Vivian Greensleeves no fue la única que vio en el vicario una adquisición provechosa para Silverstream, pues también el club de tenis se benefició considerablemente de su presencia. El señor Hathaway era un tenista excelente, el mejor de todo el club con gran diferencia. No obstante, se podían organizar partidos equilibrados si se emparejaba al vicario con un buen topo, y los topos abundaban, había dónde elegir.
Barbara Buncle, entre otros, jugaba asiduamente con el vicario. Era una jugadora entusiasta pero, al parecer, incapaz de mejorar. Cuanto más lo intentaba, peor lo hacía, y, lógicamente, se desanimaba mucho.
Una tarde apacible de septiembre, casi al final de la temporada de tenis, Barbara Buncle fue al club. Estaban jugando un partido y los que no participaban lo seguían desde la terraza del pequeño pabellón. Barbara se cambió el calzado y se unió al público. Era un encuentro emocionante: la señora Bulmer y el vicario contra el señor Fortnum y Olivia Snowdon. En principio, las parejas estaban igualadas, porque la señorita Snowdon era una de las mejores jugadoras del club, y la señora Bulmer, una de las peores, lo cual compensaba la superioridad del vicario sobre el señor Fortnum; pero eso no era más que una teoría que no tenía en consideración la psicología de los jugadores. Barbara Buncle se dio cuenta de que el vicario y la señora Bulmer iban a ganar. El vicario estaba en plena forma y se las había arreglado para insuflar a su pareja una confianza inusitada. La señora Bulmer jugaba mucho mejor de lo habitual, mientras que sus oponentes estaban cada vez más nerviosos, más descoordinados y más irritados el uno con el otro. A pesar de su obesidad, la señorita Snowdon jugaba con mucha energía en la cancha; se movía de aquí para allá, invadía el espacio del señor Fortnum y se iba poniendo roja y acalorada. Al señor Fortnum le fastidiaba que interfiriese en sus jugadas, se retiró a un rincón y dejó que su compañera hiciera lo que quisiera: si quería jugar sola, allá ella. Se enfurruñó y perdió el interés. La señorita Snowdon le lanzaba miradas asesinas cada vez que perdía una pelota.
Barbara observaba todo con interés, era muy divertido mirarlos y ver cómo reaccionaban unas personalidades frente a otras. Vivian Greensleeves también miraba, el tenis no le interesaba, aunque había empezado a ir a las canchas al final de la tarde sin que nadie supiera muy bien por qué. Se sentaba en una hamaca enseñando una buena parte de sus bonitas piernas enfundadas en medias de seda beige. Se la veía muy dueña de sí misma, elegante y muy guapa. Las socias del club no le prestaban mucha atención: si le apetecía ir, de acuerdo, y, si no, también; en cambio, entre partidos, algunos caballeros se sentaban con sumo gusto a hablar con ella. A las señoras no les parecía una auténtica hija de Silverstream; ciertamente no formaba parte de su círculo. La señorita Snowdon dijo que «no tenía modales» y su hermana Isabella añadió que se vestía de una forma «estrambótica». Vivian sabía perfectamente lo que opinaban de ella, pero, por su parte, las despreciaba a todas. Eran un hatajo de sosas estúpidas hasta la saciedad y vestían fatal. Últimamente frecuentaba el club de tenis con la sola intención de no perder de vista a Ernest Hathaway. Si él iba, ella también, pero el espectáculo la aburría soberanamente; tenía la sensación de ser ajena a todo eso, como un ave del paraíso en medio de una bandada de estorninos, y verdaderamente lo parecía.
El juego casi había terminado… Bueno, estaba sentenciado a todos los efectos, porque el señor Fortnum no podía con su alma y la señorita Snowdon era incapaz de reanimarlo, ni con toda su energía y vitalidad.
—Olivia tiene mucho estilo —manifestaba la señorita Isabella Snowdon a quien se tomara la molestia de escucharla. Solo quería dejar sentado, de una forma muy femenina, que si su equipo estaba perdiendo no era por culpa de su querida Olivia.
—El encuentro habría sido mucho más interesante con Dorothea Bold en vez de Olivia —dijo la señorita King con rotundidad.
—¡Ay, señorita King! ¿Cómo puede decir eso? —exclamó con horror la señorita Isabella.
—Porque da la casualidad de que es verdad, nada más. Dorothea juega con mucha más seguridad que Olivia —replicó la señorita King, inflexible, mientras se alejaba.
—¡Bruja asquerosa! —le dijo la señorita Isabella a Barbara Buncle, quien casualmente estaba sentada a su lado—. Pura envidia es lo que tiene, nada más. Aunque se vista como un hombre y hable y fume como los hombres, es una víbora. ¡Si lo sabré yo!
—A mí no me desagrada —dijo Barbara plácidamente.
Se quedó mirando con cierto afecto la alta e imponente figura de la señorita King, que cruzó la cancha a pasos largos. Bueno, sí, era un poco rara, con esa voz tan grave que tenía y con la curiosa costumbre de llevar el pelo corto y trajes sastre con cuello y corbata, como un hombre. A menudo se la veía con un cigarrillo en la comisura de la boca y las manos en los bolsillos pero, al fin y al cabo, esas pequeñas peculiaridades no hacían daño a nadie y, en contrapartida, tenía un no sé qué que a ella le gustaba. De todas formas, nunca decía a espaldas de nadie nada que no pudiera decir a la cara, al contrario que otras a las que no hacía falta nombrar. Con ella siempre se sabía exactamente qué terreno se pisaba, porque decía lo que pensaba sin temor ni intención de halagar.
La señorita Isabella miró a Barbara con desdén. ¡Cómo se le ocurría defender a la señorita King! Aunque, por otra parte, ¿a quién le importaba en Silverstream la opinión de Barbara Buncle, si era tonta perdida? Se preguntó sin mucho interés qué estaría pensando Barbara Buncle en ese momento, con esa sonrisa alelada. Se habría llevado una sorpresa si hubiera podido leer los pensamientos que le inspiraba.
Lo cierto es que ese día Barbara estaba encantada de la vida, y por muy buenos motivos, porque esa misma mañana había llegado un paquete de libros de los señores Abbott & Spicer con seis ejemplares impecables de El perturbador de la paz y la enhorabuena de la editorial. Había pasado toda la mañana leyendo el libro, maravillada de la increíble proeza de haberlo escrito ella de cabo a rabo, y ahí lo tenía, impreso de verdad, elegantemente encuadernado en rojo y con una ilustración muy bonita en la sobrecubierta de un niño prodigioso tocando un caramillo.
La sobrecubierta le decepcionó un poco porque el niño era totalmente distinto de lo que se esperaba, sobre todo por las piernas, que parecían patas de cabra, y por las orejas, que eran puntiagudas y raras; ella se había imaginado un niño humano normal y corriente, pero, después de todo, eso no era más que un detalle y lógicamente no se podía esperar que un ilustrador desconocido dibujara el mismo niño maravilloso que se había imaginado ella.
El partido terminó y los jugadores se dirigían a los vestuarios comentando las jugadas afortunadas o desafortunadas que habían propiciado su suerte en el encuentro. El señor Hathaway enseñaba a la señora Bulmer cómo se daba un revés. Era un hombre amable, siempre dispuesto a ayudar a los novatos a mejorar.
—¿Qué me dice de un partido de dobles masculinos? —propuso Dorothea Bold—. Acaba de llegar el doctor Walker. Sería un gran espectáculo.
—Lo lamento profundamente, pero tengo que marcharme —respondió el vicario forcejeando con la chaqueta—. Es que viene un tío mío a pasar un par de noches…
Se despidió de todos y salió a zancadas del club. El partido había durado más de lo que esperaba y se le había hecho tarde; se preguntaba si sería muy impropio echar a correr. ¿Cómo afectaría a Silverstream ver a su vicario volando por High Street como cualquier otro joven? Más valía conformarse con ir a paso vivo. Cuando uno se hace vicario es necesario contener muchos impulsos naturales.
A su tío Mike le daría igual que se retrasara un poco, no daba importancia a esas cosas; sin embargo, después de tantas semanas, Ernest tenía verdaderas ganas de verlo y, por añadidura, le hacía mucha ilusión recibirlo en su propia casa.
El reverendo Michael Whitney no era solamente tío de Ernest Hathaway, sino también su guardián, su tutor, su padre en Dios y su confesor. Se había hecho cargo de él desde el fallecimiento de sus padres, cuando el pequeño Ernest solo contaba once años. Siempre pasaba las vacaciones en la gran rectoría rural y anticuada de su tío, una de cuyas alas cubría de sobra las necesidades de un rector soltero. Tío y sobrino, una pareja extrañamente desigual, daban paseos, charlaban y pescaban juntos con mayor o menor fortuna en los ríos de las inmediaciones. El tío Mike había dedicado todo un verano a la importante tarea de enseñar a Ernest a sujetar el bate recto, a no perder de vista la pelota y a ir por ella. Entre otras cosas, le enseñó a dominar una forma de batear que después le valió al joven los laureles de la victoria en más de una ocasión.
Ernest se lo debía todo, lo sabía y le estaba agradecido. Se alegraba de estar en condiciones de recibirlo en su casa, para variar. Solo pasaría allí dos días, por supuesto, pero Ernest se las había arreglado para incluir en el menú la mayoría de los platos favoritos de su tío. Esperaba que la señora Hobday se cubriera de gloria preparándolos y no olvidara la ensalada de naranja ni sirviera el curry demasiado picante.
En cuanto Ernest puso la mano en la verja y saltó ágilmente al jardín de la vicaría vio que su tío había llegado y se había acomodado en el césped, en una tumbona al pie del castaño. Lo saludó con la mano y exclamó:
—¡No te levantes!
—No puedo —dijo el tío Mike. Era rechoncho de cara y no habría podido levantarse ágilmente de la tumbona aunque hubiera querido, pero se le iluminó la expresión al ver acercarse a Ernest por el césped—. ¿Qué, enseñando a los feligreses a jugar al tenis? —preguntó riéndose.
—Al menos lo intento —contestó Ernest con una sonrisa.
—No te dedicarás a presumir de deportista, ¿eh?
—Procuro evitarlo —Ernest volvió a sonreír.
—¿Cuántas veces te he dicho que no peques de soberbia? —lo reconvino con fingida severidad.
—Centenares —asintió Ernest con fingida humildad.
Se rieron los dos. Daba gusto bromear con alguien que lo entendía. Ernest se puso muy contento; la luz dorada del atardecer y el canto de los pájaros reinaban en el jardín, que parecía un remanso de paz y tranquilidad, después de la cháchara del club de tenis. Se sentó en la hierba, al lado de su tío, y se quitó el sombrero.
—Estás muy bien alojado aquí —dijo el tío Mike—. Tiene muy buen aspecto la mujer que has contratado, la señora Hobday, ¿no se llama así? Y la estantería encaja perfectamente en la biblioteca, ¿verdad?
—Estoy demasiado bien alojado —contestó Ernest, lacónico.
—Eso decías en la carta —replicó el tío Mike—. No te entendí. ¿Cómo se puede estar demasiado bien alojado? Supongo que será una de esas ideas disparatadas que se te ocurren…
—Exacto, eso es —dijo Ernest sonriendo ligeramente—; al menos, seguro que a ti te lo parece.
—No me cabe la menor duda. Oigamos lo peor.
—Es que es verdad, tío Mike —dijo Ernest con las manos en las rodillas, mirándolo con su franca mirada—, tengo demasiado dinero.
El hombre gordo empezó a reírse; soltaba una carcajada, resollaba y volvía a empezar.
—¡Ay! El asma, tío… —dijo Ernest con preocupación.
—Tú sí que das asma… a cualquiera —resolló el tío Mike—. Eres único en este planeta, de verdad… ¿Acaso no sabes que… el mundo entero está al borde de la bancarrota?
—No hablo del mundo entero —replicó Ernest—, hablo de mí. Mírame, soy un hombre fuerte y sano y vivo con todas las comodidades… Eso no está bien.
—Puedes ayudar a la gente, Ernest.
—Aquí no hay nadie que necesite ayuda —replicó Ernest—, nadie que sea pobre de verdad. Ya sé que puedo regalar dinero a la gente, pero no sirve de mucho… Muy al contrario, empiezo a pensar que es contraproducente. Los del pueblo creen que tengo muchísimo dinero y vienen a contarme cuentos, que no siempre son verdad estrictamente, con la pretensión de que los ayude.
—Así es la naturaleza humana —dijo el tío Mike, que había visto mucha naturaleza humana en sus tiempos.
—Es contraproducente —insistió Ernest—, mi dinero es una mala influencia para esta parroquia. En vez de dar, toman, y eso no está bien. San Pablo dijo que la gente debía hacer donativos a la Iglesia y mantener a los sacerdotes.
—¿Te parecen tacaños tus feligreses? —preguntó el tío Mike.
—Pero solo porque soy rico… Estoy seguro o casi seguro, al menos… Solo son tacaños porque creen que puedo permitirme dar yo.
—Y así es, en efecto.
—Sí, pero entonces falla todo el sistema. La cosa funciona al revés… ¡Ay, qué difícil de explicar! —exclamó Ernest, moviendo los brazos—. Pienso tanto en esta cuestión que no puedo expresarlo con palabras, la verdad. ¡Fíjate en los apóstoles, o en san Francisco! Se despojaron de sus bienes materiales, quizá para enseñar a la gente a dar, y no murieron de inanición, ¿verdad que no?
—La gente les daba de comer —contestó el tío Mike—. Hoy en día no se da de comer a los santos, se les pregunta por qué no cobran el paro y se les aconseja que soliciten ayuda a la parroquia.
—No seas cruel, tío Mike —dijo Ernest, como si volviera a tener once años—. No lo entiendes porque no quieres. En realidad es muy fácil: vivo aquí lujosamente, engordando como un holgazán. Es muy contraproducente para mí y también para los demás. La señora Hobday es derrochadora y extravagante y no me importa, ¿por qué iba a importarme? Vienen a pedirme dinero y se lo doy porque es más fácil que negárselo… eso es malo, malísimo, pésimo.
—Bueno, supongamos que lo sea. ¿Cómo se puede remediar? —preguntó el tío Mike, inquieto.
—Tendría que poder vivir de mi estipendio.
—Imposible —replicó el tío Mike—, hablamos de esa cuestión antes de que vinieras aquí. Te ofrecieron el puesto porque dispones de medios propios. La remuneración en esta vicaría es tan mísera que nadie aceptaría el cargo si no dispusiera de medios propios…
—Eso es otro error —dijo Ernest, alterado—. No está bien ofrecer un puesto a un hombre porque disponga de medios propios… Cada asalariado gana su jornal… Es degradante para la Iglesia. Un sueldo debe ser suficiente para sustentar con dignidad a un hombre solo.
—El mundo no es ni muchísimo menos perfecto —replicó el tío Mike, que había vivido mucho y había aprendido a aceptar lo malo y lo bueno de la vida como una mermelada con laxante añadido—. Hay muchas cosas que están mal, pero es así y no se puede cambiar.
—No pretendo cambiarlo, bueno, tal vez sí, pero sé que no puedo, no soy tan iluso… en fin, no es ésa la cuestión. Lo fundamental es que aquí hay algo que no está bien, en mi vida hay algo que no funciona y tengo que cambiarlo. Voy a intentar arreglármelas con el estipendio, tío Mike. Al fin y al cabo, un hombre tiene que ser capaz de vivir con muy poco. Fíjate en san Francisco…
—Bien, en tal caso, adelante —dijo tío Mike. Empezaba a hartarse y en ese momento no tenía el menor deseo de seguir hablando de san Francisco—. Pruébalo una temporada. Supongo que no te hará ningún daño. Limita el gasto a tres libras a la semana…
—Sería inútil —lo interrumpió Ernest, y sacudió la cabeza—, no podría.
—Desde luego que no. ¿No te lo acabo de decir? —insistió el tío Mike, exasperado.
¿Cómo iba a poder? Nunca en la vida le había faltado de nada. ¿Cómo iba a ponerse de repente a vivir con tres libras a la semana? Máxime no habiendo ninguna necesidad real. Si hay que hacer una cosa, se hace y sanseacabó, pero así… No es que el muchacho fuera precisamente extravagante, pero siempre le había gustado disponer de lo mejor y, puesto que su padre lo había dejado en buena situación, no parecía existir ninguna razón que lo obligara a renunciar. El señor Whitney no tenía queja alguna de los gastos de Ernest. El muchacho gastaba con prudencia y siempre había hecho gala de una generosidad muy sensata. Hasta el momento se las había arreglado para liquidar su elevada renta anual sin la menor dificultad.
—No seré capaz de pasar con tres libras a la semana, a menos que sea lo único que tenga para vivir —dijo Ernest—. Si solo tengo tres libras para gastar, no puedo gastar más.
—¿Ah, no? —inquirió el señor Whitney.
—Sea como fuere, no podré —contestó Ernest— y voy a hacer lo siguiente: dispongo que mi asignación anual se destine íntegramente a diversas obras benéficas sin la menor demora, en el mismo momento en que esté disponible; de ese modo, aunque quiera, no tendré nada. Supongo que sabrás redactar una escritura de donación o algo semejante.
El señor Whitney tragó saliva.
—Aquí tienes la lista de obras benéficas en las que he pensado —continuó Ernest. La sacó del bolsillo y se la dio—. Seguro que se te ocurre alguna más. Lógicamente, el capital no se puede mover del fondo de inversiones, porque, de lo contrario, me desharía de él sin pensarlo dos veces… es una lástima.
—Y que lo digas —contestó el señor Whitney con un sarcasmo deplorable.
—Ya veo que no te hace ninguna gracia —prosiguió Ernest—, pero no se me ocurre otra manera de arreglarlo ni otra persona a la que recurrir…
El señor Whitney dejó de prestar atención; conocía a Ernest lo suficiente para saber que, cuando se le metía una idea en la cabeza, no había nada que hacer. Solo le quedaba el recurso de proteger al arrebatado joven de las consecuencias de tan disparatado proyecto. Si tomaba cartas en el asunto, podría guardar algo de dinero para cuando Ernest lo quisiera, porque lo necesitaría con toda seguridad. Sí, eso sería lo mejor, avenirse al plan de Ernest y distribuir el dinero y, por supuesto, repartir la mayor parte, como era su deseo, pero guardar algo en el banco, unas quinientas libras, pongamos, a su nombre, para que dispusiera de ellas en caso de necesidad; de lo contrario, lo distribuiría al terminar el año. Un año de pobreza no le haría ningún mal, no, en absoluto. Es más, sería una experiencia enriquecedora para el muchacho. Siempre había tenido mucho dinero y eso era contraproducente, aunque, bien pensado, tampoco lo había echado a perder. En algún momento, el señor Whitney había sentido una honda preocupación por la abundancia en que vivía Ernest, pero, cuando comprobó que el muchacho se desenvolvía bien a pesar de la riqueza, dejó de pensar. ¡Qué vueltas tan curiosas daba la vida! Primero deseaba que Ernest experimentara la pobreza en carne propia y, ahora que el muchacho la elegía voluntariamente, se inquietaba. «Aunque, en realidad, no hay de qué preocuparse —se dijo el señor Whitney para consolarse. No le gustaban nada las preocupaciones— porque todo saldrá bien y le será beneficioso contar los peniques todo un año. Mientras no se muera de hambre, todo irá bien. Aunque habrá que vigilarlo, para que no llegue a esos excesos».
Después de comer muy cumplidamente repasaron los pormenores uno a uno y acordaron que Ernest firmase un documento de donación de la asignación anual a favor de su tío Mike, quien, a su vez y a su criterio, repartiría los fondos entre diferentes obras benéficas. A Ernest le daba bastante igual quién se quedara con el dinero, siempre y cuando lo desembarazaran de él, porque había empezado a considerarlo una carga, tal vez la cruz que Cristiano, el peregrino, cargaba a la espalda. Al cabo de un año reconsideraría el asunto. El señor Whitney insistió en el año de prueba, por si Ernest quisiera casarse o falleciera él… En el curso de un año podía suceder cualquier cosa.
—Bien —dijo Ernest por fin, desperezándose—, soy libre.
«Te has encadenado», pensó el señor Whitney, pero tuvo la prudencia de no expresarlo en voz alta.
Al día siguiente se conmemoraba a un santo. Ernest y su tío Mike se dirigieron a la pequeña iglesia cruzando el jardín. Las gotas de rocío brillaban en la hierba como millones de diamantes y una alondra cantaba alegremente.
Ernest tenía la impresión de que ninguna conmemoración matutina le había deparado nunca un gozo tan profundo como ese día. Estaba colmado de dicha y paz. Era tan maravilloso que no tenía palabras para expresarlo. Concluida la ceremonia, cruzaron de nuevo el soleado jardín en íntima comunión espiritual.
—¿Crees que estoy loco, tío Mike? —preguntó súbitamente.
—Si te parece que es lo que tienes que hacer, hazlo —le contestó en voz baja—. Creo que la experiencia será enriquecedora.