dorothea con remilgo—, y, la verdad, no creo que esté bien hablar así de un padrastro, querido Robert. Aunque a veces sea una carga muy pesada, porque estoy segura de que es así, no podemos olvidar que se trata de un familiar allegado… que merece la debida consideración… —divagó Dorothea—, y por tanto…

—¡Es una hierba invasora! —dijo el coronel casi sin aliento, entre espasmos de risa—. ¡La hierbabuena de burro! Quiere colonizar mi seto… tiene unas raíces como un pulpo…

Dorothea no se reía. ¿Cómo iba ella a saber que se refería a las malas hierbas? No le veía la gracia al malentendido por ninguna parte.

El coronel Weatherhead sacó un gran pañuelo blanco de seda y se secó los ojos. Después de enjugarse la película de humedad, se quedó horrorizado al descubrir que su amada se había ofendido. Estaba muy erguida en la silla, mirando fijamente por encima de su hombro el retrato al óleo del abuelo del coronel, que adornaba la pared del comedor.

—Nada, nada. Esa estúpida mala hierba no tiene la menor importancia —se apresuró a decir—. No es más que una broma tonta de las mías, un maldito chiste malo, no te preocupes. No sé por qué, la verdad, pero es que me gusta mucho luchar contra el padrastro. Es la única lucha que puede permitirse ya un antiguo soldado que disfruta en la batalla. Vamos al salón, si te parece.

Dorothea se calmó inmediatamente. Entraron del brazo en el salón. Simmons había encendido un fuego de llamas alarmantemente altas; se había formado en el ejército, por supuesto, y allí el carbón era gratuito. A Dorothea le pareció una extravagancia, sin duda, pero creaba un ambiente muy acogedor en una noche tan fría. Se calentaron los pies, hablaron de sí mismos y pasaron un buen rato.

El coronel acompañó a su invitada a casa. Seguía lloviendo y estaba todo empapado; casi se cayeron en el hoyo del camino de entrada, pues la agradable velada se lo había borrado de la memoria.

—¿Qué me dices del lunes? —susurró el coronel.

—El lunes no —le suplicó.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo el lunes? —preguntó él audazmente.

—Es muy precipitado. No me da tiempo a preparar los trajes.

—Pasamos por París y compramos todos los trajes que haga falta —dijo él con diabólica astucia—. Oye, Dorothea. No tenemos por qué buscarnos líos y molestias en Silverstream. Librémonos del pueblo, desaparezcamos sigilosamente. Ya se lo contaremos todo cuando esté hecho. Podemos mandar postales desde París y Montecarlo, así tendrán tiempo de sobra para comentarlo antes de que volvamos a casa. ¿Qué te parece?

Dorothea tenía tan pocas ganas de escándalo como él. Casi oía los chismorreos: «¡Hay que ver! Les ha costado cuatro años. Me gustaría saber cómo se las ha compuesto para pescarlo al final. Supongo que el coronel ya chochea». Eso es lo que diría todo el mundo en cuanto se enterase del compromiso, y eso pensarían cuando la felicitasen, estaba segura.

—Bien —dijo ella, titubeando.

—¡Te parece bien! —exclamó él, alborozado—. ¡Hurra!

La verdad es que era como un niño y estar comprometida con él era mucho más emocionante de lo que esperaba. ¡Figúrate qué plan, ir a Montecarlo a pasar la Navidad! ¡Quién se habría imaginado que sería capaz de tener una idea tan audaz! Además de audaz, también era bastante apetecible; sería delicioso alejarse una temporada de Silverstream y disfrutar del sol. Robert era un verdadero encanto, lo amaba. Hacía años que lo quería y casi había perdido la esperanza. Siempre la había tratado con cordialidad, como un buen vecino, siempre dispuesto a ayudarla y aconsejarla en cualquier emergencia que requiriese ayuda y consejo masculino. Por ejemplo, cuando se partió el árbol, fue el coronel Weatherhead quien se entendió con el leñador para que lo talara. De todos modos, nunca había dado la menor señal de querer casarse con ella, hasta la noche anterior. «¿Qué lo habrá despertado de repente?», se preguntó mientras cerraba la puerta principal y echaba el cerrojo. Subió lenta y pensativamente las escaleras hacia su dormitorio.

Encendió la estufa de gas del cuarto y, sentada en una silla baja, mientras se calentaba las rodillas, pensó en esas cosas. No tenía a quién consultar a propósito de la boda, era independiente y contaba con sus propios recursos. Sus dos hermanas estaban casadas. Una vivía en Londres, y la otra, en una parroquia rural. Las cogería por sorpresa, naturalmente, puede que incluso les hiciera gracia, porque ambas eran menores que ella y auténticas matronas perfectamente casadas, pero sabía que reaccionarían con amabilidad. «Podría quedarme con Alice mientras Robert se ocupa de los preparativos», pensó. Alice siempre la recibía muy bien y le reservaba la habitación de invitados cuando quería pasar unos días con ella.

Tomó la determinación de seguir la corriente al capricho infantil de Robert, no había obstáculos que se opusieran. «¿Cuántos años tendrá? —se preguntó—. Puede que ronde los sesenta, aunque no los aparenta; de todas formas, lo mismo da. Ya no soy tan joven como antes y Robert es encantador. El salón de la Casa del Puente es bastante soso —reflexionó—, pero podría alegrarlo con algunas cosas mías. Si Robert abriera una ventana salediza en la pared sur, mejoraría bastante».

Al cabo de un rato se levantó y empezó a abrir cajones y a hurgar entre el papel de seda. «Solo me llevaré cuatro trapitos —pensó—. Será divertido comprar cosas en París, cosas preciosas. ¡Qué gracia que se le haya ocurrido una cosa así!».

Hizo una breve pausa con un pañuelo de seda entre las manos. Daba la sensación de que… de que el coronel sabía mucho de mujeres. Se le veía tan desenvuelto… ¿Habría ido a París con otras mujeres a comprar ropa? «Bueno, eso ya no tiene remedio —se dijo tajantemente—, y además ¿qué más da? Tú, a lo tuyo, Dorothea».

Y siguió con lo suyo.