Capítulo 11
El coronel Weatherhead y el padrastro

El coronel Weatherhead estaba arrancando unas matas de padrastro del huerto. Todos los otoños sostenía una lucha denodada con la planta invasora, que se había atrincherado en un seto espinoso al final del jardín, cerca del río, pero, por mucho que lo arrancase todo, en la parte más tupida del seto siempre quedaba enterrada raíz suficiente para obligar a repetir la operación al cabo de doce meses.

El coronel profesaba una admiración inconfesa al padrastro: era un enemigo digno de su acero. Dispuesto a combatirlo con uñas y dientes, procedió a cavar, arrancar y quemar el hierbajo y al poco tiempo sudaba a mares. A veces se erguía, enderezaba la espalda y se palpaba la cintura preguntándose si habrían disminuido algo los malditos cinco centímetros.

En el fragor de la batalla, con los pelos de punta, la cara y las manos llenos de arañazos de espino y un botón de menos en los tirantes, que salió disparado en la refriega (en resumen, auténticamente feliz y sucio, como un niño pequeño haciendo flanes de barro), oyó de pronto que un coche se acercaba a la entrada de su casa. Miró entre los arbustos y vio que era el coche de la señora Featherstone Hogg y que la mismísima señora en persona se apeaba y se dirigía a la puerta.

Juró en arameo; no apreciaba a la señora Featherstone Hogg ni en sus mejores momentos, pero, aun suponiendo que la apreciase muchísimo, en ese instante no la habría recibido con los brazos abiertos, porque no estaba en condiciones de presentarse ante una dama. No lo estaría hasta que pasara un buen rato en remojo en la bañera, en agua muy caliente, y se cambiara de arriba abajo.

Vio con horror que Simmons se acercaba por el huerto en su busca. Simmons era su asistente, una gran persona a su manera, rigurosamente concienzuda, aunque le faltaba iniciativa. Tras un rápido reconocimiento de la situación, el coronel Weatherhead se escabulló, dirigiéndose al cobertizo. Era un recinto oscuro y húmedo (como suelen ser los cobertizos) al que habían ido a parar muchas herramientas viejas y oxidadas, una carretilla y un cortacésped, y estaba decorado con guirnaldas de telaraña, pero, como el coronel no podía estar más impresentable, no tuvo necesidad de sentir escrúpulos. Se escondió debajo de la carretilla y se tapó las piernas con un retal de arpillera. Se alarmó al ver que respiraba agitadamente, debido por una parte a la corta y veloz carrera y por otra al nerviosismo, pero sobre todo era un síntoma de su baja forma. «Tengo que reducir la ración de tabaco», se dijo con remordimientos de conciencia.

Simmons lo buscó cumplidamente por todo el jardín. Incluso echó una ojeada al cobertizo, aunque era poco probable que el coronel estuviera allí; volvió a la casa e informó a la señora Featherstone Hogg de que, al parecer, el coronel había salido.

—¿Cómo que ha salido? —preguntó la señora con altivez—. Acaba de decirme que se encontraba en el huerto.

—Eso creía yo, señora —contestó Simmons.

—El coronel solo puede estar o no estar —dijo la señora Featherstone Hogg—. ¿Qué significa eso de que al parecer ha salido?

—Bueno, es que no lo encuentro, señora —insistió Simmons rascándose la oreja con perplejidad—, y, aun así, juraría que está por los alrededores, porque no iba vestido para salir, por decirlo de alguna manera.

—¡Ah, qué fastidio! —dijo la señora Featherstone Hogg—. Supongo que será inútil quedarse a esperarlo… ¿Sabe cuándo volverá?

—No, señora, la verdad es que no. No sé dónde ha ido ni sé cuándo volverá.

La señora Featherstone Hogg lo miró reprobatoriamente y a continuación sacó un paquete envuelto en papel de estraza y lo dejó encima de la mesa.

—Entregue este paquete al coronel Weatherhead tan pronto como regrese —instruyó a Simmons— y dígale que he venido con el único propósito de verlo. ¿Entendido?

Simmons contestó que sí.

—Es muy importante —insistió la señora Featherstone Hogg.

El coronel Weatherhead no salió del escondite hasta que oyó alejarse el coche. Estaba todavía más mugriento que antes, tenía telarañas en el pelo, la cara manchada de tierra y se había hecho un siete en los pantalones con un clavo. Echaba fuego por la boca, tanto, que, de no haber sido por la humedad del cobertizo, lo habría incendiado…

¿Seguía luchando contra el padrastro o entraba en casa a darse un baño? Ésa era la cuestión. Miró el reloj y vio que faltaba media hora para el té. Cogió el rastrillo y dudó: ¿bañera o padrastro? Una araña eligió ese preciso momento para encaramarse a su oreja.

—¡Puaj! ¡Maldita condenada! —gritó frotándose la oreja con una mano verdaderamente sucia.

Decidió darse un baño. La araña había decidido por él. No sería la primera vez que este inteligente insecto ayudaba a un galante soldado a tomar una decisión importante en un momento crucial. Se recordará que Robert Bruce, Roberto I de Escocia, contó con una guía similar[8]. Robert Weatherhead dejó el rastrillo en el cobertizo y se fue a casa.

Cuando salió del baño, limpio y sonrosado como un bebé recién nacido, lo aguardaba Simmons.

—Señor, la señora Featherstone Hogg pasó por aquí y dejó dicho que le dijera que había venido con el único propósito de verlo a usted, señor, y que este paquete era muy importante —recitó Simmons como un loro.

El coronel se estiró los tirantes y los soltó con un gruñido.

—Salí a buscarlo y miré en todas partes, señor.

El coronel volvió a gruñir.

Con mucho miramiento, Simmons dejó el paquete en el tocador y se fue a la cocina. Se había librado de la responsabilidad del paquete y tenía la conciencia tranquila.

—¿Dónde se metería el vejete? —comentó con su mujer mientras se sentaba a tomar el té.

Se untó una generosa porción de mantequilla en una tostada y estiró el brazo para alcanzar la mermelada.

—Se escondería —dijo la señora Simmons sin pensarlo dos veces.

—Pero si miré en todas partes… hasta en el cobertizo…

—¡Ay! ¡No tienes dos dedos de frente! —lo recriminó su media naranja desdeñosamente—. Si el pobre hombre se metió en el cobertizo era para que no lo encontrases. ¿Quién te mandó ir a mirar allí? Nadie. Si no quería que lo vieran, tu obligación era no encontrarlo, a ver si te enteras.

Simmons lo entendió.

—¡Las cazas al vuelo! —exclamó con admiración.

El coronel Weatherhead miraba el misterioso paquete mientras se ponía el cuello duro y forcejeaba con el tachón del cierre. Parecía un libro. Lo tocó con la mano; sí, era un libro, palpó los bordes rígidos de la tapa debajo del papel de estraza. ¿Por qué le traería un libro la señora Featherstone Hogg? ¿Qué clase de libro sería? El gusto literario de la señora Featherstone Hogg difería mucho del suyo, sin la menor duda; sería un libro culto y mortalmente aburrido. Lo dejó en el tocador y bajó a tomar el té. Lo esperaba una novela de Buchan[9] que acababa de llegar de la biblioteca; era más de su estilo.

Se tomó el té y leyó el Buchan; estaba muy a gusto después del ejercicio y el baño. Comió dos panecillos tostados: engordaban, ya se sabe, pero le pareció que se los había ganado con el intenso trabajo en el huerto.

A las siete en punto sonó el teléfono y Simmons fue a decirle que la señora Featherstone Hogg estaba al aparato y deseaba hablar con él. El coronel Weatherhead cogió el auricular y oyó una voz que decía:

—¿Lo ha leído?

—¿A qué se refiere?

—Al libro que le he prestado, ¿a qué, si no?

—¡Ah, ya! No, todavía no lo he leído. No he parado en todo el día, compréndalo.

—Pues léalo —dijo la voz que pretendía ser la de la señora Featherstone Hogg, aunque no sonaba igual—. Léalo inmediatamente.

—Sí, sí —asintió el coronel.

—Me voy a Londres a atender unos asuntos importantes, pero vuelvo a casa el sábado y quiero que me diga exactamente qué opina de él.

—Sí, sí, de acuerdo, mi apreciada señora —contestó rápidamente el coronel intentando aplacar esa voz alterada, tan distinta del tono lánguido y apagado de la señora Featherstone Hogg, que le hablaba desde el otro extremo de la línea telefónica.

«¿Qué mosca le habrá picado a esa mujer?», se preguntó, y volvió a sentarse cómodamente junto al fuego dispuesto a reanudar la lectura de John Buchan.

Eso sucedió el miércoles, pero hasta el viernes por la mañana no desenvolvió el libro que le había dejado la señora Featherstone Hogg. Lo miró con curiosidad. Esa mujer le inspiraba respeto suficiente para saber que lo sensato era leerlo antes de que volviera de Londres; o, al menos, echarle una ojeada. Seguramente lo llamaría por teléfono y le preguntaría si lo había leído: sería mucho esperar que se le olvidara. En Silverstream, la mayoría hacía lo que ordenaba la señora Featherstone Hogg: les parecía que, a la larga, era lo más conveniente.

A simple vista, era una novela común y corriente, nada que ver con el mamotreto que se había imaginado él. Empezó el viernes por la mañana a las once en punto, porque llovía mucho y estaba todo muy mojado para salir a cavar; por otra parte, tenía agujetas de la última batalla con el padrastro, que duró casi todo el miércoles.

El perturbador de la paz le pareció divertido.

Es condenadamente bueno —dijo en voz alta al leer la descripción del comandante Waterfoot—, me recuerda mucho al tipo aquel de los Dragones[10].

A la una en punto lo dejó abierto en la mesa, bocabajo, para no perder la página, y se dirigió a su solitario almuerzo. A la una y media estaba de vuelta en el sillón, leyendo.

No dejó de llover en toda la tarde y el coronel no dejó de leer. Se rió un par de veces y pensó que, definitivamente, los personajes eran muy reales, casi podían ser personas de Silverstream. Cuando Simmons entró con el té, seguía leyendo.

Terminó la novela a las siete en punto y se quedó un rato reflexionando. Era un libro entretenido e interesante, le gustaba, pero por Dios que no entendía por qué había insistido tanto la señora Featherstone Hogg; nunca habría imaginado que le gustara esa literatura. Los personajes eran atractivos, eran como personas de verdad, como la gente que se encuentra uno a diario. Copperfield era el típico pueblo inglés y sus habitantes eran típicamente ingleses. Estaban muy satisfechos con su suerte y todos los días hacían y decían las mismas cosas; un poco estéril, en realidad, ¿no? Nunca iban a ninguna parte, nunca les pasaba nada, solo que envejecían. Y de repente se presentaba ese niño prodigioso con el caramillo y lo ponía todo patas arriba. «¡Figúrate si viniera aquí, a Silverstream, a revolucionarnos a todos!», pensó. Sopesó entonces su propia vida. Era bastante estéril, también, vacía y solitaria. Y lo sería aún más a medida que pasara el tiempo, cuando envejeciera y no pudiera hacer las cosas que le gustaban, como pasear, cavar y pelearse con el padrastro. Todo eso se iría terminando poco a poco y no quedaría más que un vejestorio cascarrabias. ¡Qué idea tan atroz! Avivó el fuego violentamente y subió a vestirse para su solitaria cena.

La noche se abría ante él como un desierto. «¡Maldito libro! —se dijo—. ¡Qué desasosiego! Estoy muy inquieto. No sé qué tiene de raro para que me afecte tanto…».

Mientras tomaba café se dio cuenta de que la lluvia ya no golpeaba las ventanas. Abrió el postigo y miró al exterior. Hacía una noche serena. El cielo estaba despejado, la luna, plateada y creciente, surcaba el firmamento y las estrellas brillaban.

—Voy a salir, Simmons —dijo—. Tráigame los chanclos, haga el favor.

Simmons se los llevó y el coronel salió fuera. El aire estaba muy agradable después de la lluvia. La luna plateaba las hojas de los árboles, los arbustos goteaban y el seto estaba cuajado de diamantes. A la luz de la luna, los senderos encharcados eran arroyos de plata.

—¡Condenadamente hermoso! —exclamó en plena vena poética.

De todas formas, era una estampa melancólica e inquietante, no de las que animan cuando se está un poco pensativo ni de las que se disfrutan en soledad. La espléndida luz de la luna le recordó la escena romántica que acababa de leer, cuando el comandante Waterfoot se declaraba a la bonita señorita Mildmay de una forma muy audaz. Al leerlo pensó: «¡Condenadamente bueno!», y recordó la fogosidad de la juventud. «¡Así es como hay que declararse a una mujer, por Júpiter!», pensó. Pero, desafortunadamente, al acordarse de nuevo en plena noche, la soledad le pesó mucho más que antes.

Siguió avanzando por el sendero de la entrada, salpicando con los chanclos, cruzó la cancela y salió al camino, pensando que estaría más limpio. La casita de la señora Bold estaba justo enfrente; entre las ramas desnudas de los árboles se veían las ventanas encendidas del tocador. Las cortinas de color de rosa, que estaban corridas, daban a las ventanas un aire particularmente acogedor.

«Hace muchos días que no la veo —se dijo delante de la cancela de Mi Refugio, dubitativo—. Espero que no haya caído enferma ni nada por el estilo. Es una mujercita simpática y sensata, y bonita, también; no sería de mal vecino preguntarle qué tal se encuentra».

Abrió la cancela y entró.

La señora Bold estaba sentada en un sofá, al lado de la chimenea, haciéndose un camisón de crep de la China de color melocotón. Cuando le anunciaron la visita del coronel, metió la labor en el costurero hecha un ovillo y, un poco turbada, miró a su vecino.

—Solo he venido un momento a ver qué tal estaba usted —dijo él en tono de disculpa.

—Es usted muy amable. Estoy tan sola… —añadió la señora Bold con una sonrisa lastimera.

«Por Júpiter, a ella también le pesa la soledad —pensó el coronel Weatherhead—. Para una mujer, vivir sin compañía debe de ser condenadamente solitario, aunque siempre haya sido animosa y alegre. ¡Qué criaturita tan valiente! ¡Qué criaturita tan bonita!». Se animó a dar unas palmaditas a la mano que ella le tendía y la señora Bold no puso ninguna objeción.

—En fin —dijo él—, es que la soledad pesa como una losa, cuando se vive solo, sin nadie con quien hablar ni nada. —Se sentó en el sofá a su lado y le contó lo solo que se encontraba sin nadie más en la Casa del Puente. La señora Bold le prestó atención y lo compadeció.

La sala de estar de la señora Bold era muy cómoda y acogedora. El fuego ardía alegremente y el coronel Weatherhead advirtió que el combustible era carbón y leña, la mezcla ideal. Se lo dijo a su anfitriona. Hablaron de hogueras y fuegos y descubrieron que tenían exactamente los mismos gustos. Era asombroso.

El coronel empezó a pensar que era tonto de remate. Conocía a la señora Bold desde hacía cuatro años y había vivido todo ese tiempo en la casa de enfrente, pero, aunque siempre la había apreciado y admirado en general, hasta el momento no se había dado cuenta de lo encantadora, sensible, inteligente y comprensiva que era.

La miró de reojo; ella no apartaba los ojos del fuego, y el fuego le iluminaba la redonda carita con una luz sonrosada. ¡Qué agraciada era! También tenía el pelo muy bonito, castaño con reflejos rojizos y unos bucles muy graciosos en la frente y en la nuca. Estaba hablando de los carboneros, contándole las dificultades que tenía con ellos. Había pedido dos toneladas por la mañana y los hombres se habían empecinado en pasar por el jardín con las carretillas cargadas, en vez de descargar los sacos de uno en uno, como de costumbre. Y de esa forma habían partido una tubería de desagüe que pasaba por el sendero de la entrada, pero que estaba enterrada a poca profundidad. Sabía que eso iba a pasar, porque ya le había pasado cuando se mudó a la casa y entró la furgoneta con los muebles. Pero el carbonero no quiso hacerle caso y ahora tendría que llamar al fontanero. La señora Bold le dijo que no se hacía una idea de lo mal que trataban esos hombres a una mujer sola.

—No estés sola nunca más, Dorothea —replicó él de todo corazón.

Quedaba muy por debajo de la audacia con la que se había declarado el comandante Waterfoot a la señora Mildmay, pero resultó igual de eficaz. Dorothea cayó en sus brazos y él la besó antes de saber siquiera dónde estaba. Fue una sensación deliciosa.

El coronel volvió a casa bastante tarde, la luna seguía brillando, pero, lejos de inspirarle melancolía, lo exaltó un tanto. Naturalmente, Simmons y su mujer se habían acostado hacía un buen rato. La casa estaba en silencio cuando entró y se fue directo a la cama, pero con toda clase de sentimientos extraños e inusitados. Se durmió enseguida y soñó con Dorothea.