–No hay motivos para preocuparse, ni uno solo —decía el señor Abbott. Estaba frente a la chimenea, en la salita de la señorita Buncle, una estancia acogedora, aunque anticuada y envejecida, y sonreía animadamente—. Ningún abogado que se precie aceptará el caso. Quedaría en ridículo si presentara al tribunal una denuncia de esas características, y los demandantes, peor aún. Solo tenemos que afirmar que la descripción supuestamente ofensiva no se refiere a ellos ni se escribió con esa intención, y que, si de verdad se ven reflejados en esos personajes de ficción, lo lamentamos mucho y les ofrecemos nuestras más cordiales condolencias.
Barbara sonrió por fin. ¡Media hora de esfuerzo continuado le costó al señor Abbott arrancarle esa sonrisa! Y, ahora que lo había conseguido, le gustaba muchísimo, así como los dientes, que sin duda eran auténticos, se dijo.
—Por supuesto, no saben quién lo ha escrito, es decir, que es yo —dijo Barbara, esperanzada.
Al señor Abbott le pareció curioso que una mujer que escribía correctamente no se expresara de viva voz con la misma corrección; no era la primera vez que advertía esa peculiaridad en la señorita Buncle y le resultaba divertida e intrigante.
—No, claro —convino el editor— y con nosotros está usted totalmente a salvo.
—¡Ay, eso espero! —exclamó Barbara—. Si descubren quién ha sido, tendría que marcharme del pueblo.
—¡No será para tanto, mujer!
—Desde luego que sí —insistió Barbara—; es cierto que no todos lo han leído todavía, pero la señora Featherstone Hogg está furiosa y a la señora Carter no le hace ninguna gracia la alusión a la peluca y a la pectina de la mermelada. Porque resulta que está orgullosísima de su mermelada de ciruelas, pero estoy segura de que le pone pectina, sé positivamente que, sin pectina, no le quedaría como le queda, a mí no me queda igual, y además he visto los envases de pectina en el cesto de la compra.
Por fin empezaba a hablar. El señor Abbott siguió animándola con gestos y palabras de aliento y corroboró las primeras impresiones que tenía: la señorita Buncle solo hablaba con monosílabos, sin ninguna gracia ni fluidez, o bien se dejaba arrastrar por un torrente imparable de palabras que se le desbordaba por la boca como el agua de una presa rebosante.
—Supongo que no tendría que haberlo escrito —continuó la señorita Buncle con pesadumbre—. Pero es que tenía que hacer algo… le conté lo de los dividendos, ¿verdad? De lo único que me veía capaz era de escribir un libro y solo puedo escribir sobre gente conocida. Y además hay otra cosa: en realidad, en el fondo, nunca pensé ni creí que se fuera a publicar. Pero lo terminé, y se lo mandé…
—¿Y por qué a mí? —inquirió el señor Abbott con mucho interés—. Es decir, ¿por qué me mandó el libro a mí? ¿Es que había oído algún comentario sobre nuestra editorial que tal vez…?
—¡Ah, no! —exclamó ella—. No tengo ni idea de editoriales. Es que ustedes son los primeros de la lista por orden alfabético, nada más.
El señor Abbott no salía de su asombro. ¡De qué nimiedades dependía el destino de los éxitos de ventas!
—Después, cuando usted lo aceptó —prosiguió la señorita Buncle, totalmente ajena a la perplejidad que había causado al señor Abbott su ingenua confesión—, cuando me dijo en serio que lo publicaría, me emocioné tanto que ni siquiera pensé que los personajes de la novela se parecían mucho a la gente de Silverstream. Me parecía tan divertido ser una escritora auténtica… tan importante o algo así… Y cuando me paré a pensarlo, muy pocas veces, lo confieso, me dije que a lo mejor no se darían cuenta o no lo leerían, porque se publican muchísimos libros de los que nunca llegamos a saber nada; e incluso, aunque llegaran a leerlo, no podrían creer que se trataba de ellos; es decir, que salían en un libro. Aunque, insisto, en honor a la verdad, lo cierto es que no lo pensé mucho —recalcó, esforzándose por ser totalmente precisa y justificar la estupidez supina de su actitud.
—Es muy natural —dijo el señor Abbott.
—Aunque, desde luego, ahora comprendo muy bien que no tendría que haberlo escrito.
—Habría sido una verdadera lástima —dijo el señor Abbott pensando en el éxito creciente de El perturbador de la paz—, tanto para usted como para mí, porque el libro se vende muy bien —añadió. Abrió la billetera y le puso al lado, encima de la mesa, un billete blanco, de los grandes—. Esto es solo un pequeño anticipo a cuenta —añadió. Sonrió al ver la cara de sorpresa de Barbara—. Se acerca la Navidad y me pareció que se alegraría de disponer de esto ahora. Pero tiene que firmarme un recibo, ya sabe.
Barbara miró el billete sin dar crédito a lo que veía y después se dirigió al señor Abbott.
—Pero no puedo… —empezó a decir con vacilación.
—Mi querida niña, no lo hago por filantropía, se lo ha ganado usted —dijo el señor Abbott—. He preferido pagárselo en efectivo porque, en cheque bancario, tendría que ingresarlo en cuenta y, como lleva nuestra firma, podría delatarla. En teoría, los bancos son mudos —dijo el señor Abbott, y siguió hablando para dar tiempo a que esa mujer extraordinaria se recuperase de la conmoción de recibir cien libras—, pero, por experiencia propia, le aseguro que, cuando se quiere guardar algo en secreto, cuanta menos gente lo sepa, mejor. De este modo puede usted ingresarlo sin que nadie sepa su procedencia. Si le parece, diga que es un regalo de su tío de Australia —añadió riéndose—, que es ganadero y tiene un gran corazón, o que es buscador de oro y que ha tenido un golpe de suerte.
Tardó diez minutos en convencer a la extraordinaria mujer de que ese dinero le pertenecía, de que lo había ganado con el sudor de su frente y de que recibiría más a su debido tiempo.
Dijo que no era filántropo y no lo era, en efecto; simplemente llevaba los negocios a su estilo. Se consideraba estudiante de psicología. Solía decir que los autores eran como un rebaño y se enorgullecía del trato que les daba. Había dado a Barbara Buncle un billete de cien libras por varias razones. En primer lugar, El perturbador de la paz se lo había ganado y todo parecía indicar que ganaría más. Es cierto que no tenía obligación de pagar un anticipo a la autora, en el contrato no se especificaba nada al respecto. Si hubiera querido atenerse estrictamente a lo pactado, habría esperado hasta febrero, cuando recuperase la inversión, y le habría enviado un cheque por el valor exacto, pero no había querido hacerlo así. Le divertía sorprender a la gente y complacerla… complacer sobre todo, tal vez, a la señorita Buncle. Por otra parte, ésta estaba angustiada por el revuelo que había levantado el libro y la mejor forma de aliviar las preocupaciones y los disgustos era un cheque (o billete) generoso. Por último, el motivo más sutil era que quería otro libro de la señorita Buncle, y lo más pronto posible, antes de que pasara el éclat[4] de El perturbador de la paz y John Smith se desvaneciera de la veleidosa memoria del gran público inglés. Por paradójico que pareciese, sabía que un cheque (o billete) generoso no solo era un bálsamo tonificante para los escritores agobiados, sino también un estímulo.
Con pulso tembloroso, la señorita Buncle firmó un papel conforme había recibido cien libras a título de anticipo de su novela. No fue una firma tan pulcra como la que había estampado en el contrato. El señor Abbott ignoraba, pues no podía saberlo de ninguna manera, que, a pesar de todo lo que la señorita había economizado, a pesar de renunciar a muchas cosas y pasar con lo justo, a pesar de privarse de comer carne y a pesar de comprar margarina en vez de mantequilla, diluir la leche con agua y conformarse con el té más barato, que se quedaba flotando en la taza como si fuera polvo, la señorita Buncle tenía en la cuenta bancaria un descubierto de siete libras y quince chelines que no tardaría en aumentar, pues sus dividendos, que no habían dejado de mermar regularmente, estaban a punto de secarse sin remedio.
Así pues, firmó el recibo y dobló el increíble billete con lágrimas en los ojos. ¡Qué curioso, que ese papelito de nada representara tanto! La verdad es que, bien pensado, era sumamente asombroso lo que representaba el papelito: mucho más que cien soberanos, aunque menos según el sistema moderno, porque para Barbara Buncle significaba comida y bebida, tal vez un abrigo y un sombrero de invierno nuevos, pero sobre todo significaba librarse de la horrible pesadilla de la preocupación y poder dormir y estar en paz.