Capítulo 12
La señora Featherstone Hogg

La señora Featherstone Hogg no disfrutó de su par de días de asueto en Londres. No tenía intención de ir entonces: no era buen momento para ir a la ciudad. Se acercaban las Navidades y el hotel estaba abarrotado, por lo que no pudo encontrar una habitación de su gusto. Las calles estaban mojadas y había fuertes corrientes de aire; en las tiendas, el ambiente estaba viciado y hacía demasiado calor; la gripe merodeaba por todas partes, y la señora Featherstone Hogg tenía pavor a la gripe. Antes de ponerse en marcha sabía que se encontraría con todos esos inconvenientes, pero aun así se vio obligada a hacer el viaje por la inutilidad de Edwin, que había fracasado rotundamente en la cita anterior con el abogado: volvió a Silverstream con la noticia de que, en opinión del señor Spark, la denuncia por difamación contra Abbott & Spicer no tenía fundamento alguno. Los casos de difamación basados en una novela nunca daban buenos resultados, hasta el extremo de que casi nunca llegaban a los tribunales. No se sacaba nada en limpio.

Por lo visto, Edwin tenía la impresión de haber hecho todo lo posible en la consulta al abogado, pero la señora Featherstone Hogg no estaba de acuerdo y así se lo manifestó una y otra vez en el coche, todo el trayecto hasta Londres.

—¿Insinúas que vas a tolerar que cualquier escritorzuelo de tres al cuarto diga de mí lo que le venga en gana? ¿Que no vas a mover un dedo para que le den su merecido? —le decía.

—Lo cierto es que se lo consulté a Spark —puntualizó Edwin.

—¡Se lo consultaste a Spark! —repitió ella con sarcasmo.

—Sí, se lo consulté y dijo que era inútil.

—Y entonces te pareció que no había nada que hacer —concluyó la señora con un peligroso relampagueo en los ojos—. Es decir, te importa un comino que me insulten, que me ridiculicen y que me menosprecien. ¿Es que no tienes orgullo, Edwin? ¿Eres capaz de quedarte ahí tan tranquilo, mano sobre mano, mientras se extiende a los cuatro vientos el rumor de que cuando te casaste conmigo era corista?

—Pero es la verdad, Agatha —puntualizó el señor Featherstone Hogg con insólita indiscreción.

—¡Mentiroso! —gritó Agatha—. ¡Mi personaje tenía texto!

—Decías: «¡Chicas, chicas, qué bien lo estamos pasando!» —recitó nostálgicamente el señor Featherstone Hogg—. Y entonces os poníais todas a bailar. Eras la tercera de la primera fila empezando por el final.

—Bueno, ¿y eso qué tiene de malo? ¡A ver! Tenía que ganarme la vida, como todo el mundo, ¿no?

—No tiene nada de malo —contestó el señor Featherstone Hogg con prontitud—. En mi opinión, nada… Eras tú la que…

—¡Cállate ahora mismo! —gritó su media naranja tapándose los oídos fuertemente con las manos.

—Solo iba a decir que eras tú la que parecía avergonzarse —dijo el señor Featherstone Hogg sin inquietarse—. Yo no, a mí nunca me importó.

La entrevista con el señor Spark tuvo lugar esa misma tarde y fue muy decepcionante. El abogado se limitó a reiterar los argumentos que había expuesto ante el señor Featherstone Hogg. Ni siquiera se había tomado la molestia de leer el libro que la señora Featherstone Hogg le había enviado: no serviría de nada; daba el caso por cerrado. La señora Featherstone Hogg lo sacó de su error. Le ordenó que leyera El perturbador de la paz y concertó una cita con él al día siguiente.

El señor Spark leyó el libro y lo disfrutó, sobre todo los párrafos concernientes a la señora Featherstone Hogg, pero después de leerlo todavía tenía menos ganas de llevar el caso a juicio. Se imaginó la escena en la sala, las risitas de la gente, las ocurrencias del juez… ¿Qué abogado aceptaría semejante patochada? Se imaginó también las carcajadas cuando se leyeran en voz alta los párrafos objeto de la denuncia. La señora Featherstone Hogg los había subrayado en tinta roja para que no hubiera ninguna duda.

A la mañana siguiente, cuando los Featherstone Hogg se presentaron a la hora convenida, el señor Spark ya había adoptado una postura inamovible.

—Mi querida señora Featherstone Hogg —dijo, levantándose para ofrecerle una silla—, he leído la novela; no es más que material de segunda fila y no es digna de su atención, se lo aseguro. El personaje que tanto la ofende dista enormemente de referirse a usted. Creo que, en realidad, peca de susceptible.

—Me refiero a la señora Horsley Downs.

—Lo sé, lo sé. Me dio usted el ejemplar convenientemente señalado. Reconozco que se puede encontrar alguna ligera semejanza con usted, pero es pura coincidencia. Es usted, en esencia, diametralmente opuesta al personaje de la señora Horsley Downs… diametralmente opuesta. Por otra parte, es lógico y natural que la ofenda la… la mera insinuación de que un personaje de una novela de estas características pueda inspirarse en la personalidad única e irrepetible de una dama tan sensible como usted. Pero, créame, se engaña usted; tenga en cuenta que las semejanzas son sencillamente fortuitas y, en cambio, las diferencias son fundamentales. Incluso me atrevería a decir que…

—¡Tonterías! —lo interrumpió la señora Featherstone Hogg, sin dejarse conmover por la perorata—. Este libro es una pura calumnia, y no me afecta solo a mí, sino a todo Silverstream. Cuento con el apoyo de todo el pueblo… Todos presentarán denuncia…

—Lo dudo mucho —dijo el señor Spark—. El caso sería un despropósito y los demandantes se pondrían en el mayor de los ridículos.

En esta fase de la reunión, la señora Featherstone Hogg perdió completamente los estribos. Conste en su descargo que los diez últimos días había tenido que superar momentos muy arduos. El perturbador de la paz había perturbado su vida profundamente. Los cimientos de su posición social en Silverstream se tambaleaban y para ella eran una cuestión de suprema importancia. Se enfureció y despotricó contra el señor Spark y contra Edwin, insistió en que el libro era repugnante, que la ridiculizaba y que exigía las más humildes disculpas y daños y perjuicios graves. Con bastante incoherencia, añadió que el personaje de la señora Horsley Downs era detestable y no tenía nada que ver con ella, aunque obviamente se había hecho con mala intención, porque era exactamente igual que ella, y que por tanto era difamación en estado puro y debía castigarse con todo el rigor de la ley. Repitió lo mismo muchas veces con diferentes palabras, aunque siempre a voz en grito, hasta que el señor Spark empezó a creer que le estallaría la cabeza. Las palabras de la señora se tornaban más pintorescas y menos civilizadas por momentos, hasta el punto de que el abogado empezó a preguntarse si no habría sido en efecto corista cuando el señor Featherstone Hogg cometió el gran error de casarse con ella y situarla en una esfera social más elevada.

Cuando por fin hizo una pausa para respirar, el señor Spark se limitó a mover la cabeza e insistió en que era inútil.

—¿Eso significa que se niega a ayudarnos? —inquirió la señora Featherstone Hogg sin dar crédito a sus oídos.

—Sí —contestó el señor Spark con rotundidad.

Los Featherstone Hogg eran clientes acaudalados y no podía permitirse el lujo de perderlos, pero todo tiene sus límites y aquello rozaba el suyo.

—En ese caso, nos vamos a otra parte —sentenció la señora Featherstone Hogg. Se levantó y recogió su abrigo de marta cibelina como una reina de tragedia.

El señor Featherstone Hogg no había intervenido en ningún momento en la conversación, si podía llamarse así. Se había quedado en segundo plano jugueteando con los pulgares y lamentando de corazón no haberse ahorrado el viaje. Ahora que la entrevista llegaba a su fin y Agatha había dicho todo lo que quería decir, se inclinó ligeramente hacia delante y carraspeó.

—¿Has dicho algo, Edwin? —preguntó su mujer volviéndose con una mirada aplastante.

—No, pero voy a hacerlo —contestó el gusano.

Por fin reaccionaba. También él había leído El perturbador de la paz y el asombroso libro había plantado semillas de rebeldía en su corazón. Las semillas habían tardado un poco en germinar, pues el corazón de Edwin era terreno poco abonado para esa clase de cosas, pero finalmente empezaban a crecer.

—He tomado la decisión de aceptar el consejo del señor Spark —dijo el señor Featherstone Hogg con un leve parpadeo nervioso.

—Conque has tomado la decisión, ¿eh?

—Sí, Agatha. Voy a seguir el consejo del señor Spark. No tengo dinero que desperdiciar en un pleito inútil ni el menor deseo de ponerme en ridículo…

—Ya te has puesto en ridículo —replicó Agatha secamente.

El señor Featherstone Hogg hizo caso omiso del ofensivo reproche, tan impropio de una señora. Cogió el sombrero y los guantes y estrechó la mano al señor Spark.

—Es posible que lo llame dentro de unos días para modificar algunos apartados de mi testamento —dijo el señor Featherstone Hogg en un tono muy claro e insinuante.

—Cuando quiera, ya sabe dónde estamos —contestó efusivamente el abogado.

—Puede que venga… y puede que no. Todo depende de las circunstancias —dijo el señor Featherstone Hogg.

—Como guste; quedo a su entera disposición —dijo el señor Spark—. Si lo desea, podemos revisarlo juntos. Tal vez encuentre algunos pormenores que prefiera retocar.

—Estoy pensando en una modificación radical —dijo el señor Featherstone Hogg con firmeza.

Con admirable cortesía, el señor Spark acompañó a la pareja hasta la puerta. Se quedó en el umbral haciendo inclinaciones de cabeza hasta que el Daimler se los llevó. Luego volvió a su despacho, cerró la puerta cuidadosamente y empezó a reírse sin parar.