La señora Walker, la mujer del médico, fue la primera vecina de Silverstream que leyó El perturbador de la paz.
Era una tarde de octubre muy brumosa, húmeda y fría para esa época del año. Por cierto, era el quinto aniversario de boda de los Walker y, para celebrarlo, Sarah Walker había preparado una cena opípara con los platos predilectos del doctor. Pero la mujer propone y Dios dispone; en cuanto sonó de pronto el teléfono, supo que se trataba de una urgencia.
Era absurdo que, solo por la forma de sonar el aparato, supiera que era una urgencia; también podía haber sido un telegrama de felicitación de su padre en el último momento, un mensaje de la señora Featherstone Hogg para invitarla a tomar el té o cualquier otro asunto intrascendente, pero el caso es que Sarah siempre decía que, cuando sonaba el teléfono, enseguida sabía si era o no era la mano de Dios, que llamaba a John para llevárselo un rato, y lo más curioso es que acertaba a menudo.
Así pues, esa noche, cuando sonó el teléfono, John bajó corriendo a cogerlo y, cuando volvió y dijo: «Ya viene el hijo de los Sandeman», ella ya se había sobrepuesto a la decepción de no celebrar la cena de aniversario y había decidido anularlo todo, puesto que el banquete, sin John, sería una farsa sin ninguna gracia y, además, en realidad a ella no le gustaban el salmón ni el rabo de buey, aunque disfrutaba viéndoselos comer a John; cenaría en el estudio un huevo escalfado y una taza de cacao en una bandeja.
—Lo siento muchísimo —dijo el doctor John— pero no tengo más remedio. No me esperes levantada, Sally. Quién sabe cuándo volveré a casa… ¿Has visto mis guantes de goma?
—Hay un par nuevo en el cajón de la consulta —respondió ella—, los otros se rompieron. No te preocupes, lo celebramos mañana. Asegúrate de que sea niño.
Era una broma entre ellos, así que el médico soltó la risita de rigor.
—Llévate la bufanda gris, la grande —añadió—, hace una noche muy destemplada.
El doctor le dio un beso y, con pesar, se marchó.
El estudio era una habitación acogedora, aunque estaba muy deteriorada; tenía cortinas rojas, lámparas con pantalla, algunos grabados buenos en las paredes, lisas y de color crema, y dos mullidos sillones de piel, uno a cada lado de la chimenea.
Sarah suspiró, descorrió las cortinas y observó la noche. No se distinguía si llovía o no, la niebla era espesa y las farolas de la calle tenían un halo anaranjado. Se alegró de haberle dicho a John que se pusiera la bufanda. Se preguntó cuánto tardaría la señora Sandeman en dar a luz. Los recuerdos la hicieron retroceder tres años en el tiempo, a una noche parecida a la de hoy, cuando inesperadamente llegaron los gemelos al mundo ¡Fue un espanto! Nunca, hasta esa noche horrenda, había apreciado lo mucho que valía John, su enorme dulzura, amabilidad y fortaleza.
El paquete de libros de la biblioteca estaba en la mesa. Desató la cuerda y le dio la vuelta con las manos, largas y finas. ¿Qué le habrían mandado esta vez? Desechó una gruesa biografía y miró por encima un réchauffé[2] histórico… muy aburrido. Esa noche no estaba de humor para lecturas edificantes, prefería pasar el rato con algo ligero y divertido. ¿Y ese otro… El perturbador de la paz, de John Smith? Lo cogió y ocupó el acogedor sillón de su marido, el más cómodo de los dos, porque, debido al peso de John, algunos muelles se habían roto o aplastado, mientras que el de ella seguía tan perfectamente abultado y duro como el primer día, aunque hacía cinco años que lo usaba. Nell, la perra cazadora, que nunca había cazado nada más emocionante que un cuervo, se tumbó cómodamente a los pies de Sarah.
—Voy a esperarlo despierta, llegue a la hora que llegue —le dijo—. Nunca será más tarde de las doce, ¿verdad, Nell? Le prepararé una taza de Benger’s[3] y tú también tomarás un poco.
Nell meneó el rabo, era una lástima que no hablara, aunque entendía todo lo que le decían, o eso afirmaban los Walker.
Encendió la lamparilla de leer y abrió el libro; en cuanto dio comienzo a la lectura, el estudio se sumió en el silencio. Pasaba las páginas a gran velocidad, porque la llegada de los gemelos la había dejado un poco débil y, por lo general, las personas débiles leen mucho y, cuando se lee mucho, se lee a gran velocidad. Además, la trama se desarrollaba con tanta fluidez que era muy fácil dejarse llevar.
Se rió por lo bajo, Nell se agitó en sueños y levantó su hermosa cabeza.
—Nell, no sabes lo que te pierdes por no haber aprendido a leer —le dijo—. Estos personajes están vivos, son personas de verdad… y son deliciosos.
La perra movió la cola peluda. Era estupendo que los dioses descendieran de las nubes para hablar contigo, daba una agradable sensación de seguridad.
Sarah siguió leyendo. Imposible dejarlo. Leyó hasta que se apagó el fuego y tuvo que levantarse a espabilarlo. ¡Sería imperdonable que John volviera helado y mojado y la chimenea estuviera prácticamente apagada! Mientras añadía carbón, liberada momentáneamente del hechizo de la letra impresa, recordó lo que había leído. «Podría ser Silverstream —pensó—. Copperfield es… Silverstream. ¡Qué raro! El comandante Waterfoot es exactamente igual que el coronel Weatherhead y la señora Mildmay podría ser perfectamente Dorothea Bold…».
Frunció el ceño y repasó las páginas leídas, cada vez más intrigada por la sospecha de que los nombres y las personas no eran mera coincidencia. Buscó el párrafo concreto sobre el médico, al que llamaba el señor Gaymer. ¡Ajá, ya lo tenía!
El doctor Rider era un escocés alto y ancho de hombros, con una boca peculiar y cejas espesas; transmitía una sensación optimista de salud y vigor hasta en la habitación del enfermo más desesperado. Los niños lo adoraban e incluso el más mimado e inmanejable lo obedecía sin chistar. En cambio, con las enfermedades imaginarias no se andaba con miramientos y enseguida recetaba aceite de ricino a los quejicas, cosa que no le granjeaba afecto exactamente.
¡Era el vivo retrato de John! Sarah estalló en carcajadas echando la cabeza atrás, contra el respaldo del sillón. ¿Quién demonios habría escrito ese libro? Algún vecino de Silverstream, sin duda; un paciente de John. Volvió a mirar las tapas y vio que el autor firmaba con el nombre de John Smith; eso daba pocas pistas, con ese nombre podía firmar cualquiera. «En fin —pensó—, no somos tantos en Silverstream, veamos quién puede haberlo escrito y eliminemos a los que no». ¿Sería el coronel Weatherhead? No, no era su estilo en absoluto; además no habría sabido describirse con tanto acierto y perspicacia. ¿Sería el señor Dunn? Demasiado viejo y aburrido. ¿El nuevo vicario? Difícilmente, sus santos no le dejaban tiempo libre y no le había dado tiempo a conocer a los habitantes de Silverstream tan a fondo como el autor. ¿El señor Fortnum? No, el libro lo trataba con mucha dureza. ¿El señor Snowdon? No, tampoco, y por la misma razón. Solo quedaban los militares y el señor Featherstone Hogg. Sarah eliminó a los militares, porque solo estaban pendientes de sí mismos y de sus propios asuntos, eran aves de paso y apenas conocían Silverstream. El señor Featherstone Hogg profesaba un enorme respeto a su mujer y jamás la describiría como en ese asombroso libro, porque, desde luego, la señora Horsley Downs era el vivo retrato de la señora Featherstone Hogg. Su elegancia lánguida y sus aires de superioridad estaban reflejados con habilidad inimitable. Incluso se describía una de sus veladas musicales, a las que todo Copperfield se veía obligado a asistir para oír a Brahms y tomar un líquido turbio y casi frío que pasaba por café y bocadillos de paté de anchoa: el señor Featherstone Hogg jamás se atrevería…
Por supuesto, quedaba Stephen Bulmer. Todo el pueblo sabía que el señor Bulmer estaba escribiendo un libro sobre Enrique IV, pero el que tenía ella entre manos no trataba ese tema y, además, estaba completamente segura de que no lo había escrito Stephen Bulmer. Pensó en su cara, afilada y surcada de desagradables arrugas desde la base de la nariz hasta las comisuras de la cínica boca, y las profundas líneas verticales en el entrecejo.
«¡Qué cosa tan horrible! —pensó—. ¡Horrible, egoísta y cascarrabias!». Le tenía mucha inquina a Stephen Bulmer, porque Margaret Bulmer, Meg, era amiga suya; antes de casarse con él, era una mujer alegre y encantadora, pero había dejado de ser ambas cosas. Además, apenas se quejaba de Stephen por pura lealtad, ni siquiera con ella, pero Sarah sabía que su amiga era desdichada. En cuanto a sus hijos, parecían dos ratoncitos, tan sumisos y silenciosos que resultaba antinatural. A veces iban a merendar con los gemelos y se alarmaban mucho los pobrecitos con el ruido que hacían sus robustos niños. «A nosotros no nos dejan hacer ruido en casa, cuando jugamos, porque molestamos a papá», dijo un día el pequeño Stephen. Después, Sarah se lo contó a John y éste se enfadó, porque adoraba a los niños.
Concluido el repaso de los elementos masculinos de Silverstream, pensó que también podría tratarse de una mujer. «A lo mejor, si sigo leyendo, lo averiguo…», se dijo.
Y siguió leyendo.
La novela se puso mucho más divertida y Sarah se detenía cada dos por tres a pensar: «Es la señorita King, por supuesto, la señorita King hasta en el último detalle. Y ésta es Olivia Snowdon. ¡Ah! ¿Qué dirá cuando lo lea?». O se reía, aplaudía suavemente o releía una descripción de algún conocido que le parecía más interesante que otras.
Era medianoche cuando terminó la primera parte, en la que se hacía un retrato completo del pueblo, tranquilo y sin incidentes, muy pendiente de sus propios asuntos, y de unos personajes chismosos y muy curiosos con los asuntos ajenos. Hasta el momento, en Copperfield no había sucedido nada que no pudiera haber pasado cualquier día en Silverstream. Y, aun careciendo de peripecias, la lectura no era nada aburrida. La primera parte se alargaba más de la mitad del libro y concluía con la frase: «Y, por fin, el pueblo de Copperfield se durmió bajo las estrellas».
Sarah levantó la cabeza para ver la hora en el reloj; medianoche y John no había vuelto. Ojalá el alumbramiento no se hubiera complicado. Claro que, siendo primeriza, era previsible que el niño se hiciera esperar. La señora Sandeman era una personita muy agradable, y también su marido, el capitán. Pobrecito, tan joven y tan enamorado de su mujer, estaría pasando muy mal rato.
Suspiró, volvió la página y siguió leyendo.
Por el camino del monte apareció un niño tocando un caramillo. Era alto y delgado, iba descalzo y se cubría el cuerpo con un raído pellejo de cabra. El sol relucía en su rubio pelo y en el vello dorado de los brazos y las piernas. Llegó a Copperfield cruzando el puente. Las limpias notas del caramillo, acompañadas por el murmullo del río, alcanzaron los oídos del comandante Waterfoot, que estaba cavando en el jardín. El hombre se irguió y levantó la mirada. La nítida melodía lo conmovió; una inquietud elemental y profunda, que llevaba años adormecida en su corazón, se despertó. También la oyó la señora Mildmay, que vivía enfrente. No era música propiamente dicha, sino algo más semejante al canto de un ave. La esencia del canto de un ave, si fuera posible imaginar tal cosa. Era la canción de amor que entona el pájaro macho para cortejar a la hembra, cuando presume de su voz y se jacta de sus valientes hazañas; era la llamada a la aventura y al fragor de la batalla; era, por último, la satisfacción del apareamiento y la alegría del primer huevo. La señora Mildmay entendió de pronto que llevaba una vida muy vacía. Miró enfrente, a las chimeneas de la casa del comandante, que sobresalían por encima de las copas de los árboles, y suspiró.
Sarah soltó una risita, al contrario que la señora Mildmay. Se preguntó si sería ésa la intención de John Smith… o no.
Sin dejar de tocar, el niño pasó por High Street, cuesta arriba primero y cuesta abajo después, y se dirigió a la vicaría y a la antigua iglesia, que dormitaba en silencio junto al río. Dondequiera que fuese, dejaba a su paso un desasosiego y una extraña inquietud. Los aldeanos se despertaban y, haciendo caso omiso de las convenciones sociales, seguían los impulsos primarios de su naturaleza oculta. A unos, la nítida y dulce música les avivó la ambición, a otros les evocó recuerdos del pasado que los indujeron a hacer buenas obras. A algunos los empujó a cometer actos violentos y en otros encendió la llama del amor.
Al menos, John Smith decía que la música encendía la llama del amor, pero Sarah Walker, que algo sabía de dicho artículo (algo más incluso, sospechaba, que John Smith), habría dicho que la emoción que el caramillo del niño insuflaba en sus oyentes no era amor, ni mucho menos, sino pasión.
Tan pronto como comenzaban a suceder esas cosas tan inauditas en Copperfield, el comandante Waterfoot descubría que hacía cuatro años que amaba a la señora Mildmay sin sospecharlo siquiera; así pues, rápidamente cruzó a la casa de enfrente, la encontró en el jardín y le declaró su amor tan fervientemente que a Sarah casi le desaparecieron las cejas entre el flequillo. (Es oportuno señalar aquí entre paréntesis que Sarah tenía unas cejas sin igual, más oscuras que el pelo y delicadamente arqueadas). Se trataba precisamente de la escena amorosa que tanto había impresionado al señor Abbott. Era verdaderamente pasional y solo podía haberla escrito alguien que no sabía nada del amor o alguien que sabía mucho. O era muy inocente o todo lo contrario.
Sarah la leyó un par de veces y, todavía sin saber a qué atenerse, volvió rápidamente tras los pasos del flautista. Copperfield hervía de emoción. Hasta los bollitos del impecable mostrador de la señora Silver estaban cargados de electricidad. Al señor Horsley Downs, que jamás había dicho una palabra más alta que otra, le entró complejo de superioridad y, no contento con intimidar a su mujer en privado, llegó incluso a publicar un anuncio en el Copperfield Times para decir que no se haría cargo de las deudas de su mujer, que, antes de casarse con él, era corista. La señora Nevis se levantó de la tumba en la que descansaba en paz desde hacía tres años y, para gran consternación de su marido e hijas (los Snowdon, por descontado), reapareció en su antiguo hogar en medio de una cena que celebraban con varios invitados. No había sido capaz de corregir sus costumbres ni su acento paleto y coloquial de Yorkshire, donde había nacido, al ascender en la escala social, y eso había sido una espina en las carnes de su familia. La aparición en el banquete, deshecha en sonrisas y afecto después de tres años de ausencia, el horror de la familia y el bochorno de los invitados solo podían deberse a la pluma de un maestro. Después, Edith Gaymer (Margaret Bulmer, claro) se fugaba con el hijo de la anciana señora Farmer, que era Harry Carter, por supuesto, y el señor Mason (el señor Fortnum sin lugar a dudas) daba una serenata a la señorita Myrtle Coates, tocaba la mandolina en su jardín toda la noche y exhalaba el último suspiro al pie de las ventanas de la cruel hechicera, cerradas a cal y canto. Lo cierto era que todo el mundo hacía algo raro, incluso la señorita King y la señorita Pretty (Earle y Darling en el libro, aunque Sarah dejó de preocuparse por esos detalles), arrastradas por el espíritu aventurero, decidían iniciar una expedición a Samarcanda y encargaban pantalones de montar en Sharrods y, con ese broche de oro tan redondo, concluía el libro.
Sarah oyó la llave de John en la puerta de la calle y terminó de leer la última página a toda velocidad.
—¡No me digas que me has esperado levantada! —exclamó el doctor John ocupando toda la entrada del estudio con su corpachón.
Se enfadó un poco al ver que Sarah no había obedecido sus órdenes, pero le encantó encontrársela tan risueña y despierta.
—Entonces, ¿ha sido un niño cansado y helado de frío? —le preguntó; le echó los brazos al cuello y le besó las arrugas de las comisuras de los ojos.
—Más o menos, sí —reconoció su marido riéndose.
Por extraño que parezca, de pronto se encontró mucho menos cansado y francamente a gusto.
Se sentó junto a la chimenea, en la que, gracias a los desvelos de Sarah, ardían alegremente cálidas llamas saltarinas, y la oyó correr con ligereza por el pasillo; iba a calentarle una taza de Benger’s. «Es una bendición del Señor —pensó—. ¡Qué suerte tengo y qué poco me merezco tanto amor, tanto afecto, tanto cariño!». Poco después del nacimiento de los gemelos, Sarah había pasado una temporada muy mala y él había llegado a creer que la perdería. Se debilitaba más y más cada día y, por más que pensara o hiciera, no había forma de detener la continua pérdida de vigor. No funcionaron las oraciones, ni el aceite de hígado de bacalao ni las inyecciones de hierro y él sabía perfectamente dónde terminaba ese descenso. Sin embargo, de repente y sin motivo visible, empezó a remontar y ahí estaba, todavía con él, mimándolo como siempre y multiplicando a diario el amor que sentía por ella.
Se desperezó y bostezó a sus anchas.
—Qué fuego tan rico, ¿eh, Nell? —dijo, y Nell le dio la razón fervorosamente.
Los pasos que volvían por el pasillo ya no eran tan ligeros y saltarines, porque Sarah traía una bandeja cargada con tres tazones de Benger’s y una caja de galletas Marie.
—No irás a… —dijo John.
—Se lo prometí —contestó Sarah seriamente.
Puso a Nell un cuenco de papilla y dejó la bandeja en un pequeño taburete frente al fuego. El médico cogió el suyo y lo revolvió lentamente.
—Come una galleta —dijo Sarah.
Se aposentaron en los dos grandes sillones con los cuencos de Benger’s y la caja de galletas Marie entre ambos. John empezó a contarle detalles del parto. Se podía confiar en ella totalmente y, además, lo escuchaba con verdadero interés. Había descubierto hacía tiempo que no solo era un placer hablar del trabajo con su mujer sino que incluso era muy útil contarle sus dudas y dificultades. Le ayudaba a aclarar las cosas, a simplificarlas, y a menudo le hacía preguntas tan inteligentes que arrojaban luz sobre problemas desconcertantes. A veces tomaba el pelo a su mujer por el interés que manifestaba por su trabajo, le decía que llevaba cinco años exprimiéndole el cerebro y que ya se consideraba tan buen médico como él; para que aprendiera más, recurría a tecnicismos de la jerga médica, pero entonces Sarah movía la cabeza y decía: «¿Para qué sirven todos esos latinajos? Llamar a las enfermedades con esos nombres de cinco sílabas no cura más. Bueno, claro, te gusta hablar así para deslumbrar a esa pobre gente y hacerle creer que eres mucho más inteligente de lo que eres en realidad».
Esa noche tenía muchas cosas que contarle y ella escuchaba atentamente, con el ceño levemente fruncido. Lo entendió casi todo y lo demás se lo inventó, porque había leído a hurtadillas algunos libros de John para poder entenderle cuando hablaba con ella. Su marido le contó que había pasado un mal rato y que se había puesto nervioso, que tuvo que llamar a un especialista de Londres por teléfono para que acudiera inmediatamente, pero que, al final, el niño llegó antes y de una forma nada habitual; fue un parto muy laborioso y excéntrico. Al final, todo había salido bien, aunque los Sandeman tendrían que pagar la visita nocturna del especialista de Londres y, total, no había hecho nada más que echar un vistazo a la señora Sandeman, decirle: «¿Se encuentra usted bien? Muy bien», mirar al bebé y añadir: «Muy rico el muchachito… y está muy bien», y volver a su casa en coche.
—A ellos les dará lo mismo —dijo Sarah acertadamente.
—Es posible, pero a mí no —replicó John.
—¿Por qué? ¿Preferirías que hubiera venido de Londres y hubiera dicho que todo iba mal?
John se rió, era inútil discutir con Sarah, siempre se salía con la suya. Tenía una inteligencia inquieta que a él, con su gran sesera segura y lenta, le daba mil vueltas…
—Te has portado muy mal, te has quedado a esperarme —dijo él, cambiando de tema—. ¿Y si hubiera tenido que pasar fuera toda la noche?
—La culpa es de ese libro —dijo Sarah—. Pensaba quedarme solo hasta las doce… pero es que no he podido dejarlo a medias. Querido mío, en ese libro sales tú.
—¿Yo? Tonterías —dijo él sonriendo al verla tan ilusionada.
—De tonterías, nada. Te digo que sales en el libro —replicó con entusiasmo—. Sale todo Silverstream. Es un libro sobre Silverstream.
—En tal caso, también saldrás tú —contestó él siguiéndole la corriente, pero sin creérselo de verdad—, porque si aparezco yo solo, nada más sería la mitad de mí. Menos de la mitad —añadió, riéndose con ganas.
—Yo no salgo —dijo ella frunciendo sus inconfundibles cejas, pues hasta ese momento no había advertido que era prácticamente la única persona de Silverstream que no aparecía en El perturbador de la paz—. De todos modos, solo habla de ti un par de veces; dice que eres un médico que tiene la manía de recetar aceite de ricino a los enfermos imaginarios.
John soltó una carcajada tan fuerte que Sarah tuvo que recordarle que los gemelos estaban durmiendo.
—Tienes que leerlo; así lo verás con tus propios ojos —le dijo cuando a John se le pasó un poco la risa y se disculpó por tan desenfrenada hilaridad—. Léalo, doctor John, hágame caso.
El médico lo cogió y lo miró con desgana.
—Ahora no, por el amor de Dios —dijo ella con voz entrecortada.
Se lo arrebató y se lo escondió a la espalda. Sabía muy bien que El perturbador de la paz no se podía dejar a medias y no tenía el menor deseo de que su marido lo empezase a esas horas de la madrugada.
—¡Gatita tontorrona! —exclamó él en broma—. No creerás que voy a pasarme la noche leyendo una novela, ¿verdad? Cuéntamela tú mientras termino el Benger’s.
Y así lo hizo Sarah, porque sabía que a su marido le convenía distraerse un poco antes de dormir. Era un verdadero encanto, tan concienzudo, tan preocupado por todos los enfermos; se le partía el corazón cada vez que perdía a un paciente, se culpaba si algo salía mal, pero, si todo se resolvía satisfactoriamente, achacaba el mérito a la Naturaleza o a los cuidados de los familiares.
—Ya lo ves, el doctor Rider eres tú —dijo. Se puso las bonitas manos en la rodilla y lo miró con una sonrisa enigmática—. Has subido de categoría en la vida. El coronel Weatherhead es el comandante Waterfoot: él ha descendido. Barbara Buncle es Elizabeth Wade, no encuentro la relación, pero es ella, seguro. Dorcas es Susan, el retrato es magistral. La señorita King y la señorita Pretty son la señorita Earle y la señorita Darling. La señora Featherstone Hogg es la señora Horsley Downs y la retrata con muchísima gracia. Los Bulmer son los Gaymer y la señora Dick es la señora Turpin. El señor Fortnum es el señor Mason y los Sandeman…
—¡Basta, basta! —exclamó el doctor.
Sarah se quedó callada, sonriendo y balanceando un pie en el aire.
—¿Todo eso es verdad, verdad de la buena? —le preguntó.
Y hacía la pregunta con razón, porque Sally tenía un sentido del humor muy travieso y le había tomado el pelo muchas veces contándole sucesos increíbles con todo lujo de detalles, que él se tragaba a pie juntillas, y metía la pata como un elefante, según su estilo, pero al final resultaba que todo era producto de su cabecita inquieta. Por lo tanto, en ese momento tenía la creciente sospecha de que era una «invención» más de su mujer; seguro que dentro de un momento estallaría en carcajadas y le llamaría «mi querido borriquito» y confesaría que se lo había inventado todo.
—De principio a fin, palabra de honor —dijo Sally asintiendo con seriedad. Comprendía que el asunto era raro y por eso no le ofendía que John dudase de su palabra.
—En tal caso, ¿qué hacemos? —preguntó él. Se levantó y se desperezó—. No será un libro muy emocionante, si todo pasa en Silverstream; ni el peor enemigo de este pueblo podría acusarlo de ser emocionante. ¿Qué sucede en el libro? ¿Qué hacemos todos?
—¡Ay, querido! —exclamó ella—. Ahí está toda la gracia, en las cosas que hacéis todos.
—Barrunto mar gruesa en lontananza —dijo el doctor John solemnemente.