Capítulo 9
La señora Bulmer

Margaret Bulmer sabía positivamente que Stephen estaba irritado por algún motivo, pero no sabía cuál. Él no le había dicho nada sobre el libro que le había prestado la señora Featherstone Hogg ni se lo había dado a leer. Al contrario, cuando lo terminó, buscó un sitio seguro en su estudio donde esconderlo, pero como no encontró ninguno que estuviera realmente a salvo de la mirada entrometida de esposas y criadas, avivó la chimenea expresamente y fue echándolo al fuego en trocitos que cortó con sus propias manos, delgadas y huesudas como garras. Lentamente, página a página, El perturbador de la paz quedó reducido a cenizas en la rejilla de la chimenea del señor Bulmer. Fue como un rito y le proporcionó una extraña satisfacción. Por supuesto, el ejemplar pertenecía a la señora Featherstone Hogg, que lo había pagado a siete con seis, pero a él le dio completamente igual. No temía a esa señora y, si le reclamaba el libro, sería un placer decirle que lo había quemado. ¡A ver si se lo pedía!

Concluida la quema de El perturbador de la paz, se fue a la cama sin hacer ruido. Hacía horas que Margaret se había acostado. Puso mucho cuidado en no despertarla porque, por algún motivo, no quería enfrentarse a la clara mirada de su mujer en ese preciso momento. En realidad, no era como David Gaymer, el del libro, no hace falta decirlo, pero tal vez fuera un poco desconsiderado en algunas ocasiones.

Margaret no estaba dormida, solo lo fingía porque era más fácil y estaba muy cansada. Le asombró que Stephen fuera a acostarse tan sigilosamente, en vez de entrar en el vestidor pisando fuerte y de tirar las botas al suelo, como de costumbre. Y aún mayor fue su asombro cuando se dio cuenta de que se metía en la cama sin encender la luz ni echarle en cara que la botella de agua caliente estaba fría como un témpano. Pensó vagamente si no le rondaría un catarro, pero no, no podía ser, porque la habría despertado para que le diera una aspirina y le calentara un poco de leche… y se durmió dulcemente.

A la mañana siguiente Stephen seguía «raro». Se presentó a desayunar vestido y afeitado, en vez de pedir que se lo llevaran a la cama, como solía, y, en lugar de sumergirse en la lectura de The Times, habló por los codos. Incluso se dirigió amablemente a los niños, quienes, pasmados por la novedad, no fueron capaces de responder, e incluso preguntó a Margaret por sus planes para el día, porque él pensaba ir a Londres en el tren de las diez y media. Margaret dijo que daría clase a los niños. Lo sorprendió mirándola de una manera enigmática cuando creía que no lo veía porque estaba atareada con las tazas de té. Por fin Stephen se marchó a la estación y a Margaret se le quitó un peso de encima.

De todos modos, siguió pensando en el extraño comportamiento de su marido mientras daba instrucciones para la comida y la lección a los niños. Que se quedara despierto hasta muy tarde no era tan raro: siempre decía que escribía mejor cuando la casa estaba en silencio. De todas formas, allí siempre había tanto silencio como es posible en una casa habitada. Todo el mundo llevaba zapatillas y una alfombra de fieltro en las escaleras amortiguaba las pisadas. Cuando no escribía, Stephen dormía o pensaba, pero, fuera cual fuese su actividad, el silencio debía ser total en la casa. Al menor ruido, se abría violentamente la puerta del estudio, salía pálido de cólera y se ponía a dar zancadas por el pasillo, de un lado a otro, furioso como un maníaco, preguntando al Hacedor por qué no podía tener un poco de paz en su propia casa. A veces, Margaret se llevaba a los niños de excursión al bosque, comían allí y los animaba a correr y a desahogarse. Procuraba enseñarles los juegos de su infancia y a chillar y cantar, pero todos sus esfuerzos eran en vano. Eran dos ratoncillos asustados. No conseguía que dieran ni una sola voz. Estaba muy preocupada por ellos, porque no era natural que fueran tan silenciosos, pero no podía hacer nada. Temían a Stephen, lógicamente, ése era el motivo; los tenía aterrorizados con sus accesos de mal genio y sus gruñidos y sus voces estridentes. Los pobrecitos pasaban sigilosamente por la puerta del estudio, como fantasmas, se detenían de pronto en medio de sus silenciosos juegos y aguzaban el oído poniendo cara de prestar mucha atención.

Cuando Stephen hubo ido a la estación, la casa se animó un poco. Margaret oyó hablar a las dos criadas en la cocina, se cayó una cacerola al suelo con estrépito y una de las muchachas se rió a carcajadas.

Margaret no entendía qué le pasaba a Stephen desde la noche anterior. ¿Y por qué había ido a la ciudad? ¿Y qué había quemado la víspera en la chimenea del estudio? Algo lo inquietaba, estaba segura. Ciertamente, tenía preocupaciones o molestias estomacales a menudo, pero lo curioso era que nunca las había acusado de esa manera. Por lo general, cuando se disgustaba, se ponía más irritable y malhumorado, no menos.

—No, Steve, cariño, es una suma —dijo Margaret—, no una resta como la de ayer. Te acuerdas de cómo funciona la suma, ¿verdad? Quítate el lápiz de la boca, Dolly.

Verdaderamente lo de Stephen era muy raro. Cuantas más vueltas le daba, más raro le parecía. Se preguntó si no sería mejor dar el día libre a los niños e ir a contárselo a Sarah Walker, que era una mujer muy sabia. No se lo contaría todo, solo que Stephen no parecía el de siempre. Lógicamente, Sarah no podría darle ningún consejo sin saber en qué aspecto había cambiado, pero no eran consejos lo que quería, sino consuelo, comprensión y desahogarse un rato con su amiga. ¡Qué gracia! Deseaba consuelo y comprensión porque su marido había sido más considerado de lo normal, o menos desconsiderado… bueno, en realidad, eso quería decir que el mundo se le tambaleaba.

Por lo tanto, Margaret dio el día libre a los niños, les dio permiso para correr por toda la casa, para jugar al escondite y para alborotar cuanto quisieran, porque papá se había ido a Londres, y subió inmediatamente al piso de arriba, se caló una boina escocesa a toda prisa y cogió el abrigo viejo con cuello de piel. Es que corrían malos tiempos y no podía permitirse un abrigo de invierno nuevo, naturalmente, aunque había advertido con bastante envidia que sus criadas habían estrenado uno cada una. Iba deprisa por la calle, con ganas de ver a Sarah y con una sensación de culpa y de alegría al mismo tiempo: remordimientos por tomarse el día libre y alegría porque iba a ver a su amiga, a la que apreciaba mucho, y preocupada también por lo raro que estaba su marido.

El cielo estaba azul, y el aire, limpio y luminoso, porque había helado un poco. Hacía una mañana realmente preciosa. Siguió andando a paso ligero y muy animada, porque de verdad el día estaba muy bonito. Todo brillaba y relucía, el río destellaba como plata pulida, los árboles presumían de colores otoñales a la límpida luz del sol. Pasó por la Casita de Tanglewood y saludó con la mano a Barbara Buncle, que estaba haciendo una hoguera en el jardín.

—¡Qué bien huele! —gritó a Barbara con toda cordialidad… Barbara respondió levantando el rastrillo en el aire.

La criada le dijo que la señora Walker estaba en casa. Ésta era una de las cosas buenas de Sarah: siempre estaba disponible cuando la necesitabas. Otra cosa estupenda era que, aunque tuviera mucho que hacer, y seguro que a veces era así, le dedicaba todo el tiempo del mundo cuando la iba a ver: siempre podía sentarse a charlar con toda tranquilidad a cualquier hora del día.

Todo eso pasó como un relámpago por su cabeza mientras la criada la acompañaba al estudio del médico. Sarah se levantó del escritorio, en el que estaba haciendo cuentas, y le tendió las manos.

—¡Qué alegría! —exclamó—. Me hacía mucha falta una buena excusa para escapar de este horror —añadió.

Se sentaron frente a la chimenea. Sarah atizó el fuego, saltaron alegremente las llamas y las dos mujeres hablaron de sus hijos. Margaret lamentó lo silenciosos que eran los suyos y Sarah se quejó de que los suyos armaban mucho barullo… y se rieron las dos, porque se entendían perfectamente y se encontraban muy a gusto juntas.

—No sé por qué no nos vemos más a menudo —dijo Sarah. Margaret le dio la razón y dijo que ella tampoco, pero, claro, las dos tenían mucho que hacer, con los maridos, los niños y demás.

Sarah miró a su amiga con otros ojos, los de El perturbador de la paz, y vio que el misterioso John Smith daba en el clavo. A Margaret la desgastaba el mal carácter de su marido, igual que desgasta una moneda de plata de seis peniques el roce constante con monedas más toscas. Casi había perdido toda la belleza y también la vivacidad, aunque ese día la encontró más favorecida y animosa. Se debía al vigorizante paseo que había dado para ir a verla esa mañana tan fría. Sarah, como todas las casadas felices, pensó: «Yo no lo habría soportado tanto tiempo. Habría dejado a ese animal hace años. ¡Ay! He pensado muy poco en ella; tengo que ser más amable porque yo soy muy afortunada, y se lo merece». Sonrió con ternura al acordarse de John; lo habían llamado en pleno desayuno para que fuera a socorrer al nieto menor de la señora Goldsmith, que tenía convulsiones.

—Verás, Sarah —dijo Margaret—, en realidad he venido porque estoy preocupada por Stephen.

—¿Se encuentra mal? —preguntó la señora Walker.

—No, al contrario, parece estar mejor que nunca —respondió Margaret, sorprendentemente—. Anoche se quedó levantado hasta muy tarde, pero no escribiendo, o, al menos, no su libro, y después se ha levantado temprano esta mañana y se ha ido a Londres.

Sarah murmuró algo con conmiseración: no sabía con exactitud por qué, pero era evidente que conmiseración era lo que se requería y, como buena amiga, la manifestó.

—Dicho así, parece una bobada —reconoció Margaret—, pero el caso es que Stephen no parecía ni mucho menos el de costumbre.

Sarah pensó que cualquier cambio de actitud de Stephen sería sin duda una mejora; en cambio, dijo:

—Sé lo que quieres decir.

—Sí. A la hora del desayuno, en vez de leer el periódico habló con los niños. Estaba muy charlatán y más… más considerado —dijo Margaret.

No era eso lo que quería decir, porque, evidentemente, daba a entender que lo normal en Stephen era no tener consideración con los demás, pero por alguna razón las palabras se le habían escapado de la boca y ya estaba dicho. Ahora Sarah sabía que Stephen había sido considerado y que eso era tan raro en él que a Margaret le preocupaba.

Sarah frunció el ceño y pensó en el misterio que se le presentaba. Pensó que hasta el mismísimo Sherlock Holmes se habría quedado perplejo, porque no había ninguna pista que seguir y Margaret no se sinceraba del todo; solo le había contado la mitad de lo sucedido, e incluso sin querer.

—Mi queridísima Meg —dijo de pronto, y le tocó el brazo—, si de veras estás preocupada y si de veras quieres que te ayude, tienes que contármelo todo.

Hacía cinco minutos que Margaret había pensado lo mismo y ahora no sabía qué hacer. Detestaba quejarse de Stephen, aborrecía a las mujeres que andaban con cuentos sobre sus maridos; pero, por otra parte, estaba preocupada de verdad. ¿Y si Stephen había ido a Londres a ver a una mujer? Por otra parte, confiaba plenamente en Sarah. Después de pensarlo un momento, se lo contó todo: que se había metido en la cama sin hacer ruido, tomándose la molestia de no despertarla y que, por la mañana, se deshacía en atenciones y amabilidad; y también le contó que la había mirado de una manera muy enigmática cuando creía que no lo veía.

A Sarah la consternó esta revelación, no, por supuesto, la de la amabilidad de ese día, sino la de la brutalidad previa. Por lo visto, a Margaret le parecía natural que Stephen fuera egoísta y gruñón, creía que un hombre casado tenía derecho a amargar la vida a todos los habitantes de la casa. De buena gana le habría dicho: «Por el amor de Dios, deja a ese hombre antes de que acabe contigo», pero no se lo dijo, claro está. Es más, no dijo nada, se limitó a mirar a su amiga con sus grandes ojos grises abiertos como platos.

—¿Crees que habrá otra mujer, Sarah? —preguntó Margaret conteniendo el aliento.

—¡Qué tontería! —exclamó Sarah.

—Fue casi… casi como si intentara conquistarme —puntualizó Margaret.

Bueno, a Sarah no le daba esa impresión, pero empezó a hacerse una idea de otra cosa. Ordenó los hechos conocidos: Stephen se acostó muy tarde, pero no estaba trabajando en el libro sobre Enrique IV, según Margaret. ¿Qué hizo, entonces? Leer. Si no había escrito, habría leído, sin la menor duda, y solo podía ser algo que le hubiera cautivado, algo que no pudiera dejar. Eso mismo le había pasado a ella hacía poco. Con agilidad, se saltó algún paso del razonamiento lógico y se aferró con firmeza a la hipótesis de que lo que Stephen había leído la noche anterior era El perturbador de la paz, de John Smith.

Suponiendo que fuera verdad, ¿qué efecto le habría causado?

—Sarah…

—Espera —dijo rápidamente—, estoy pensando.

Margaret se calló, esperanzada.

Sarah siguió pensando. «Suponiendo que Stephen se hubiera identificado con David Gaymer, eso lo habría inquietado bastante, ¿no? David Gaymer no era un personaje agradable, sino egoísta e irritable, que intimidaba a su mujer y tiranizaba a sus hijos». Cuando leyó la novela, Sarah pensó que ese personaje estaba un poco forzado. Stephen era detestable, pero no tanto. De todos modos, con lo que acababa de contarle Margaret, se convenció de que David Gaymer no era una exageración, sino Stephen Bulmer hasta el último pelo de la cabeza. David Gaymer escribía libros, estaba escribiendo La vida del duque de Alba. Se acordó de que, al leer ese episodio, pensó que Stephen haría mejor en escribir la biografía del duque de Alba, en vez de la de Enrique IV. Parecía más adecuado.

«No divaguemos —se dijo—. A ver, ¿qué pensaría Stephen al reconocerse? Al principio se enfadaría mucho y diría: “¡Yo no soy así!”. Luego meditaría un poco y recordaría algunos detalles. Y luego, al cabo de un rato, seguiría leyendo, descubriría que su mujer se alejaba de él (el libro trataba compasivamente a Edith Gaymer) y por último huía con otro hombre, un hombre que le daría el amor y la comprensión que tanta falta le hacían. Stephen no sabría a qué carta quedarse, porque aborrecería a David Gaymer y se compadecería de Stephen Bulmer. “Dios mío! —exclamaría—. ¿De verdad querrá Margaret abandonarme? ¿Qué haría yo sin ella?”. Empezaría a pensar en su mujer y en la vida que llevaba junto a él, y, como no tenía un pelo de tonto, pues únicamente lo cegaban el egoísmo y el mal carácter, tal vez se diera cuenta de la vida tan triste que llevaba su mujer con él y de que nadie la censuraría mucho si pensara abandonarlo».

Seguro que se había reconocido en David Gaymer, porque John Smith ni exageraba ni ponía paños calientes. Se limitaba a describir a los personajes y contaba su vida, y resultaban tan reales que la historia también lo parecía. Incluso la parte fantástica de la novela parecía probable. Es verdad que ella no aparecía en el libro, pero estaba segura de que, de haber tenido el honor, se habría reconocido a la primera; John Smith tenía el don de respirar la esencia de los personajes que caracterizaba en las páginas del libro.

John Smith había puesto un espejo a Stephen delante de los ojos y le había dicho: «¡Éste eres tú, amigo mío! Espero que te gustes. Esas arrugas tan desagradables que van desde la nariz hasta las comisuras de la boca y esas otras del entrecejo te las has puesto tú solito, ¿sabes? No eches la culpa a Dios». Y el pobre Stephen habría contestado: «¡Cielos! ¿Ése soy yo?», o tal vez: «¿Ésa es mi efigie?», porque era serio y pedante; y habría mirado a Margaret, como le había contado ella, «de una manera enigmática», preguntándose si sería posible que pensara abandonarlo, y habría hecho un esfuerzo por parecerse menos a David Gaymer. Y por último habría ido volando a la ciudad a sonsacar al editor el verdadero nombre de ese tal John Smith, que, por lo visto, los conocía a los dos, a Margaret y a él, mejor que él mismo.

Es decir, aunque Sarah tenía muy poca información en la que basarse, todo encajaba perfectamente. Además, estaba segura de que sus deducciones eran acertadas y eso era lo principal, porque, cuando se convencía de algo, al final siempre acertaba, siempre. Y John opinaba lo mismo.

Margaret esperó pacientemente mientras Sarah pensaba y recibió su recompensa.

—Ahora presta atención —le dijo sin necesidad, porque Margaret era todo oídos, como es natural. ¿Es que no llevaba cinco minutos en silencio, solo para recoger las perlas de sabiduría que salieran de su boca?—, presta mucha atención, Margaret, porque lo he pensado a fondo y estoy segura de que doy en el clavo. Lo de Stephen no tiene nada que ver con otra mujer, no te preocupes por eso.

—¿Crees que habrá perdido mucho dinero? —inquirió Margaret; era una idea razonable, aunque bastante alarmante, que se le acababa de ocurrir.

—No, no, tampoco —dijo Sarah con seguridad—. Si hubiera perdido mucho dinero, se habría comportado de una forma completamente distinta. Stephen se acostó tarde anoche porque estuvo leyendo una novela.

—Pero si nunca lee novelas —la interrumpió Margaret.

—Pues anoche sí —dijo Sarah—. Es un libro que se titula El perturbador de la paz, que acaba de salir, y te aseguro que es extraordinario. Te lo prestaré para que lo leas.

—Puedo pedírselo a Stephen, me lo dejará —dijo Margaret.

—No te lo dejará por nada del mundo —replicó Sarah—: al contrario, procurará que no lo veas ni por el forro. Lo esconderá o lo quemará antes de consentir que le eches una ojeada.

A Margaret se le salían los ojos de las órbitas.

—No, no hay nada de eso que estás pensando —continuó Sarah—. Al menos yo no lo vi. Aunque también es cierto que Angela Pretty se puso histérica y John tuvo que ir como un rayo a administrarle unas sales… pero la verdad es que es bastante inofensivo y muy divertido.

—Eso parece, en efecto —dijo Margaret con ironía.

—Te lo aseguro —insistió Sarah.

—Bien, pero ¿por qué se puso histérica? —inquirió Margaret, y no sin motivo.

—La verdad es que no lo sé con exactitud —dijo Sarah frunciendo el ceño—. No entendí lo que insinuó John, pero estaba muy enfadado con el libro, dijo que habría que colgar al autor y cosas por el estilo, aunque todavía no lo ha leído, eso seguro. Solo se dejó llevar por lo que oyó decir a los demás. Tengo que conseguir que lo lea.

—¿Por qué demonios se puso histérica Angela?

—Bueno, en parte, porque no quería ir a Samarcanda —contestó Sarah. Margaret la miró, atónita—. En el libro, se van a Samarcanda —explicó Sarah pacientemente. ¡Qué obtusa estaba Meg con el asunto!

—Es decir, que la señorita King y Angela Pretty se van de viaje a Samarcanda en un libro, ¿no?

—Sí… al menos, al final están a punto de irse.

—Al final están a punto de irse… —repitió tontamente Margaret.

—Sí, al final del libro, están a punto de emprender un viaje a Samarcanda —explicó Sarah.

—¿Y qué hacen cuando llegan allí?

—No se sabe, solo dice que van a ir y compran pantalones de montar y otras cosas.

—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con Stephen? —preguntó Margaret tras un breve silencio de infructuosa reflexión, porque lamentablemente no sacaba nada en claro de todas esas revelaciones extraordinarias.

—Nada en absoluto —contestó Sarah rápidamente—, pero es que me has preguntado por el ataque de histeria de Angela y, con lo de Samarcanda, me has hecho perder el hilo. Lo que tiene relación con Stephen es que tú también sales en el libro.

—¿Yo? —gritó Margaret con perplejidad—. ¿Y también voy a Samarcanda?

—No, mujer, tú no. ¿Qué harías tú en Samarcanda?

—¿Qué se hace allí?

—Bueno, da igual, porque tú no vas —dijo Sarah. Deseaba que Margaret se callara y le dejara exponer su teoría a su manera… y habría sido todo mucho más rápido, la verdad.

—Entonces ¿yo qué hago? —dijo Margaret. Era la primera vez que salía en un libro y le hacía mucha ilusión.

—Te escapas por la ventana de tu dormitorio y te fugas con Harry Carter —dijo Sarah.

Margaret enmudeció de asombro y Sarah se salió con la suya, porque pudo continuar sin interrupciones.

—En fin, que ahora está todo clarísimo. Anoche Stephen leyó el libro; desde entonces, no ha parado de reflexionar y de preguntarse si hay algo de cierto en ello. Ahora se ha ido pitando a Londres con el propósito de averiguar quién es el autor, para retorcerle el pescuezo o lo que sea.

—Pero ¿qué le digo yo ahora? —exclamó Margaret.

—Yo que tú fingiría que no sé nada de nada —dijo Sarah—. Me has dicho que no lo has leído todavía; estaría muy bien que te quedaras a comer y lo leyeras esta tarde. Es preferible que te comportes como de costumbre y hagas como si no supieras nada. A Stephen no le hará ningún daño mirarte más y preguntarse qué va a pasar —añadió, regodeándose con satisfacción—. Y tú déjale que elucubre a fondo.

—¿Que elucubre? —preguntó Margaret.

—Sí, que siga intrigado —dijo Sarah, y explicó a su desconcertada amiga varias maneras ingeniosas de tener una temporada a su marido en ascuas.

Sin embargo, Margaret no empezó a entender el porqué de tanto jaleo hasta que Sarah le puso el libro en las manos, la instaló cómodamente en el sillón del médico y se fue con una cesta llena de flores, naranjas y gelatinas para el niño de los Hobday, que había caído enfermo otra vez, pobrecito.

Se puso a leer El perturbador de la paz porque Sarah le había dicho que tenía que leerlo, pero en cuanto empezó a reconocer a los personajes, retratados tal como eran en realidad, con pelos y señales y sin añadir nada, no pudo dejarlo. Más adelante apareció Stephen en escena y era clavado, hasta el punto de que se sonrojó al verlo en toda su crudeza. En cuanto a su propia semblanza, casi se le saltaron las lágrimas. No se había dado cuenta de que era tal como la describía John Smith: una mujer muy necesitada de ternura, en busca de amor y felicidad, su última oportunidad antes de envejecer irremisiblemente.

Margaret comió con Sarah y pasó la tarde leyendo el libro. En cuanto lo terminó, dijo:

—El autor lo sabe todo de mí, menos una cosa, que es la más importante de mi vida. De no haber sido por esa cosa, me habría ido ya, habría dejado a Stephen hace mucho, como Edith Gaymer, pero yo no puedo dejar a los niños por ningún hombre del mundo, conque me quedo con él para siempre, aunque me vuelva vieja y fea sin haber conocido nunca qué significa ser amada.

Sarah la abrazó con ternura y le dijo al oído que no llorara.

—Los niños te quieren a morir —le susurró— y Stephen mejorará, ya lo verás. Fíjate en lo cambiado que estaba esta mañana. Has sido muy indulgente con él, te has dejado pisotear, querida Meg; ponte en tu sitio. Stephen saldrá ganando si lo obligas a comportarse, y no solo él, sino todo el mundo. No creo que le guste ser tan desagradable. Eso no le gusta a nadie —dijo Sarah con acierto.