El señor Abbott estaba muy ocupado cuando la señorita King solicitó verlo, pero accedió a «darle diez minutos». La verdad es que no pudo resistir la tentación de verla porque en la tarjeta de visita ponía: «Referencia: El perturbador de la paz».
El libro de la señorita Buncle intrigaba al señor Abbott tanto como la propia autora. Era un auténtico prodigio de simplicidad y sutileza a un tiempo, o al menos se lo parecía. Oralmente su autora no se expresaba con mucha corrección, pero escribía bien. Era estrictamente sincera en cuanto decía, casi como si hubiera jurado decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad siete días a la semana. Vivía una vida solitaria entre todas esas personas guardando en el pecho, bajo llave, un secreto tremendo; iba a todas partes y se mezclaba con ellas como si nunca hubiera roto un plato, pero tomaba buena nota de lo que hacían y decían, después volvía discretamente a casa y lo escribía todo. Ahora querían darle caza como una jauría de perros, pero ignoraban que el zorro estaba entre ellos, delante de sus ojos, disfrazado como uno de ellos. Era una situación intrigante y el señor Abbott la reconocía en toda su plenitud.
«No obstante, tengo que andarme con pies de plomo —se dijo, mientras el granujilla iba a buscar a la señorita King para la entrevista de diez minutos—, con pies de plomo».
La señorita King se sentó en la silla que le ofreció el señor Abbott con una inclinación graciosa y anticuada, pero no quiso el cigarrillo. No se podía aceptar un cigarrillo de una persona a la que se iba a amenazar con denunciarla por difamación.
—Solo dispongo de unos minutos señorita… hummm… —dijo el señor Abbott, y echó una ojeada a la tarjeta, que estaba encima de la mesa—, señorita King —añadió inexpresivamente.
—Es suficiente para lo que me trae aquí —replicó ella con sus mejores modales—. Solo he venido a pedirle que retire de la circulación El perturbador de la paz.
—¡Caramba! —dijo el señor Abbott parpadeando—, eso es muy… hummm… muy drástico.
—A grandes males, grandes remedios —sentenció la señorita King.
—¿Y qué es lo que le parece tan mal de la novela? —preguntó el señor Abbott amablemente—. En mi opinión, no es más que un relato inofensivo. Nunca la compararía con un gran mal. Es más, me pareció entretenida, una lectura intrascendente, eso sí, pero netamente entretenida…
—Es un libro horroroso —dijo la señorita King, perdiendo un poco la calma y la compostura—. Está causando muchos disgustos e inconvenientes a personas inocentes…
—¿Cómo es posible? —se preguntó el señor Abbott en voz alta.
—Retírelo inmediatamente —insistió la señorita King haciendo caso omiso de la interrupción—. Retire ese libro de la circulación. He venido en representación de varias personas de Silverstream a pedirle que lo retire.
—¿Y si me niego? —preguntó el señor Abbott en voz baja.
—No se negará —replicó la señorita King procurando no perder el aplomo—, porque seguro que no desea… comparecer ante el juez por difamación.
—No —respondió sencillamente el señor Abbott.
—Bien, pues así será —declaró la señorita King. Sabía que la cosa no marchaba bien. Sabía, aunque no quisiera reconocerlo, que había perdido el caso. Estaba nerviosa y las palabras no le salían con la fluidez de costumbre en su estilo formal.
Mientras venía en el tren, había aplastado al señor Abbott con su elocuencia y lo había puesto de rodillas, pero el señor Abbott era muy distinto de lo que se había imaginado, muy pacífico, sereno y seguro de sí mismo, y parecía buena persona. Habría sido mucho más fácil enfrentarse a él si se hubiera enfadado o se hubiera puesto grosero con ella. ¡Quién iba a imaginarse que un editor fuera así!
—Me temo que tendrá que ser más explícita —dijo el señor Abbott, imperturbable.
—Creo que lo he sido bastante.
—Pues no —dijo él sacudiendo la cabeza con pesadumbre—, me ha dicho usted lo que quiere, pero no creerá que estoy dispuesto a acceder a la petición de una persona completamente desconocida si no me da motivos válidos. Esto es una empresa y se rige por criterios estrictamente comerciales; se trata de ganar dinero —dijo el señor Abbott, y enarcó las cejas como disculpándose.
—Me lo imagino —replicó la señorita King con cierto sarcasmo— y por eso estoy aquí. Si retira el libro inmediatamente, ahorrará mucho dinero. Me pide que sea explícita y lo seré. Mis amigas y yo tenemos intención de poner el asunto en manos de nuestros abogados y, a menos que retire el libro de la circulación inmediatamente, se verá usted envuelto en una costosa demanda por difamación. He aquí la situación, en pocas palabras.
—¿Lo ha consultado con su abogado, señorita King? —preguntó el señor Abbott con la misma sonrisa pacífica todavía.
—No veo qué relación tiene eso con lo que le digo.
—En realidad no la tiene —reconoció él—, solo me lo preguntaba. En cualquier caso lo que usted propone es imposible. La novela se vende bien y…
—Y a mí qué más me da que se venda bien o mal. ¡Si se vende bien, razón de más para retirarla! —dijo la señorita King a gritos, sin venir a cuento—. ¿Le gustaría que le ridiculizaran en un libro horrible como ése? ¿Que expusieran al desnudo hasta el último detalle de su vida doméstica… que sacaran a relucir sus secretos más íntimos y luego los pisotearan? ¡Dígame! ¿Le gustaría?
—¡Mi querida señora! —exclamó el señor Abbott, sorprendido y apenado por la vehemencia de la mujer—. Mi querida señora, es muy frecuente que las personas se vean retratadas en las novelas. Puedo asegurarle que se equivoca usted, que los secretos que se revelan en El perturbador de la paz no son los suyos ni mucho menos. A los escritores hay que suponerles cierta imaginación, ¿comprende? Pocas veces extraen sus retratos de la vida…
—¡Retratos! —gritó ella—. Eso no es un retrato, es una fotografía.
El señor Abbott la miró y se dijo que, en efecto, era una fotografía. Era la señorita Earle, por supuesto. La señorita Buncle la había plasmado con una fidelidad apabullante. Se molestó un poco con Barbara. Por ejemplo, no era necesario hablar del pequeño lunar de la barbilla ni de los tres pelos largos que le salían. En un retrato se podía omitir el lunar de la señorita King, o bien convertirlo en un detalle atractivo, pero la fotografía no permite esas evasiones de la realidad…
De pronto se dio cuenta de que la señorita King había cambiado de táctica, ahora apelaba a su buen corazón, se ponía en sus manos; le estaba contando su vida o, al menos, los hechos que le parecían relevantes para la ocasión.
—Y ya ve usted —decía ella—, huérfanas las dos, sin nadie que nos acogiera ni familiares cercanos. Mi casa era más grande de lo necesario. La señorita Pretty no tenía dónde ir. Ambas contábamos con ingresos pequeños, insuficientes para permitirnos vivir solas holgadamente. Estaba a punto de vender la casa, porque no podía mantenerla yo sola, pero entonces surgió la idea de hacer fondo común con nuestros recursos y vivir juntas; era lo más lógico, ¿no le parece? Así fue como pudimos instalarnos cómodamente en mi casa. La compañía era agradable y el problema económico estaba resuelto. Hace unos años —prosiguió sin la menor ilación la señorita King—, circulaba un libro… que nos produjo gran inquietud en su momento, pero en realidad no tenía nada que ver con nosotras y preferí no prestarle atención. Bien, este que hoy nos ocupa es mucho peor… porque trata de nosotras… es mucho, mucho peor…[5]
—Ha malinterpretado la novela por completo —dijo el señor Abbott, incómodo—, créame, señorita. No hay nada en ella que pueda causarle la menor aflicción. El autor es una… hummm… persona particularmente ingenua.
—Pero ¡Samarcanda! —exclamó la señorita King procurando que el llanto no le quebrase la voz—. ¿Por qué Samarcanda, de todos los lugares del mundo?
—No sé nada de Samarcanda —dijo el señor Abbott sinceramente—, pero me suena a destino aventurero y estoy convencido de que es lo que se intenta transmitir…
—¡Un rincón espantoso de Oriente… donde solo hay vicio y… y atrocidades! —gritó la señorita King.
—No, no. Es aventura —replicó el señor Abbott agitando las manos frenéticamente—. Desiertos y camellos, ya sabe, jeques y árabes cabalgando en corceles blancos como la nieve y oasis con palmeras… cosas así. Aunque al mismo tiempo —añadió, volviendo a territorio seguro—, al mismo tiempo tengo el convencimiento de que está usted equivocada y de que los personajes son imaginarios, puramente imaginarios. Es una coincidencia desafortunada que parezcan guardar alguna similitud con…
—¿Quién es ese tal John Smith? —preguntó la señorita King a bocajarro, interrumpiendo la elocuencia del señor Abbott con una vergonzosa falta de decoro—. Dígamelo. ¿Quién es ese hombre? Debe de ser alguien que vive en Silverstream, por supuesto, pero ¿quién? Ésa es la cuestión. Bulmer es el único escritor que conozco y a él jamás se le ocurriría que su mujer se fugara con otro. Es impensable, sencillamente…
—Me temo que se nos ha acabado el tiempo —dijo el señor Abbott. Miró el reloj pesarosamente—. Le he concedido mucho más de lo que podía, pero ha sido una conversación muy interesante…
—Yo de aquí no me muevo hasta que me diga quién es John Smith —insistió con firmeza la señorita King, pensando que no osaría echarla.
El señor Abbott sonrió y movió la cabeza.
—Imposible, mi querida señora —dijo—. Además, ¿por qué cree que lo conoce?
—Porque él me conoce a mí —contestó la señorita King con lógica aplastante.
—Está usted equivocada, se lo aseguro —insistió el señor Abbott.
—Pues yo de aquí no me muevo hasta que me lo diga —replicó la señorita King.
La situación parecía haber llegado a un punto muerto, pero el señor Abbott tenía muchos recursos. Había más despachos en el edificio. Se levantó rápidamente y, antes de que la señorita King comprendiera su intención, alcanzó la puerta.
—Quédese, se lo ruego —le dijo con una cortés inclinación de cabeza—, pero disculpe que me ausente; es que tengo un compromiso —añadió. Y se fue.
La señorita King se dio cuenta inmediatamente de que había perdido la batalla. Todavía se quedó sentada un momento, mirando la acogedora oficina y preguntándose si una mujer decidida podría descubrir la clave del misterio en ese lugar. Seguro que la tenía al alcance de la mano, ahí mismo, en el despacho particular del socio principal de la empresa Abbott & Spicer. Las paredes estaban empapeladas de color beige, la alfombra era espesa, suave y marrón; las cortinas, de terciopelo marrón oscuro. En una esquina había una mesita de roble y, encima, un anaquel con dos diccionarios grandes, un ejemplar del Who’s Who y la guía telefónica de Londres. La caja fuerte estaba en la otra esquina. Una gran librería con puertas de cristal ocupaba una pared entera. Sobre la repisa de la chimenea, un estante de roble con las últimas publicaciones de Abbott & Spicer. La señorita King se levantó de la silla y cogió el ejemplar de El perturbador de la paz. Lo hojeó con un estremecimiento de desagrado, pero de ahí no sacaría nada en limpio, ninguna pista sobre quién lo había perpetrado; no era más que un ejemplar normal como los que podían adquirirse en cualquier librería por la exorbitante suma de siete chelines con seis peniques.
Más confiada, se acercó al escritorio. Era una mesa de oficina grande, en medio del despacho, convenientemente situada para que la luz de la ventana diera sobre el hombro izquierdo del señor Abbott. Todos los cajones estaban cerrados, menos uno, en el que había papel de escritorio y sobres. Encima de la mesa, un teléfono del modelo común. También había un manuscrito titulado Las llamas del infierno, de Hesa Feend (el señor Abbott estaba sopesando los pros y los contras de ese libro cuando la señorita King interrumpió su tarea de la mañana). Lo miró con indignación. Había también una lámina grande de papel secante, impecable, aunque con una firma. La señorita King pensó que sería la del señor Abbott. En la papelera, dos circulares y una reseña de la última novela del señor Shillingsworth publicada por la editorial. Miró la caja fuerte infructuosamente.
Echó otra ojeada alrededor. ¡Qué tentación estar ahí, en ese despacho, con la pista tan cerca, y no ser capaz de encontrarla! Suspiró y se dijo que era una lástima no poder averiguar la verdadera identidad del autor. Tenía el sitio a su entera disposición. El señor Abbott le había dado libertad total para mirar, pero no encontró nada. ¿Valdría la pena esperar, por si volvía el señor Abbott o por si casualmente aparecía el señor Spicer a buscar algo? Le pareció que no.
Se acercó a la puerta y puso la mano en el pomo. «¿Me habrá encerrado?», se preguntó de pronto. El señor Abbott no había hecho una cosa tan poco caballerosa; el pomo giró y la puerta se abrió. La señorita King salió al pasillo. Con cierta dificultad, encontró el camino entre largos pasillos y escaleras de hierro y poco después salió a la calle.
Tenía tanta prisa por sacudirse de los zapatos el polvo de Abbott & Spicer, que se dio de bruces contra un hombre alto y delgado que se disponía a entrar en el edificio.
—¡Señor Bulmer! —exclamó asombrada.
El señor Bulmer se llevó la misma sorpresa que ella y, por añadidura, se avergonzó un poco.
—Le advierto que, si ha venido a ver a ese hombre, no le va a servir de nada —dijo ella sin aliento—. Es un idiota sin remedio —añadió sin acordarse de que había sido más hábil que ella—, un tontorrón de pies a cabeza que no para de sonreír y que no se conmueve ni se emociona con nada.
—No vengo a conmover ni a emocionar al señor Abbott —contestó el señor Bulmer con bastante acritud—. Solo quiero averiguar el nombre del autor de esa novela sobre Silverstream. Me la prestó ayer la señora Featherstone Hogg y me pasé la mitad de la noche leyéndola. ¿La ha leído usted? —preguntó, con repentino recelo en la mirada.
—Por supuesto: por eso he venido.
—No le gustó, ¿eh? —dijo él sonriendo desagradablemente.
—Tan poco como a usted —replicó la señorita King, que encontraba la horma de su zapato cuando la gente se volvía desagradable.
Se preguntó si debía insistir en ponerle los puntos sobre las íes y decirle que, total, a los hombres no les importaba que los abandonase su mujer. Lógicamente, eso no era cierto. En realidad, Margaret Bulmer no se había fugado con Harry Carter, o, al menos, ella no sabía que lo hubiera hecho, pero en el libro se fugaba. En el libro se dejaba constancia tan abiertamente del egoísmo y la crueldad del señor Bulmer, que hasta se alegraba una de que Margaret huyera y no se la culpaba por ello. Por otra parte, como el señor Bulmer también se daba por ofendido, podría ser un buen aliado en la lucha contra Abbott & Spicer y el misterioso John Smith. Así pues, prefirió no ponerle los puntos sobre las íes.
—Es preciso que retiren el libro de la circulación —dijo la señorita King con firmeza.
—¡No me diga que es eso lo que se propone! —exclamó el señor Bulmer con una carcajada amarga—. ¿Por qué no va al zoológico y pide al león que le regale su ración de carne? Sería mucho más fácil.
—¿Qué insinúa? —preguntó ella.
—Pues que El perturbador de la paz es un éxito de ventas y que los editores no encuentran libros así todos los días. Abbott no lo retirará; sería imbécil si lo hiciera.
—¿Y usted qué se propone? —preguntó ella—. Supongo que algo hará… Ha venido a verlo, ¿no es eso?
—Simplemente quiero saber el verdadero nombre del autor y estrangularlo lentamente —replicó el señor Bulmer con una sonrisa desagradable—. Es una idea bastante primitiva, en comparación con la suya, ¿verdad? Aunque tengo más probabilidades de éxito…
—Eso ya se lo he preguntado yo —dijo la señorita King.
—Bueno, pues insista hasta que se canse de decir que no —replicó el señor Bulmer con sarcasmo—. Venga a verlo un día sí y otro también; a los editores les encanta que les echen a perder la mañana. Aplace unas semanas el viaje a Samarcanda y plántese a la puerta del señor Abbott.
—¡Samarcanda! —exclamó la señorita King, frenética por tamaña provocación—. No voy a ir a Samarcanda… ¿por qué tendría que ir? ¿A usted qué le importa dónde vaya yo? ¡Iré a Samarcanda si me da la gana!
Levantó el paraguas y se lanzó precipitadamente a la bulliciosa calle.