Capítulo 6
El té de la señora Carter

La primera señal de mar gruesa se manifestó unos días después, en el té de la anciana señora Carter, y un vendaval se abatió con toda su fuerza sobre Barbara Buncle. Estaban todas las señoras en el salón, alrededor de una mesa extensible de estilo jacobino, con un jarrón de crisantemos en el centro: los ultimísimos, al decir de la señora Carter. En cuanto vio el juego de porcelana, Barbara supo que asistiría la señora Featherstone Hogg y se desanimó un poco, porque no le gustaba esa señora. Había coincidido en la puerta de la casa con Dorothea Bold y habían entrado las dos juntas; la señorita King y la señorita Pretty ya estaban allí. Pero la señora Carter no había sacado para ellas sus mejores tazas y platillos de porcelana fina, ni el vaporoso mantel calado ni los exquisitos pastelillos de crema que aguardaban en la mesa.

—Agatha dijo que pasaría a vernos más tarde —dijo la señora Carter en tono confidencial—. Es una hormiguita tan laboriosa que no hay más remedio que recibirla cuando le es posible venir.

A Barbara no se le ocurrió nada más opuesto a una hormiguita laboriosa que la señora Featherstone Hogg. Era una mujer alta, esbelta y cansada, tan cansada que una no podía por menos de agradecerle que se tomara la molestia de dirigirle la palabra. Aunque tampoco dirigía la palabra a menudo a casi nadie, y menos a una persona tan insignificante como Barbara Buncle. Se preguntó a qué debería el prestigio que tenía en Silverstream. ¿Por qué iban todos como corderitos a sus aburridas fiestas y comían las naderías que les servía? ¿Por qué hacían todos lo que quería ella? ¿Por qué la agasajaba la anciana señora Carter sacando la mejor porcelana y la mejor mantelería? ¿Sería por lo maleducada que era? ¿Sería porque se compraba la ropa en la casa más cara de Londres?

La señora Carter había dicho que esa dama lánguida y cansada era una hormiguita laboriosa; le hizo gracia lo desacertado de la comparación, pero no estaría bien reírse: nadie en Silverstream se reía de la señora Featherstone Hogg. Barbara se volvió de pronto hacia la persona que tenía más cerca, que resultó ser Angela Pretty, y le preguntó si ya había plantado los bulbos. Por supuesto, era propio de la señora Featherstone Hogg decir que «pasaría más tarde»: no estaba obligada a llegar a la hora convenida como los demás mortales. Barbara tomó nota de la frase mentalmente, pero enseguida, un poco desilusionada, se acordó de que ya había terminado El perturbador de la paz y, por tanto, no podía añadir nada a sus prolíficas páginas. «A lo mejor escribo otro», se dijo, y se asombró.

Angela seguía parloteando sobre los bulbos, la cantidad exacta de humedad que requerían y el número exacto de días que debían dejarse a oscuras para reforzar el crecimiento de las raíces. ¡Qué aburrimiento! Dejó de escucharla con un oído para prestar atención a las otras conversaciones.

—Llega mañana a casa —decía la señora Carter—. Ha sido una decisión muy repentina, qué les voy a decir, pero estoy encantada de quedarme con mi chiquitina querida. Le he preparado la antigua habitación de los niños, que es la más bonita de la planta y tiene una vista del río deliciosa. Le da el sol toda la mañana, que es precisamente lo que más necesita después de la operación; lo dijo el médico: mucho sol y leche fresca, por eso mi querido Harry pensó inmediatamente en mí, claro está.

Barbara no entendía qué relación podía haber entre la prescripción facultativa y la circunstancia de que Harry hubiera pensado en la anciana señora Carter. Nada más lejos del régime de la buena mujer que el sol y la leche fresca, porque apenas salía de casa, ni siquiera en verano, solo para ir a la iglesia o a tomar el té con una amiga, y jamás la había visto servirse leche, salvo un poquito en el té. Sin embargo, Harry era su hijo y seguro que la conocía mejor que ella; o tal vez se hubiera acordado de su infancia y de los postres de leche y lo hubiera relacionado todo con su madre. Parecía un tanto rebuscado, pero, hoy en día, el inconsciente era tan maravilloso…

—Barbara, querida, creo que no me ha oído —dijo la señora Carter atentamente—, estaba usted hablando con Angela. Harry se marcha a la India con su regimiento y mi chiquitina Sally se queda aquí conmigo a pasar la convalecencia de la apendicitis. La convalecencia —repitió, obviamente satisfecha del vocablo, y asintió con solemnidad moviendo la cabeza; llevaba el pelo gris primorosamente ondulado.

—Me alegro mucho por usted… y por ella, claro está —contestó Barbara.

Había vivido tanto tiempo entre esas personas y había soportado tantos tés que podía responder acertadamente sin pensar. Era como poner una moneda en la máquina y enseguida salía el comentario apropiado, muy bien presentado en un pulcro paquetito y correctamente etiquetado. La máquina funcionaba sin ningún esfuerzo por su parte, incluso cuando se ausentaba mentalmente y lo único que quedaba en la silla era la concha, con su vestido viejo y la espalda recta. Sucedía a menudo; Barbara volaba lejos, se refugiaba de la monotonía y el aburrimiento de Silverstream en el chispeante ambiente de Copperfield.

—Todo el pueblo se alegrará, porque hay tan pocos jóvenes… —dijo Angela Pretty con encanto.

En ese momento, mientras Barbara acercaba la taza a la señora Carter para que le sirviera un poco más de té, la puerta se abrió súbitamente e irrumpió sin preámbulos la señora Featherstone Hogg. Llevaba algo en la mano pero al mismo tiempo lo apartaba de sí, como si fuera un reptil venenoso o un sapo repugnante.

—¡Basura! —exclamó—. ¡Basura! —repitió, y arrojó el objeto a la mesa, entre los pasteles, la porcelana y los crisantemos. Allí fue a parar, encima de un plato de bollitos de crema y apoyado contra la mermelada de ciruelas: era un ejemplar del libro de Barbara Buncle.

—¡Mi estimada Agatha! —exclamó la señora Carter con gran asombro, comprensiblemente.

Las demás mujeres enmudecieron de pasmo, como si hubiera explotado una bomba allí mismo; también Barbara se quedó atónita y dolida al ver la transformación que su modesto relato había producido en la personalidad de la lánguida y elegante señora Featherstone Hogg.

—Usted también sale —dijo incoherentemente «mi estimada Agatha» a la anfitriona—. Supongo que no lo ha leído; de lo contrario, no estaría ahí callada como una estatua. Pues, para que se entere, lleva usted peluca y dientes postizos, pone pectina a la mermelada de ciruelas damascenas para que cuaje y su hijo se escapa de casa con una mujer casada. Y se llama usted señora Farmer.

—Se ha vuelto loca —susurró la señora Carter, pálida como la pared.

La señora Featherstone Hogg se rió estrepitosamente.

—¡De eso nada! —replicó—. Estoy totalmente cuerda, se lo aseguro. Voy a denunciar a ese hombre por difamación. Edwin ha ido a la ciudad a consultarlo con nuestro abogado: lo he mandado directamente en el Daimler. Se va a enterar ese hombre de quién soy yo. Antes de que acabe con él, se arrepentirá de haber nacido. Usted también sale —añadió, abalanzándose sobre Dorothea Bold con tanta ferocidad que la pobre mujer casi se atraganta con un bizcocho de almendra—. Y usted, y usted y usted —continuó, al tiempo que señalaba a las otras tres invitadas con unos dedos llenos de sortijas.

La primera en recuperar la voz fue la señorita King. Es posible que la masculinidad de su atuendo le infundiera confianza en sí misma, o, por el contrario, que su personalidad y su aplomo condicionaran su estilo de vestir. En realidad da lo mismo, la cuestión es que la señorita King se consideraba una persona competente y sensata y gracias a eso reaccionaba muy bien en situaciones críticas como la presente.

—¿Dice usted que ese libro nos describe a todas? —preguntó taxativamente con su voz grave y serena, señalando el ejemplar de El perturbador de la paz, que estaba un tanto manoseado y en precario equilibro sobre los bollitos.

—¡Es lo que acabo de decir! ¿No? —chilló la señora Featherstone Hogg—. ¿Están ustedes sordas o son tan imbéciles que no entienden las palabras más llanas?

Barbara Buncle no supo cómo salió de la terrorífica reunión. Tenía una vaga idea de que se había ido con la señorita King y de que ésta había dicho algo de lo bonita que estaba la noche; después añadió que la señora Featherstone Hogg se había delatado como nunca, que algunas personas solo eran elegantes superficialmente, pero, en cuanto se arañaba un poco el barniz, se descubría la auténtica madera, que, en este caso, en opinión de la señorita King, era muy vulgar. Barbara respondió con una evasiva y llegó a casa tambaleándose; por suerte vivía en la casa de al lado. Se sentó en su cómodo sillón ante el alegre fuego y se echó las manos a la cabeza.

No tardó en levantarse otra vez a llamar por teléfono. Tenía que hablar con el señor Abbott. Nadie más podía ayudarla, y eso, en caso de que él pudiera hacer algo. Fue como un instinto ciego lo que la impulsó a llamarlo.

En la oficina le dijeron que se había ido a casa hacía un rato, pero, tras unos minutos de espera agónica y muchas consultas entre el personal de la editorial, consintieron en darle el número de teléfono de su domicilio particular. Cuando por fin logró hablar con él, estaba al borde de las lágrimas.

—Funciona de maravilla —dijo él en tono alegre—. No tiene de qué preocuparse. Ya he encargado la segunda impresión… y probablemente haga falta otra más…

—Pero es que lo saben —dijo Barbara con un grito—. Saben que son ellas. Van a poner una denuncia por difamación…

—No, no; no pasará nada —le aseguró el señor Abbott con voz profunda y consoladora—. Ningún abogado aceptaría un caso de ese calibre. Bien, no se preocupe y no diga una palabra más por teléfono. Mañana por la tarde voy a verla y me lo cuenta todo.

Barbara colgó el receptor y estuvo unos minutos sin hacer nada, mirando el aparato pensativamente.